I
Un carillón vertió su
lluvia de hierro y de bronce por entre la persistente lluvia del Oeste que,
desde el alba, flagelaba sin merced a la ciudad y sus alrededores.
Monsieur Théodule
Notte podía seguir, desde el fondo de la calle brumosa, la marcha de un
invisible farolero, observando el encendido de las luces.
Subió la mecha de la
lámpara de petróleo colocada en una esquina del mostrador repleto de retales de
tela de seda y de algodón.
La redonda llama
iluminó una tienda vieja, de cajones de madera oscura llenos de quincallería.
Para el mercero,
aquella hora de las primeras claridades vespertinas era la de un alto
tradicional en el tiempo.
Entreabrió suavemente
la puerta para evitar que la campanilla sonase demasiado fuerte y, plantado en
el umbral, aspiró con placer el ambiente húmedo de la calle.
La muestra, una
enorme bobina de chapa pintada, le protegía de un chorro de agua continuo que
caía del agujereado canalón.
Encendió su pipa de
arcilla roja..., porque, por prudencia, no fumaba dentro de la tienda... y,
volviendo la espalda a la labor del día, espió a los transeúntes que regresaban
a sus casas.
―Ahí viene monsieur
Desnet, que tuerce la esquina de la calle del Canal―murmuró―. El campanero
podría poner en hora el reloj de la ciudad guiándose por el paso de monsieur
Desnet: es hombre muy respetable. Mademoiselle Bulus se retrasa. Por lo
regular, se cruzan delante del café de la Trompeta, en donde monsieur Desnet no
entra más que los domingos después de la misa de once. ¡Ah, ahí llega!... Se
saludarán delante de la casa del profesor Deltombe. Si la lluvia no cayese, se
pararían un momento para hablar del tiempo y de su respectiva salud. Y el perro
del profesor se pondría a ladrar...
El mercero suspiró.
Aquella infracción a
la norma de las cosas le desconcertaba.
La tarde de octubre
gravitaba sobre los tejados del Ham y el fuego de la pipa ponía una mancha
rojiza en la barbilla de monsieur Notte.
El coche de ruedas
amarillas dobló la esquina del puente.
―Llega monsieur Pinkers...
Mi pipa se apagará pronto.
Era una pipa de
cazuelilla minúscula que no admitía más que un par de pulgaradas de fuerte
tabaco flamenco. Una bocanada de humo se difundió por el aire y subió dando
vueltas en la oscuridad.
―¡Oh, qué bien ha
salido!―exclamó maravillado el fumador―. Y no lo he hecho a propósito... Se lo
diré a monsieur Hippolyte.
Así acababa la
jornada laboral de Théodule Notte y empezaban las horas de descanso, que
consagraba a la amistad y a la distracción.
Toc, toc, toc.
Un bastón con contera
de metal golpeaba la acera en la lejanía brumosa de la calle. Monsieur
Hippolyte Baes apareció.
Era bajito, de
piernas cortas, vestido con una elegante levita varonesa y cubierto con un sombrero
de copa irreprochable.
Desde hacía treinta
años venía todas las noches a jugar su partida de damas a La bobina de hierro,
y su correcta aparición provocaba la admiración de Théodule. Cambiaron frases
de bienvenida en el umbral, espiaron un momento la marcha de las nubes surgidas
del Oeste para sacar conclusiones meteorológicas y luego entraron.
―¿Cierro las
contraventanas?
―Que golpeen lo que
quieran. ¿Qué nos importa?―declamó monsieur Baes.
―Me llevo la lámpara.
―La luz―dijo monsieur
Hippolyte.
―Hoy, martes,
cenaremos juntos antes que le gane en el juego de damas―insinuó Théodule.
―De ninguna manera,
amigo mío. Hoy pienso ganarle a usted.
Aquellas frases
sempiternas, cambiadas desde hacía tantos años, en el mismo tono, acompañadas
de los mismos gestos, despertando idénticas reacciones de alegría y de malicia,
daban a los dos viejos una reconfortante sensación de inmutabilidad.
Los hombres que
dominan el tiempo, no permitiendo que las vísperas sean diferentes de los días
siguientes, son más fuertes que la muerte. Ni Théodule Notte ni Hippolyte Baes
lo decían, pero lo experimentaban como una verdad profunda contra la cual nada
prevalecía.
El comedor, que la
lámpara de petróleo iluminaba ahora, era pequeño, pero de techo muy alto.
Un día monsieur Notte
lo comparó con un tubo de chimenea y él mismo se asustó de la exactitud de la
imagen. Pero, tal como era, con el techo invadido de sombras y de misterio,
agujereado por la luna minúscula del hueco de la lámpara, agradaba mucho a los
dos amigos.
―Hace exactamente
noventa y nueve años que mi madre nació en esta habitación―decía Théodule―.
Porque, en aquella época, el piso estaba realquilado al capitán Soudan. Sí,
cien años menos uno. Yo tengo cincuenta y nueve, y a mi madre, casada a una
edad bastante razonable, le concedió Dios su hijo a los cuarenta años.
Monsieur Hippolyte
contó con sus deditos nudosos.
―Yo tengo sesenta y
dos. Conocí a su madre, una santa, y a su padre, que fue el que puso la muestra
de La bobina de hierro. Tenía una hermosa barba y le gustaba bastante el vino.
He conocido también a las señoritas Beer, Marie y Sophie, que frecuentaban la
casa.
―Marie fue mi
madrina... ¡Cuánto la quería!―exclamó, suspirando, Théodule.
―...y al capitán
Soudan―continuó Hippolyte Baes―. ¡Un hombre espantoso!
El suspiro de
Théodule se hizo más profundo.
―Sí, un hombre terrible.
A su muerte, dejó todo su mobiliario a mis padres, que no cambiaron nada de la
disposición de las habitaciones que él ocupó.
―Como usted, amigo
mío, tampoco cambió nada de ellas.
―¡Oh, no! Yo..., ya
lo sabe usted..., no me atrevería a hacerlo.
―Actuó usted muy
sabiamente, amigo mío―respondió gravemente el viejecillo, retirando la tapadera
de una fuente―. ¡Vaya, vaya! Aquí tenemos cordero asado y frío en su jugo, y
apuesto a que esta terrina oscura contiene pasta de pollo de casa Cerneau.
Baes hubiera ganado
seguramente su apuesta, porque el orden de las minutas del martes por la noche
cambiaba muy raramente.
Comieron lentamente,
triturando finas galletas con mantequilla que monsieur Hippolyte mojaba
ávidamente en el jugo.
―¡Es usted un
cocinero de primera, Théodule!
Aquel cumplimiento
tampoco variaba jamás.
Théodule Notte vivía
solo; buen comedor, pasaba los largos ratos que le dejaba su tienda poco
visitada en confeccionar platitos delicados.
El trabajo duro de la
casa estaba confiado a una vieja mujer sorda que se consagraba a él todos los
días durante un par de horas, moviéndose y desapareciendo como una sombra.
―¡A las pipas, a las
copas y a las damas!―exclamó Hippolyte cuando hubieron saboreado, a guisa de
postre, un enorme flan de membrillo.
Las damas blancas y
negras se pusieron a viajar por el tablero de damas.
Así sucedía todas las
noches, excepto los miércoles y los viernes, días en los cuales monsieur
Hippolyte Baes no participaba de la cena de su amigo, y el domingo, que no
acudía a la tienda.
Cuando sonaban las
diez en el reloj de alabastro, se separaban, y Notte acompañaba a su amigo
hasta la puerta, blandiendo en alto, como una antorcha, una lamparilla de
grueso cristal azul. Inmediatamente, se metía en la cama, situada en el
dormitorio del segundo piso y que había sido la de sus padres.
Pasaba de prisa por
el descansillo del primer piso, por delante de las puertas cerradas de las
habitaciones del capitán Soudan, puertas estrechas y altas, tan negras que
agujereaban las tinieblas de las paredes negras de mugre y de noche. No las
miraba jamás ni jamás se le ocurría la idea de empujarlas y permitir a la luz
de la lamparita azul que penetrase en las habitaciones que aquellas puertas
guardaban.
Solamente entraba en
ellas los domingos.
***
El piso del difunto
capitán Soudan no tenía, sin embargo, misterio alguno.
El dormitorio era
como otro cualquiera, con su alto lecho de baldaquino, su mesa de noche
cilíndrica, sus dos armarios de nogal brillante y su mesa redonda de barniz
quemada por la pipa y los cigarros, y marcada por las manchas redondas de los
viejos vasos y botellas.
Pero el capitán
parecía haber querido compensar, por la comodidad y el valor del salón, la
mediocridad del dormitorio.
Un enorme armario,
espléndido, ocupaba completamente una de las paredes; dos sillones Voltaire, de
terciopelo de Uttrecht, sillas masivas forradas de cuero de Córdoba punteado de
cobre dorado, un hogar de pesados morillos, una mesa esculpida, dos veladores
de Boule, un enorme espejo de chimenea con marco dorado y, por último, una
biblioteca llena de libros hasta ras del techo, llenaban la habitación,
haciendo, a causa del exceso de muebles, difícil moverse en ella.
Para monsieur
Théodule Notte, que no abandonaba su casa más que para hacer breves visitas a
proveedores próximos, el salón del capitán Soudan ofrecía silenciosas, pero incomparables
fiestas dominicales.
Acababa de comer
alrededor de las dos de la tarde, se ponía una bonita bata de cuello bordado,
se calzaba unas zapatillas bordadas, se ponía un gorro de seda negra en la
cabeza, que ya iba volviéndose calva, y empujaba la puerta del salón. El aire
allí era pesado, olía a cuero viejo y a polvo; pero Théodule Notte detectaba
allí efluvios lejanos, misteriosos y cuán maravillosos.
Del viejo Soudan no
guardaba más que la imagen confusa de un inmenso anciano, vestido con una
hopalanda rojiza, fumando delgados cigarros negros; pero los rostros de su
padre, de hermosa barba negra, y de su madre, delgada y silenciosa, y de las
hermosas y lozanas señoritas Beer, sólo le parecía que habían desaparecido el
día anterior.
Sin embargo, hacía ya
más de treinta años que la muerte se los había llevado a todos en muy pocos
años. Recordaba que cinco años escasos habían bastado para apagar para siempre
aquellas cuatro existencias que formaban una parte tan enorme de la suya
propia.
Se reunía en el
minúsculo comedor del piso bajo para ágapes en los que esas cuatro finas bocas
le habían dejado el gusto. Pero, el domingo, a la hora en que las viejas del
Ham, arrebujadas en sus gruesos capuchones de seda negra, se dirigían a las
vísperas de Saint-Jacques, se instalaba en el salón del primer piso.
Monsieur Théodule
Notte recordaba...
Con mano vacilante,
papá Notte retiraba uno o dos libros de la biblioteca bajo la mirada
ligeramente desaprobadora de su mujer.
―¡Vamos,
Jean-Baptiste, deja eso!... No se aprende nada bueno en los libros.
El buen barbudo
protestaba débilmente.
―Stéphanie, no creo
que haga mal en...
―Pues sí, pues sí...
Basta un libro de misa y un libro de horas para leer. Además, se dan malos
ejemplos al niño...
Jean-Baptiste Notte obedecía,
un poco desilusionado.
―Mademoiselle Sophie
nos va a cantar algo.
Sophie Beer
depositaba sobre una silla la obra de tapicería en color que llevaba en un
enorme maletín de peluche granate, y se acercaba al armario. Este gesto era el
límite de una eterna maravilla para el joven Théodule. La parte baja del
armario ocultaba un clavecín corto y bajo, que un esfuerzo ejercido sobre una
palanca lateral hacía avanzar hacia el salón y que una maniobra contraria
volvía a meter en el inmenso armario. Las teclas del instrumento estaban
amarillas como rebanadas de calabaza y emitían al tocar altas notas agudas.
Mademoiselle Sophie
cantaba con voz agradable y ligeramente temblona:
¿De dónde vienes tú, nube hermosa, traída por el viento...?
O bien una canción
cuyo tema se refería a una alta torre, una golondrina y muchas lágrimas.
Aquellas lágrimas de
armonía provocaban muchas verdaderas en mamá Notte y hacían temblar los dedos
de papá Notte, crispados sobre su hermosa barba negra.
Sólo mademoiselle
Marie no parecía emocionarse apenas. Cogía a Théodule sobre sus rodillas y lo
apretaba contra su pecho enfundado en surach azul.
―Iremos al jardín de
las tres mil flores..., flores..., flores..., flores―cantaba muy bajito.
―¿Dónde está ese
jardín?―preguntaba Théodule, muy bajito también.
―No te lo diré jamás.
Hay que encontrarlo.
―Mademoiselle Marie―murmuraba
el pequeño―, cuando yo sea grande, seré tu marido y nos iremos juntos...
―Ta, ta―decía ella,
riendo, y le besaba en la boca.
Un fino perfume de
flores y de frutos subía de su blusa azul, y Théodule se decía que nada era más
hermoso ni más dulce en el mundo que aquella dama de hermosas mejillas
sonrosadas, de ojos de muñeca y de vestidos de seda ruidosa.
Cuando, un día
tórrido de julio, echó un puñado de tierra sobre su ataúd, Théodule Notte
comprendió que había amado profundamente a esta mujer que era cuarenta años
mayor que él, porque mademoiselle Marie Beer era amiga de la infancia de su madre.
Apenas diferían en edad.
Un día, ¡oh!, muchos
años después de su muerte, un domingo jamás maldecido bastante, descubrió en un
cajón secreto de una de las mesas de Boule, cartas que probaban que el anciano
capitán Soudan y mademoiselle Marie...
Monsieur Théodule
Notte no había querido transformar en palabras la vergonzosa imagen que
asesinaba el único recuerdo amoroso de su vida. Había sufrido profundamente en
su ser y en su memoria. Ocho días seguidos perdió a las damas y, con profunda
estupefacción de monsieur Hippolyte Baes, había estropeado un filete con puré
de castañas cuya prestigiosa receta le había legado su madre.
Fue además el único
acontecimiento que marcó sus días desde que ocupaba solo la casa centenaria del
Ham, hasta el domingo del mes de marzo, negro de lluvia, de viento y de frío,
en que, por no se sabe qué cataclismo secreto, el libro cayó del estante
superior de la biblioteca del capitán Soudan.
II
Sería inexacto decir
que monsieur Théodule no había visto jamás el libro, pero eso databa de tan
lejos que otro que no fuera él hubiera perdido seguramente todo recuerdo.
Ahora bien: aquel día
ocho de octubre, enterrado en el tiempo desde hacía casi medio siglo, había
permanecido asombrosamente vivo en su memoria.
Además, su papel en
la vida, ¿no parecía ser precisamente recordar y recordar?
Lo inverosímil, lo
extraño, todo lo que nos produce náuseas de angustia en la boca, le había
saltado al rostro como un gato, aquel día, a las cuatro de la tarde, al volver
del colegio.
***
Las cuatro de la
tarde es una hora neutra. Huele a café recién hecho y a pan caliente. No causa
mal a nadie.
Las criadas abandonan
las aceras brillantes de agua soleada, y las ancianas, que han vaciado su saco
de malicias, abandonan sus observatorios de tul por las cocinas interiores
oscurecidas por la bruma del escalfador.
Théodule volvía la
espalda al colegio con toda la lasitud de su juventud perezosa e ignorante: un
odioso problema de aritmética le había cepillado el cerebro.
―¿Para qué me servirá
este espantoso problema en el que se trata de hombres que no se atrapan jamás?
Papá y mamá ganan bastante dinero y me dejarán una tienda en donde yo lo ganaré
a mi vez...
―Los palomos del
guarnicionero corren por la placita. Voy a tirarles piedras, porque me gustaría
matar el azul―respondió alguien.
Théodule no esperaba
ninguna respuesta, porque hablaba para él mismo. Se dio cuenta, entonces, de
que iba caminando con un muchacho zambo, el que ocupaba uno de los últimos
bancos de la clase.
―¡Vaya!―dijo―. No
sabía que venías conmigo... Me parecía que, desde la salida del colegio, Jérôme
Meyer me acompañaba, y resulta que eres tú. Hippolyte Baes.
―¿Entonces no has
visto que Meyer se ha refugiado en la alcantarilla?―preguntó el joven Baes.
Théodule se rió de
dientes para afuera, por agradarle. Apenas le conocía, porque Hippolyte pasaba
por ser un mal alumno, poco querido de los maestros, y era de buen tono no
frecuentarlo. Sin embargo, aquel día se sentía atraído por él.
Las calles estaban vacías,
pero llenas de sol y de calor final de estación. Los palomos habían huido y se
agrupaban sobre un aguilón lejano. Hippolyte dejó caer las piedras que les
destinaba. Los muchachos habían llegado a la altura de una triste y sombría
panadería.
―Mira, Baes―dijo
Théodule―. No hay más que un pan en el escaparate.
En efecto, los
enrejados de mimbre estaban vacíos, las cajas y los bocales no contenían más
que tiernos grumos. No había más que aquel pan gris y arcilloso posado sobre el
mármol del escaparate, como un islote en medio de la soledad del océano.
―Hippolyte―dijo el
pequeño Notte―, hay algo en todo eso que no me gusta.
―Tú no llegarás jamás
a resolver el problema de los correderos―replicó su compañero.
Théodule bajó la
cabeza. Le parecía que la peor desgracia que podía sucederle era no encontrar
esa solución.
―Si se abriese ese
pan―continuó Baes―, se vería que estaba lleno de cosas vivas. El panadero y su
familia le tienen mucho miedo. Por eso se han refugiado en el horno de la
tahona después de haberse todos ellos provisto de cuchillos.
―Las señoritas Beer
les han mandado panes de salchichas a cocer. Son estupendos, Hippolyte. Si logro
robar uno, te lo llevaré...
―No vale la pena.
Toda la panadería arderá esta noche y todos se quemarán dentro, así como las
cosas que viven en ese pan.
Théodule no encontró
nada que decir a eso, excepto que era una pena que los panes de salchichas no
fueran cocidos.
―En todo caso, tú no
los comerás―acabó Baes.
Y una vez más, el
pequeño Notte se encontró sin saber qué decir.
No podía expresar
cómo, en aquel momento, todo detalle, todo fragmento de pensamiento, toda cosa
entrevista le eran penosos.
―Hippolyte―dijo―, mis
ojos tienen mala vista, tú me hablas con un peine de hierro. Es una suerte que
el viento no me traiga el olor de las cuadras y, si una mosca debía posarse
sobre mi cabeza, tendría seis patas de acero que hundiría en mi cráneo.
La respuesta fue como
un bordoneo que captó mal.
―Tú has cambiado de
plano y tus sentidos están en rebeldía.
―Hippolyte―imploró―,
¿cómo es que yo veo al viejo Soudan junto a su biblioteca, pegándose con un
libro?
―Bueno, bueno―dijo el
joven Baes―, todo eso es perfectamente cierto. Pero entre ver y ver en el tiempo,
como tú lo haces ahora...
Théodule no
comprendía nada. Un terrible dolor de cabeza le taladraba el cráneo.
Le era odiosa la
presencia de su compañero, mientras que, al mismo tiempo, la soledad de la
calle le llenaba de terror.
―Debe de hacer mucho
tiempo que salimos de la escuela―dijo.
Hippolyte movió la
cabeza.
―Pues no. ¿Acaso las
sombras han cambiado de sitio?
En efecto, la placita
no había cambiado sus sombras, ni siquiera la de su alta y ridícula bomba, ni
la del carricoche del panadero, que clamaba al cielo por el mal estado de sus
varillas.
―¡Ah! Aquí llega por
fin alguien―exclamó el pequeño Notte.
La plaza que
atravesaban con lentitud era la del Gros Sablon. Era triangular y en cada uno
de sus vértices terminaba una calle larga y triste como un tubo de chimenea.
En el fondo de la
calle de Cèdre era donde se movía una forma humana.
Théodule no la
reconoció. Era una dama de ancho rostro pálido, iluminado por una tenue
sonrisa. Iba vestida con un traje negro bordado con algunos abalorios. Una
capota de tul cubría sus cabellos canosos.
―No sé quién es―murmuró―.
Pero me recuerda a la pequeña Pauline Bulus, que vive junto a nosotros, en la
calle de los Bateaux. Es muy tranquila y no juega con nadie.
De repente, lanzó un
grito ahogado y agarró el brazo de Baes.
―Mira..., pero
mira... Ya no lleva el vestido negro, sino un peinado de flores. Y, además...
llora y grita. Yo no la oigo, pero grita. Se cae... Todo está rojo a su
alrededor.
―No hay nada―dijo
Baes.
Théodule suspiró.
―En efecto, no hay
nada, no hay nada.
―Todo eso se
encuentra en alguna parte en el tiempo―dijo Baes con ademán vago e indiferente―.
Ven, te convido a una limonada rosa.
Ahora sí habían
cambiado las sombras de la plaza. Un rayo de sol se refugiaba contra las
fachadas.
Los dos colegiales
recorrieron una parte de la calle de Cèdre.
―Vamos a tomarnos una
limonada―dijo Baes―. Aunque esté coloreada en rosa, no por eso deja de ser una
limonada. Entremos...
Théodule vio una
casita extraña de ladrillos, blanca y como nueva, llena de ventanas ladeadas y
cerámicas irisadas.
―Es bonita―dijo―. ¡Y
decir que yo nunca la había visto! El hotel del barón Pisacker toca, sin
embargo, con el de monsieur Minus; no obstante, este agradable edificio está
situado entre los dos. ¡Mira!... Me parece que al hotel del barón le han
quitado algunas ventanas.
Baes se encogió de
hombros y empujó una puerta, preciosa como una enorme espetera, donde se podía
leer en letras claras sobre un fondo rayado:
Taverne de l’Alpha.
Penetraron en un
rincón paradisíaco, metálico y muy iluminado, como en el corazón de un cristal
raro.
Las paredes eran todas
de cristales, sin dibujos definidos, pero detrás de los cristales palpitaba una
luz animada. Abajo, contra el suelo cubierto de una alfombra oscura, había unos
divanes continuos, forrados de tela rameada de color de laca encendida.
Un pequeño ídolo, de
mirada torva, se miraba en un espejo de agua brumosa; su ombligo monstruoso, en
forma de pebetero, estaba horadado en una piedra con vetas. Unas cenizas
perfumadas ardían aún allí.
Nadie acudió.
A través de los
cristales esmerilados se veía ensombrecerse la luz de la calle. La luz
zodiacal, tras las paredes de cristal, corría, alocada, con movimientos bruscos
de insecto perseguido.
Un ruido de agua corriente
venía de los estanques.
Entonces, sin que la
viese llegar, una mujer se hizo presente contra la luz del ventanal,
repentinamente inmovilizada.
―Se llama Roméone―dijo
Baes.
Y también,
repentinamente, Théodule no la vio más. Pero su corazón estaba oprimido. Algo
zozobró delante de sus ojos y sintió un verdadero malestar.
―Vámonos―dijo Baes.
―¡Gracias a Dios que
al fin veo a alguien que conozco!―exclamó Théodule―. ¡Es Jérôme Meyer!
Este estaba sentado,
en efecto, en el escalón más alto de la casa del comerciante en granos
Gryspeerd.
―Eres tonto―le sopló
Baes, cuando el pequeño Notte quiso acercarse―. Vas a hacer que te muerda. ¿Es
que no sabes distinguir, pues, una persona de un vulgar ratón de alcantarilla?
Vio, entonces, con
inexpresable dolor que lo que había tomado por Jérôme Meyer se estaba zampando
de una forma comiquísima puñados de granos redondos y, ¡horror!, que una
espantosa cuerda rosada y grasosa azotaba sus piernas.
―Ya te lo dije, que
se había refugiado en la alcantarilla.
Al fin apareció el
Ham, como si fuera un abra. Las señoritas Beer esperaban en el umbral de la
tienda paterna, y la cabeza decrépita del capitán Soudan se asomaba a la
ventana del primer piso. Su mano, que sobresalía por el reborde de piedra azul,
sostenía un libro de un color rojo sucio.
―¡Dios mío!―exclamó
mademoiselle Marie—. Este niño arde de fiebre.
―Está enfermo―dijo
Hippolyte Baes―. Me ha costado mucho trabajo traerle. Ha estado delirando durante
todo el trayecto.
―No he comprendido
nada de ese problema―gimió Théodule.
―Esa terrible escuela...―deploró
mademoiselle Sophie.
―¡Calla, calla!―exclamó
madame Notte―. Le vamos a meter en la cama sin tardar.
Le acostaron en el
dormitorio de sus padres, que le pareció completamente desconocido y agitado.
―Mademoiselle Marie―suspiró
Théodule―. ¿Ve usted ese cuadro que está enfrente de mí?
―Sí, niñito mío. Es
Sainte-Pulchérie, una santa muy digna elegida del señor... Te protegerá y te
curará.
―No―gimió―. Se llama
Bulus... Se llama Roméone... Se llama Jérôme Meyer, y es un feo ratón de
alcantarilla.
―¡Misericordia!―lloró mamá Notte―. ¡Delira! Hay que llamar al médico.
Le dejaron solo un momento,
nada más que un momento.
De repente, extraños
golpecitos sonaron contra la pared. El niño enfermo vio la tela del cuadro
hincharse bajo febriles papirotazos.
Hubiera querido
gritar, pero era muy difícil. Le parecía que su voz retumbaba en parte distinta
a la habitación.
Y de pronto un ruido
argentino fluyó por toda la casa; una bandada de piedras inundó la fachada,
rompiendo los cristales, rebotando en el interior de la habitación.
Entonces las cortinas
de la ventana se hincharon y, con un rugido de furor, una enorme llama las
devoró.
***
Ese fue el comienzo
de la grave enfermedad de Théodule que reunió alrededor de su lecho a los
mejores médicos de la ciudad y que le dispensó, una vez curado, de volver al
colegio.
De este día dató su
gran amistad con Hippolyte Baes que achacó al delirio todos los incoherentes
recuerdos de la jornada del ocho de octubre.
―Roméone..., la
Taverne de l’Alpha..., la transformación de Jérôme Meyer..., pamplinas, amigo
mío.
―¿Y el cuadro de
Sainte-Pulchérie, la lluvia de piedras y las cortinas prendidas fuego?
Mademoiselle Marie
asumió la responsabilidad de eso. Ella había encendido un infernillo de alcohol
para calentar té. En cuanto a la caída de las piedras, fue preciso admitir que
en este momento una parte de la cornisa de la fachada se había derrumbado
debido a las continuadas lluvias otoñales.
Había en todo eso muy
extrañas coincidencias.
Se olvidó la cosa.
Sólo Théodule
continuó recordándolo; pero ese era, hay que convenir en ello, su papel en la
vida.
III
El libro, pues, cayó
sobre el parquet del salón sin que nadie pudiese explicar su caída.
Es cierto que, en los
últimos días, habían pasado por el Ham pesados camiones transportando
mercancías del puerto y que todas las casas habían temblado desde sus
cimientos, como en los sombríos estremecimientos de un temblor de tierra.
Monsieur Théodule
reconoció inmediatamente el libro por su cubierta de un color rojo sucio,
empañado de polvo y de manchas. Permaneció un buen rato contemplándolo, posado
sobre la lana azul de la alfombra. Luego, se agachó para recogerlo con mano
vacilante.
Su incomprensión fue
enorme: ignoraba que existiesen semejantes obras.
Era un tratado muy
vulgar del Grand Albert, seguido de
una sucinta exposición de la Clavícula de
Salomón y del resumen de los trabajos de un tal Samuel Podgers sobre la
Cábala, la Nigromancia y la Magia Negra, según los escritos de los antiguos
maestros de la Gran Ciencia Hermética.
Notte lo hojeó sin
gran interés y lo hubiera puesto de nuevo en su sitio si unas hojas
intercaladas y manuscritas no hubieran llamado su atención.
El papel era de un
grano muy fino y precioso, y la escritura, a tinta roja, era muy bella, pero de
caligrafía minúscula.
En el fondo, después
de haber acabado su lectura, Théodule no se consideró apenas más enterado y
hasta se sintió poco atraído por su misterio al releer esas páginas.
Trataban de la
evocación de las fuerzas oscuras, llamadas infernales, y del comercio que los
seres humanos podían llevar a cabo con esas terribles entidades.
De hecho, constituían
una crítica de los antiguos métodos revelados en el libro, rechazándolos como
ineficaces y hasta ridículos.
«Los hombres», decía
el comentarista desconocido, «no pueden alcanzar el plano donde se mueven los
ángeles caídos, y es evidente que, para estos últimos, ellos presentan tan poco
interés, que no se molestan en abandonar sus regiones para mezclarse directamente
en nuestra vida».
La palabra directamente estaba escrita en
caracteres grandes.
«Pero se debe admitir
que existe un plano intermedio que es el del Gran Nocturno».
Esto estaba escrito
en la parte baja de una de las cuartillas, y Théodule se dio cuenta, al volver
la hoja, de que la continuación, que debía de ocupar varias páginas
manuscritas, faltaba.
Las siguientes
insistían sobre las críticas anteriores, y Notte, que ya se mostraba
impresionado por ese nombre de Gran
Nocturno, buscó en ellas una explicación más amplia. No encontró sino cosas
muy confusas. Sin duda, el autor estimaba haber dicho bastante sobre ello en
las hojas perdidas.
«Es evidente que el
Gran Nocturno teme que se le descubra, porque su conocimiento constituye, para
los humanos que lo hubieran descubierto, una defensa contra él y un debilitamiento
de su propio poder».
Théodule se hizo
entonces de ello una imagen bastante sencilla que le agradó: esta criatura, si
criatura era, sería una especie de lacayo de los Grandes Poderes de las
Tinieblas, delegado, para oscuras y culpables tareas, entre los hombres.
Volvió a colocar el
libro en su sitio sin demostrar gran emoción. Sólo el recuerdo de haber
entrevisto el libro rojo entre las imágenes brumosas de una pesadilla infantil
le perturbó. Esperó algún tiempo antes de contar todo esto a Hippolyte Baes, el
cual, a su vez, hojeó el libro y se lo devolvió, diciendo que, por sesenta
francos, se encargaba de encontrar la pareja entre los libreros de viejo. En
cuanto al manuscrito, apenas pasó los ojos por él.
―Todo esto nos hace
perder un tiempo precioso para nuestra partida de damas―concluyó.
Aquella noche
comieron un buen trozo de pato asado, y monsieur Théodule atribuyó a una
digestión penosa la noche de pesadillas que siguió.
***
La verdad es que esa
noche de pesadillas empezó, no por un sueño, sino por una realidad.
Théodule, una vez
despedido a su amigo, subió a acostarse, llevando la lamparilla en la mano.
Cuando alcanzaba el descansillo del primer piso, la puerta del salón del
capitán Soudan se abrió y Notte olió un penetrante olor a cigarro.
Se detuvo,
ligeramente asustado; cualquiera otra noche hubiera bajado la escalera de
cuatro en cuatro peldaños y hasta salido a la calle.
Pero había bebido
tres vasos de whisky famoso que había
comprado a un marinero del puerto.
El licor prodigioso
proporcionó un valor desacostumbrado a su almita y entró valientemente en la
habitación oscura. Todo estaba en su sitio y apenas si aspiraba ya el olor del
cigarro. No obstante, le pareció oler otro perfume, más suave, que se expandía
por el salón: el de flores y frutas.
Se retiró después de
haber inspeccionado las dos habitaciones, y cerró con todo cuidado las puertas
antes de ganar su propia habitación.
Una vez en la cama,
experimentó un ligero vértigo; pero logró vencerlo y se durmió.
«¿De dónde vienes tú, nube...?»
Se había despertado y
estaba sentado en la cama, muy erguido. El gusto del whisky ponía mal sabor en su boca, sabor amargo y pastoso, pero su
mente estaba clara y desprovista de brumas, al parecer.
El clavecín sonaba
muy bajito, muy claro, en el silencio de la noche.
«Es mademoiselle
Sophie», se dijo.
Y su corazón palpitó
con fuerza, pero sin temor.
Oyó claramente una
puerta que golpeaba; luego, unos pasos subiendo la escalera. Eran los pasos
pesados y lentos de una persona inmensamente cansada.
«¡Es mademoiselle
Marie! Sí, sí, presiento que es ella. Pero ¡qué cansada está por haber
soportado durante tantos años la tierra que la cubría! Esa tierra que hacía floc, floc, cuando caía sobre su ataúd».
La lamparilla ardía
con llama minúscula, pero iluminaba suficientemente la puerta, que Théodule vio
abrirse con lentitud.
No había más que
sombra en la abertura y un fino rayo de luna que caía desde una ventana alta de
la fachada posterior.
Alguien andaba ahora
por la habitación, pero Théodule no lo veía, aunque estaba bastante iluminada.
La otra extremidad de
la cama crujió y comprendió que se había posado en él un gran peso.
«Es mademoiselle
Marie se dijo otra vez. No puede ser más que ella».
El peso se desplazó y
Théodule tendió la mano hacia el sitio donde veía el edredón de seda roja
hundirse.
Bruscamente todo su
ser se sumió en el terror.
Le cogieron la mano,
se la apretaron, se la estrujaron. Se trataba de algo abominable que, con furor
invisible, se arrojó sobre él.
―Mademoiselle Marie―suplicó.
La cosa retrocedió
hacia el otro extremo del lecho y allí hizo un pozo enorme en el edredón y en
las mantas.
Théodule vio
perfectamente el sitio de dos manos gigantes apoyadas sobre la cama y, a
continuación, un tronco inverosímil, sentarse en ella.
No oía nada, pero
tuvo la sensación de una respiración monstruosa a su lado.
Abajo, el clavecín
volvió a interpretar la canción en una sucesión de tonos horriblemente agudos;
luego, se calló bruscamente.
―Mademoiselle
Marie...―empezó a decir.
No pudo hablar más.
La cosa se arrojó sobre él y lo hundió en los almohadones.
De repente, Théodule
se puso a luchar con ese innominado ente que le había agarrado y, con un ademán
que le costó sus últimas fuerzas, lo arrojó lejos del lecho.
No oyó ruido ninguno
de caída; pero tuvo la sensación de que el tenebroso enemigo había sufrido una
derrota y lo lamentaba.
Gracias al rayo de
luna que se colaba por la entreabierta puerta pudo ver, al fin, algo.
Era informe y muy
negro; pero presentía perfectamente que era mademoiselle Marie quien, con
sufrimiento inaudito, se movía en un torbellino de sombra.
No obstante, la cosa
estaba recuperando fuerzas y eso también lo presentía.
Pero sabía igualmente
que, esta vez, sería vencido de mala manera en esa lucha cuyo final sería para
él peor que la muerte.
De repente, oyó un
ruido extraño, maravilloso y, a la vez, terrible: otra presencia estaba allí,
por encima de toda comprensión, espantosa.
El clavecín tocó con
tono quejoso y muy dulce. Luego, la masa negra se fundió en un humo que siguió
al rayo de luna antes de desaparecer.
Un dulzor infinito
penetró en el corazón de Théodule. El sueño volvió a él inmediatamente y le
acogió como onda salvadora.
Pero antes de
hundirse en él, en la beatitud del olvido, vio una gran sombra interponerse
entre la luz de la lamparilla y él.
Vio una inmensa
figura vuelta hacia él, tan alta, que el techo se alzó por encima de ella,
rodeando su frente de un halo de estrellas. Era más tenebrosa que la noche
misma y provista de una tristeza tan grande y tan grave que todo el ser de
Notte se estremeció de dolor.
Supo, entonces, por
una revelación misteriosa nacida en lo más profundo de su alma, que acababa de
encontrarse cara a cara con el Gran Nocturno.
***
Monsieur Théodule no
ocultaba nada a su amigo Hippolyte, y le contó todo minuciosamente.
―Un mal sueño, ¿no es
verdad? Un sueño muy extraño―dijo.
Monsieur Baes guardó
silencio.
Por primera vez en su
vida, Notte vio hacer a su viejo amigo un gesto que no pertenecía a la norma
corriente de los días.
El viejecillo subió
al piso, cerró la puerta del salón del capitán Soudan y se metió la llave en el
bolsillo.
―¡Te prohíbo que
vuelvas a entrar allí!―dijo.
Monsieur Théodule
tardó tres semanas en construir una llave falsa que le abriese de nuevo la
puerta prohibida.
IV
Mademoiselle Pauline
Bulus pasó una piel de ante ambarina por encima del mármol de la chimenea, el
archivo de cajas y la cara de algunos bibelots
de porcelana y de imitación de Sèvres, aunque no tenían ni una mota de polvo
para hacerlo.
Por un momento, se
preguntó si no haría bien en sustituir las mustias margaritas por algunos
crisantemos del tiempo, pero la idea de llenar de agua los altos y finos
jarrones de porfirio blanco, que se alzaban a ambos lados de la chimenea, le
hizo temblar.
El espejo le
devolvió, a la suave claridad de la lámpara, una imagen que le era poco
familiar. Se había hecho ondular el cabello canoso y puesto un rosetón de
polvos rosas en las mejillas.
De ordinario, llevaba
una larga bata de grueso paño color castaño que se asemejaba a un hábito
monjil; pero, esta tarde, la había reemplazado por un ligero peinador de seda
estampada con florecillas purpúreas. Una bandeja de laca de China ocupaba el
centro de una mesa cubierta con un mantel bordado en grandes flores.
―Kummel...,
anisete..., coñac...―murmuró a media voz, mirando a través las facetas de los
tres frasquitos panzudos.
Tras un minuto de
duda, sacó del aparador una caja de hojalata, de la que se desprendió un olor a
vainilla.
―Barquillos rellenos...,
almendrucos..., paciencias―enumeró con aspecto de gata golosa―. Aún no hace
mucho frío. Además, las gruesas velas de la lámpara dan bastante calor.
Un ruido de pasos
nacía en la silenciosa calle. Con precaución, Pauline Bulus levantó con un dedo
la pesada cortina de tapicería.
―No es él... Me
pregunto...
De vivir sola en su
casita de la calle Blanchisseurs, había tomado la costumbre de hablar consigo
misma o de dirigirse a todas las cosas familiares que la rodeaban.
―¿Sería este un gran
cambio para bien en mi vida?
Se dirigía ahora a
una figura de barro cocido que tapaba el fondo amarillo claro del papel que
tapizaba la pared. Era una cara gorda, tonta y sonriente, que el modelador
había titulado «Eulalia».
La pregunta no turbó
la serenidad de la máscara de piedra.
―¡No sé, en verdad, a
quién pedir consejo!
Se inclinó hacia las
colgaduras, pero no oyó más que el fuerte viento barrer las primeras hojas
secas del otoño a lo largo de la acera.
―¡Claro que aún no es
la hora!...
A Pauline le pareció
que una sombra de ironía cruzaba por la gorda cara de Eulalia.
―¡No puede venir
hasta que sea completamente de noche! ¿Comprendes, querida?... ¿Qué dirían los
vecinos?... ¡En un dos por tres, mi reputación quedaría por los suelos!
Apoyando una mano
temblona sobre su escuálido pecho, murmuró:
―Es la primera vez
que permito que un hombre me visite. ¡Y por la noche, además! ¡Cuando la
mayoría de las personas duermen! Señor, ¿soy mala?... ¿Voy a caer en el más
odioso de los pecados?
Su mirada se fijaba
en la llama redonda de la lámpara.
―Es un secreto... No
hubiera debido hablar de él a nadie... ¡Ah!
No había oído el
ruido de pasos, pero la trampilla del buzón de cartas había emitido un ligero
picotazo. Abrió la puerta del salón para alumbrar un poco el tenebroso
vestíbulo.
―¿Es usted?...―murmuró
en un soplo, entreabriendo la puerta―. Pase.
Su fina y temblorosa
mano señaló un sillón, los frascos y los dulces.
―Kummel, anisete,
coñac, barquillos rellenos, almendrucos, paciencias...
No hubo más que un
golpe sordo, apagado, enorme.
Una mano firme volvió
a su sitio los licores y la caja de galletas; luego, bajo la lámpara antes que
un soplo breve se apagara.
En la oscura calle,
el viento era más fuerte y atacaba con frenesí a las contraventanas mal ajustadas
de las casas viejas.
―¡Je, je!... Nada de
gritos..., nada de sangre en el peinador estampado con flores... ¡Je, je!...
Sin embargo, recuerdo... Pero era falso, archifalso... Nada de gritos..., nada
de sangre... ¡Je, je!
El viento se llevó
hacia el río estas palabras extrañas.
Era un miércoles por
la noche, día en que monsieur Théodule Notte no recibía la visita de Hippolyte
Baes. En el salón del capitán Soudan, se hallaba sentado en el sillón, junto al
armario del clavecín. Lentamente, volvía las páginas del libro rojo.
―Pues bien―murmuró―,
pues bien...
Parecía que esperaba
algo, pero nada sucedía.
―¿Valía la pena?―se
preguntó.
Y su boca se plegó
amargamente.
Regresó al comedor
para fumar su pipa y leer bajo la lámpara uno de sus libros favoritos: Las aventuras de Telémaco.
***
―Dos crímenes en
menos de quince días―gimió el comisario de policía Sanders, paseando nervioso
por su despacho de la calle Ursulines.
Su secretario, el
gordo Porthals, firmó un largo informe.
―La asistenta de
mademoiselle Bulus afirma que nada ha desaparecido de la casa, ni siquiera un
alfiler. La señorita no tenía amistad con ningún vecino ni recibía a nadie. Por
otra parte, no hay ningún rastro de intrusión... ni de nada. ¡Me pregunto si
será crimen!
El comisario le lanzó
una mirada furiosa.
―Se hundió ella misma
el cráneo, ¿no?... De un simple golpetazo contra la pared, ¿eh?
Porthals se encogió
de hombros y continuó:
―En cuanto a ese
pobre Meyer, tampoco se sabe qué pensar. Su cadáver fue retirado de la
alcantarilla del Molino, en Foulons. Las ratas le habían destrozado
terriblemente la cara.
―Podría hablar usted
con más delicadeza―le corrigió el comisario―. ¡Pobre Jérôme! ¡No tenía más que
amigos! ¡La garganta abierta, y cómo! ¡Ah, la bestia que ha hecho eso no tiene
entrañas!; ¡puaf!
―¿Va a detenerse a alguien?―preguntó
el secretario.
―¿A quién?―ladró el
comisario―. Consulte el periódico, la columna de los recién nacidos, y elija
entre ellos, si gusta.
Pegó el enrojecido
rostro contra el cristal de la ventana y saludó con un ligero movimiento de cabeza
a monsieur Notte que pasaba por la calle.
―¡Tenga! ¡Póngale las
esposas a ese idiota de Théodule!―exclamó.
Porthals estalló en
una carcajada ruidosa.
Monsieur Notte cruzó
la plaza del Gros Sablon, echó una mirada amistosa a la alta bomba y se metió por
la calle Roitelet.
Al llegar delante del
hotel Minus su corazón se sobresaltó.
Durante un breve
segundo, vio una puerta de cobre rojo y las palabras brillantes: Taverne de l’Alpha. Pero, cuando se
acercó, no encontró más que las sucias fachadas de siempre.
Mientras que
atravesaba la antigua calle de Peignes, vio una puerta abierta sobre un
jardincillo pobre, donde una mujer alta y delgada daba de comer a unos pollitos
esqueléticos. Se entretuvo un momento en mirarla y, cuando ella alzó los ojos,
la saludó. La mujer pareció no conocerle y no le devolvió la cortesía.
―Me pregunto―decía
Théodule―dónde puedo haberla visto, porque, a fin de cuentas, yo la he visto en
alguna parte, de eso no hay duda.
Siguiendo a lo largo
del parapeto de piedra del puente de Lait Tourné, se dio un golpazo en la
frente con la mano:
―¡Sainte-Pulchérie!―exclamó―.
¡Ah! ¡Cómo se parece a la santa del cuadro!...
Había cerrado la
tienda aquel día y se daba prisa en volver a encontrar el Ham familiar.
«Esta noche cenaremos
pollo con vino―se dijo―, y monsieur Hippolyte podrá traer uno o dos panes de
salchichas que he mandado a cocer a casa del panadero Lambretchs».
***
Pulchérie Meire dejó
con disgusto el plato donde se enfriaba un caldo de cebollas poco apetitoso.
―¡Las once!―gruñó―. Vamos
a ver si puedo ganar todavía unos céntimos.
De once a una de la
mañana se ponía a la puerta de los cafés que cerraban tarde para presentar a
los últimos clientes su grotesca pacotilla de galletas crujientes, huevos duros
y habas fritas.
En otra época había
sido una muchacha muy bonita, muy solicitada por los hombres, pero aquellos años
felices huyeron muy pronto.
Su asombro fue grande
cuando, al abandonar la oscura calle Epingles, vio una sombra ponerse a su
paso.
―¿Puedo ofrecerle..?―vaciló
una voz en la sombra.
Pulchérie se detuvo y
señaló las ventanas rosadas de una taberna próxima.
―No, no―protestó el
hombre―. En su casa, si no le importa.
Pulchérie se echó a
reír al decirse que, según el proverbio, de noche todos los gatos son pardos.
―Si eso no me hace
perder la ganancia de esta noche...―dijo―. Yo hago a veces más de cien francos.
Por toda respuesta el
hombre hizo sonar algunas monedas de plata en su bolsillo.
―Bueno―aceptó
Pulchérie―. Abandono el trabajo por una noche... En mi casa tengo cerveza y
ginebra.
Caminaron juntos por
la plaza del Marché completamente desierta y fue Pulchérie quien hizo todo el
gasto de conversación.
―La vida es dura para
una mujer sola. He estado casada; pero mi marido me abandonó por una puerca que
hace las ferias por las provincias. Si recibo a alguien en mi casa, tengo
derecho a ello, ¿no es verdad?
―¡Muy cierto!―respondió
el hombre.
―Pero no puedo
tenerle hasta mañana..., por los vecinos, que son muy malos.
―¡Comprendido!
La mujer abrió la
puerta del jardincillo y le cogió la mano.
―Déjeme que le guíe.
Tenga cuidado, hay dos escalones...
La cocina donde
introdujo al visitante nocturno era pobre pero muy limpia; las baldosas rojas
brillaban y, en la alcoba, la cama revelaba atrayentes blancuras.
―Está todo muy
limpio, ¿eh?―exclamó ella con orgullo.
Luego se volvió hacia
él, socarrona cuando menos.
―Así, pues, acosa a
las damas en la calle, ¿eh, malvadito?
El hombre gruñó, con la
cara vuelta hacia la puerta.
―¿Cerveza o ginebra?
―¡Cerveza!
―Bueno. Yo bebo de lo
que gotea.
Se dirigió a un
armario de muñeca y retiró un caneco de barro azul. En un rincón, cubierto de
un trapo húmedo, un barril dejaba caer a pequeños ruidos gotas de cerveza en un
grueso cuenco de escayola.
―Es cerveza de Duyckers―anunció
la mujer―. ¡Le debería gustar esta!
―La bebo algunas
veces―gruñó el hombre.
Bebieron.
La mujer había
encendido una lámpara de cristal con mecha lisa que apenas alumbraba la mesa y
los vasos.
―Está usted bien
instalada aquí―dijo el hombre, cortés.
Pulchérie Meire era
sensible a las atenciones y al civismo masculino, del que estaba falta desde
hacía mucho tiempo.
―Para ser pequeña, mi
casa no es menos que otras. El viejo Minus la separó de su propia mansión, no
se sabe por qué, y la alquiló.
―Minus...―repitió el
huésped de medianoche.
―Sí, ese viejo barón
de la calle Roitelet. Si se hiciese un agujero en esta pared, se entraría de
golpe en sus cocinas.
Se rió de buena gana.
―Apuesto que allí se
encontraría menos de beber y de comer que aquí.
Volvió al barril y
dejó correr la cerveza desde lo alto para que hiciera espuma en el vaso. Al
agacharse, su gruesa echarpe de lana
azul se desenrolló.
De pronto, la corbata
se cerró, se cerró...
Pulchérie Meire
suspiró profundamente. No era muy fuerte, y casi sin resistencia se deslizó al
suelo.
Tiraron la lámpara, y
la llama verdosa corrió a lo largo del petróleo vertido.
Una puerta se cerró,
chirriando sobre sus goznes. En el jardín, una gallina, turbada en su sueño, se
despertó y cacareó ligeramente.
En la sombra, dos
gatos se enfrentaron lanzándose asustadizos gritos de guerra.
El reloj de Beffroi
dio las doce campanadas de la medianoche en el momento en que el sereno Dierick
tocaba la trompeta de alarma al ver altas llamas elevarse por encima de los
tejados de la vieja calle de Peignes.
―Ya hasta las
desgracias nos siguen a nuestra inmediata vecindad―lloriqueó el comisario
Sanders―. ¡Un incendio y un cadáver! Me pregunto...
―Si no es un doble
delito―acabó Porthals―. Es posible. Todas las cosas se hacen en tres tiempos, a
creer la moral de los marineros; pero lo que queda de Pulchérie Meire no es
suficiente para probarlo. Es inútil que nos metamos en un caso más.
―Es lo que yo digo―aprobó
Sanders, con voz lastimera―. Pero se lo repito, Porthals: en el ambiente hay
algo dañino, como en los tiempos de epidemia.
El sereno Dierick,
que estaba de plantón, pasó su cabeza de bellota por la abertura de la puerta.
―¡El doctor Santherix
está aquí, y quiere verle, señor!
Sanders suspiró.
―Si hay algo que
repique en el caso de Pulchérie Meire, será ese condenado de Santherix quien lo
descubrirá.
Y, en efecto, el
doctor había encontrado algo.
―Llevo mi informe al
procurador del rey―declaró―. Pulchérie Meire fue estrangulada.
―¡Bah!―protestó
Porthals―. Si de ella quedaban solamente algunas cenizas grasientas.
―Vértebras del cuello
rotas―respondió el médico―. La cuerda de la horca no lo hubiera hecho mejor.
―¡Tres!―suspiró
Sanders―. ¡Y que no me encuentre en víspera de retirada!...
Con letra fina y
apretada, se puso a rellenar largas páginas de papel cuadriculado que iba
pasando a su ayudante. Un agente trajo lámparas y, cuando las ventanas del café
del Miroir se alumbraron, los dos policías continuaban aún ennegreciendo
páginas.
―¡Se acabó la buena
vida!―maulló Sanders, frotándose las manos, que se le quedaban heladas.
―Si yo tuviese en mis
manos al hijo de perra que nos ha jugado semejante faena―añadió Porthals―,
sería capaz de robar el puesto al verdugo.
V
Monsieur Théodule
quedó algún tiempo a la escucha de los ruidos de la calle. Los pasos de
monsieur Baes se acallaron, y solamente el golpeteo de su bastón a lo largo del
borde de la acera se oía aún. Se oyeron por espacio de algunos segundos más.
Ya en la habitación
del capitán Soudan, encendió todas las velas de los candelabros y se instaló en
la butaca.
El libro rojo estaba
sobre la mesa, al alcance de su mano, y Notte la puso sobre él con toda
solemnidad.
―O yo he comprendido
mal tu ciencia o he llenado todas las condiciones, ¡y me debes lo que me debes!―dijo
con cierto énfasis.
Miró a su alrededor,
esperando algo.
Pero la puerta no se
abrió y las llamas de las velas continuaron rectas. Ningún desplazamiento de aire,
ningún viento, las movía.
Théodule retiró la mano
y se la llevó a la frente.
―Para un hombre que,
en el colegio, no comprendía nada sobre el problema de los corredores, tiene
que ser muy difícil comprender lo que hagas para mí, ¡oh extraño libro rojo!, y
más difícil aún para..., actuar según tu terrible voluntad.
Gotas de sudor
perlaban sus sienes.
―Obedecer al
Destino..., todo estriba en eso, diría Hippolyte. Pero eso no me explica nada.
Ahora bien: ese destino me parece que está encerrado en aquella jornada del
ocho de octubre. Mi vida se detuvo allí de alguna forma; su marcha fue
bloqueada ese día como un freno potente detiene un coche. ¿Qué o quién quitará
ese freno?
Continuó
lamentándose, dirigiendo una mirada de reproche al libro rojo.
―¿Me habrás mentido,
libro sabio?
Se sobresaltó.
Nada había sucedido,
nada se había movido en la habitación, pero él se puso en pie y se dirigió de
prisa hacia la puerta, empujado por una fuerza que se revelaba fuera de sí
mismo.
―No he pedido nada―soliloquió,
mientras bajaba la escalera―; pero alguien sabe lo que yo deseo verdaderamente,
cuál es el único fin de mi vida. ¿Voy a saberlo hoy?
El Ham estaba
desierto cuando subió por él hacia la parte alta de la ciudad. El puente de
Lait Tourné sonó bajo sus pisadas y, al cruzar la explanada de Saint-Jacques no
vio ya ninguna luz en los cafés.
«Debe de ser muy
tarde―se dijo.»
No experimentó
ninguna extrañeza al ver una ancha franja de luz que agujereaba las tinieblas
de la calle Roitelet.
Respiró profundamente
y una repentina fiebre se apoderó de él.
―¡Por fin..., ahí
está..., la Taverne de l’Alpha!
Empujó la puerta y
volvió a ver los divanes bajos, el monstruoso ídolo de piedra y las vidrieras,
tras las cuales palpitaba la misteriosa claridad.
―¡Roméone!―gritó.
Sin que la viese
llegar la encontró a su lado.
―Aquí está―dijo
Théodule―. Ahora sé lo que he deseado toda mi vida.
Ella fijó una larga
mirada sobre él. Luego murmuró en voz baja:
―¡Ah! ¡Qué dulce
sería para mí vivir ahora!
―¿Vivir?
Se apretó contra él y
Théodule sintió que le invadía un gran frío.
―¡Hace tantos años
que estoy muerta, pequeño!
Théodule gritó de
terror; pero, al mismo tiempo, le invadió una terrible alegría.
―Roméone..., sí, te
reconozco perfectamente; sin embargo, encuentro a alguien más en ti.
Un brazo suave y
robusto le rodeó. Se sintió atraído sobre un cuerpo firme, pero frío.
―¡Mademoiselle Marie!
―Si así lo
quieres...―respondió ella―. Un día te darás cuenta, tal vez, que, para ser
extraña y terrible, la verdad es sencilla: Hubo
años entre nosotros, ya no los hay... ¡Ven!
Tras las vidrieras,
la claridad enloqueció repentinamente. Théodule la señaló con el dedo, pero
Roméone le apartó vivamente la mano.
―¡No, no! ¡Haz como
si no estuviera ahí!
―¿Qué hay detrás?―preguntó.
La mujer hizo un
gesto de espanto.
―Siempre habrá tiempo
de saberlo, pequeño, cuando no tenga más remedio que volver allí y tú
también...
Puso sus labios sobre
los de él para evitar una pregunta.
―Hace tantos años que
te he besado así...―dijo febril―. ¿Te das cuenta ahora de quién soy?
―¡Oh, sí! Roméone...
No, mademoiselle Marie. ¡Te he amado! ¡Ahora ya sé cuál era mi destino: amarte!
Por eso he obedecido al libro; he solicitado la ayuda del... Gran Nocturno.
La mujer lanzó un
grito espantoso.
―¿Y me has arrancado
de la tumba por eso?
Théodule trató de
separarse un poco de ella.
―El pasado... Yo soy
el hombre que sólo ha vivido para él..., que he consagrado mi tiempo a mi
recuerdo. Comprendo. ¡Me vuelven a él!
***
Tres días más tarde,
el comisario Sanders comenzó un nuevo informe que su ayudante releyó, retocó y
del que hizo tres copias. La apostilla que se le añadió decía:
Desaparición del llamado Théodule Notte
El pobre Sanders se
hubiera hundido en la más negra demencia si hubiese podido ver que, a aquella
hora, el llamado Théodule Notte fumaba beatíficamente su pipa delante de la
gran bomba del Gros Sablon, a treinta pasos de la Comisaría.
Dos horas después, se
cruzaba con él delante de las ventanas iluminadas del café del Miroir, y, hacia
medianoche, doblaba, al mismo tiempo que él, la esquina de la calle Roitelet para
dirigirse a la Taverne de l’Alpha.
Claro que esta
taberna no existía para Sanders ni para los demás, porque se situaba fuera del
tiempo del buen comisario y de sus conciudadanos, así como la propia vida de
monsieur Notte.
Ni Sanders ni los
otros estaban iniciados en los misterios del libro rojo, y el Gran Nocturno no
se preocupaba de ellos.
Esta vida de Théodule
Notte no se parecía en nada a un sueño. El bello cuadro de la taberna y el
ardiente amor de Roméone o de mademoiselle Marie eran suficientes para hacerla
tangible y bella.
―¿No quieres volver a
ver a «los otros»?―preguntó un día la mujer amada.
Théodule tardó algún
tiempo en comprender lo que quería decirle.
Era un hermoso
domingo por la tarde, un poco frío, pero claro y agradable.
Abandonaron la
taberna y descendieron por la calle del Roitelet. La plaza de Saint-Jacques
estaba llena de gente, porque habían levantado en ella un quiosco donde una
banda tocaba a bombos y platillos.
Pasaron a través de
la muchedumbre, invisibles para ella, puesto que se movían fuera de su tiempo.
En el momento en que
atravesaban el puente y vieron la profundidad soleada del Ham abrirse ante
ellos, monsieur Notte se estremeció.
―¿Vamos..., a mi
casa?―preguntó.
―Sin duda alguna―respondió
mademoiselle Marie, presionándole con cariño el brazo.
―¿Y...?―empezó a decir,
con un poco de angustia.
Ella se encogió de
hombros y lo arrastró.
Cuando empujaron la
puerta de la tienda, oyó una apagada canción procedente del piso:
¿De dónde vienes, hermosa nube... empujada por el
viento...?
Apenas si se asombró
de encontrar, en el salón del capitán Soudan, a mademoiselle Sophie, instalada
delante del clavecín, ni de volver a su madre, bordando espantosas zapatillas
amarillas, ni de sentarse al lado de su padre, que fumaba una larga pipa de
Holanda.
Nada en esta reunión
dominical hacía pensar que treinta años de sepultura había separado a esos
seres.
No hubo ninguna frase
de saludo ni nadie se extrañó de ver a Théodule viejo, con más de cincuenta
años, al lado de mademoiselle Marie.
Théodule vio que su
amiga llevaba un grueso traje de lana bordado con azabache, y no la fina tela
de seda, bordada en plata, que llevaba Roméone al salir de la Taverne de
l’Alpha.
Pero él aceptó todo
esto como perteneciente a las cosas normales.
Cenaron con muy buen
apetito y Théodule volvió a saborear con placer una salsa con vino y otros
platos cuyo secreto había guardado siempre celosamente su madre.
―¡Vamos,
Jean-Baptiste!... No se aprende nada bueno en los libros.
Así reprendía suavemente
mamá Notte a su marido, que se había atrevido a echar una mirada de soslayo
hacia la biblioteca.
Se separaron cuando
acabó la noche. Théodule y mademoiselle Marie regresaron a la Taverne de l’Alpha.
―¡Vaya!―exclamó de
pronto―. No hemos visto al capitán Soudan.
Su compañera se
sobresaltó.
―No hables de él―suplicó―.
¡Por nuestro amor, no hables jamás de él!
Théodule la miró con
curiosidad.
―¡Jé, jé!―exclamó―.
Sea... No te preocupes.
Luego, sus ideas se
bifurcaron.
―Me parece que todo
lo que mamá y papá han dicho, lo habían dicho ya; que yo ya había oído el
concierto de la plaza de Saint-Jacques y hasta recuerdo haber comido...
Su compañera le interrumpió
con alguna impaciencia.
―Evidentemente...
Esas no son más que imágenes pasadas entre las cuales estás errando ahora.
―Entonces, ¿papá y
mamá Notte y mademoiselle Sophie continúan... realmente muertos?
―Claro que sí...
―¿Y tú?
―¿Yo?
Dijo esa palabra
envuelta en un grito tembloroso de horror.
―¿Yo? Tú me has
arrancado de la muerte para que sea tu propiedad, tu...
Por un momento, él
creyó ver algo que cambiaba en ella. Entrevió algo negro, monstruoso y espantosamente
hostil; pero fue tan breve que pudo sospechar que se trataba de un juego de
sombras, porque, en ese segundo, las finas llamas de las velas vacilaban en el
viento de la tarde que se colaba por una ventana abierta.
―Nunca he deseado
nada más que esto―dijo con simplicidad―, pero no llegué a fijar este deseo ni a
expresarlo.
No fue ya cuestión
entre ellos este extraño y doloroso intermedio. Vivían días tranquilos y
gozosos, sin abandonar para nada la taberna, y monsieur Théodule no pensó en
regresar más al Ham para moverse allí entre imágenes.
Una noche se despertó
y tendió la mano hacia la almohada donde debía reposar la cabeza de su amiga.
El sitio estaba vacío
y helado.
Llamó y, al no
recibir respuesta alguna, abandonó el dormitorio.
La casa le pareció
extraordinariamente desconocida y tuvo la sensación de hundirse en un mundo de
ensueño, irreal y esfumado...
Subió escaleras, bajó
otras, atravesó habitaciones bañadas en claridades pobres y siniestras.
Sin embargo, volvió a
encontrar la suya, con la cama vacía.
Se le crispó el
corazón. Un sentimiento nuevo y desgarrador acababa de nacer en lo más profundo
de su ser.
«Se ha marchado... Ha
ido a su encuentro... Lo sé, porque
tengo la prueba de ello en las cartas que encontré en el secrétaire de Boule».
Se lanzó a la calle
como un nadador al mar, y recorrió a grandes zancadas la plaza de
Saint-Jacques, pasó los dos puentes y se hundió en la espesa sombra del Ham.
Un rayo de luna se
agarraba a la gruesa bobina de hierro de la mercería y Théodule observó durante
un rato la fachada. La claridad lunar cambiaba los escasos fulgores interiores
que él creía ver por entre las aberturas de los estores.
―¡Ah!―gruñó de pronto―.
Él está en mi dormitorio. Él ha encendido las velas. ¡Él lee en su infame libro rojo y ella está al lado de él!
Su llave abrió la
puerta de la tienda, cuyos cerrojos no habían sido corridos.
En cuanto alcanzó los
primeros peldaños de la escalera llegó a su nariz el olor del cigarro.
Anduvo sin dificultad
en la oscuridad, ayudado por un poco de luna que se filtraba por una claraboya
de los pisos superiores. En el primer piso, una raya de luz subrayaba la parte
de una puerta.
Théodule se lanzó al
interior de la habitación.
Seis velas ardían en
los altos candelabros de cobre y un poco de brasa enrojecía aún el hogar de la
chimenea.
―¡Ah!―exclamó una voz
ronca―. ¡Es usted!
El viejo capitán
Soudan, sentado en la butaca Voltaire, levantó hacia él una cabeza calva y dejó
el libro sobre la mesa.
―¿Dónde está ella?―gruñó
Théodule.
El anciano le miró fijamente,
pero no respondió.
―Me lo va usted a
decir... No me la quitará más... He hecho todo lo que me ha aconsejado su
asqueroso libro y la quiero, ¿me oye
usted?
Por la vidriosa
mirada del capitán pasó un ligero fulgor.
―¿Se marchó?―preguntó
con una voz espantosamente profunda―. Sí…, sí. Le bastó un rayo de luna para
huir. Por tanto, se marchó...
Volvió a coger el
libro rojo.
―¡Deje su infame
libraco y respóndame!―gritó Théodule―. Quiero saber en dónde está.
―¿En dónde está?...
¿De veras?... Esa es la cuestión: ¿en dónde está?
Una enorme sombra
parpadeó en la pared de enfrente y Notte vio que las tres velas de uno de los
candelabros acababan de apagarse a la vez. Por las aberturas de los estores era
visible el rayo de luna, el cual se deslizó hasta la butaca del capitán.
Théodule avanzó hacia
él, con las manos amenazadoras.
―Le odio―gruñó―. Me
la quitó usted en mi juventud y quiere volver a robármela ahora.
Las manos estaban a
la altura de los hombros del viejo, que permanecía inmóvil, hundido en los
almohadones de su asiento.
Las llamas de otras
tres velas se desvanecieron, como si las hubieran soplado bruscamente; pero los
rayos de la luna dibujaban claramente la forma agazapada del capitán sobre la
pantalla de tinieblas.
―Voy a matarle,
Soudan―murmuró Théodule.
Agarró algo frío y
fofo, oyó un estertor y una risita. Después notó sus dedos cerrarse sobre el
vacío.
―¡Muerto!―gritó―. ¡Ya
no me la quitará más!
De repente, las
contraventanas golpearon, se abrieron de par en par y una amplia claridad lunar
invadió el salón.
Théodule dio un grito
de espanto: una masa brumosa se movía en la habitación y rodaba hacia él con
una ferocidad que él adivinaba más que veía.
Por la verde claridad
vio pasar manos fantasmales y gigantescas, mientras se precisaba un rostro terrible.
―¡Mademoiselle Marie!―sollozó,
recordando la pesadilla de una noche lejana.
La cosa innominada
fue hacia él, ahogándole, aplastándole, soplándole a la cara un espantoso
aliento de sepultura.
Y la pesadilla se
desarrolló de la misma forma que aquella otra noche: la monstruosa bruma
retrocedió y huyó, dejando trazos fuliginosos a lo largo de los rayos lunares.
Durante un segundo,
Théodule entrevió la inmensa y seria cara suspendida en el cielo, entre las
estrellas. Luego se achicó y se acercó a la ventana a una velocidad increíble.
Las velas se encendieron, las contraventanas golpearon al cerrarse de nuevo, y
Théodule volvió a verse en el salón, con los ojos fijos en una butaca vacía.
Pero, ante el fuego
que agonizaba, se hallaba en pie, mirándole con una sonrisa un poco triste,
monsieur Hippolyte Baes.
***
―¡Hippolyte!―exclamó.
No había visto a su
antiguo amigo desde que siguiera el destino que le había marcado el libro rojo.
Monsieur Baes
continuaba llevando su levita veronesa, y su bastón con contera de metal lo
tenía colgado del brazo.
De golpe, lo alzó y,
con la punta, señaló la butaca.
―¿Ya no lo ves?
―¿A quién?... ¿Al
capitán Soudan?
Hippolyte Baes se rió
burlón por espacio de unos segundos.
―Un asqueroso
demonio... Allá se hacía llamar
Tegrath. Se vanagloriaba de ser el demonio de los libros y es el único que ha
quedado sobre la tierra.
―Un demonio..., un
demonio―balbuceó Théodule, sin comprender.
Su compañero le miró
con ternura.
―Mi pobre amigo, el
tiempo apremia y no podré hacer ya mucho por ti. Tú has suprimido radicalmente
todo lo que le quedaba de vida terrestre al apretar el cuello de esa porquería
que el infierno había dejado en la tierra. Pero, al hacerlo, te has colocado en
otro plano del tiempo que no podrá ya acogerte...
Théodule se apretó
las sienes con las manos.
―¿Qué me ha
sucedido?... ¿Qué he hecho, pues?
Hippolyte puso la mano
sobre el hombro de su amigo.
―Voy a decirte algo
que va a causarte mucho dolor, pobre amigo mío. El capitán Soudan... no,
Tegrath, era... tu padre... Por tanto, tú...
Théodule dio un grito
de horror y de desesperación.
―Mamá... Entonces,
yo... el hijo de una...
Hippolyte le cerró la
boca.
―Ven―dijo―. Ya es
hora...
Théodule volvió al
Ham, a los dos puentes, a la plaza de Saint-Jacques, pero los espacios que veía
no eran ya tan solitarios, le parecía a él. Veía por todas partes sombras y oía
confusos rumores.
Había luz en la
Taverne de l’Alpha en el momento en que Hippolyte empujó la puerta.
―¡Atención! Hoy ella
existe para todo el mundo...―dijo.
Prestó oído atento a
los ruidos lejanos de las calles.
―Un hombre, nacido de
Dios, fue el Redentor de los hombres―murmuró―. Ahora bien..., un espíritu de la
noche, copiando ese gesto de amor y de luz, hizo nacer un hombre...
Miró a Théodule con un
poco de afectuoso desprecio.
―Hizo de él el más
triste y el más lamentable de los hombres.
―Yo―dijo Théodule―.
Triste y lamentable..., ¡oh, sí!
Miró el decorado
caliente y familiar de la solitaria taberna.
―Todo el mundo me ha
traicionado―suspiró―, y... sin haberme querido.
―¡Sí!
Era un grito sordo
que había vibrado en el aire.
―Roméone...
¡Mademoiselle Marie!―exclamó Théodule, y un fulgor de alegría apareció en sus
ojos.
Pero Hippolyte Baes
negó con la cabeza.
―Alguien se preocupó
de tu gran miseria, amigo mío. Pero no podía hacer nada contra el destino que
debía ser el tuyo. Sin embargo, anduvo a tu lado, defendiéndote contra los
atroces entes de la pesadilla. Trató de detener las horas y de verte hundido en
el pasado, a ti, para quien el porvenir no reservaba más que el último de los
espantos...
―¡Hippolyte!―exclamó
Notte―. Como el día en que caí enfermo, no comprendo nada de esto..., ni a ti
mismo.
Baes se volvió de
repente hacia la puerta.
―Hay hombres que
andan por la calle―murmuró.
Luego, continuando su
discurso, dijo:
―Él te seguirá allí
donde debes ir, aunque, tal vez, él se haya traicionado a sí mismo...
Théodule se dio
cuenta que su amigo hablaba más para sí mismo que en dirección a él.
De golpe, la claridad
se hizo en su alma.
―¡El Gran Nocturno!―exclamó.
Baes sonrió y le
cogió la mano.
―¡Jé, jé!―se rió
burlona una voz a su espalda.
Hippolyte se volvió
hacia el pequeño buda.
―¡Cállate, monstruo!―ordenó.
―Me callo―dijo la
voz.
La calle se llenaba
de ruidos confusos.
Théodule Notte tenía
los ojos fijos en las vidrieras de las paredes, tras las cuales el fulgor
empezó a vacilar.
Se llevó la mano al
corazón.
―Hippolyte, veo...
Pauline Bulus está caída sobre un lado, con el cráneo destrozado... Las ratas
de la alcantarilla roen el rostro del pobre Jérôme Meyer... La mujer Maire arde
dentro de su casa en llamas... ¡Ah! Me hacía falta matar tres veces, según la
ley del libro rojo.
De pronto, las
ventanas y el cuadrado de cristal de la puerta volaron hechos añicos, y una
lluvia de piedras se abatió en el interior de la taberna.
―¡La lluvia de
piedras!―exclamó Théodule―El destino se ha cumplido. Así, pues, en aquella
espantosa jornada del ocho de octubre, yo
viví toda mi vida.
Una muchedumbre
abigarrada rugía ahora en la oscuridad de la calle. Linternas y antorchas
iluminaban los rostros retorcidos por el odio.
―¡A muerte el
asesino!
Tras uno de los
cristales rotos, el rostro lívido del comisario Sanders se hizo presente.
―¡Théodule Notte,
dése preso!
Hippolyte Baes tendió
la mano y un silencio extraño reinó. Théodule le miró con estupor.
El anciano acababa de
agarrar el buda de piedra y lanzarlo contra las vidrieras, que se desvanecieron
como el humo.
Théodule vio abrirse
ante él una senda tenebrosa, como horadada en una humareda inmóvil y que
terminaba en una perspectiva lejana, en medio de un rugido alocado,
indescriptible.
―Fue preciso huir por
allí―dijo dulcemente Hippolyte Baes.
―¿Quién..., quién
eres tú?―preguntó Théodule.
La muchedumbre,
lanzando gritos de rabia, invadió la Taverne de l’Alpha, pero Théodule no la
veía ni la oía ya. Sus pies pisoteaban un terciopelo negro muy suave.
―¿Quién eres tú?―preguntó
otra vez.
Hippolyte Baes ya no
estaba a su lado, sino una forma inmensa, cuya frente formidable estaba aureolada
de nubes.
―¡El Gran Nocturno!―suspiró
Théodule.
―Ven―dijo una voz
amiga, que parecía descender de inmensas altitudes, pero que Théodule reconoció
como la que se alzaba junto a él durante las agradables cenas y las tranquilas
partidas de damas.
―Ven... Hasta en el más allá hay niños prodigios.
El corazón de
Théodule Notte estaba en paz, y el ruido del mundo, que abandonaba para
siempre, llegaba hasta él como el suspiro de un último soplo de brisa en los
altos álamos, enhiestos en la paz dichosa de una hermosa tarde.
Título original: « Le grand nocturne », 1942. Traducción de
Salvador Bordoy Luque.