sábado, 22 de septiembre de 2012

La habitación de la torre. E. F. Benson.


Es probable que todo aquel que sea un soñador habitual haya tenido al menos una vez la experiencia de que se realice en el mundo material un acontecimiento o una secuencia de circunstancias que se habían introducido en su mente durante el sueño. Pero lejos de ser esto algo extraño, en mi opinión lo sería mucho más si dicha realización no se produjera ocasionalmente, ya que como norma general nuestros sueños se ocupan de personas a las que conocemos y transcurren en lugares con los que estamos familiarizados, personas y lugares que de manera natural encontramos en el mundo diurno y de vigilia. Cierto que estos sueños suelen verse interrumpidos por algún incidente absurdo y fantástico que los desvía de su realización subsiguiente, pero por un mero cálculo de posibilidades no parece nada improbable que un sueño imaginado por alguien que sueñe constantemente se realice ocasionalmente. Por ejemplo, no hace mucho tiempo experimenté la realización de un sueño que no me parece en absoluto notable y que no tiene ningún tipo de significado psíquico. Sucedió de la manera siguiente.
Un amigo mío que vive en el extranjero tiene la amabilidad de escribirme cada quince días. Por ello, cuando han pasado aproximadamente catorce días desde que tuve por última vez noticia suya, de una manera consciente o subconsciente mi mente probablemente espera una carta suya. Una noche de la semana pasada soñé que subía las escaleras para vestirme para la cena cuando oí, tal como oigo a menudo, que el cartero llamaba a la puerta principal, por lo que interrumpí la subida y bajé las escaleras. Allí tenía, junto con el resto de la correspondencia, una carta de mi amigo. Entonces se inició lo fantástico, pues al abrirla encontré en el interior el as de diamantes, sobre el que con su letra, que yo conocía bien, había garabateado lo siguiente: «Te envío esto para que lo pongas a salvo, pues ya sabes que llevar ases a Italia significa correr un riesgo irrazonable». La tarde siguiente me preparaba a subir para vestirme cuando oí que llamaba el cartero exactamente igual que como había sucedido en el sueño. Y entre las demás cartas había una de mi amigo, aunque no contenía el as de diamantes. De haberlo incluido habría dado más importancia al asunto, pero tal como había sucedido me pareció una coincidencia absolutamente ordinaria. No cabe duda de que consciente o subconscientemente esperaba una carta suya, pues me lo había sugerido el sueño. También el hecho de que mi amigo no hubiera escrito durante quince días me sugería que debería hacerlo. Pero no siempre es tan fácil encontrar una explicación, y no he encontrado ninguna para la historia siguiente. Surgió de la oscuridad; y a la oscuridad ha vuelto.
Toda mi vida he sido un soñador habitual: son pocas las noches en las que al despertar por la mañana no descubro que he tenido alguna experiencia mental; y a veces parece que durante toda la noche me han acaecido una serie de aventuras sorprendentes. Casi sin excepción esas aventuras son agradables, aunque a menudo son simplemente triviales. Lo que voy a relatar es una excepción.
Tenía unos dieciséis años cuando por primera vez me sucedió este sueño. Al empezar me encontraba en la puerta de una casa grande de ladrillo rojo y me daba cuenta de que iba a permanecer en ella. El criado que abrió la puerta me dijo que iban a servir el té en el jardín, y me condujo a través de un vestíbulo bajo de tablas oscuras con una gran chimenea abierta que daba a un alegre prado verde, rodeado de arriates de flores. Alrededor de la mesa de té había un pequeño grupo de personas, todas desconocidas para mí salvo una, un compañero de estudios llamado Jack Stone, evidentemente el hijo de los dueños de la casa, quien me presentó a su madre, su padre y dos hermanas. Recuerdo que me sentía algo asombrado de encontrarme allí, pues aquel chico apenas me conocía, y a mí me desagradaba bastante lo que sabía de él: además, había abandonado el colegio hacía ya casi un año. La tarde era muy calurosa y reinaba una opresión intolerable. Al otro lado del prado se levantaba un muro de ladrillo rojo con una puerta de hierro en el centro, y al otro lado había un nogal. Nos sentamos a la sombra de la casa frente a una fila de ventanas alargadas tras las cuales pude ver una mesa con mantel en la que brillaban la cristalería y la plata. Aquel jardín de la parte principal de la casa era muy largo, y en un extremo se levantaba una torre de tres pisos que me pareció mucho más extraña que el resto del edificio. Antes de que pasara mucho tiempo la señora Stone, que como el resto del grupo estaba sentada guardando un silencio absoluto, me dijo:
–Jack le enseñará su habitación: le he asignado la de la torre.
Inexplicablemente aquellas palabras sobrecogieron mi corazón. Tenía la sensación de saber de antemano que me iban a asignar la habitación de la torre y que ésta contenía algo temible y significativo. Jack se levantó al instante y comprendí que tenía que seguirle. Cruzamos en silencio el vestíbulo, ascendimos la amplia escalera de roble con muchas esquinas y llegamos a un pequeño rellano en el que había dos puertas. Abrió una de ellas para que yo entrara, y en cuanto lo hice la cerró a mi espalda, sin entrar él. Fue entonces cuando supe que mi conjetura había sido correcta: había algo horrible en la habitación y, con el terror de una pesadilla que me crecía y envolvía rápidamente, desperté horrorizado.
Ese sueño, con diversas variaciones, lo he tenido intermitentemente durante quince años. Casi siempre suele producirse exactamente así: la llegada, el té en el prado, el silencio mortal al que sucede esa única y temible frase, el ascenso con Jack Stone hasta la habitación de la torre en la que habita el horror, y el final de la terrible pesadilla, en el que me encuentro en la habitación, aunque nunca llegué a ver qué sucedía después. En otras ocasiones he experimentado variaciones de ese tema. Por ejemplo, alguna vez nos encontramos sentados a la mesa en el comedor, tras las ventanas que había observado la primera noche que me visitó el sueño de esa casa, pero dondequiera que estemos siempre hay el mismo silencio, la misma sensación que presagia una opresión temible. Y siempre sabía que el silencio lo interrumpiría la señora Stone diciéndome:
–Jack le enseñará su habitación. Le he asignado la habitación de la torre.
Tras eso, que era invariable, yo le seguía por la escalera de roble de muchas esquinas, y entraba en ese lugar que temía más y más cada vez que lo visitaba en el sueño. O bien me encontraba jugando a las cartas, pero en silencio, en una sala de estar iluminada con innumerables candelabros que producían una iluminación cegadora. No tengo la menor idea de a qué jugábamos, pero lo que sí recuerdo con una desagradable sensación de anticipación es que muy pronto la señora Stone se levantaba y me decía:
–Jack le enseñará su habitación. Le he asignado la habitación de la torre.
La sala de estar en la que jugábamos a las cartas se encontraba junto al comedor, y como ya he dicho estaba siempre brillantemente iluminada, mientras que el resto de la casa se encontraba invadido por la oscuridad y las sombras. Y sin embargo, a pesar de aquellos ramilletes de flores, muy a menudo no podía concentrarme en las cartas que me entregaban pues, por alguna razón, apenas era capaz de verlas. Además, los dibujos eran extraños: no había cartas rojas, sino que todas eran negras, y algunas de ellas absolutamente negras. A ésas las odiaba y temía.
Conforme el sueño fue repitiéndose llegué a conocer la mayor parte de la casa. Tras la sala de estar había una habitación de fumadores, en el extremo de un pasillo tras una puerta forrada de tapete verde. Allí siempre estaba muy oscuro, y a menudo al entrar me cruzaba en la puerta con alguien que salía y al que no podía ver. En los personajes que poblaban el sueño se producían también curiosos acontecimientos, como los que le podrían haber sucedido a personas vivas. Por ejemplo, la señora Stone, que tenía el cabello negro la primera vez que la vi, fue encaneciendo, y en lugar de levantarse con presteza como hizo la primera vez que dijo: «Jack le enseñará su habitación. Le he asignado la de la torre», se alzaba con gran debilidad, como si sus miembros estuvieran perdiendo fuerza. Jack también fue creciendo y se convirtió en un hombre joven de bastante mal aspecto, de bigote castaño, y una de las hermanas dejó de estar presente, por lo que de alguna manera entendí que se había casado.
Después dejé de tener ese sueño durante seis meses o más, y empecé a esperar, por el terror inexplicable que me producía, que se hubiera ido para siempre. Pero tras ese intervalo una noche volví a encontrarme camino del prado para tomar el té y la señora Stone no estaba allí, mientras que los demás se encontraban vestidos de negro. Sospeché enseguida el motivo y mi corazón se sobresaltó al pensar que quizás esa vez no dormiría en la habitación de la torre, y aunque usualmente nos sentábamos todos en silencio, en esa ocasión la sensación de alivio me hizo hablar y reír como no lo había hecho nunca. No obstante la situación no resultaba del todo cómoda, pues no hablaba nadie más, y todos se miraban a escondidas unos a otros. Y en cuanto el torrente absurdo de mi conversación se secó, y mientras la luz se desvanecía lentamente, tuve una sensación peor que cualquiera de las que hubiera sufrido previamente.
De pronto, una voz que conocía muy bien rompió el silencio; era la voz de la señora Stone, que decía: «Jack le enseñará su habitación. Le he asignado la de la torre». Parecía proceder de algún lugar cercano a la puerta situada en el muro de ladrillo rojo que limitaba el prado, y al levantar la vista vi que al otro lado la hierba estaba cubierta de lápidas. Desde ellas brotaba una curiosa luz grisácea, y pude leer lo que estaba escrito en la tumba más cercana a mí, que era: «En recuerdo funesto de Julia Stone». Jack se levantó como era habitual, y lo seguí por el vestíbulo y ascendimos por la escalera de muchas esquinas. En esa ocasión estaba más oscuro que de costumbre, y cuando entré en la habitación de la torre apenas si pude ver los muebles, cuya posición me resultaba ya familiar. Había también en la estancia un temible olor a podredumbre, que me hizo despertar gritando.
El sueño prosiguió, a intervalos, durante quince años, con las variaciones y acontecimientos que ya he mencionado. A veces lo tenía dos o tres noches seguidas; en una ocasión hubo, como ya he dicho, una interrupción de seis meses, pero por término medio diría que lo soñé aproximadamente una vez al mes. Es evidente que tenía algo de pesadilla, pues terminaba siempre con el mismo terror espantoso, que lejos de menguar parecía renovado cada vez que lo experimentaba. Había además en él una coherencia extraña y terrible. Sus personajes, tal como he mencionado, envejecían regularmente, la muerte y el matrimonio visitaban a la silenciosa familia, y desde que la señora Stone murió no volví a verla. Pero siempre era su voz la que me indicaba que la habitación de la torre estaba dispuesta para mí, y tanto si tomábamos el té en el jardín como si la escena se producía en una de las habitaciones que daban a él, podía ver su tumba tras la puerta de hierro. Lo mismo sucedió con la hija casada; habitualmente no estaba presente, pero en una o dos ocasiones regresó en compañía de un hombre al que tomé por su esposo. También él, como todos los demás, guardaba siempre silencio. Pero por la repetición constante del sueño, en mis horas de vigilia había dejado de darle algún significado. Durante todos aquellos años jamás me encontré con Jack Stone, ni vi nunca una casa que se asemejara a la oscura mansión de mi sueño. Pero de pronto, sucedió algo.
Aquel año había estado en Londres hasta finales de julio, y en la primera semana de agosto acudí a la casa que había alquilado un amigo para los meses de estío en el bosque de Ashdown, en la región de Sussex. Abandoné Londres temprano, pues John Clinton iba a encontrarse conmigo en la estación de Forest Row, para pasar el día jugando al golf y acudir a su casa por la tarde. Él acudió con su automóvil, y hacia las cinco de la tarde, tras un día delicioso, nos dispusimos a recorrer una distancia de unas diez millas. Como todavía era pronto no tomamos el té en el club, sino que lo dejamos para la casa. Conforme avanzábamos, el tiempo, que hasta entonces había sido deliciosamente fresco a pesar de la época, me pareció alterarse en su calidad, y volverse opresivo y estancado; tuve esa indefinible sensación de aprensión siniestra que suele producirse en mí antes de una tormenta. Pero John no compartía mi opinión y atribuía mi desánimo al hecho de que hubiera perdido yo los dos partidos. Sin embargo los acontecimientos demostraron que yo tenía razón, aunque no creo que la tormenta que se produjo durante la noche fuera la causa única de mi depresión.
El trayecto, a través de caminos vecinales bordeados de altos árboles, hizo que muy pronto me quedara dormido, hasta que me despertó la detención del motor. Y con un estremecimiento repentino, debido en parte al miedo, pero sobre todo a la curiosidad, me encontré en el umbral de la casa del sueño. Entramos, mientras yo me preguntaba si estaba o no soñando todavía, por un vestíbulo revestido con tablas de roble, y salimos al jardín, donde el té estaba preparado a la sombra de la casa. El jardín se encontraba rodeado por arriates de flores; un muro de ladrillo rojo con una puerta servía de límite de uno de los lados, y más allá había un espacio de hierba sin cuidar sobre la que crecía un nogal. La fachada de la casa era muy larga y en un extremo se levantaba una torre de tres pisos, claramente más antigua que el resto.
Y allí cesaba por el momento todo parecido con el sueño. No había una familia silenciosa y terrible, sino un grupo grande de personas muy alegres, a todas las cuales conocía; y, a pesar del horror que el sueño me había producido siempre, no lo sentía ahora que el escenario se había reproducido así ante mis ojos, sino que más bien experimentaba la curiosidad más intensa con respecto a lo que iba a suceder.
El té siguió su alegre curso y al poco tiempo la señora Clinton se levantó. En ese momento supe lo que ella iba a decir. Me habló en los términos siguientes:
–Jack le enseñará su habitación. Le he asignado la de la torre.
Ante eso el horror del sueño se apoderó de mí durante medio segundo. Pero la sensación pasó rápidamente y volví a no sentir otra cosa que la curiosidad más intensa. Muy poco después me sentía absolutamente satisfecho. John se dirigió a mí:
–Está arriba de la casa –dijo–. Pero creo que se sentirá cómodo. Está todo ocupado. ¿Quiere ir a verla ahora? Por Júpiter, creo que tenía razón y que vamos a tener tormenta. Qué oscuro se ha vuelto.
Me levanté y le seguí. Cruzamos el vestíbulo y subimos por la escalera que me era absolutamente familiar. Él abrió la puerta y entré. En ese mismo instante un terror terrible e irracional se apoderó de nuevo de mí. No sabía con exactitud qué era lo que temía: simplemente tenía miedo. Y entonces, repentinamente, como cuando uno recuerda un nombre que durante mucho tiempo parece haber escapado de la memoria, supe a qué se debía mi temor. Tenía miedo de la señora Stone, sobre cuya tumba se encontraba la siniestra inscripción, «En funesta memoria», que tantas veces había visto en mi sueño, un poco más allá del prado que había bajo mi ventana. Pero el miedo volvió a desaparecer de manera tan total que me pregunté por qué lo había tenido, y me encontré, sensato, tranquilo y cuerdo, en la habitación de la torre cuyo nombre tantas veces había oído en mis sueños, y cuya escena me era tan familiar.
Miré a mi alrededor con una cierta sensación de propietario y descubrí que no había ningún cambio con respecto a los sueños que tan bien conocía. A la izquierda de la puerta estaba la cama, pegada a la pared, con el cabezal en el ángulo. En línea con ella estaba la chimenea y una pequeña librería; frente a la puerta, la pared exterior estaba abierta por dos ventanas enrejadas entre las cuales se encontraba la mesa de tocador, y en la otra pared el lavabo y un gran armario. Ya habían deshecho mi equipaje y los objetos de tocador se encontraban dispuestos sobre la mesa y el lavabo mientras que la ropa para la cena estaba ordenadamente colocada sobre el cobertor de la cama. Y entonces, con un repentino sobresalto de inexplicable consternación, vi que había allí dos objetos bastante visibles que no había contemplado en los sueños: una antigua pintura al óleo de la señora Stone a tamaño natural y un dibujo en blanco y negro de Jack Stone, representado tal como se había presentado ante mí una semana antes en la última serie de estos sueños repetidos, como un hombre de unos treinta años de mal aspecto y bastante reservado. El dibujo de Jack estaba colgado entre las ventanas, y miraba directamente, a través de la habitación, al otro retrato, colgado a un lado de la cama. Al contemplarlos volví a sentir una vez más que se apoderaba de mí el horror de la pesadilla.
Representaba a la señora Stone tal como la había visto por última vez en mis sueños: vieja, arrugada y con el cabello blanco. A pesar de la debilidad evidente del cuerpo, una exuberancia y vitalidad temibles brillaban a través de la envoltura carnal, una exuberancia totalmente maligna, una vitalidad que destilaba, como si fuera espuma, un mal inimaginable. El mal brillaba desde sus ojos estrechos e impúdicos; reía en la boca demoníaca. Todo el rostro estaba imbuido de una alegría secreta y espantosa; las manos, unidas sobre las rodillas, parecían agitarse con un regocijo reprimido e innombrable. Vi entonces que estaba firmado en la esquina inferior izquierda; y preguntándome quién podría ser el artista, miré más de cerca y leí la inscripción: «Julia Stone por Julia Stone».
En ese momento llamaron a la puerta y entró John Clinton.
–¿Tiene todo lo que necesita? –preguntó.
–Bastante más –dije señalando el cuadro.
Él se echó a reír.
–Tiene unos rasgos duros la anciana dama –comentó–. Y creo recordar que lo pintó ella misma. No parece que pudiera presumir demasiado.
–Pero ¿no se da cuenta? –pregunté–. Apenas es un rostro humano. Es el rostro de una bruja, de algo diabólico.
Lo miró más atentamente.
–Cierto; no resulta muy agradable –comentó–. No parece adecuado para estar colgado al lado de una cama, ¿verdad? Sí, creo que tendría pesadillas si durmiera con él junto a mi lecho. Si lo desea, pediré que lo quiten.
–Me agradaría realmente que así lo hiciera –contesté.
Tocó la campanilla y con la ayuda de un criado quitamos el cuadro y lo llevamos al descansillo, poniéndolo de cara a la pared.
–Por Júpiter, la anciana dama pesa bastante –dijo John secándose la frente–. Me pregunto en qué estaría pensando.
También a mí me había sorprendido el peso extraordinario del cuadro. Iba a contestar cuando contemplé mi mano. Había mucha sangre en ella, cubriendo la palma entera.
–He debido cortarme –dije.
John soltó una exclamación de sorpresa.
–Vaya, también yo –contestó.
Al mismo tiempo el criado se sacó el pañuelo y se limpió la mano con él. Me di cuenta de que también su pañuelo estaba ensangrentado.
John y yo volvimos a entrar en la habitación de la torre y limpiamos la sangre; pero ni en su mano ni en la mía había el más ligero rastro de arañazo o corte. Creo que tras habernos dado cuenta de ese hecho, ninguno de nosotros, por una especie de acuerdo tácito, volvió a aludir a ello. Se me había ocurrido algo en lo que no deseaba pensar. Era sólo una conjetura, pero creía saber que mi amigo había pensado lo mismo.
El calor y la opresión del aire, debidos a la tormenta que esperábamos y todavía no había descargado, aumentaron mucho después de la cena, por lo que durante algún tiempo la mayor parte del grupo, entre los cuales estábamos John Clinton y yo, nos sentamos fuera, en el camino del jardín donde habíamos tomado el té. La noche era absolutamente oscura y ni el menor rayo de luna o destello de una estrella podían traspasar el manto de nubes que cubría el cielo. El grupo fue reduciéndose poco a poco, pues las mujeres fueron a acostarse y los hombres se dispersaron por el salón de fumadores o el de billar, de manera que a las once de la noche sólo quedábamos mi anfitrión y yo. Durante todo el tiempo pensé que él tenía algo en mente, y en cuanto nos quedamos a solas me habló.
–El criado que nos ayudó a bajar el cuadro tenía sangre en la mano, ¿se dio cuenta? –me dijo–. Le pregunté si se había cortado, y me contestó que eso suponía, pero que no había podido encontrar ningún corte. Entonces, ¿de dónde salía esa sangre?
A fuerza de decirme a mí mismo que no quería pensar en ello, lo había logrado, y especialmente antes de acostarme no quería recordarlo.
–No lo sé –respondí–. Y en realidad no me importa con tal de que el retrato de la señora Julia Stone no esté en mi dormitorio.
Mi amigo se levantó.
–Pero es extraño. ¡Ah! Y ahora verá otra cosa rara.
Uno de sus perros, un terrier irlandés, había salido de la casa mientras charlábamos. La puerta que teníamos detrás y daba al vestíbulo se encontraba abierta y una luz brillante y alargada iluminaba el prado hasta la puerta de hierro que daba a la zona herbácea del exterior, donde se levantaba el nogal. Vi que el perro tenía el pelo erizado por la rabia y el temor; había echado hacia atrás los labios, mostrando los dientes, como si estuviera dispuesto a saltar sobre algo, y no dejaba de gruñir. No nos hacía el menor caso ni a su dueño ni a mí, pero rígidamente, y con tensión, recorría la hierba hasta la puerta de hierro. Se quedaba allí un momento mirando a través de los barrotes y gruñendo. Luego, de pronto, su valor parecía abandonarle: soltaba un aullido prolongado y regresaba precipitadamente hacia la casa, con un curioso movimiento con el cual parecía acurrucarse.
–Lo hace así media docena de veces al día –me informó John–. Ve algo que odia y teme.
Caminé hacia la puerta y miré a través de ella. Algo se movía fuera, sobre la hierba, y enseguida llegó a mis oídos un sonido que no pude identificar de momento. Entonces recordé lo que era: el ronroneo de un gato. Encendí una cerilla y vi un gato persa azul y grande dando vueltas y vueltas en un pequeño círculo fuera de la puerta, caminando erguido y estáticamente, con la cola elevada como un estandarte. Sus ojos eran brillantes y de vez en cuando agachaba la cabeza y olisqueaba la hierba. Me eché a reír.
–Final del misterio, me temo –dije–. Hay un gato grande pasando a solas la noche de Walpurgis.
–Sí, es Darío –contestó John–. Se pasa ahí la mitad del día y toda la noche. Pero no es el final del misterio del perro, pues Toby y él son muy buenos amigos, sino el principio del misterio del gato. ¿Qué es lo que hace ahí el gato? ¿Y por qué a Darío le gusta, mientras que a Toby le sobrecoge de terror?
En ese momento recordé el horrible detalle de mis sueños cuando miraba a través de la puerta, pues precisamente donde estaba el gato ahora se encontraba la lápida blanca con la siniestra inscripción. Pero antes de que pudiera responder comenzó a llover, tan repentinamente y con tanta fuerza como si hubieran abierto un grifo, y simultáneamente el gato grande se deslizó entre los barrotes de la puerta y dando saltos recorrió el jardín buscando abrigo en la casa. Se sentó en el umbral, mirando ansiosamente hacia la oscuridad. Lamió y acarició a John con la pata cuando éste le empujó para que entrara con el fin de cerrar la puerta.
De alguna manera, con el retrato de Julia Stone fuera en el pasillo, la habitación de la torre no me alarmaba en absoluto, y cuando me acosté, pues tenía bastante sueño, sólo sentía interés por el incidente curioso de la sangre en las manos y por la conducta del gato y el perro. Lo último que miré antes de apagar la luz fue el espacio vacío junto a la cama, donde había estado el retrato. Allí el papel de la pared conservaba el tono rojo oscuro original: en el resto de la pared, ese color se había degradado. Apagué la vela soplándola y al instante caí dormido.
El despertar fue igualmente instantáneo, y me senté erguido en la cama con la impresión de que había pasado junto a mi rostro una luz brillante, aunque ahora estaba todo absolutamente oscuro. Sabía exactamente dónde me encontraba, en la habitación de mis sueños, pero el terror que hubiera podido sentir en mis pesadillas ni siquiera se aproximaba al miedo que ahora me invadía y congelaba mi cerebro. Inmediatamente después resonó un trueno encima de la casa, pero la probabilidad de que hubiera sido sólo un rayo lo que me había despertado no tranquilizó mi corazón galopante. Sabía que había algo conmigo en la habitación, e instintivamente saqué la mano derecha, que era la que estaba más cerca de la pared, para apartarlo. La mano tocó el borde de un marco colgado junto a mí.
Salí de un salto de la cama, tirando la mesita situada a su lado, y oí caer al suelo el reloj, la vela y las cerillas. Pero de momento no había necesidad de luz, pues de las nubes surgía un relámpago cegador que me mostró que junto a la cama colgaba de nuevo el cuadro de la señora Stone. Al instante la habitación volvió a quedar a oscuras, pero en aquel rayo había visto también otra cosa, una figura que se inclinaba sobre el extremo de la cama, observándome. Iba vestida con una prenda blanca ajustada, manchada de moho, y el rostro era el del retrato.
Arriba los truenos rugían, y cuando se callaban les sucedía un silencio mortal, que me permitía oír el crujido de algo que se movía hacia mí, y más horrible todavía era percibir un olor de corrupción y decadencia. Entonces una mano me tocó un lado del cuello, y muy cerca del oído escuché una respiración rápida y ansiosa. Ya entonces supe que aquello, aunque podía percibirse con el tacto, el olfato, la vista y el oído, no pertenecía a esta tierra, sino que era algo que había salido del cuerpo y tenía poder para manifestarse. Ése fue el momento en el que una voz, que me era ya familiar, me habló:
–Sabía que llegaría a la habitación de la torre –dijo–. Le he aguardado mucho tiempo. Pero por fin ha venido. Esta noche tendré una fiesta, pero muy pronto la celebraremos juntos.
La respiración rápida se acercó más a mí y pude sentirla en el cuello.
Fue entonces cuando el terror, que creo que por el momento me tenía paralizado, dio paso al más salvaje instinto de autoconservación. Comencé a golpear salvajemente con los dos brazos, y al mismo tiempo soltar patadas, hasta que oí un grito de animal y que algo suave caía a mi lado con un golpe sordo. Di un par de pasos hacia delante, tropezando casi con lo que hubiera allí, y por buena suerte encontré el tirador de la puerta. Un segundo más tarde salía corriendo al descansillo cerrando la puerta de golpe tras de mí. Casi al mismo tiempo escuché que se abría una puerta abajo y vi a John Clinton, que subía corriendo las escaleras con una vela en la mano.
–¿Qué ha sucedido? –dijo–. Duermo debajo de usted y oí un ruido como si... ¡cielos, tiene sangre en el hombro!
Me quedé de pie allí, así me lo contó él después, balanceándome de un lado al otro, blanco como una sábana, con una marca en el hombro, como si hubieran colocado sobre él una mano manchada de sangre.
–Está ahí dentro –dije señalando la habitación–. Ella, ya sabe. También está ahí el retrato, colgado en el mismo sitio del que lo bajamos.
Entonces él se echó a reír.
–Mi querido amigo, eso es sólo una pesadilla –dijo.
Me apartó a un lado y abrió la puerta, y yo me quedé allí paralizado por el terror, incapaz de detenerle, incapaz de moverme.
–¡Puaf! ¡Qué olor tan horrible! –exclamó.
Después guardó silencio; al cruzar la puerta abierta, había desaparecido de mi vista. Cuando volvió a salir estaba tan blanco como yo, y cerró instantáneamente la puerta.
–Sí, ahí está el retrato. Y en el suelo hay una cosa... una cosa manchada de tierra, como un sudario. Vámonos, rápido, vámonos.
Apenas sé cómo bajé las escaleras. Un estremecimiento horrible y una náusea que era más del espíritu que de la carne se habían apoderado de mí, y en más de una ocasión mi amigo tuvo que ayudarme a poner los pies sobre los escalones, sin dejar de lanzar de vez en cuando miradas de terror y aprensión hacia arriba. Pero llegamos al vestidor de su habitación, en el piso de abajo, y allí le conté lo que he descrito.

Las consecuencias pueden resumirse; ciertamente algunos de mis lectores ya habrán sospechado de qué se trataba, si se acuerdan del inexplicable asunto del cementerio de West Fawley, sucedido hace unos ocho años, aquel que se refiere a las tres veces que intentaron enterrar el cuerpo de una mujer que se había suicidado. Cada vez volvían a encontrar el ataúd, al cabo de unos días, sobresaliendo de la tierra. Tras el tercer intento, y para que no se hablara de aquello, enterraron el cuerpo en tierra no consagrada. Precisamente fuera de la puerta de hierro del jardín perteneciente a la casa en donde vivía aquella mujer. Se había suicidado en una habitación del piso superior de la torre de aquella casa. Se llamaba Julia Stone.
Posteriormente volvieron a sacar en secreto el cadáver y encontraron el ataúd lleno de sangre.


Título original: “The Room in the Tower”, 1912. Traducción de Rafael Lassaletta.



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