sábado, 1 de septiembre de 2012

La confesión de Charles Linkworth. E. F. Benson.


El doctor Teesdale tuvo ocasión de asistir al condenado una o dos veces durante la semana anterior a su ejecución, y lo encontró, como es frecuente que ocurra una vez desvanecida la última esperanza de vivir, tranquilo y absolutamente resignado a su sino, sin la menor muestra de esperar con pavor la mañana que cada hora que pasaba parecía ir acercando. Parecía que se le hubiera agotado la amargura de morir: se acabó cuando le informaron de que había sido denegada su apelación. Pero durante aquellos días en que aún quedaban esperanzas, el desdichado se había emborrachado terriblemente a diario.
El doctor no había conocido en toda su experiencia un hombre que persiguiera tan feroz y apasionadamente la vida, ni que estuviera tan firmemente arraigado a este mundo material por el puro anhelo animal de vivir. Luego se le comunicó que no cabía prolongar las esperanzas, y su espíritu salió de la presa de aquella agonía de incertidumbre y tortura y aceptó lo inevitable con indiferencia. Sin embargo, el cambio fue tan llamativo que el doctor tuvo la sensación de que la noticia más bien había anonadado por completo sus facultades emotivas y que el condenado, bajo la apariencia de aturdimiento, seguía tan imbricado como siempre en las cosas materiales. Se desmayó al dársele la noticia y el doctor Teesdale hubo de acudir a atenderlo. Pero el paroxismo sólo fue momentáneo y salió de la crisis perfectamente consciente de qué era lo que había sucedido.
El crimen había sido especialmente horroroso y la opinión pública no sentía la menor simpatía por su autor. Charles Linkworth, que ahora estaba condenado a la pena capital, tenía una pequeña papelería en Sheffield, donde vivía con su esposa y su madre. Esta última fue la víctima del atroz crimen. El motivo fue apropiarse de la suma de quinientas libras que poseía la mujer. Linkworth, según se puso en claro durante el juicio, debía por entonces un centenar de libras y durante una ausencia de la esposa, que fue a visitar a unos parientes, estranguló a su madre y, durante la noche, enterró el cadáver en el pequeño patio trasero de la casa. A la vuelta de la esposa, dispuso de una historia bastante verosímil para explicar la desaparición de la anciana señora Linkworth, pues durante los dos últimos años se habían producido constantes altercados y trifulcas entre madre e hijo, y ella había amenazado más de una vez con marcharse, y retirar los ocho chelines a la semana que aportaba a los gastos de la familia, a vivir de las rentas de su dinero. También era cierto que, durante la ausencia de la señora Linkworth nuera, la madre y el hijo habían tenido una violenta discusión provocada, en un principio, por una cuestión trivial de orden doméstico, y que a resultas de ésta ella había sacado su dinero del banco con la intención de irse de Sheffield al día siguiente e instalarse en Londres, donde tenía amigos. Aquella tarde se lo dijo a él y aquella noche él la mató.
Su paso siguiente, antes de que regresara la esposa, fue lógico y preciso. Hizo el equipaje con todas las pertenencias de la madre y lo llevó a la estación, desde donde lo envió a la capital en un tren de pasajeros, y por la tarde invitó a varios amigos a cenar y les contó la marcha de la madre. No fingió pesar (lógicamente también, en concordancia con lo que era muy probable que ellos supiesen de antes), sino que dijo que no se llevaban bien y que el bienestar y la tranquilidad mejorarían con la ausencia de su madre. La misma historia contó a su esposa cuando regresó, idéntica en todos los detalles, agregando, no obstante, que la pelea había sido violenta y que su madre no le había dado ninguna dirección. También esto estaba bien pensado: evitaba que la esposa le escribiera. Ella dio la impresión de aceptar por completo la historia: de hecho, nada tenía de raro ni de sospechoso.
Durante un tiempo, el hombre se comportó con la serenidad y la astucia que la mayor parte de los criminales poseen hasta un cierto punto, y cuya posterior carencia suele ser la causa de que se los descubra. Por ejemplo, no saldó inmediatamente sus deudas, sino que tomó de huésped a un joven que ocupó el cuarto de la madre, despidió a los dependientes de la tienda y se ocupó él solo de todo el trabajo. Todo esto dio la impresión de que ahorraba y, al mismo tiempo, hablaba abiertamente de que había mejorado mucho el negocio. Hasta transcurrido un mes no hizo efectivo ninguno de los billetes de banco que había encontrado en el cajón cerrado con llave del cuarto de la madre. Luego, cambió dos billetes de cincuenta libras y pagó a sus acreedores.
En este momento le fallaron la serenidad y la astucia. Abrió una cuenta en un banco local, donde depositó otros cuatro billetes de cincuenta libras, en lugar de tener paciencia e ir aumentando sus ahorros bancarios libra a libra, y comenzó a inquietarle si habría enterrado el cadáver a la suficiente profundidad en el patio trasero. Pensando en asegurarse mejor sobre este particular, encargó una carretada de escoria y gravilla y, con ayuda del huésped, empleó las tardes del verano, una vez concluido el trabajo, en construir una especie de jardincito en aquel lugar. Después se presentó el incidente casual que puso a prueba aquella peligrosa concatenación de hechos. Hubo un incendio en el depósito de equipajes de la estación de King’s Cross (de donde debió haber reclamado las pertenencias de la madre) y se quemó en parte uno de los dos baúles. La compañía se vio obligada a abonar indemnizaciones, y el nombre de la madre bordado en las ropas de cama y una carta con la dirección de Sheffield dieron lugar a que recibiese una notificación puramente oficial y formal donde se decía que la compañía estaba dispuesta a atender las reclamaciones. Iba a nombre de la señora Linkworth, de modo que Charles Linkworth la abrió y se la leyó a su esposa.
En apariencia era un documento casi inofensivo, pero llevaba consigo su sentencia de muerte. Le fue totalmente imposible explicar que los baúles de la madre siguieran estando en la estación de King’s Cross, a no ser que hubiese sufrido algún accidente. Estaba claro que tenía que poner el asunto en manos de la policía, con vistas a que se rastrearan los movimientos de la madre y, de demostrarse que había muerto, reclamar él su dinero, que ella había sacado previamente del banco. Por lo menos, tal fue lo que le propusieron la esposa y el huésped, en cuya presencia se leyó en voz alta el aviso de la compañía ferroviaria, y le fue imposible negarse. Después, la maquinaria silenciosa de la justicia, tan característica de Inglaterra, se puso en marcha. Unos hombres impasibles callejearon por Smith Street, visitaron bancos, examinaron el supuesto incremento de las ventas y, desde una casa vecina, observaron el patio trasero donde ya florecían helechos sobre los parterres. Luego vino la detención y el proceso, que no duró mucho, y la noche de un sábado se falló el veredicto. Mujeres elegantes con grandes sombreros dieron brillo y color a la sala de vistas, y en toda la muchedumbre no había nadie que sintiese compasión por el hombre de aspecto juvenil y atlético que resultó condenado. Gran parte del público estaba formado por maduras y respetables madres que, puesto que el crimen había sido un ultraje a la maternidad, escucharon la exposición de las pruebas incontrovertibles con firme gesto de aprobación. Algo se estremecieron cuando el juez se puso el terrible y ridículo birrete negro y pronunció la sentencia en el nombre de Dios.
Linkworth iba a ser castigado por su crimen atroz, que nadie que hubiera oído las pruebas podía dudar de que había cometido con la misma indiferencia que destilaría toda su conducta desde que supo que se le había rechazado la apelación. El capellán de la cárcel que lo asistió hizo todo lo posible por que se confesara, pero sus esfuerzos fueron totalmente inútiles, y hasta el último momento el condenado sostuvo, bien que sin protestar, su inocencia. Una luminosa mañana de septiembre, mientras los rayos del sol calentaban el terrible y minúsculo cortejo que atravesó el patio de la prisión hasta el tinglado donde se alzaba el mortal instrumento, se cumplió la justicia y el doctor Teesdale apreció que la vida se había extinguido de inmediato. Estuvo presente en el cadalso. Había visto mover la palanca y precipitarse en la trampilla la figura encapuchada y maniatada. Había oído tensarse y restallar la soga al recibir el súbito peso y, al bajar los ojos, vio las sacudidas del cuerpo colgante. No duraron más que un par de segundos. La ejecución había sido perfecta.
Una hora después realizó la autopsia y confirmó su apreciación a simple vista: las vértebras de la columna se habían partido a la altura del cuello y la muerte debió de ser instantánea. Casi no era necesario llevar a cabo la breve disección que lo demostrara, pero la hizo por guardar las formas. Y en esos momentos tuvo la sensación mental, muy extraña y muy vívida, de que el espíritu del difunto estaba muy cerca de él, como si todavía habitase en la desmoronada envoltura de su cuerpo. Pero no cabía la menor duda de que el cuerpo estaba muerto: llevaba muerto una hora. Luego se produjo otro incidente, que en principio pareció insignificante, aunque también extraño. Entró uno de los carceleros y preguntó si la soga que se había utilizado una hora antes, que era un gaje del verdugo, había sido llevada a la morgue por error junto con el cadáver. Pero no se halló rastro de la soga, que parecía haberse esfumado, aunque era una cosa muy especial para perderse: allí no estaba y en el patíbulo tampoco. Y aunque la desaparición no tenía mayor importancia, resultaba completamente inexplicable.
El doctor Teesdale era soltero y hombre de holgados medios, y vivía en una casa espaciosa y de ventanas altas en Bedford Square, donde una cocinera de sobresalientes cualidades se cuidaba de sus comidas, así como el marido de ella de su persona. No tenía ninguna necesidad de ejercer ninguna profesión y realizaba su trabajo en la cárcel para estudiar la mentalidad de los criminales. La mayor parte de los delitos —es decir, las transgresiones de las normas de conducta que la especie humana ha tramado para velar por su propia conservación— eran, según sostenía él, consecuencia de alguna anormalidad cerebral o de la mala alimentación. Los delitos de robo, por ejemplo, en modo alguno los englobaba en una única categoría. Es cierto que a veces se deben a verdadera necesidad, pero lo más frecuente es que vengan dictados por alguna oscura enfermedad del cerebro. En algunos casos señalados se califican de cleptomanía, pero él estaba convencido de que existían otros muchos que no correspondían exactamente a los dictados de la necesidad material. Menos aún en los casos en que el delito en cuestión conllevaba alguna clase de violencia, y mentalmente iba situando bajo esta categoría, mientras se dirigía a su casa aquella tarde, al criminal cuyos últimos momentos había presenciado por la mañana. El crimen había sido abominable, la necesidad de dinero no demasiado apremiante, y todo lo que aquel asesinato tenía de repugnante y de antinatural le inclinaba a considerar al asesino más como lunático que como criminal. Por todo lo que se sabía, se trataba de un hombre de carácter apacible y bondadoso, buen marido y vecino sociable. Y luego había cometido un crimen, sólo uno, que lo había colocado fuera del mundo de la normalidad. Un acto tan monstruoso, tanto si lo cometía un hombre sano como si era obra de un loco, resultaba intolerable; no, de ninguna manera había sitio para su autor en este planeta. Pero, de algún modo, el médico sentía que hubiese estado más de acuerdo con la ejecución de la justicia si el difunto hubiera confesado. Moralmente su culpabilidad era segura, pero él hubiese deseado que, cuando perdió toda esperanza, el reo hubiese respaldado personalmente el veredicto.
Cenó a solas aquella noche y luego se instaló en el estudio adyacente al comedor, y al no sentirse inclinado a leer, permaneció sentado en el gran sillón rojo situado frente a la chimenea y dejó que los pensamientos volaran a su aire. Muy pronto recayeron en la curiosa sensación que había experimentado por la mañana, y de nuevo tuvo la impresión de que el espíritu de Linkworth estaba presente en la morgue, pese a haberse extinguido su vida una hora antes. No era la primera vez; sobre todo en casos de muertes repentinas, que tenía una impresión similar, aunque nunca había sido tan inequívoca como la de hoy. No obstante, en su opinión, la sensación era consecuencia de una verdad natural y psíquica. El espíritu —debe señalarse que creía en la doctrina de la vida futura y de la no extinción del alma con la muerte del cuerpo— era muy probablemente incapaz o poco propenso a abandonar en seguida y por completo su morada terrenal, por lo que muy probablemente se demoraba en ella, apegado a la tierra, durante algún tiempo. En sus horas de ocio, el doctor Teesdale era un importante estudioso de lo oculto, pues al igual que muchos médicos progresistas y competentes reconocía claramente cuán sutil era la frontera que separaba el alma del cuerpo, cuán tremenda la influencia de lo intangible sobre las cosas materiales, y no encontraba ningún inconveniente en suponer que un espíritu privado de su cuerpo pudiera comunicarse directamente con quienes aún estaban encadenados a lo finito y material.
Estas meditaciones, que comenzaban a agruparse en secuencias bien definidas, se interrumpieron en este momento. Sonó el teléfono que tenía sobre la mesa de despacho, al alcance de la mano, no con la acostumbrada insistencia metálica, sino con tono muy apagado, como si la corriente fuese floja o el mecanismo estuviera estropeado. No obstante, estaba sonando sin ninguna duda, y se levantó y descolgó las dos piezas del aparato, el auricular y la bocina.
—Sí, sí  dijo—, ¿quién es?
La respuesta fue un suspiro casi inaudible y totalmente incomprensible.
—No le oigo —dijo.
De nuevo se oyó el suspiro, pero no con mayor claridad. Luego desapareció cualquier sonido.
Durante medio minuto aproximadamente se mantuvo de pie, a la escucha, por si se reanudaba la conversación, pero, luego de oírse el habitual cloqueo y susurro, que demostraba, no obstante, que estaba en comunicación con otro aparato, siguió el silencio. Entonces repuso el aparato en su sitio, llamó a la central y dio su número.
—¿Podría decirme desde qué número acaban de llamarme? —preguntó.
Tras una breve pausa le dieron el número. Era el número de la cárcel donde trabajaba de médico.
—Póngame, por favor —dijo.
Lo pusieron.
—Acaban de llamarme desde ahí —dijo por la bocina—. Sí, soy el doctor Teesdale. ¿Qué pasa? No he oído lo que me han dicho.
La voz le llegaba clara e inteligible.
—Ha habido una equivocación, señor —decía—. Nosotros no le hemos llamado.
—Pero la central me dice que han llamado ustedes hace tres minutos.
—La central se equivoca, señor —dijo la voz.
—Es muy raro. En fin, buenas noches. Es usted el carcelero Draycott, ¿verdad?
—Sí, señor. Buenas noches, señor.
El doctor Teesdale regresó a su sillón con menos ganas de leer aún. Durante un rato, dejó vagar la cabeza sin orientarla hacia ninguna parte, pero una y otra vez sus pensamientos volvían sobre el pequeño y extraño incidente del teléfono. Innumerables veces lo habían llamado por error, innumerables veces lo habían puesto con números equivocados desde la central, pero había algo en aquella amortiguada llamada del timbre del teléfono, y en los incomprensibles suspiros del otro extremo de la línea, que le sugería una concatenación de reflexiones muy curiosa, y pronto se encontró paseando de un lado a otro por el cuarto, con la cabeza volcada en los más extravagantes pensamientos.
—Pero eso es imposible —dijo en voz alta.
A la mañana siguiente, como de costumbre, fue a la prisión y de nuevo lo acosó, de un modo extraño, la sensación de que había allí alguna presencia invisible. Anteriormente había vivido algunas experiencias psíquicas especiales y sabía que era «sensible», es decir, una de esas personas que en determinadas circunstancias tienen la capacidad de percibir sensaciones fuera de lo normal y de tener atisbos del mundo invisible que nos rodea. Y esta mañana era consciente de la presencia del hombre que había sido ejecutado la mañana del día anterior. Estaba radicada allí y la sentía con mayor intensidad en el pequeño patio de la cárcel y cuando trasponía la puerta de la celda de los condenados. En este lugar era tan intensa que no le hubiera sorprendido que se le hiciese visible la figura del individuo, y al atravesar la puerta del estrecho pasillo, se dio media vuelta, contando con que realmente lo vería. Durante todo el tiempo, además, se daba cuenta de que tenía el corazón encogido de terror; aquella presencia invisible lo afectaba de una forma extraña. Aquella pobre alma, comprendía el doctor, quería que se hiciese algo por ella. Ni por un momento puso en duda que su impresión era objetiva; ningún fantasma imaginario de su propia invención hubiera resultado tan real. El espíritu de Linkworth estaba allí.
Entró en la enfermería y estuvo ocupado en su trabajo durante un par de horas. Pero en todo momento fue consciente de tener cerca la misma presencia invisible, aunque la intensidad con que se manifestaba era allí menor que en los lugares más íntimamente vinculados al sujeto en cuestión. Por último, antes de salir para comprobar su teoría, miró dentro del cobertizo de las ejecuciones. Pero en seguida, con el rostro súbitamente pálido, salió, cerrando la puerta a toda prisa. En lo alto de los escalones se alzaba una figura encapuchada y maniatada, de silueta neblinosa y apenas visible. Pero visible, de eso no cabía la menor duda.
El doctor Teesdale era hombre de nervios templados y se recuperó casi de inmediato, avergonzado del momentáneo pánico. El terror que le había blanqueado el rostro se debía fundamentalmente al sobresalto nervioso, no a tener el alma aterrorizada; pero pese a su gran interés por los fenómenos psíquicos, no pudo dominarse lo bastante para volver a entrar. Bueno, sí se dominó pero sus músculos se negaron a cumplir sus órdenes. Si aquel pobre espíritu atado a la tierra tenía que transmitirle algún mensaje, prefería desde luego que lo hiciera a cierta distancia. Por lo que colegía, el espíritu tenía un campo de acción limitado. Rondaba por el patio de la cárcel, la celda de los condenados, el cobertizo de las ejecuciones y, más débilmente, se dejaba sentir en la enfermería. Luego, cuando regresó a su despacho y mandó llamar al carcelero Draycott, con quien había hablado por teléfono la noche anterior, tuvo otra ocurrencia.
—¿Está usted completamente seguro —le preguntó— de que nadie me llamó anoche antes de que yo le llamara a usted?
Hubo cierta vacilación en el semblante del carcelero de la que se percató el doctor.
—No comprendo cómo pudo suceder, señor —dijo—. Llevaba sentado al lado del teléfono desde hacía media hora, e incluso desde antes. Si alguien hubiera tocado el aparato, yo lo hubiera visto.
—¿Y usted no vio a nadie? dijo el doctor con un ligero énfasis.
El hombre se mostró más patentemente incómodo.
—No, señor, yo no vi a nadie —dijo, con el mismo énfasis.
El doctor Teesdale apartó de él la mirada.
—Pero tal vez tuvo usted la impresión de que había alguien ¿no? —preguntó en tono indiferente, como si el asunto no importase mucho.
Evidentemente, el carcelero Draycott recordaba algo de lo que se le hacía difícil hablar.
—Bueno, señor, si me lo pone usted así —comenzó—. Pero va usted a decirme que estaba medio dormido o que cené algo que me sentó mal.
El médico renunció a su aire de indiferencia.
—No voy a decir nada de eso —dijo—, mientras usted no me diga que yo me había quedado dormido anoche cuando oí sonar el teléfono. Fíjese, Draycott, en que el timbre no sonó como siempre. Si llegué a oírlo fue porque lo tenía muy cerca. Y únicamente distinguí un suspiro cuando me lo puse al oído. Pero cuando hablé con usted, le oía con absoluta claridad. Ahora bien, yo creo que había algo, alguien a este lado del teléfono. Usted estaba aquí y, aunque no vio a nadie, también tiene la sensación de que había alguien.
El hombre asintió con la cabeza.
—Yo no soy una persona nerviosa, señor —dijo—, ni tampoco me recreo en fantasías. Pero había algo. Se cernía alrededor del aparato, y no era el viento porque no soplaba la más leve brisa y hacía una noche cálida. Además cerré la ventana para estar seguro. Pero aquello se movía por la habitación, señor, y se estuvo moviendo durante una hora o más. Removió las hojas de la guía telefónica y me puso los pelos de punta cuando se me acercó. Y era algo terriblemente frío, señor.
El doctor lo miró directamente a la cara.
—¿Le hizo pensar en lo que habíamos hecho ayer por la mañana? —preguntó de improviso.
El carcelero vaciló de nuevo.
—Sí, señor —dijo finalmente—. En el condenado Charles Linkworth.
El doctor Teesdale movió la cabeza aseverativamente.
—Eso es —dijo—. Dígame, ¿tiene usted servicio esta noche?
—Sí, señor. Ya me gustaría no tenerlo.
—Sé cómo se siente, yo me he sentido exactamente igual. Ahora bien, sea eso lo que sea, parece que quiere comunicarse conmigo. A propósito, ¿hubo anoche algún incidente en la prisión?
—Sí, señor, media docena de hombres tuvieron pesadillas. Estuvieron pegando voces y chillidos, siendo como son personas tranquilas por lo general. Ocurre algunas veces la noche siguiente a las ejecuciones. Lo he vivido anteriormente, pero nunca como anoche.
—Ya entiendo. Bueno, si eso..., esa cosa que le resulta a usted invisible trata de volver a acercarse al teléfono esta noche, déle usted todas las facilidades. Lo probable es que se acerque a la misma hora. No me es posible decirle el porqué, pero es lo más habitual. De modo que, a menos que le sea imposible, no esté usted en la habitación del teléfono durante una hora, para darle tiempo de sobra, entre las nueve y media y las diez y media. Yo estaré a la espera en el otro lado. En el caso de que me llame, cuando haya terminado de hablar, le llamaré a usted, para asegurarme de que... la llamada no ha sido una llamada ordinaria.
—¿Y no hay nada que temer, señor? —preguntó el hombre.
El doctor Teesdale recordó su momentáneo terror de la mañana, pero habló con absoluta sinceridad:
—Estoy seguro de que no hay nada que temer —dijo en tono tranquilizador.
El doctor Teesdale tenía una cita para cenar aquella noche, que anuló, y estuvo solo en su estudio desde las nueve y media. En el actual estado de ignorancia humana sobre las leyes que gobiernan el desenvolvimiento de los espíritus separados del cuerpo, no había podido decirle al carcelero por qué es tan frecuente que sus visitas sean periódicas, puntualmente sincronizadas según nuestro esquema horario, pero, habiendo tabulado cierto número de apariciones de fantasmas, sobre todo cuando las almas tenían una gran necesidad de ayuda, como bien podía ser el caso, había descubierto que comparecían a la misma hora del día o de la noche. Por regla general, además, su capacidad para dejarse ver, oír o sentir crecía inmediatamente después de la muerte, debilitándose luego de manera paulatina conforme se iban volviendo menos terrenales, o bien cesando por completo a la larga, y esta noche estaba predispuesto a tener un contacto menos confuso. Al parecer, en las primeras horas de su descorporización el espíritu es débil, como una mariposa recién salida de la crisálida... Y entonces, de repente, sonó el timbre del teléfono, no tan apagado como la noche anterior, pero tampoco con el tono imperativo habitual.
El doctor Teesdale se puso en pie al instante y se llevó el auricular al oído. Y lo que oyó fue un sollozo acongojado, unos fuertes espasmos que parecían desgarrar a quien los emitía.
Aguardó un poco antes de hablar, helado por un temor indecible y al mismo tiempo profundamente dispuesto a prestar ayuda, si estaba a su alcance.
—Sí, sí —dijo finalmente, oyendo cómo le temblaba la voz—. Soy el doctor Teesdale. ¿En qué puedo servirle? ¿Y usted quién es? —agregó, aun sabiendo que esta pregunta era innecesaria.
Poco a poco se desvanecieron los sollozos, sustituyéndolos los suspiros, todavía quebrados por el llanto.
—Yo quiero hablar, señor... Yo quiero hablar, yo necesito hablar...
—Bien, dígame, ¿de qué se trata? —dijo el doctor.
—No, no con usted, con el otro caballero que venía a visitarme. ¿Le contará usted lo que yo le diga? Me es imposible hacer que me vea ni me oiga.
—¿Quién es usted? preguntó de improviso el doctor Teesdale.
—Soy Charles Linkworth. Creía que lo sabía. Soy muy desdichado. No puedo salir de la cárcel... y hace mucho frío. ¿Mandará usted llamar al otro caballero?
—¿Se refiere usted al capellán? —preguntó el doctor Teesdale.
—Sí, al capellán. Leía oraciones cuando yo atravesé ayer el patio de la cárcel. No me sentiré tan mal cuando le hable.
El doctor vaciló un instante. Era una extraña historia que tuviera que decirle al señor Dawkins, el capellán de la prisión, que al otro lado del hilo del teléfono estaba el espíritu del hombre ejecutado ayer. Y sin embargo él creía seriamente que así era, que aquel infeliz espíritu era desgraciado y necesitaba «hablar». No había necesidad de preguntarle qué quería contar.
—Sí, le pediré que venga aquí  dijo finalmente.
—Gracias, señor, un millón de gracias. Hará que venga, ¿verdad?
La voz se iba debilitando.
—Debe estar mañana por la noche. Ahora no puedo hablar más. Tengo que ir a ver... ¡Ay, Dios mío, Dios mío!
Rompió de nuevo en sollozos, que se fueron apagando progresivamente. Pero el doctor habló movido por un frenesí de terrible interés.
—¿A ver qué? gritó  Dígame lo que va a hacer, ¿qué es lo que le ocurre?
—No puedo decírselo; no me está permitido decírselo —dijo la voz muy débilmente—. Forma parte de... —y se desvaneció totalmente la voz.
El doctor Teesdale aguardó un poco, pero ya no hubo ningún otro ruido, excepto los cloqueos y susurros del aparato. Volvió a colgar el auricular en el gancho y luego cayó en la cuenta, por primera vez, de que le corría por la frente un sudor frío, fruto del pánico. Le zumbaban los oídos; el corazón le latía rápida y débilmente; y se sentó para recuperarse. Se preguntó un par de veces si le estarían gastando una broma terrorífica, pero comprendió que eso no era posible; estaba absolutamente seguro de haber estado hablando con un alma atormentada por la contricción del terrible e irremediable acto que había cometido. No era tampoco una ilusión de sus sentidos; aquí, en esta confortable sala de Bedford Square, con la ciudad de Londres bullendo alegremente a su alrededor, acababa de hablar con el espíritu de Charles Linkworth.
Pero no tenía tiempo (ni en realidad inclinación, pues como quiera que fuese su alma se estremecía en su interior) de complacerse en la reflexión. En primer lugar, llamó a la cárcel.
—¿Carcelero Draycott? —preguntó.
Había un perceptible temblor en la voz del hombre al responder:
—Sí, señor. ¿Es el doctor Teesdale?
—Sí. ¿Ha ocurrido algo donde está usted?
Por dos veces dio la impresión de que el hombre intentaba hablar sin conseguirlo. Al tercer intento le salieron las palabras.
—Sí, señor. Ha estado aquí. Lo he visto dentro del cuarto donde está el teléfono.
—¡Ah! ¿Ha hablado usted con él?
—No, señor. He estado sudando y rezando. Y media docena de hombres se han puesto a dar gritos mientras dormían esta noche. Pero ahora vuelve a haber tranquilidad. Creo que se ha ido al cobertizo de las ejecuciones.
—Bueno, creo que no habrá más incidentes por hoy. A propósito, déme la dirección particular del capellán Dawkins.

Se la dieron y el doctor Teesdale procedió a escribir al capellán, pidiéndole que lo acompañara a cenar la noche siguiente. Pero de repente descubrió que le era imposible escribir sobre su mesa de despacho, con el teléfono tan cerca, y subió al salón que rara vez usaba, salvo cuando recibía a los amigos. Allí recobró la serenidad de los nervios y el control de la mano. La nota se limitaba a solicitar al señor Dawkins que cenara con él al día siguiente, pues deseaba contarle una historia muy extraña y pedirle ayuda. «Aunque tenga otro compromiso —concluía— le ruego seriamente que lo posponga. Hoy he hecho yo esto mismo. Me hubiera arrepentido amargamente de haber actuado de otro modo.»
En consecuencia, a la noche siguiente ambos cenaron en el comedor del doctor y cuando pasaron a los cigarrillos y el café, el médico tomó la palabra.
—No debe usted pensar que estoy loco, mi querido Dawkins —dijo—, cuando oiga lo que tengo que decirle.
El señor Dawkins se echó a reír.
—Le prometo que no lo pensaré, por supuesto —dijo.
—Muy bien. Anoche y anteanoche, un poco más tarde de esta hora, hablé por teléfono con el espíritu del hombre cuya ejecución presenciamos hace dos días. Con Charles Linkworth.
El capellán no se echó a reír. Se retrepó en la butaca con cara de disgusto.
—Teesdale —dijo—, eso es decirme... No quisiera ser grosero, pero ¿me ha hecho usted venir aquí esta noche para contarme semejante historia de duendes?
—Sí. Aún no ha oído ni la mitad. Anoche él me pidió que lo pusiera en contacto con usted. Quiere decirle algo. Bien podemos imaginarnos, creo yo, de qué se trata.
Dawkins se puso en pie.
—Le ruego que no me haga escuchar más —dijo—. Los muertos no vuelven. En qué estado o bajo qué condiciones existen no nos ha sido revelado a nosotros. Pero han acabado toda relación con las cosas materiales.
—Pero he de decirle algo más —dijo el doctor—. Hace dos noches llamó el teléfono, pero muy flojito, y sólo oí suspiros. Inmediatamente pregunté de dónde procedía la llamada y me dijeron que de la cárcel. Llamé a la cárcel y el carcelero Draycott me dijo que no me había llamado nadie. También él se había percatado de una presencia.
—Creo que ese hombre bebe —dijo Dawkins abruptamente.
El doctor guardó unos momentos de silencio.
—Mi querido colega, no debe usted decir esas cosas —dijo—. Es uno de los hombres más juiciosos con que hemos contado. Y si él bebe, ¿por qué no yo también?
El capellán volvió a sentarse.
Debe usted perdonarme —dijo—, pero no puedo entrar en este asunto. Son cosas en las que es sumamente peligroso entrometerse. Además, ¿cómo sabe usted que no es un engaño?
—¿Obra de quién? preguntó el doctor—. ¡Escuche!
Súbitamente sonó el timbre del teléfono. El doctor lo oía con toda claridad.
—¿No lo oye? —dijo.
—Oír, ¿qué?
—El timbre del teléfono.
—No oigo ningún timbre —dijo el capellán en tono casi de enfado—. No suena ningún timbre.
El doctor no respondió, pero se dirigió al estudio y encendió las luces. Luego, descolgó las dos piezas del aparato.
—Sí —dijo con voz temblorosa—. ¿Quién es? Sí, habla con el doctor Teesdale. Voy a tratar de que se ponga.
Regresó al otro cuarto.
—Dawkins —dijo—, hay ahí un alma atormentada. Le ruego que la escuche. Por el amor de Dios, venga y escuche.
El capellán dudó un momento.
—Como quiera —dijo.
Tomó el auricular y se lo llevó al oído.
—Soy el señor Dawkins —dijo.
Esperó.
—De todos modos no oigo absolutamente nada —dijo al fin—. Ah, sí que hay algo. Una especie de suspiro debilísimo.
—¡Procure escuchar, procure escuchar! —dijo el médico.
De nuevo atendió el capellán. De repente dejó caer el aparato, poniendo cara muy seria.
—Algo... o alguien ha dicho: «Yo la maté, lo confieso. Quiero recibir el perdón». Es un engaño, mi querido Teesdale. Alguien que conoce sus inclinaciones espiritistas le está jugando a usted una broma de muy mal gusto. A mí me es imposible creerlo.
El doctor Teesdale cogió el auricular.
—Soy el doctor Teesdale —dijo—. ¿No podría demostrarle de algún modo al señor Dawkins que es usted?
Luego volvió a dejar el aparato.
—Dice que se lo demostrará —dijo—. Debemos esperar.
De nuevo hacía una noche muy cálida y estaba abierta la ventana que daba al enlosado patio trasero de la casa. Durante unos cinco minutos, los dos hombres permanecieron en silencio, aguardando, sin que nada ocurriera.
—Creo que los hechos son concluyentes —dijo el capellán.
Mientras hablaba entró en la habitación una ráfaga de aire muy frío, que alborotó los papeles que había sobre la mesa. El doctor Teesdale se dirigió a la ventana y la cerró.
—¿Ha notado usted eso? —preguntó.
—Sí, un soplo de aire. Helado.
Una vez más, con el cuarto bien cerrado, volvió a soplar el aire.
—¿Y ha sentido usted esto? —preguntó el doctor.
El capellán asintió. De pronto sentía que el corazón le martilleaba la garganta.
—Defiéndenos de todos los peligros y acechanzas de esta noche —exclamó.
—¡Algo se acerca! —dijo el doctor.
Llegó mientras hablaba. En el centro del cuarto se alzaba la figura de un hombre con la cabeza caída sobre el hombro, de manera que no se le veía la cara. Después se cogió la cabeza con las manos, la levantó como si fuera una pesa y los miró de frente. Tenía los ojos saltones y la lengua fuera, con una señal morada alrededor del cuello. Luego traquetearon los tablones del piso y la figura ya no estaba. Pero en el suelo había una soga nueva.
Durante un buen rato nadie dijo nada. El sudor manaba por el rostro del médico y los labios lívidos del capellán susurraban plegarias. Luego, con inmenso esfuerzo, el doctor se repuso. Señaló la soga.
—Estaba perdida desde la ejecución —dijo.
Entonces sonó otra vez el teléfono. Esta vez el capellán no necesitó que se lo indicaran. Fue a cogerlo e inmediatamente cesó el timbre. Durante un rato escuchó en silencio.
—Charles Linkworth —dijo por fin—, ante los ojos del Señor, en cuya presencia te hallas, ¿estás verdaderamente arrepentido de tu pecado?
Hubo una respuesta, inaudible para el doctor, y el capellán cerró los ojos. El doctor Teesdale se puso de rodillas y oyó las palabras de la absolución.
Finalmente de nuevo el silencio.
—Ya no oigo nada —dijo el capellán, colgando el aparato.
En seguida entró el criado del doctor con la bandeja de los licores y el sifón. El doctor Teesdale señaló sin mirar hacia donde había estado la aparición.
—Coja la soga que hay ahí y quémela, Parker —dijo.
Hubo un momento de silencio.
—No hay ninguna soga, señor —dijo Parker.


Título original: The Confession of Charles Linkworth, 1912. Traducción de Antonio Desmonts.



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