El doctor Teesdale
tuvo ocasión de asistir al condenado una o dos veces durante la semana anterior
a su ejecución, y lo encontró, como es frecuente que ocurra una vez desvanecida
la última esperanza de vivir, tranquilo y absolutamente resignado a su sino,
sin la menor muestra de esperar con pavor la mañana que cada hora que pasaba
parecía ir acercando. Parecía que se le hubiera agotado la amargura de morir:
se acabó cuando le informaron de que había sido denegada su apelación. Pero
durante aquellos días en que aún quedaban esperanzas, el desdichado se había
emborrachado terriblemente a diario.
El doctor no había
conocido en toda su experiencia un hombre que persiguiera tan feroz y
apasionadamente la vida, ni que estuviera tan firmemente arraigado a este mundo
material por el puro anhelo animal de vivir. Luego se le comunicó que no cabía
prolongar las esperanzas, y su espíritu salió de la presa de aquella agonía de
incertidumbre y tortura y aceptó lo inevitable con indiferencia. Sin embargo,
el cambio fue tan llamativo que el doctor tuvo la sensación de que la noticia
más bien había anonadado por completo sus facultades emotivas y que el
condenado, bajo la apariencia de aturdimiento, seguía tan imbricado como siempre
en las cosas materiales. Se desmayó al dársele la noticia y el doctor Teesdale
hubo de acudir a atenderlo. Pero el paroxismo sólo fue momentáneo y salió de la
crisis perfectamente consciente de qué era lo que había sucedido.
El crimen había sido
especialmente horroroso y la opinión pública no sentía la menor simpatía por su
autor. Charles Linkworth, que ahora estaba condenado a la pena capital, tenía
una pequeña papelería en Sheffield, donde vivía con su esposa y su madre. Esta
última fue la víctima del atroz crimen. El motivo fue apropiarse de la suma de
quinientas libras que poseía la mujer. Linkworth, según se puso en claro
durante el juicio, debía por entonces un centenar de libras y durante una
ausencia de la esposa, que fue a visitar a unos parientes, estranguló a su
madre y, durante la noche, enterró el cadáver en el pequeño patio trasero de la
casa. A la vuelta de la esposa, dispuso de una historia bastante verosímil para
explicar la desaparición de la anciana señora Linkworth, pues durante los dos
últimos años se habían producido constantes altercados y trifulcas entre madre
e hijo, y ella había amenazado más de una vez con marcharse, y retirar los ocho
chelines a la semana que aportaba a los gastos de la familia, a vivir de las
rentas de su dinero. También era cierto que, durante la ausencia de la señora
Linkworth nuera, la madre y el hijo habían tenido una violenta discusión
provocada, en un principio, por una cuestión trivial de orden doméstico, y que
a resultas de ésta ella había sacado su dinero del banco con la intención de
irse de Sheffield al día siguiente e instalarse en Londres, donde tenía amigos.
Aquella tarde se lo dijo a él y aquella noche él la mató.
Su paso siguiente,
antes de que regresara la esposa, fue lógico y preciso. Hizo el equipaje con
todas las pertenencias de la madre y lo llevó a la estación, desde donde lo
envió a la capital en un tren de pasajeros, y por la tarde invitó a varios
amigos a cenar y les contó la marcha de la madre. No fingió pesar (lógicamente
también, en concordancia con lo que era muy probable que ellos supiesen de
antes), sino que dijo que no se llevaban bien y que el bienestar y la
tranquilidad mejorarían con la ausencia de su madre. La misma historia contó a
su esposa cuando regresó, idéntica en todos los detalles, agregando, no obstante,
que la pelea había sido violenta y que su madre no le había dado ninguna
dirección. También esto estaba bien pensado: evitaba que la esposa le
escribiera. Ella dio la impresión de aceptar por completo la historia: de hecho,
nada tenía de raro ni de sospechoso.
Durante un tiempo, el
hombre se comportó con la serenidad y la astucia que la mayor parte de los
criminales poseen hasta un cierto punto, y cuya posterior carencia suele ser la
causa de que se los descubra. Por ejemplo, no saldó inmediatamente sus deudas,
sino que tomó de huésped a un joven que ocupó el cuarto de la madre, despidió a
los dependientes de la tienda y se ocupó él solo de todo el trabajo. Todo esto
dio la impresión de que ahorraba y, al mismo tiempo, hablaba abiertamente de
que había mejorado mucho el negocio. Hasta transcurrido un mes no hizo efectivo
ninguno de los billetes de banco que había encontrado en el cajón cerrado con
llave del cuarto de la madre. Luego, cambió dos billetes de cincuenta libras y
pagó a sus acreedores.
En este momento le
fallaron la serenidad y la astucia. Abrió una cuenta en un banco local, donde
depositó otros cuatro billetes de cincuenta libras, en lugar de tener paciencia
e ir aumentando sus ahorros bancarios libra a libra, y comenzó a inquietarle si
habría enterrado el cadáver a la suficiente profundidad en el patio trasero.
Pensando en asegurarse mejor sobre este particular, encargó una carretada de
escoria y gravilla y, con ayuda del huésped, empleó las tardes del verano, una
vez concluido el trabajo, en construir una especie de jardincito en aquel
lugar. Después se presentó el incidente casual que puso a prueba aquella
peligrosa concatenación de hechos. Hubo un incendio en el depósito de equipajes
de la estación de King’s Cross (de donde debió haber reclamado las pertenencias
de la madre) y se quemó en parte uno de los dos baúles. La compañía se vio
obligada a abonar indemnizaciones, y el nombre de la madre bordado en las ropas
de cama y una carta con la dirección de Sheffield dieron lugar a que recibiese
una notificación puramente oficial y formal donde se decía que la compañía
estaba dispuesta a atender las reclamaciones. Iba a nombre de la señora
Linkworth, de modo que Charles Linkworth la abrió y se la leyó a su esposa.
En apariencia era un
documento casi inofensivo, pero llevaba consigo su sentencia de muerte. Le fue
totalmente imposible explicar que los baúles de la madre siguieran estando en
la estación de King’s Cross, a no ser que hubiese sufrido algún accidente. Estaba
claro que tenía que poner el asunto en manos de la policía, con vistas a que se
rastrearan los movimientos de la madre y, de demostrarse que había muerto,
reclamar él su dinero, que ella había sacado previamente del banco. Por lo
menos, tal fue lo que le propusieron la esposa y el huésped, en cuya presencia
se leyó en voz alta el aviso de la compañía ferroviaria, y le fue imposible
negarse. Después, la maquinaria silenciosa de la justicia, tan característica
de Inglaterra, se puso en marcha. Unos hombres impasibles callejearon por Smith
Street, visitaron bancos, examinaron el supuesto incremento de las ventas y,
desde una casa vecina, observaron el patio trasero donde ya florecían helechos
sobre los parterres. Luego vino la detención y el proceso, que no duró mucho, y
la noche de un sábado se falló el veredicto. Mujeres elegantes con grandes
sombreros dieron brillo y color a la sala de vistas, y en toda la muchedumbre
no había nadie que sintiese compasión por el hombre de aspecto juvenil y
atlético que resultó condenado. Gran parte del público estaba formado por
maduras y respetables madres que, puesto que el crimen había sido un ultraje a
la maternidad, escucharon la exposición de las pruebas incontrovertibles con
firme gesto de aprobación. Algo se estremecieron cuando el juez se puso el terrible
y ridículo birrete negro y pronunció la sentencia en el nombre de Dios.
Linkworth iba a ser
castigado por su crimen atroz, que nadie que hubiera oído las pruebas podía
dudar de que había cometido con la misma indiferencia que destilaría toda su
conducta desde que supo que se le había rechazado la apelación. El capellán de
la cárcel que lo asistió hizo todo lo posible por que se confesara, pero sus
esfuerzos fueron totalmente inútiles, y hasta el último momento el condenado
sostuvo, bien que sin protestar, su inocencia. Una luminosa mañana de
septiembre, mientras los rayos del sol calentaban el terrible y minúsculo
cortejo que atravesó el patio de la prisión hasta el tinglado donde se alzaba
el mortal instrumento, se cumplió la justicia y el doctor Teesdale apreció que
la vida se había extinguido de inmediato. Estuvo presente en el cadalso. Había
visto mover la palanca y precipitarse en la trampilla la figura encapuchada y
maniatada. Había oído tensarse y restallar la soga al recibir el súbito peso y,
al bajar los ojos, vio las sacudidas del cuerpo colgante. No duraron más que un
par de segundos. La ejecución había sido perfecta.
Una hora después
realizó la autopsia y confirmó su apreciación a simple vista: las vértebras de
la columna se habían partido a la altura del cuello y la muerte debió de ser
instantánea. Casi no era necesario llevar a cabo la breve disección que lo
demostrara, pero la hizo por guardar las formas. Y en esos momentos tuvo la
sensación mental, muy extraña y muy vívida, de que el espíritu del difunto
estaba muy cerca de él, como si todavía habitase en la desmoronada envoltura de
su cuerpo. Pero no cabía la menor duda de que el cuerpo estaba muerto: llevaba
muerto una hora. Luego se produjo otro incidente, que en principio pareció insignificante,
aunque también extraño. Entró uno de los carceleros y preguntó si la soga que
se había utilizado una hora antes, que era un gaje del verdugo, había sido
llevada a la morgue por error junto con el cadáver. Pero no se halló rastro de
la soga, que parecía haberse esfumado, aunque era una cosa muy especial para
perderse: allí no estaba y en el patíbulo tampoco. Y aunque la desaparición no
tenía mayor importancia, resultaba completamente inexplicable.
El doctor Teesdale
era soltero y hombre de holgados medios, y vivía en una casa espaciosa y de
ventanas altas en Bedford Square, donde una cocinera de sobresalientes
cualidades se cuidaba de sus comidas, así como el marido de ella de su persona.
No tenía ninguna necesidad de ejercer ninguna profesión y realizaba su trabajo
en la cárcel para estudiar la mentalidad de los criminales. La mayor parte de
los delitos —es decir, las transgresiones de las normas de conducta que la
especie humana ha tramado para velar por su propia conservación— eran, según
sostenía él, consecuencia de alguna anormalidad cerebral o de la mala
alimentación. Los delitos de robo, por ejemplo, en modo alguno los englobaba en
una única categoría. Es cierto que a veces se deben a verdadera necesidad, pero
lo más frecuente es que vengan dictados por alguna oscura enfermedad del
cerebro. En algunos casos señalados se califican de cleptomanía, pero él estaba
convencido de que existían otros muchos que no correspondían exactamente a los
dictados de la necesidad material. Menos aún en los casos en que el delito en
cuestión conllevaba alguna clase de violencia, y mentalmente iba situando bajo
esta categoría, mientras se dirigía a su casa aquella tarde, al criminal cuyos
últimos momentos había presenciado por la mañana. El crimen había sido abominable,
la necesidad de dinero no demasiado apremiante, y todo lo que aquel asesinato
tenía de repugnante y de antinatural le inclinaba a considerar al asesino más
como lunático que como criminal. Por todo lo que se sabía, se trataba de un hombre
de carácter apacible y bondadoso, buen marido y vecino sociable. Y luego había
cometido un crimen, sólo uno, que lo había colocado fuera del mundo de la
normalidad. Un acto tan monstruoso, tanto si lo cometía un hombre sano como si
era obra de un loco, resultaba intolerable; no, de ninguna manera había sitio
para su autor en este planeta. Pero, de algún modo, el médico sentía que
hubiese estado más de acuerdo con la ejecución de la justicia si el difunto
hubiera confesado. Moralmente su culpabilidad era segura, pero él hubiese
deseado que, cuando perdió toda esperanza, el reo hubiese respaldado
personalmente el veredicto.
Cenó a solas aquella
noche y luego se instaló en el estudio adyacente al comedor, y al no sentirse
inclinado a leer, permaneció sentado en el gran sillón rojo situado frente a la
chimenea y dejó que los pensamientos volaran a su aire. Muy pronto recayeron en
la curiosa sensación que había experimentado por la mañana, y de nuevo tuvo la
impresión de que el espíritu de Linkworth estaba presente en la morgue, pese a
haberse extinguido su vida una hora antes. No era la primera vez; sobre todo en
casos de muertes repentinas, que tenía una impresión similar, aunque nunca
había sido tan inequívoca como la de hoy. No obstante, en su opinión, la
sensación era consecuencia de una verdad natural y psíquica. El espíritu —debe
señalarse que creía en la doctrina de la vida futura y de la no extinción del
alma con la muerte del cuerpo— era muy probablemente incapaz o poco propenso a abandonar
en seguida y por completo su morada terrenal, por lo que muy probablemente se
demoraba en ella, apegado a la tierra, durante algún tiempo. En sus horas de
ocio, el doctor Teesdale era un importante estudioso de lo oculto, pues al
igual que muchos médicos progresistas y competentes reconocía claramente cuán
sutil era la frontera que separaba el alma del cuerpo, cuán tremenda la
influencia de lo intangible sobre las cosas materiales, y no encontraba ningún
inconveniente en suponer que un espíritu privado de su cuerpo pudiera comunicarse
directamente con quienes aún estaban encadenados a lo finito y material.
Estas meditaciones,
que comenzaban a agruparse en secuencias bien definidas, se interrumpieron en
este momento. Sonó el teléfono que tenía sobre la mesa de despacho, al alcance
de la mano, no con la acostumbrada insistencia metálica, sino con tono muy
apagado, como si la corriente fuese floja o el mecanismo estuviera estropeado.
No obstante, estaba sonando sin ninguna duda, y se levantó y descolgó las dos
piezas del aparato, el auricular y la bocina.
—Sí, sí dijo—, ¿quién es?
La respuesta fue un
suspiro casi inaudible y totalmente incomprensible.
—No le oigo —dijo.
De nuevo se oyó el suspiro,
pero no con mayor claridad. Luego desapareció cualquier sonido.
Durante medio minuto
aproximadamente se mantuvo de pie, a la escucha, por si se reanudaba la
conversación, pero, luego de oírse el habitual cloqueo y susurro, que
demostraba, no obstante, que estaba en comunicación con otro aparato, siguió el
silencio. Entonces repuso el aparato en su sitio, llamó a la central y dio su
número.
—¿Podría decirme
desde qué número acaban de llamarme? —preguntó.
Tras una breve pausa
le dieron el número. Era el número de la cárcel donde trabajaba de médico.
—Póngame, por favor
—dijo.
Lo pusieron.
—Acaban de llamarme
desde ahí —dijo por la bocina—. Sí, soy el doctor Teesdale. ¿Qué pasa? No he
oído lo que me han dicho.
La voz le llegaba
clara e inteligible.
—Ha habido una
equivocación, señor —decía—. Nosotros no le hemos llamado.
—Pero la central me
dice que han llamado ustedes hace tres minutos.
—La central se
equivoca, señor —dijo la voz.
—Es muy raro. En fin,
buenas noches. Es usted el carcelero Draycott, ¿verdad?
—Sí, señor. Buenas
noches, señor.
El doctor Teesdale
regresó a su sillón con menos ganas de leer aún. Durante un rato, dejó vagar la
cabeza sin orientarla hacia ninguna parte, pero una y otra vez sus pensamientos
volvían sobre el pequeño y extraño incidente del teléfono. Innumerables veces
lo habían llamado por error, innumerables veces lo habían puesto con números
equivocados desde la central, pero había algo en aquella amortiguada llamada
del timbre del teléfono, y en los incomprensibles suspiros del otro extremo de
la línea, que le sugería una concatenación de reflexiones muy curiosa, y pronto
se encontró paseando de un lado a otro por el cuarto, con la cabeza volcada en
los más extravagantes pensamientos.
—Pero eso es
imposible —dijo en voz alta.
A la mañana
siguiente, como de costumbre, fue a la prisión y de nuevo lo acosó, de un modo
extraño, la sensación de que había allí alguna presencia invisible. Anteriormente
había vivido algunas experiencias psíquicas especiales y sabía que era
«sensible», es decir, una de esas personas que en determinadas circunstancias
tienen la capacidad de percibir sensaciones fuera de lo normal y de tener
atisbos del mundo invisible que nos rodea. Y esta mañana era consciente de la
presencia del hombre que había sido ejecutado la mañana del día anterior.
Estaba radicada allí y la sentía con mayor intensidad en el pequeño patio de la
cárcel y cuando trasponía la puerta de la celda de los condenados. En este
lugar era tan intensa que no le hubiera sorprendido que se le hiciese visible
la figura del individuo, y al atravesar la puerta del estrecho pasillo, se dio
media vuelta, contando con que realmente lo vería. Durante todo el tiempo,
además, se daba cuenta de que tenía el corazón encogido de terror; aquella
presencia invisible lo afectaba de una forma extraña. Aquella pobre alma, comprendía
el doctor, quería que se hiciese algo por ella. Ni por un momento puso en duda
que su impresión era objetiva; ningún fantasma imaginario de su propia invención
hubiera resultado tan real. El espíritu de Linkworth estaba allí.
Entró en la
enfermería y estuvo ocupado en su trabajo durante un par de horas. Pero en todo
momento fue consciente de tener cerca la misma presencia invisible, aunque la
intensidad con que se manifestaba era allí menor que en los lugares más
íntimamente vinculados al sujeto en cuestión. Por último, antes de salir para
comprobar su teoría, miró dentro del cobertizo de las ejecuciones. Pero en
seguida, con el rostro súbitamente pálido, salió, cerrando la puerta a toda
prisa. En lo alto de los escalones se alzaba una figura encapuchada y
maniatada, de silueta neblinosa y apenas visible. Pero visible, de eso no cabía
la menor duda.
El doctor Teesdale
era hombre de nervios templados y se recuperó casi de inmediato, avergonzado
del momentáneo pánico. El terror que le había blanqueado el rostro se debía
fundamentalmente al sobresalto nervioso, no a tener el alma aterrorizada; pero
pese a su gran interés por los fenómenos psíquicos, no pudo dominarse lo
bastante para volver a entrar. Bueno, sí se dominó pero sus músculos se negaron
a cumplir sus órdenes. Si aquel pobre espíritu atado a la tierra tenía que
transmitirle algún mensaje, prefería desde luego que lo hiciera a cierta
distancia. Por lo que colegía, el espíritu tenía un campo de acción limitado.
Rondaba por el patio de la cárcel, la celda de los condenados, el cobertizo de
las ejecuciones y, más débilmente, se dejaba sentir en la enfermería. Luego,
cuando regresó a su despacho y mandó llamar al carcelero Draycott, con quien
había hablado por teléfono la noche anterior, tuvo otra ocurrencia.
—¿Está usted
completamente seguro —le preguntó— de que nadie me llamó anoche antes de que yo
le llamara a usted?
Hubo cierta
vacilación en el semblante del carcelero de la que se percató el doctor.
—No comprendo cómo
pudo suceder, señor —dijo—. Llevaba sentado al lado del teléfono desde hacía
media hora, e incluso desde antes. Si alguien hubiera tocado el aparato, yo lo
hubiera visto.
—¿Y usted no vio a nadie?
dijo el doctor con un ligero énfasis.
El hombre se mostró
más patentemente incómodo.
—No, señor, yo no vi
a nadie —dijo, con el mismo énfasis.
El doctor Teesdale
apartó de él la mirada.
—Pero tal vez tuvo
usted la impresión de que había alguien ¿no? —preguntó en tono indiferente,
como si el asunto no importase mucho.
Evidentemente, el
carcelero Draycott recordaba algo de lo que se le hacía difícil hablar.
—Bueno, señor, si me
lo pone usted así —comenzó—. Pero va usted a decirme que estaba medio dormido o
que cené algo que me sentó mal.
El médico renunció a
su aire de indiferencia.
—No voy a decir nada
de eso —dijo—, mientras usted no me diga que yo me había quedado dormido anoche
cuando oí sonar el teléfono. Fíjese, Draycott, en que el timbre no sonó como
siempre. Si llegué a oírlo fue porque lo tenía muy cerca. Y únicamente
distinguí un suspiro cuando me lo puse al oído. Pero cuando hablé con usted, le
oía con absoluta claridad. Ahora bien, yo creo que había algo, alguien a este
lado del teléfono. Usted estaba aquí y, aunque no vio a nadie, también tiene la
sensación de que había alguien.
El hombre asintió con
la cabeza.
—Yo no soy una
persona nerviosa, señor —dijo—, ni tampoco me recreo en fantasías. Pero había
algo. Se cernía alrededor del aparato, y no era el viento porque no soplaba la
más leve brisa y hacía una noche cálida. Además cerré la ventana para estar
seguro. Pero aquello se movía por la habitación, señor, y se estuvo moviendo
durante una hora o más. Removió las hojas de la guía telefónica y me puso los
pelos de punta cuando se me acercó. Y era algo terriblemente frío, señor.
El doctor lo miró
directamente a la cara.
—¿Le hizo pensar en
lo que habíamos hecho ayer por la mañana? —preguntó de improviso.
El carcelero vaciló
de nuevo.
—Sí, señor —dijo
finalmente—. En el condenado Charles Linkworth.
El doctor Teesdale movió
la cabeza aseverativamente.
—Eso es —dijo—.
Dígame, ¿tiene usted servicio esta noche?
—Sí, señor. Ya me
gustaría no tenerlo.
—Sé cómo se siente,
yo me he sentido exactamente igual. Ahora bien, sea eso lo que sea, parece que
quiere comunicarse conmigo. A propósito, ¿hubo anoche algún incidente en la
prisión?
—Sí, señor, media docena
de hombres tuvieron pesadillas. Estuvieron pegando voces y chillidos, siendo
como son personas tranquilas por lo general. Ocurre algunas veces la noche
siguiente a las ejecuciones. Lo he vivido anteriormente, pero nunca como
anoche.
—Ya entiendo. Bueno,
si eso..., esa cosa que le resulta a usted invisible trata de volver a
acercarse al teléfono esta noche, déle usted todas las facilidades. Lo probable
es que se acerque a la misma hora. No me es posible decirle el porqué, pero es
lo más habitual. De modo que, a menos que le sea imposible, no esté usted en la
habitación del teléfono durante una hora, para darle tiempo de sobra, entre las
nueve y media y las diez y media. Yo estaré a la espera en el otro lado. En el
caso de que me llame, cuando haya terminado de hablar, le llamaré a usted, para
asegurarme de que... la llamada no ha sido una llamada ordinaria.
—¿Y no hay nada que
temer, señor? —preguntó el hombre.
El doctor Teesdale
recordó su momentáneo terror de la mañana, pero habló con absoluta sinceridad:
—Estoy seguro de que
no hay nada que temer —dijo en tono tranquilizador.
El doctor Teesdale
tenía una cita para cenar aquella noche, que anuló, y estuvo solo en su estudio
desde las nueve y media. En el actual estado de ignorancia humana sobre las
leyes que gobiernan el desenvolvimiento de los espíritus separados del cuerpo,
no había podido decirle al carcelero por qué es tan frecuente que sus visitas
sean periódicas, puntualmente sincronizadas según nuestro esquema horario,
pero, habiendo tabulado cierto número de apariciones de fantasmas, sobre todo
cuando las almas tenían una gran necesidad de ayuda, como bien podía ser el
caso, había descubierto que comparecían a la misma hora del día o de la noche.
Por regla general, además, su capacidad para dejarse ver, oír o sentir crecía
inmediatamente después de la muerte, debilitándose luego de manera paulatina
conforme se iban volviendo menos terrenales, o bien cesando por completo a la
larga, y esta noche estaba predispuesto a tener un contacto menos confuso. Al
parecer, en las primeras horas de su descorporización el espíritu es débil,
como una mariposa recién salida de la crisálida... Y entonces, de repente, sonó
el timbre del teléfono, no tan apagado como la noche anterior, pero tampoco con
el tono imperativo habitual.
El doctor Teesdale se
puso en pie al instante y se llevó el auricular al oído. Y lo que oyó fue un
sollozo acongojado, unos fuertes espasmos que parecían desgarrar a quien los
emitía.
Aguardó un poco antes
de hablar, helado por un temor indecible y al mismo tiempo profundamente
dispuesto a prestar ayuda, si estaba a su alcance.
—Sí, sí —dijo
finalmente, oyendo cómo le temblaba la voz—. Soy el doctor Teesdale. ¿En qué
puedo servirle? ¿Y usted quién es? —agregó, aun sabiendo que esta pregunta era
innecesaria.
Poco a poco se
desvanecieron los sollozos, sustituyéndolos los suspiros, todavía quebrados por
el llanto.
—Yo quiero hablar,
señor... Yo quiero hablar, yo necesito hablar...
—Bien, dígame, ¿de
qué se trata? —dijo el doctor.
—No, no con usted,
con el otro caballero que venía a visitarme. ¿Le contará usted lo que yo le
diga? Me es imposible hacer que me vea ni me oiga.
—¿Quién es usted?
preguntó de improviso el doctor Teesdale.
—Soy Charles Linkworth.
Creía que lo sabía. Soy muy desdichado. No puedo salir de la cárcel... y hace
mucho frío. ¿Mandará usted llamar al otro caballero?
—¿Se refiere usted al
capellán? —preguntó el doctor Teesdale.
—Sí, al capellán.
Leía oraciones cuando yo atravesé ayer el patio de la cárcel. No me sentiré tan
mal cuando le hable.
El doctor vaciló un
instante. Era una extraña historia que tuviera que decirle al señor Dawkins, el
capellán de la prisión, que al otro lado del hilo del teléfono estaba el
espíritu del hombre ejecutado ayer. Y sin embargo él creía seriamente que así
era, que aquel infeliz espíritu era desgraciado y necesitaba «hablar». No había
necesidad de preguntarle qué quería contar.
—Sí, le pediré que
venga aquí dijo finalmente.
—Gracias, señor, un millón
de gracias. Hará que venga, ¿verdad?
La voz se iba
debilitando.
—Debe estar mañana
por la noche. Ahora no puedo hablar más. Tengo que ir a ver... ¡Ay, Dios mío,
Dios mío!
Rompió de nuevo en
sollozos, que se fueron apagando progresivamente. Pero el doctor habló movido
por un frenesí de terrible interés.
—¿A ver qué?
gritó Dígame lo que va a hacer, ¿qué es
lo que le ocurre?
—No puedo decírselo;
no me está permitido decírselo —dijo la voz muy débilmente—. Forma parte de...
—y se desvaneció totalmente la voz.
El doctor Teesdale
aguardó un poco, pero ya no hubo ningún otro ruido, excepto los cloqueos y
susurros del aparato. Volvió a colgar el auricular en el gancho y luego cayó en
la cuenta, por primera vez, de que le corría por la frente un sudor frío, fruto
del pánico. Le zumbaban los oídos; el corazón le latía rápida y débilmente; y
se sentó para recuperarse. Se preguntó un par de veces si le estarían gastando
una broma terrorífica, pero comprendió que eso no era posible; estaba absolutamente
seguro de haber estado hablando con un alma atormentada por la contricción del
terrible e irremediable acto que había cometido. No era tampoco una ilusión de
sus sentidos; aquí, en esta confortable sala de Bedford Square, con la ciudad
de Londres bullendo alegremente a su alrededor, acababa de hablar con el
espíritu de Charles Linkworth.
Pero no tenía tiempo
(ni en realidad inclinación, pues como quiera que fuese su alma se estremecía
en su interior) de complacerse en la reflexión. En primer lugar, llamó a la
cárcel.
—¿Carcelero Draycott?
—preguntó.
Había un perceptible
temblor en la voz del hombre al responder:
—Sí, señor. ¿Es el
doctor Teesdale?
—Sí. ¿Ha ocurrido
algo donde está usted?
Por dos veces dio la
impresión de que el hombre intentaba hablar sin conseguirlo. Al tercer intento
le salieron las palabras.
—Sí, señor. Ha estado
aquí. Lo he visto dentro del cuarto donde está el teléfono.
—¡Ah! ¿Ha hablado
usted con él?
—No, señor. He estado
sudando y rezando. Y media docena de hombres se han puesto a dar gritos mientras
dormían esta noche. Pero ahora vuelve a haber tranquilidad. Creo que se ha ido
al cobertizo de las ejecuciones.
—Bueno, creo que no
habrá más incidentes por hoy. A propósito, déme la dirección particular del
capellán Dawkins.
Se la dieron y el
doctor Teesdale procedió a escribir al capellán, pidiéndole que lo acompañara a
cenar la noche siguiente. Pero de repente descubrió que le era imposible
escribir sobre su mesa de despacho, con el teléfono tan cerca, y subió al salón
que rara vez usaba, salvo cuando recibía a los amigos. Allí recobró la
serenidad de los nervios y el control de la mano. La nota se limitaba a
solicitar al señor Dawkins que cenara con él al día siguiente, pues deseaba
contarle una historia muy extraña y pedirle ayuda. «Aunque tenga otro
compromiso —concluía— le ruego seriamente que lo posponga. Hoy he hecho yo esto
mismo. Me hubiera arrepentido amargamente de haber actuado de otro modo.»
En consecuencia, a la
noche siguiente ambos cenaron en el comedor del doctor y cuando pasaron a los
cigarrillos y el café, el médico tomó la palabra.
—No debe usted pensar
que estoy loco, mi querido Dawkins —dijo—, cuando oiga lo que tengo que
decirle.
El señor Dawkins se
echó a reír.
—Le prometo que no lo
pensaré, por supuesto —dijo.
—Muy bien. Anoche y
anteanoche, un poco más tarde de esta hora, hablé por teléfono con el espíritu
del hombre cuya ejecución presenciamos hace dos días. Con Charles Linkworth.
El capellán no se
echó a reír. Se retrepó en la butaca con cara de disgusto.
—Teesdale —dijo—, eso
es decirme... No quisiera ser grosero, pero ¿me ha hecho usted venir aquí esta
noche para contarme semejante historia de duendes?
—Sí. Aún no ha oído
ni la mitad. Anoche él me pidió que lo pusiera en contacto con usted. Quiere
decirle algo. Bien podemos imaginarnos, creo yo, de qué se trata.
Dawkins se puso en
pie.
—Le ruego que no me
haga escuchar más —dijo—. Los muertos no vuelven. En qué estado o bajo qué
condiciones existen no nos ha sido revelado a nosotros. Pero han acabado toda
relación con las cosas materiales.
—Pero he de decirle
algo más —dijo el doctor—. Hace dos noches llamó el teléfono, pero muy flojito,
y sólo oí suspiros. Inmediatamente pregunté de dónde procedía la llamada y me
dijeron que de la cárcel. Llamé a la cárcel y el carcelero Draycott me dijo que
no me había llamado nadie. También él se había percatado de una presencia.
—Creo que ese hombre
bebe —dijo Dawkins abruptamente.
El doctor guardó unos
momentos de silencio.
—Mi querido colega,
no debe usted decir esas cosas —dijo—. Es uno de los hombres más juiciosos con
que hemos contado. Y si él bebe, ¿por qué no yo también?
El capellán volvió a
sentarse.
Debe usted perdonarme
—dijo—, pero no puedo entrar en este asunto. Son cosas en las que es sumamente
peligroso entrometerse. Además, ¿cómo sabe usted que no es un engaño?
—¿Obra de quién?
preguntó el doctor—. ¡Escuche!
Súbitamente sonó el
timbre del teléfono. El doctor lo oía con toda claridad.
—¿No lo oye? —dijo.
—Oír, ¿qué?
—El timbre del
teléfono.
—No oigo ningún
timbre —dijo el capellán en tono casi de enfado—. No suena ningún timbre.
El doctor no
respondió, pero se dirigió al estudio y encendió las luces. Luego, descolgó las
dos piezas del aparato.
—Sí —dijo con voz
temblorosa—. ¿Quién es? Sí, habla con el doctor Teesdale. Voy a tratar de que
se ponga.
Regresó al otro
cuarto.
—Dawkins —dijo—, hay
ahí un alma atormentada. Le ruego que la escuche. Por el amor de Dios, venga y
escuche.
El capellán dudó un
momento.
—Como quiera —dijo.
Tomó el auricular y
se lo llevó al oído.
—Soy el señor Dawkins
—dijo.
Esperó.
—De todos modos no
oigo absolutamente nada —dijo al fin—. Ah, sí que hay algo. Una especie de
suspiro debilísimo.
—¡Procure escuchar,
procure escuchar! —dijo el médico.
De nuevo atendió el
capellán. De repente dejó caer el aparato, poniendo cara muy seria.
—Algo... o alguien ha
dicho: «Yo la maté, lo confieso. Quiero recibir el perdón». Es un engaño, mi
querido Teesdale. Alguien que conoce sus inclinaciones espiritistas le está
jugando a usted una broma de muy mal gusto. A mí me es imposible creerlo.
El doctor Teesdale
cogió el auricular.
—Soy el doctor
Teesdale —dijo—. ¿No podría demostrarle de algún modo al señor Dawkins que es
usted?
Luego volvió a dejar
el aparato.
—Dice que se lo
demostrará —dijo—. Debemos esperar.
De nuevo hacía una
noche muy cálida y estaba abierta la ventana que daba al enlosado patio trasero
de la casa. Durante unos cinco minutos, los dos hombres permanecieron en
silencio, aguardando, sin que nada ocurriera.
—Creo que los hechos
son concluyentes —dijo el capellán.
Mientras hablaba
entró en la habitación una ráfaga de aire muy frío, que alborotó los papeles
que había sobre la mesa. El doctor Teesdale se dirigió a la ventana y la cerró.
—¿Ha notado usted eso?
—preguntó.
—Sí, un soplo de
aire. Helado.
Una vez más, con el cuarto
bien cerrado, volvió a soplar el aire.
—¿Y ha sentido usted
esto? —preguntó el doctor.
El capellán asintió.
De pronto sentía que el corazón le martilleaba la garganta.
—Defiéndenos de todos
los peligros y acechanzas de esta noche —exclamó.
—¡Algo se acerca!
—dijo el doctor.
Llegó mientras
hablaba. En el centro del cuarto se alzaba la figura de un hombre con la cabeza
caída sobre el hombro, de manera que no se le veía la cara. Después se cogió la
cabeza con las manos, la levantó como si fuera una pesa y los miró de frente.
Tenía los ojos saltones y la lengua fuera, con una señal morada alrededor del
cuello. Luego traquetearon los tablones del piso y la figura ya no estaba. Pero
en el suelo había una soga nueva.
Durante un buen rato
nadie dijo nada. El sudor manaba por el rostro del médico y los labios lívidos
del capellán susurraban plegarias. Luego, con inmenso esfuerzo, el doctor se
repuso. Señaló la soga.
—Estaba perdida desde
la ejecución —dijo.
Entonces sonó otra
vez el teléfono. Esta vez el capellán no necesitó que se lo indicaran. Fue a
cogerlo e inmediatamente cesó el timbre. Durante un rato escuchó en silencio.
—Charles Linkworth
—dijo por fin—, ante los ojos del Señor, en cuya presencia te hallas, ¿estás
verdaderamente arrepentido de tu pecado?
Hubo una respuesta,
inaudible para el doctor, y el capellán cerró los ojos. El doctor Teesdale se
puso de rodillas y oyó las palabras de la absolución.
Finalmente de nuevo
el silencio.
—Ya no oigo nada —dijo
el capellán, colgando el aparato.
En seguida entró el
criado del doctor con la bandeja de los licores y el sifón. El doctor Teesdale
señaló sin mirar hacia donde había estado la aparición.
—Coja la soga que hay
ahí y quémela, Parker —dijo.
Hubo un momento de
silencio.
—No hay ninguna soga,
señor —dijo Parker.
Título original: The Confession
of Charles Linkworth, 1912. Traducción de Antonio
Desmonts.
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