martes, 9 de octubre de 2012

La vida privada. Henry James.



I

Hablábamos de Londres, cara a cara con un gran glaciar enhiesto y prístino. La hora y el escenario constituían una de esas impresiones que compensan un poco, en Suiza, de la moderna indignidad de viajar: las promiscuidades y vulgaridades, la estación y el hotel, la paciencia gregaria, la lucha por una pizca de atención, la reducción a la condición de simple número. El valle alto era rosado por la montaña rosa, el aire frío tan puro como si el .mundo fuera joven. Había un ligero arrebol vespertino en las nieves intactas, y el tintineo confraternizante del ganado oculto a la vista nos llegaba con un olor de siega caldeado por el sol. La hostería con balcones se alzaba en la garganta misma del paso más bonito del Oberland, y durante una semana habíamos tenido compañía y buen tiempo. Eso se consideraba una gran suerte, porque lo uno habría compensado por lo otro, si cualquiera de las dos cosas hubiese sido mala.
El buen tiempo, indudablemente, habría compensado de la compañía; pero no estuvo sujeto a ese tributo, porque por feliz azar teníamos a la fleur des pois [1]: Lord y Lady Mellifont, Clare Vawdrey [2], la más grande (en opinión de muchos) de nuestras glorias literarias, y Blanche Adney, la más grande (en opinión de todos) de las teatrales.
Las menciono en primer lugar porque eran precisamente las personas a quienes en Londres en aquella época la gente trataba de «conseguir». La gente procuraba «reservarlos» con seis semanas de antelación, sin embargo en esta ocasión habíamos coincidido con ellos, habíamos coincidido todos, sin el menor enchufismo. Un lance del juego nos había reunido, a finales de agosto, y reconocimos nuestra suerte quedándonos así, bajo la protección del barómetro. Cuando se acabaran los días dorados —eso ocurriría muy pronto—, bajaríamos por lados opuestos del paso y desapareceríamos tras la cumbre de las alturas circundantes. Éramos de la misma comunión general, las marcas que nos identificaban eran signos del mismo alfabeto. Nos veíamos, en Londres, con frecuencia irregular; más o menos, estábamos regidos por las leyes y el lenguaje, las tradiciones y shibboleths [3] de la misma nutrida condición social. Creo que todos nosotros, hasta las señoras, «hacíamos» algo, aunque fingiéramos que no cuando se mencionaba. Tales cosas no se mencionan en Londres, desde luego, pero aquí nos proporcionaba un placer inocente ser diferentes. Tenía que haber algún modo de que se notara la diferencia, ya que teníamos la impresión de que aquellas eran nuestras vacaciones anuales. Nos parecía, en cualquier caso, que las condiciones eran mucho más humanas que en Londres, o al menos que lo éramos nosotros. Con respecto a eso éramos sinceros, hablábamos de ello: era de lo que estábamos hablando mientras mirábamos el enrojecido glaciar, cuando alguien llamó la atención sobre la prolongada ausencia de Lord Mellifont y Mrs. Adney. Estábamos sentados en la terraza de la hostería, donde había bancos y mesitas, y aquellos de nosotros más empeñados en demostrar con cuánta prisa habíamos regresado a la naturaleza, tomaban, siguiendo la extraña moda alemana, café antes de comer.
Nadie hizo caso del comentario sobre la ausencia de nuestros dos compañeros, ni siquiera Lady Mellifont, ni el pequeño Adney, el indulgente compositor; porque se había dejado caer aprovechando la más breve interrupción de la charla de Clare Vawdrey. (Esta celebridad era «Clarence» sólo en las portadas de los libros.) Su tema era precisamente aquella revelación de que, después de todo, éramos humanos. Preguntó al grupo si, con franqueza, no habían sentido todos la tentación de decir a cada uno de los demás: «no tenía ni idea de que realmente fuera usted tan agradable». Yo, por mi parte, sí había tenido idea de que él lo era, e incluso mucho más, pero eso era demasiado complicado para entrar en ello; además es precisamente lo que quiero relatar. Había un acuerdo general entre nosotros de que cuando Vawdrey hablara deberíamos permanecer callados, y no, por extraño que parezca, porque él lo esperase en modo alguno. No lo esperaba, pues de todos los copiosos parlanchines, él era el más cándido, el menos ávido y profesional. Era más bien el credo del anfitrión, de la anfitriona, lo que prevalecía entre nosotros; la idea era suya, pero siempre buscaban un círculo de oyentes cuando el gran novelista cenaba con ellos. En la ocasión a la que aludo, probablemente no se encontraba presente nadie con quien él no hubiera cenado en Londres, y presentíamos la fuerza de esa costumbre. Había cenado incluso conmigo; y en la noche de aquella cena, como en esta tarde alpina, no me había esforzado lo más mínimo por contener mi lengua, absorto como me hallaba de modo inveterado en el estudio del problema que siempre se alzaba ante mí, que soy tan alto, ante su estatura mediana, bien proporcionada y fuerte.
Esa cuestión era tanto más atormentadora cuanto que estoy seguro de que él nunca sospechó que la impusiera, como tampoco había reparado nunca en que todos los días de su vida todo el mundo lo escuchaba durante la cena. Solían llamarlo «subjetivo e introspectivo» en las publicaciones semanales, pero si eso significaba que tenía avidez de ser admirado ningún hombre distinguido en sociedad podría haberlo sido menos. Nunca hablaba de sí mismo; y ese era un asunto sobre el que, aunque habría sido tremendamente digno de él, por lo visto nunca reflexionaba. Tenía sus horas y sus costumbres, su sastre y su sombrerero, su higiene y su vino particular, pero todas esas cosas juntas nunca conformaron una actitud. Y sin embargo constituían la única actitud que él adoptaba, y le resultaba fácil referirse a que éramos «más agradables» en el extranjero que en nuestro país. Él no estaba sujeto a las variaciones, y no era ni una pizca más o menos agradable en un lugar que en otro. Difería de otras personas, pero nunca de sí mismo —salvo en el sentido extraordinario que aclararé—, y me parecía que no tenía caprichos susceptibilidades ni preferencias. Podría haber estado siempre en la misma compañía, hasta el punto de que admitía cualquier influencia de edad, condición o sexo: se dirigía a las mujeres exactamente igual que a los hombres, y cotilleaba con todos los hombres del mismo modo, sin hablar mejor a los inteligentes que a los lerdos. Yo solía lamentarme de que un tema le gustara —en la medida que podía saberlo— exactamente lo mismo que otro: había algunos que yo detestaba tanto. Siempre me pareció escandaloso, liberal y animado, y nunca le oí proferir una paradoja ni expresar un matiz ni jugar con una idea. Ese antojo de que fuéramos «humanos» era, en su conversación, un alarde realmente excepcional. Sus opiniones eran sólidas y mediocres, y era demasiado desconcertante pensar en sus percepciones. Yo le envidiaba su magnífica salud.
Vawdrey se había internado, con paso uniforme y su perfecta buena conciencia, en el terreno monótono de la anécdota, donde las historias se ven desde lejos como molinos de viento y postes indicadores; pero al cabo de un rato observé que la atención de Lady Mellifont se desviaba. Daba la casualidad de que yo estaba sentado junto a ella. Advertí que su mirada vagaba con cierta preocupación por las laderas bajas de las montañas. Por fin, después de mirar el reloj, me dijo:
—¿Sabe usted adónde iban?
—¿Se refiere a Mrs. Adney y Lord Mellifont?
—Lord Mellifont y Mrs. Adney.
La frase de Lady Mellifont parecía corregirme —inconscientemente desde luego—, pero no se me ocurrió que fuese porque estuviera celosa. No le atribuía tan vulgar sentimiento: en primer lugar porque la apreciaba, y en segundo lugar porque a cualquiera se le ocurriría siempre con bastante rapidez poner primero a Lord Mellifont [4], en cualquier caso, fuera cual fuese la relación. Era el primero... en grado sumo. No digo el más grande ni el más sabio ni el más renombrado, sino esencialmente el primero de la lista y el que ocupaba la cabecera de la mesa. Eso en sí mismo es una posición, y su esposa estaba naturalmente acostumbrada a verle en ella. Mi frase había sonado como si Mrs. Adney se lo hubiera llevado; pero no era posible que se lo llevaran... sólo él llevaba. Nadie, lógicamente, podía saber eso mejor que Lady Mellifont. En un principio la había temido un poco, al considerarla, con sus ceremoniosos silencios y la extremada negrura de casi todo lo que constituía su persona, algo dura, incluso un poco saturnina. Su palidez parecía ligeramente gris, y metálico su lustroso pelo negro, lo mismo que los broches, brazaletes y peinetas que inveteradamente lo adornaban. Iba de luto perpetuo, y llevaba innumerables ornamentos de azabache y ónice, miles de tintineantes cadenas, abalorios y cuentas. Yo había oído a Mrs. Adney llamarla Reina de la Noche [5] y el término era descriptivo, si se entendía que la noche estaba nublada. Tenía un secreto, y si no lo descubrías al conocerla mejor, al menos te convencías de que era amable, sencilla y limitada, además de un poco sumisamente triste. Era como una mujer con una enfermedad indolora. Le dije que sólo había visto a su marido y a su acompañante bajar juntos por la cañada como una hora antes, e insinué que quizás Mr. Adney supiera algo de sus intenciones.
Vincent Adney, que, aunque tenía cincuenta años, parecía un niño bueno a quien se hubiese inculcado que los niños no deben hablar delante de la gente, desempeñaba con naturalidad y gusto admirables la posición de marido de una gran figura de la comedia. Aunque a fin de cuentas ella se lo facilitaba, no se podía menos que admirar el embelesado cariño con que él lo daba todo por supuesto. Es difícil para un marido que no está en el escenario, o al menos en el teatro, llevar con elegancia a una esposa tan conspicua en aquellos círculos, pero Adney salía más que airoso.., la dificultad le enseñó siempre, curiosamente, a hacerle más interesante. Ponía música a su amada, y recordarán ustedes lo auténtica que podía ser su música... las únicas composiciones inglesas que he visto alguna vez que le gustaran a un extranjero. Su esposa estaba siempre en ellas, de alguna forma; eran como una espléndida traducción libre de la impresión que ella producía. Al escucharlas, ella parecía cruzar el escenario riendo, con el pelo suelto y los andares de una ninfa del bosque. Él no había sido más que un pobre violinista del teatro en el que ella actuaba, siempre en su sitio durante su actuación; pero ella lo había convertido en algo raro, esforzado e incomprendido. La superioridad de ambos se había convertido en una especie de asociación, y su felicidad era parte de la felicidad de sus amigos. La única preocupación de Adney era no poder escribir una obra para su esposa, y la única manera de entrometerse en los asuntos de ella era preguntando a gente imposible si no podrían hacerlo ellos.
Lady Mellifont, después de mirarlo un momento, me comentó que prefería no hacerle ninguna pregunta. Al minuto siguiente añadió:
—Prefiero que la gente no se dé cuenta de que estoy nerviosa.
—¿Está usted nerviosa?
—Siempre me pongo así si mi marido está lejos de mí en cualquier momento.
—¿Se imagina que le ha sucedido algo?
—Sí, siempre. Como es natural, estoy acostumbrada.
—¿Quiere decir que se caiga por un precipicio... ese tipo de cosas?
—No sé exactamente qué es lo que temo; es la sensación general de que no va a volver.
Decía tanto y se callaba tanto que el único modo de referirse a su idiosincrasia parecía ser el jocoso.
—¡Sin duda nunca la abandonará! —dije, riéndome.
Ella miró al suelo un momento.
—Oiga, en el fondo estoy tranquila.
—Nada puede sucederle a un hombre tan competente, tan infalible, tan protegido en todos los aspectos —proseguí con idéntico brío.
—¡No sabe usted lo protegido que está! —replicó ella con un temblor de voz tan extraño que sólo pude atribuirlo al hecho de que estaba nerviosa. Esa idea me la confirmó su inmediato movimiento de cambiar de asiento sin ningún motivo, no como para cortar en seco nuestra conversación, sino porque estaba preocupada. Seguramente no podía compartir sus sentimientos, sin embargo en seguida me sentí aliviado al ver que Mrs. Adney venía hacia nosotros. Llevaba en la mano un gran ramo de flores silvestres, pero no la acompañaba Lord Mellifont. Rápidamente vi, sin embargo, que no tenía ningún desastre que anunciar; pero como yo sabía que a Lady Mellifont le gustaría oír la respuesta a una pregunta que no deseaba hacer, le expresé inmediatamente la esperanza de que su señoría no se hubiera quedado en una grieta del glaciar.
—De ninguna manera; me dejó hace sólo tres minutos. Ha entrado en la casa.
Blanche Adney posó sus ojos en los míos un momento... una
forma de comunicación a la que ningún hombre pondría nunca reparos, tratándose de él. El interés, en esta ocasión, se vio estimulado por lo que dio la casualidad que dijeron sus ojos en concreto. Normalmente sólo solían decir: «Si, soy encantadora, lo sé, pero no es para tanto. Sólo quiero un nuevo papel... sí, ¡lo quiero, lo quiero!» De momento añadieron, de manera sutil y subrepticia, y desde luego dulcemente, pues así era como lo hacían todo: «No tiene importancia, pero ha sucedido algo. Tal vez se lo cuente luego». Se volvió hacia Lady Mellifont, y la transición a la simple alegría indicó su dominio de la profesión.
—Lo he traído sano y salvo; hemos dado un paseo precioso.
—Me alegro mucho —dijo Lady Mellifont, con su débil sonrisa; continuando distraídamente al levantarse—: Debe haber ido a cambiarse para la cena. Falta bastante poco, ¿no es cierto?
Se alejó hacia el hotel, con aquella manera que tenía de simplificar las despedidas, y los demás, al oír mencionar la cena, miramos los unos los relojes de los otros, como para quitarnos de encima la responsabilidad de semejante grosería. El maître, básicamente un hombre de mundo como todos los maîtres, nos permitía horas y espacios propios, de modo que por la noche, aparte y alumbrados por una lámpara, formábamos un pequeño círculo compacto y consentido. Pero sólo los Mellifont se «vestían», y sólo de ellos se admitía que por supuesto se vestirían: ella exactamente del mismo modo que cualquier otra noche de su ceremoniosa existencia —no era una mujer cuyas costumbres pudieran tener en cuenta algo tan mudable como la conveniencia— y él, en cambio, de una forma increíblemente adecuada y oportuna. Era casi tan hombre de mundo como el maître, y hablaba casi tantos idiomas; pero se abstenía de solicitar comparaciones de chaqués y chalecos blancos, resolviendo cada caso de una manera mucho más exquisita: terciopelo negro, terciopelo azul y terciopelo marrón, por ejemplo, y delicadas armonías en la corbata y sutiles negligencias en la camisa. Tenía un atavío para cada función y una moraleja para cada atavío; y sus funciones, atavíos y moralejas formaban siempre parte de la distracción de la vida —al menos parte de su belleza y romanticismo— para un inmenso círculo de espectadores. Para sus amigos en particular esas cosas eran, desde luego, más que una distracción; constituían un tema, un apoyo social, y, por supuesto, además un motivo constante de incertidumbre especulativa. Si su esposa no hubiera estado presente antes de la cena, sería de eso, probablemente, de lo que los demás nos habríamos puesto a hablar de común acuerdo.
Clare Vawdrey tenía un montón de anécdotas sobre todo el asunto: había conocido a Lord Mellifont casi desde el principio. Era una peculiaridad de este noble que no podía haber ninguna conversación sobre él que inmediatamente no se convirtiera en anécdota, y algo más sobresaliente todavía era que, al parecer, no podía haber una anécdota que no fuera, en definitiva, en su honor. En cualquier momento en que entrase en una habitación, la gente podría haber dicho francamente: «¡Claro que estábamos contando cosas de usted!» Tal y como andan las conciencias, en Londres, todo el mundo habría tenido buena conciencia. Además, habría sido imposible imaginarlo aceptando tal tributo de otro modo que amablemente, pues estaba siempre tan impertérrito como un actor que sabe entrar a tiempo. Jamás en toda su vida había necesitado un apuntador... hasta sus momentos de desconcierto habían sido ensayados. Por lo que a mí atañe, cuando se hablaba de él siempre tenía la sensación de que estábamos hablando de un muerto: la conversación se caracterizaba por esa peculiar acumulación de fruición. Su reputación era una especie de obelisco dorado, como si estuviera enterrado debajo; el conjunto de leyenda y recuerdo, de las que él iba a ser objeto, había cristalizado de antemano.
Esa ambigüedad se derivaba, supongo, del hecho de que el mero sonido de su nombre y su aspecto personal, la expectación general que creaba, tuvieran hasta cierto punto un tono tan romántico y anormal. La experiencia de su cortesía siempre llegaba más tarde; entonces la prefiguración, la leyenda, palidecían ante la realidad. Recuerdo que la noche a la que me refiero, la realidad me pareció suprema. El hombre más apuesto de su tiempo nunca había tenido mejor aspecto, y se sentaba entre nosotros como un director afable que controlase con un armonioso juego de brazos una orquesta todavía un poco tosca. Dirigía la conversación con gestos tan irresistibles como vagos; tenía uno la impresión de que sin él no habría tenido nada que pudiera llamarse estilo. Era eso esencialmente lo que él aportaba a cualquier ocasión... lo que aportaba sobre todo a la vida pública inglesa. Él la impregnaba, la coloreaba, la embellecía, y sin él le habría faltado, comparativamente hablando, un vocabulario. Seguramente no habría tenido estilo, porque estilo es lo que tenía al tener a Lord Mellifont. Él era un estilo. Recientemente me impresionó cuando, en la salle à manger [6] de la pequeña hostería suiza, nos resignábamos a la inevitable ternera. Comparada con su gran clase —debo poner entre paréntesis que no la comparaban mucho—, la conversación de Clare Vawdrey hacía pensar en el contraste entre un reportero y un bardo. Era interesante observar el choque de personalidades del que tanto podía esperarse cada noche. No hubo, sin embargo, colisión, todo fue amortiguado y minimizado por el tacto de Lord Mellifont. Era primordial para él encontrar la solución a tal problema desempeñando el papel de anfitrión, asumiendo responsabilidades que llevaban consigo su sacrificio. La verdad es que en toda su vida jamás había sido un invitado; era el anfitrión, el patrocinador, el moderador en todas las juntas. Si había algún defecto en sus modales —y eso lo insinúo en voz baja—, era que tenía un poco más de arte del que posiblemente pudiera requerir cualquier conjunción, aun la más complicada. De cualquier modo, uno hacía sus reflexiones al darse cuenta de cómo manejaba el caso el consumado lord, y cómo el resuelto hombre de letras ni siquiera sospechaba que el caso —y menos que nadie él como parte del mismo— estaba siendo manejado. Lord Mellifont utilizaba tesoros de tacto, y Clare Vawdrey nunca se imaginó que lo hiciera.
Vawdrey no sospechaba de ninguna de esas precauciones, ni siquiera cuando Blanche Adney le preguntó si no había visto todavía su tercer acto, una pregunta en la que introdujo una sutileza de las suyas. Ella había decidido que él iba a escribirle una obra, y que la heroína, si él cumplía con su deber, sería el papel que ella había anhelado desde tiempos inmemoriales. Tenía cuarenta años —eso no podía constituir un secreto para quienes la habían admirado desde el principio— y ahora tenía al alcance de la mano su meta suprema. La edad confería un matiz de pasión trágica —siendo como era una consumada actriz de comedia— a su deseo de no perderse la gran ocasión. Habían pasado los años y seguía echándola de menos; nada de lo que había hecho era lo que había soñado, de modo que ya no había más tiempo que perder. Eso era el cancro de la rosa, el dolor oculto tras la sonrisa. La hacía conmovedora... hacia que su tristeza fuera más traviesa que su júbilo. Había hecho drama inglés antiguo y nuevo teatro francés, y durante algún tiempo había cautivado a su generación; pero la obsesionaba la perspectiva de una oportunidad mayor, de algo más en consonancia con las condiciones que la rodeaban. Estaba harta de Sheridan [7] y aborrecía a Bowdler [8]; pedía un cañamazo de grano más fino. Lo peor, a mi juicio, era que nunca le sacaría su comedia moderna al gran novelista maduro, que era tan incapaz de hacerla como de enhebrar una aguja. Ella le mimaba, le hablaba, le hacía el amor, como ella proclamaba sinceramente; pero eran ganas de hacerse ilusiones: tendría que vivir y morir con Bowdler.
Es difícil pasar por alto a esta mujer encantadora, que era bella sin belleza y completa con una docena de deficiencias. La perspectiva del escenario la transformaba, y en sociedad era como la modelo bajada del pedestal. Era el retrato que echa a andar, lo que, para la cándida mentalidad de esta sociedad, era una continua sorpresa: un milagro. La gente creía que ella les contaba los secretos de la naturaleza pictórica, y a cambio de eso ellos le ofrecían distracción y té. Ella no les contaba nada y se bebía el té; pero de todos modos ellos salían ganando. A decir verdad Vawdrey estaba trabajando en una obra teatral; pero si la había comenzado porque ella le gustaba, creo que seguía dándole largas al asunto por la misma razón. Sentía en su fuero interno la atroz dificultad y se hacía el remolón, para conservar la ilusión, evitando llegar al momento de los ensayos y las tribulaciones. A pesar de lo cual, nada podía ser más agradable que el tener pendiente dicha cuestión con Blanche Adney, y sin duda de vez en cuando introducía en la obra algo muy bueno. Si engañaba a Mrs. Adney, era sólo porque ella, desesperada, había decidido dejarse engañar. A su pregunta sobre el tercer acto él replicó que antes de la cena había escrito un pasaje magnífico.
—¿Antes de la cena? —dije—. ¡Pero cher grand maître [9], antes de la cena nos tenía usted a todos fascinados en la terraza!
Mis palabras eran en broma porque creí que las suyas lo habían sido; pero por primera vez, que yo recordara, noté en su rostro una pizca de confusión. Me miró fijamente, echando la cabeza hacia atrás con prontitud, un poco como un caballo al que se frena en seco.
—Pues verá usted, es que fue antes de eso —contestó con bastante naturalidad.
—Antes de eso estuvo usted jugando al billar conmigo —soltó Lord Mellifont.
—Entonces debió de ser ayer —dijo Vawdrey.
Pero estaba en un aprieto.
—Esta mañana me dijo usted que ayer no hizo nada —objetó Blanche.
—Me parece que no sé realmente cuándo hago las cosas.
Miró vagamente, sin servirse, a una fuente que acababan de ofrecerle.
—Basta con que lo sepamos nosotros —dijo sonriente Lord Mellifont.
—No creo que haya escrito ni una línea —dijo Blanche Adney.
—Creo que podría repetirle la escena.
Y Vawdrey se refugió en las haricots verts [10].
—Sí, hágalo... ¡hágalo! —exclamamos dos o tres de nosotros.
—Después de cenar, en el salón; será un gran régal [11] —declaró Lord Mellifont.
—No estoy seguro, pero lo intentaré —prosiguió Vawdrey.
—¡Oh, qué amable y encantador es usted! —exclamó la actriz que estaba practicando lo que ella consideraba americanismos [12], pues estaba resignada a hacer incluso una comedia americana.
—Pero con esta condición —dijo Vawdrey—: debe hacer que su marido toque.
—¿Tocar mientras usted lee? ¡Jamás!
—Soy demasiado vanidoso —dijo Adney.
Lord Mellifont le distinguió con una mirada de sus hermosos ojos.
—Usted tiene que darnos la obertura antes de que se levante el telón. Es un momento particularmente delicioso.
—No voy a leer... sólo voy a hablar —dijo Vawdrey.
—Mejor todavía; permítame que vaya a por su manuscrito —sugirió Blanche.
Vawdrey replicó que el manuscrito no importaba; pero una hora más tarde, en el salón, habríamos deseado que lo tuviera. Estábamos expectantes, todavía bajo el hechizo del violín de Adney. Su esposa, en primer término, sobre una otomana, era toda impaciencia y perfil, y Lord Mellifont, en el sillón —el sillón era siempre el de Lord Mellifont—, hacía que nuestro agradecido grupito se sintiera como en un congreso de ciencias sociales o un reparto de premios. De pronto, en lugar de comenzar, nuestro león [13] domado empezó a rugir desafinando: había olvidado por completo hasta la última palabra. Lo sentía mucho, pero los diálogos no le venían a la mente en absoluto; estaba profundamente avergonzado pero tenía la memoria en blanco. No parecía avergonzado ni mucho menos... Vawdrey nunca en toda su vida había parecido avergonzado; siempre mostraba una naturalidad imperturbable y alegre. Protestó diciendo que nunca se habría imaginado que haría el ridículo de ese modo, pero nos dimos cuenta de que eso no impediría que el incidente pasara a formar parte de sus reminiscencias más divertidas. Éramos nosotros los que estábamos humillados, como si nos hubiera gastado una broma premeditada. Era una ocasión, como ninguna otra, para el tacto de Lord Mellifont, que descendió sobre nosotros como un bálsamo: nos contó a su manera encantadora y artística, esa manera que tenía de llenar los intervalos áridos (tenía una débit [14] —no había nada parecido en Inglaterra— como la de los actores de la Comédie Française), su propio fracaso en una ocasión trascendental, al tener que pronunciar un discurso ante una inmensa multitud, cuando, al descubrir que había olvidado sus notas, se puso a rebuscar sobre la terrible tribuna, blanco de todas las miradas, a rebuscar en vano notas indispensables en bolsillos intachables. Pero el interés del relato era mayor que el del fácil fiasco de nuestro otro anfitrión, pues, con unos cuantos gestos delicados, esbozó la brillantez de una actuación que había sabido sobreponerse al apuro, se había convertido, se nos dejó adivinar, en una tentativa reconocida sobre la marcha como algo que no era de ningún modo un borrón sobre lo que el público tenía la bondad de llamar su reputación.
—Ánimo... ¡ánimo! —exclamó Blanche Adney, dando palmaditas a su marido y recordando cómo, en el escenario, un contretemps [15] siempre se ahoga con música. Adney se lanzó sobre su violín y yo le dije a Clare Vawdrey que su error podría corregirse fácilmente si mandaba a alguien a buscar el manuscrito. Si me decía dónde estaba, lo traería inmediatamente de su habitación. Vawdrey respondió a eso:
—Mi querido amigo: me temo que no hay ningún manuscrito.
—Entonces, ¿no ha escrito nada?
—Lo escribiré mañana.
—¡Usted está jugando con nosotros! —dije con mucha perplejidad.
Al oír eso pareció pensárselo mejor.
—Si hay algo, lo encontrará encima de la mesa.
En aquel momento le hablaba uno de los otros, y Lady Mellifont comentó de forma audible, como para corregir con delicadeza nuestra falta de consideración, que Mr. Adney estaba tocando algo muy bonito. Yo ya me había fijado antes en que parecía gustarle mucho la música, siempre la escuchaba con profundo embeleso. La atención de Vawdrey se distrajo, pero no me pareció que las palabras que acababa de soltar constituyeran un permiso definitivo para ir a su habitación. Además, yo quería hablar con Blanche Adney; tenía que preguntarle una cosa. Sin embargo, tuve que esperar mi oportunidad, mientras permanecimos en silencio algún tiempo, escuchando a su marido, después de lo cual la conversación se generalizó. Era nuestra costumbre acostarnos temprano, pero todavía quedaba un poco de la velada. Antes de que decayera del todo, encontré la oportunidad de decirle a Blanche que Vawdrey me había dado permiso para poner las manos en su manuscrito. Me adjuró, por lo que yo consideraba más sagrado, que lo trajera inmediatamente y se lo diera; y su insistencia no cedió a mi sugerencia de que en aquel preciso momento sería demasiado tarde para que él empezara a leerlo: además de que se había roto el hechizo, a los otros no les importaría. No era demasiado tarde, me aseguró, para que empezara ella; por consiguiente, yo iba a apoderarme, sin más dilación, de las preciosas páginas. Le dije que la obedecería al instante, pero antes quería que satisficiera mi justa curiosidad. ¿Qué había sucedido antes de la cena, cuando estaba en el monte con Lord Mellifont?
—¿Cómo sabe que pasó algo?
—Lo vi en su rostro cuando regresó.
—¡Y me llaman actriz! —exclamó mi amiga.
—¿Y qué me llaman a ? —pregunté.
—Usted es un escrutador de corazones... eso tan frívolo que llaman observador.
—¡Ojalá usted permitiera que un observador le escribiese una obra! —exclamé.
—A la gente no le gusta lo que usted escribe: acabaría con cualquier buena racha.
—Pues veo funciones por todas partes —proclamé—; esta noche el aire está lleno de ellas.
—¿El aire? ¡Gracias por nada! Ya me gustaría que lo estuvieran los cajones de mi mesa.
—¿La cortejó en el glaciar? —proseguí.
Me miró fijamente... acto seguido se echó a reír en un arrebato progresivo.
—¿Lord Mellifont, el pobre? ¡Qué lugar tan raro! Indudablemente sería el lugar de nuestro amor.
—¿Se cayó en una grieta? —continué.
Blanche Adney volvió a mirarme como lo había hecho —de un modo tan inconfundible aunque sucinto— cuando llegó, antes de la cena, con las manos llenas de flores.
—No sé dónde se cayó. Se lo diré mañana.
—¿Bajó entonces?
—A lo mejor subió —dijo ella riéndose—. ¡Es realmente extraño!
—Razón de más para que me lo diga esta noche.
—Tengo que pensármelo; tengo que descifrarlo.
—Si lo que quiere son adivinanzas, le daré otra de regalo —dije—. ¿Qué le pasa al Maestro?
—¿El maestro de qué?
—De todas las formas de disimulo. Vawdrey no ha escrito ni una línea.
—Vaya a buscar sus papeles y veremos.
—No quisiera ponerlo en evidencia —dije.
—¿Por qué no, si yo pongo en evidencia a Lord Mellifont?
—Yo haría cualquier cosa por eso —admití—. Pero ¿por qué habría de afirmar Vawdrey algo falso? Es muy curioso.
—Es muy curioso —repitió Blanche Adney, con aire pensativo y mirando a Lord Mellifont.
A continuación, levantándose, añadió:
—Vaya a mirar a su habitación.
—¿La de Lord Mellifont?
Se volvió hacia mí en seguida.
—¡Esa sería una manera!
—¿Una manera de qué?
—De averiguar... ¡de averiguar! —hablaba con alegría y excitación, pero de repente se detuvo—. Estamos diciendo unas tonterías tremendas —dijo.
—Estamos confundiendo las cosas, pero su idea me ha sorprendido. Consiga que Lady Mellifont le dé permiso.
—¡Ella ha mirado! —puso de manifiesto Blanche, con la más extraña expresión dramática. Después, tras un movimiento de su bella mano levantada, como si quisiera quitarse de encima una visión fantástica, añadió imperiosamente:
—Tráigame esa escena... ¡tráigame esa escena!
—Voy a buscarla —contesté—, pero no me diga que no puedo escribir una obra.
Me dejó, pero mi recado se pospuso al acercarse una señora que había sacado un libro de aniversarios —llevaba varias noches amenazándonos con él— y me hizo el honor de solicitarme un autógrafo. Se lo había pedido a los demás y habría sido descortés excluirme. Normalmente podía recordar mi nombre, pero siempre me llevaba mucho tiempo acordarme de mi fecha de nacimiento e incluso cuando lo recordaba, nunca estaba seguro. Dudé entre dos días, comentándole a mi peticionaria que firmaría en los dos, si eso la satisfacía. Ella opinó que sin duda yo no había nacido más que una vez; y, por supuesto, yo respondí que el día que la conocí había vuelto a nacer. Menciono este chiste malo sólo para dejar ver que, con el obligado examen de los demás autógrafos, dedicamos varios minutos a ese trámite. La señora se fue con su libro y entonces comprobé que el grupo se había dispersado. Me encontraba solo en el saloncito que habían asignado a nuestro uso. Mi primera impresión fue de decepción: si Vawdrey se había acostado, no deseaba molestarlo. No obstante, mientras vacilaba, me pareció que mi amigo todavía debía estar levantado. Había una ventana abierta y de fuera me llegaba ruido de voces: Blanche se hallaba en la terraza con su dramaturgo y hablaban de las estrellas. Fui a la ventana a echar un vistazo... la noche alpina era espléndida. Mis amigos habían salido juntos; Mrs. Adney había cogido una capa; tenía el mismo aspecto que yo ya le había visto entre bastidores del teatro. Permanecieron un rato en silencio y oí el bramido de un torrente cercano. Volví a entrar en la habitación, y su discreto alumbrado me dio una idea. Nuestros compañeros se habían dispersado —era tarde para un país pastoril— y los tres tendríamos el lugar para nosotros solos. Clare Vawdrey había escrito su escena, que no podía ser más que espléndida, y que nos la leyera ahí, a semejante hora, sería algo que nunca olvidaríamos. Bajaría su manuscrito y les saldría al encuentro con él cuando entrasen.
Abandoné el salón con ese propósito; había estado en la habitación de Vawdrey y sabía que se encontraba en el segundo piso, la última de un largo pasillo. Un minuto después tenía la mano en el pomo de la puerta, que naturalmente abrí de un empujón sin llamar. Igualmente natural era que en ausencia de su ocupante la habitación se hallara a oscuras; más aún cuanto que, no estando iluminado el final del pasillo a aquellas horas, la oscuridad no disminuyó de inmediato cuando abrí la puerta. Al principio sólo me di cuenta de que no me había equivocado y que, al no estar echadas las cortinas de las ventanas, tenía ante mí un par de aberturas, apenas iluminadas por las estrellas. Su ayuda, sin embargo, no era suficiente para permitirme encontrar lo que había venido a buscar, y había metido ya una mano en el bolsillo, para coger la cajita de cerillas que siempre llevo para los cigarrillos. De pronto la retiré con sobresalto, profiriendo una exclamación, una disculpa. Había entrado en la habitación que no era; una mirada prolongada durante tres segundos me permitió ver una figura sentada junto a una mesa próxima a una de las ventanas... una figura que al principio había tomado por una manta de viaje tirada en una silla. Retrocedí, sintiéndome un intruso; pero al hacerlo me hice cargo, en menos tiempo del que se tarda en expresarlo, primero, de que aquella era la habitación de Vawdrey y, en segundo lugar, de que sorprendentemente su propio ocupante estaba sentado delante de mí. Deteniéndome en el umbral experimenté una momentánea sensación de desconcierto, pero sin darme cuenta había exclamado:
—¡Caramba!, ¿es usted Vawdrey?
Ni se volvió ni me contestó, pero mi pregunta recibió una respuesta inmediata y práctica al abrirse una puerta al otro lado del pasillo. Un criado con una vela había salido de la habitación de enfrente, y con aquella iluminación fugaz reconocí indudablemente al hombre a quien un momento antes había dejado abajo, según creía recordar, conversando con Mrs. Adney. Tenía la espalda medio vuelta hacia mí y estaba inclinado sobre la mesa en actitud de escribir, pero en cada uno de sus poros reconocí su identidad.
—Discúlpeme... creí que estaba usted abajo —dije; y como la persona que tenía delante no daba señales de oírme, añadí—: Si está ocupado, no le molestaré.
Retrocedí, cerrando la puerta... había estado en aquel lugar, supongo, menos de un minuto. Tenía una sensación de perplejidad que, sin embargo, se intensificó infinitamente al instante siguiente. Me quedé ahí con la mano todavía en el pomo de la puerta, sorprendido por la impresión más extraña de mi vida. Vawdrey estaba sentado a su mesa, y era comprensible que estuviera allí, pero ¿por qué estaba escribiendo a oscuras y por qué no me había contestado? Esperé unos cuantos segundos por si oía algún movimiento, para ver si volvía en sí de su ensimismamiento —un acceso concebible en un gran escritor— y exclamaba: «Ah, ¿es usted?, querido amigo». Pero sólo oí el silencio, sólo noté la oscuridad de la habitación iluminada por las estrellas, con la presencia imprevista que encerraba. Me di la vuelta, volviendo lentamente sobre mis pasos, y bajé las escaleras conturbado. La lámpara todavía ardía en el salón, pero la habitación estaba vacía. Me dirigí hacia la puerta del hotel y salí. Vacía estaba también la terraza. Al parecer Blanche Adney y el caballero que iba con ella habían entrado. Estuve pendiente unos cinco minutos; luego me acosté.


II

Dormí mal, pues estaba inquieto. Al rememorar aquellos extraños sucesos (¡en seguida verán cuán extraños!), quizás me imagino más afectado de lo que estaba; pues las grandes anomalías nunca son tan grandes al principio como después de haber reflexionado sobre ellas. Agotar las explicaciones lleva su tiempo. Estaba ligeramente nervioso... me había llevado un fuerte sobresalto; pero no había nada que no pudiera aclarar preguntando a Blanche Adney, en cuanto la viera por la mañana, quién había estado con ella en la terraza. Curiosamente, sin embargo, cuando alboreó el día —un amanecer admirable—, sentía menos deseos de cerciorarme sobre aquel punto que de escapar, de sacudirme el presentimiento de mi estupefacción. Vi que el día sería espléndido, y se me antojó pasarlo, como había pasado días felices de mi juventud, vagando en solitario paseo por la montaña. Me vestí temprano, compartí el café de rigor, me metí un panecillo en un bolsillo y una petaquita en el otro y, con un recio bastón en la mano, me fui hacia las alturas. Mi historia tiene muy poco que ver con las horas deliciosas que allí pasé... horas de esas que dejan intensos recuerdos. Si la mitad de ellas las pasé vagando por las lomas de los cerros, la otra mitad estuve tendido sobre la hierba de las laderas, con la gorra tapándome la visión —salvo atisbos de estupendos paisajes—, escuchando, en el radiante silencio, a la abeja de montaña y sintiendo que la mayoría de las cosas se olvidan y se empequeñecen. Ciare Vawdrey se me hizo más pequeño, Blanche Adney más difusa, Lord Mellifont más viejo, y antes de acabar el día me olvidé de que había llegado a sentirme perplejo. Cuando al atardecer volvía a la hostería, no había nada que me apeteciera más que enterarme si la cena estaría lista pronto. Aquella noche me vestí, en cierto modo, y cuando estuve presentable todos estaban en la mesa.
De nuevo en su compañía, me vivo a la memoria mi pequeño problema, de modo que sentí curiosidad por ver si Vawdrey me miraba de manera algo rara. Pero no llegó ni a mirarme; lo cual me dio ocasión tanto de tener paciencia como de preguntarme por qué había de vacilar en plantearle la cuestión desde el otro lado de la mesa. Pero vacilé y, al darme cuenta de ello, me volvió parte de la inquietud que había dejado atrás, o abajo, durante el día. No obstante no estaba avergonzado de mis escrúpulos: no eran más que pura discreción. Lo que vagamente sentía era que una pregunta en público no habría sido razonable. Lord Mellifont estaba allí., claro está, para mitigar con sus perfectos modales todas las consecuencias, pero creo haber tenido presente que con aquellos ingredientes concretos su señoría no se sentiría a gusto. Por consiguiente, en el momento en que nos levantamos, me aproximé a Mrs. Adney y le pregunté si, como hacía una noche tan buena, no saldría a dar una vuelta conmigo.
—Ha caminado usted cien millas. ¿Por qué no se queda quieto? —me replicó.
—Caminaría cien millas más para conseguir que usted me dijera una cosa.
Me miró un instante, con algo de aquella rareza que yo había buscado, pero no encontrado, en los ojos de Clare Vawdrey.
—¿Se refiere a qué pasó con Lord Mellifont?
—¿Lord Mellifont?
Con mi nueva especulación había perdido el hilo.
—¡Vaya memoria que tiene, tonto! Hablamos de ello anoche.
—¡Ah, sí! —exclamé, recordando—; tendremos mucho de que hablar.
La saqué a la terraza y, antes de que hubiéramos dado tres pasos, le dije:
—¿Quién estaba aquí anoche con usted?
—¿Anoche? —repitió, tan lejos de la realidad como yo lo había estado.
—A las diez... justo después de que se levantara la reunión. Usted salió aquí con un caballero. Hablaron de las estrellas.
Me miró un momento, acto seguido se echó a reír.
—¿Está celoso del querido Vawdrey?
—¿Entonces era él?
—Por supuesto que era él.
—¿Y cuánto tiempo se quedó?
Volvió a reírse.
—¡Se lo ha tomado fatal! Se quedó como un cuarto de hora... tal vez bastante más. Anduvimos un poco. Habló de su obra. Eso fue todo. Ese es el único hechizo que he utilizado.
Pero no me bastó, de modo que proseguí:
—¿Y qué hizo Vawdrey después?
—No tengo la menor idea. Le dejé y me acosté.
—¿A qué hora se acostó?
—¿A qué hora lo hizo usted? Da la casualidad que recuerdo haberme separado de Mr. Vawdrey a las diez y veinticinco —dijo Mrs. Adney—. Volví a entrar en el salón para buscar un libro y miré el reloj.
—En otras palabras, usted y Vawdrey se quedaron aquí realmente desde más o menos las diez y cinco hasta la hora que menciona.
—No sé lo reales que seríamos, pero nos divertimos mucho. Où voulez-vous en venir? [16] —preguntó Blanche Adney.
—Simplemente a esto, mi querida señora: a que a la hora en que su acompañante se hallaba ocupado de la manera que describe, también estaba en su habitación ocupado en la composición literaria.
Eso la hizo detenerse en seco, y sus ojos brillaron en la oscuridad. Quería saber si yo ponía en duda su veracidad; y yo repliqué que, por el contrario, la apoyaba... hacía el caso más interesante. Ella contestó que sólo sería así si ella apoyaba la mía; sin embargo, no tuve gran dificultad en convencerla de que hiciera eso después de haberle relatado detalladamente el incidente de mi búsqueda del manuscrito... el manuscrito que, en aquellos momentos, por una razón que ahora podía entender, parecía habérsele ido tan completamente de la cabeza.
—Su conversación me hizo olvidarlo... olvidé que lo envié a usted a buscarlo. Compensó su fiasco del salón: me declamó la escena —dijo Blanche. Se había dejado caer sobre un banco para escucharme y, ahí sentados, había vuelto a interrogarme brevemente. Después se echó a reír de nuevo.
—¡Ah, las excentricidades del genio!
—Ya lo creo! Parecen aún mayores de lo que suponía.
—¡Ah, los misterios de la grandeza!
—Usted debería saberlo todo sobre ellos, pero a mí me cogió desprevenido.
—¿Está completamente seguro de que era Vawdrey? —preguntó mi acompañante.
—Si no era él, ¿quién demonios era? Que un extraño caballero, de aspecto exactamente igual al suyo y de parecidas ocupaciones literarias, estuviera sentado en su habitación a esa hora de la noche, escribiendo en su mesa a oscuras —insistí—, prácticamente sería tan sorprendente como lo que yo sostengo.
—Sí, ¿por qué a oscuras? —reflexionó mi amiga.
—Los gatos ven en la oscuridad —dije.
Ella me sonrió débilmente.
—¿Parecía un gato?
—No, señora mía; pero le diré lo que parecía: parecía el autor de las admirables obras de Vawdrey. Se le parecía infinitamente más de lo que se le parece nuestro propio amigo —declaré.
—¿Quiere usted decir que era alguien a quien encarga que se las escriba?
—Sí, mientras él sale a cenar y la decepciona a usted.
—¿Que me decepciona a mí? —murmuró Mrs. Adney ingenuamente.
—Me decepciona a ... decepciona a todos los que buscan en él el genio que creó las páginas que adoran. ¿Dónde está el genio en su conversación?
—Ah, anoche estuvo espléndido —dijo la actriz.
—Siempre está espléndido, al igual que lo es el baño de las mañanas, o el solomillo de vaca, o el servicio ferroviario a Brighton. Pero nunca excepcional.
—Ya veo lo que quiere decir.
La habría abrazado... y tal vez lo hice.
—Por eso es un consuelo tan grande hablar con usted. A menudo me lo he preguntado... ahora lo sé. Son dos.
—¡Qué idea tan deliciosa!
—Uno sale, el otro se queda en casa. Uno es el genio, el otro el burgués, y es sólo al burgués al que conocemos personalmente. Habla, circula, es enormemente popular: coquetea con usted...
—¡Mientras que es con el genio con quien usted tiene el privilegio de coquetear! —interrumpió Mrs. Adney—. Le agradezco mucho la distinción.
Le puse la mano encima del brazo.
—Véalo usted misma. Inténtelo, compruébelo, vaya a su habitación.
—¿Que vaya a su habitación? ¡No sería apropiado! —exclamó al estilo de su mejor comedia.
—Cualquier cosa es apropiada en una pesquisa como esta. Si usted lo ve, eso resuelve el problema.
—Qué detalle... ¡resolverlo! —Reflexionó un momento y después se levantó de un salto—. ¿Quiere decir ahora?
—Cuando usted quiera.
—Pero suponga que me encuentro con el falso —dijo ella con un sentido exquisito.
—¿El falso? ¿A cuál llama usted el verdadero?
—Al que sería un error que una señora fuera a ver. Suponga que me encuentro con... el genio.
—Bueno, del otro me ocuparé yo —contesté. Acto seguido, al ocurrírseme mirar a mi alrededor, añadí—: Cuidado... ahí viene Lord Mellifont.
—Ojalá se ocupara usted de él—dijo bajando la voz.
—¿Qué le pasa?
—Eso es precisamente lo que iba a decirle.
—Dígamelo ahora. No viene.
Blanche miró un momento. Lord Mellifont, que parecía haber salido del hotel para reflexionar fumándose un cigarro, se había detenido a cierta distancia de nosotros, y estaba admirando las maravillosas vistas, discernibles pese a la oscuridad. Paseamos lentamente en otra dirección y al cabo de un rato ella prosiguió:
—Mi idea es casi tan jocosa como la de usted.
—Yo no llamaría jocosa a la mía: es maravillosa.
—No hay nada tan maravilloso como lo jocoso —contestó Mrs. Adney.
—Usted adopta una opinión profesional. Pero soy todo oídos.
Mi curiosidad, a decir verdad, se había reavivado.
—En ese caso, mi querido amigo, si Clare Vawdrey es doble... y no tengo más remedio que decir que para mí cuantos más Vawdreys haya, mejor..., su señoría padece la dolencia opuesta: ni siquiera es uno entero.
Nos paramos una vez más, simultáneamente.
—No comprendo.
—Yo tampoco. Pero me da la sensación de que si hay dos Mr. Vawdrey, mirándolo bien, no hay ni siquiera un Lord Mellifont.
Lo consideré un momento, y después me reí.
—¡Me parece que ya entiendo lo que usted quiere decir!
—Eso es lo que hace que usted sea un consuelo. —Ella no me abrazó, muy a pesar mío, sino que siguió inmediatamente—. ¿Lo ha visto solo alguna vez?
Traté de recordar.
—Si... ha venido a verme.
—Pero entonces no estaba solo.
—Y yo he ido a verle... a su despacho.
—¿Sabia él que usted estaba allí?
—Naturalmente... me anunciaron.
Me fulminó con la mirada como si fuera una encantadora conspiradora.
—¡No hay que dejarse anunciar!
Dicho eso siguió andando. La alcancé, sin resuello.
—¿Quiere usted decir que hay que presentarse cuando menos se lo espere?
—Hay que cogerlo desprevenido. Tiene que ir a su habitación... eso es lo que debe hacer.
Aunque me alborozaba el modo en que se desarrollaba nuestro misterio, también estaba, comprensiblemente, un poco confuso.
—¿Cuando sepa que no está allí?
—Cuando sepa que está.
—¿Y qué veré?
—¡No verá nada! —exclamó ella mientras dábamos la vuelta.
Habíamos llegado al final de la terraza, y ese desplazamiento nos dejó cara a cara con Lord Mellifont, quien, al reanudar su paseo, ahora nos había alcanzado, con discreción. Verlo en aquel momento fue revelador, y suscitó una serie de asociaciones retrospectivas que enlazaban con la impresión general que uno tenía del personaje. Mientras estaba allí sonriéndonos y agitando una mano experimentada en aquella noche transparente —presentaba el panorama como si se tratara de un candidato «partidario» de los mismísimos Alpes—, surgiendo ante nosotros en medio de la delicada fragancia de su cigarro y de sus demás delicadezas y fragancias, colmada su bella cabeza, no se sabe cómo, de más perfecciones de las que jamás ni en ninguna parte se hubieran visto acumuladas, me pareció tan esencialmente, tan conspicua y uniformemente el personaje público, que en un abrir y cerrar de ojos adiviné la respuesta al acertijo de Blanche. Era todo público y no tenía vida privada correspondiente, al igual que Clare Vawdrey era todo privado y carecía de la correspondiente vida pública. Sólo había oído a medias el relato de mi acompañante y, sin embargo, al reunirnos con Lord Mellifont —nos había seguido, porque le gustaba Mrs. Adney, pero tratándose de él siempre había que imaginar que, más que buscar compañía, la aceptaba—, al compartir ambos durante media hora la repartida riqueza de su conversación, sentí con imperturbable doblez que le habíamos descubierto, por decirlo así. Me divirtió aún mucho más esa rápida subida de telón con que la actriz acababa de obsequiarme que mi propio descubrimiento; y si no estaba más avergonzado de compartir con ella su secreto que de haberla hecho partícipe del mío —aunque, de los dos enigmas, el mío resultaba el más glorioso para el personaje en cuestión—, era porque no había crueldad en mi provecho, sino por el contrario una ternura extrema y una auténtica compasión. Ah, él estaba a salvo conmigo, y me sentía además rico y culto, como si de repente me hubiese metido el universo en el bolsillo. Había aprendido hasta qué punto una gran apariencia podía depender del lugar y del momento. Sin duda sería mucho decir que yo siempre había sospechado de la posibilidad, en el fondo del ser de su señoría, de un caso tan hermoso; pero al menos es un hecho, por más condescendientes que estas palabras puedan parecer, que yo siempre había sido consciente de tener cierta reserva de indulgencia hacia él. Le había compadecido en secreto por lo perfecto de su actuación, me había preguntado qué rostro vacío tenía que cubrir esa máscara, qué le quedaba para las horas inexorables en las que un hombre se sienta consigo mismo o, más serio todavía, con ese yo más intenso, su legitima esposa. ¿Cómo era en casa y qué hacía cuando estaba solo? Había algo en Lady Mellifont que daba sentido a aquellas averiguaciones.., algo que sugería que, incluso para ella, él seguía siendo el personaje público, y que interrogantes similares le acosaban a ella. Nunca los había aclarado: ese era su eterno problema. En consecuencia, nosotros, Blanche Adney y yo, sabíamos más que ella; pero por nada del mundo se lo íbamos a decir, ni ella probablemente nos lo habría agradecido. Prefería la relativa grandeza de la incertidumbre. No estaba en casa con él, así que no podía opinar, y él no estaba a solas con ella, así que no se lo podía explicar. Actuaba para su mujer y era un héroe para sus criados, y lo que uno quería aclarar era qué era de él realmente cuando nadie podía verle... ni a fortiori [17] admirarle. Es de suponer que se relajaba y descansaba; pero ¡qué vacío más absoluto no haría falta para reparar semejante plenitud de presencia!... ¡que entr’acte tan intenso para hacer posible más representaciones de ese tipo! Lady Mellifont era demasiado orgullosa para fisgonear y, como nunca había mirado por el ojo de una cerradura, permanecía digna y desconsolada.
Pudo haber sido una imaginación mía que Blanche Adney sonsacara a nuestro acompañante, o es posible que la ironía práctica de nuestra relación con él en un momento así me hiciera verle con más viveza; de cualquier modo, nunca me había parecido tan diferente de como habría sido si no le hubiéramos ofrecido un reflejo de su imagen. Éramos sólo una concurrencia de dos, pero él nunca había sido más público. Su perfecto talante nunca había sido más perfecto, su extraordinario tacto nunca había sido tan extraordinario, su única raison d’être [18] concebible, la absoluta llaneza de su identidad, nunca más atestiguada. Tenía la sensación tácita de que todo eso saldría en los periódicos de la mañana, con un editorial, y también otra, secretamente estimulante, de que yo sabía algo que no saldría, que nunca podría salir, aunque cualquier diario con iniciativa me daría una fortuna por ello. Debo añadir, sin embargo, que a pesar de mi goce —era casi sensual, como el de un plato consumado o de un placer sin precedentes— estaba deseoso de quedarme de nuevo a solas con Mrs. Adney, que me debía una anécdota. Aquella noche resultó imposible, pues algunos de los demás salieron a ver qué era lo que encontrábamos tan absorbente; y entonces Lord Mellifont encargó un poco de música al violinista, que sacó el violín y tocó para nosotros divinamente, sobre nuestra tribuna de ecos, cara a cara con los fantasmas de las montañas. Antes de que se acabara el concierto noté la ausencia de nuestra actriz y, echando un vistazo al salón a través de la ventana, vi que se había instalado allí con Vawdrey, que estaba leyendo un manuscrito. Al parecer, se había llevado a cabo la gran escena, y sin duda fue aún más interesante para Blanche dadas las nuevas revelaciones que había reunido acerca de su autor. Consideré discreto no molestarlos, y me acosté sin volver a verla. A la mañana siguiente la busqué temprano y, como el día prometía ser bueno, le propuse que nos fuéramos al monte, recordándole la solemne obligación en que había incurrido. Ella reconoció la obligación y me complació con su compañía, pero antes de que hubiéramos subido diez yardas por el paso, exclamó con vehemencia:
—¡Mi querido amigo, no tiene ni idea de cómo me impacta! No puedo pensar en otra cosa.
—¿Que no sea su teoría sobre Lord Mellifont?
—Oh, ¡caray con Lord Mellifont! Me refiero a la suya sobre Mr. Vawdrey, que es con mucho el más interesante de los dos. Me fascina esa visión de su... ¿cómo la llama usted?
—¿Su identidad alternativa?
—Su otro yo: es más fácil de decir.
—¿La acepta usted pues, la aprueba?
—¿Aprobarla? ¡Me recreo en ella! Anoche se me hizo tremendamente vivida.
—¿Mientras le leía allí?
—Sí, mientras lo escuchaba, le observaba. Lo simplificó todo, lo explicó todo.
Se me subió el éxito.
—Ahí está la gracia, ya lo creo. ¿La escena es buena?
—¡Es magnífica!, y él lee maravillosamente.
—¡Casi tan bien como escribe el otro! —me reí.
Eso la hizo detenerse un momento, poniéndome la mano en el brazo.
—¡Ha expresado usted mi propia impresión! Tuve la impresión de que me estaba leyendo la obra de otro.
—En cierto modo eso fue hacerle un gran servicio al otro —convine yo.
—Una persona tan completamente diferente —dijo Mrs. Adney.
Hablamos de esa diferencia mientras seguimos caminando, y del enorme caudal, el recurso vital, que constituía tal duplicación del individuo.
—Tiene que hacerle vivir el doble de tiempo que a los demás —inferí.
—¿A cuál de los dos?
—Pues a los dos; ya que al fin y al cabo son miembros de una empresa, y uno de ellos no podría llevar adelante el negocio sin el otro. Además, la mera supervivencia sería horrible para cualquiera de los dos.
Ella se quedó callada un rato; luego exclamó:
—No sé... ¡ojalá sobreviviese!
—¿Puedo preguntar, a mi vez, cuál de ellos?
—Si no lo adivina, no seré yo quien se lo diga.
—Conozco el corazón de las mujeres. Siempre prefieren al otro.
Volvió a detenerse, mirando a su alrededor.
—Aquí fuera, lejos de mi marido, puedo decírselo. ¡Estoy enamorada de él!
—Desdichada, él no tiene pasiones —contesté.
—Precisamente por eso le adoro. ¿Acaso una mujer con mi historial no sabe que las pasiones de otros son insoportables? A una actriz, pobrecita, no le puede apetecer ningún amor que no esté todo de su parte; no se puede permitir el lujo de ser correspondida. Mi matrimonio lo demuestra: uno precioso, afortunado como el nuestro, es ruinoso. ¿Sabe usted qué tenía anoche en la cabeza durante todo el tiempo que Mr. Vawdrey me estuvo leyendo esos preciosos diálogos? Un loco deseo de ver al autor.
Y dramáticamente, como para esconder su vergüenza, Blanche Adney dio un paso adelante:
—Ya lo arreglaremos —respondí—. Yo mismo quiero echarle otro vistazo. Pero entre tanto haga el favor de recordar que llevo esperando más de cuarenta y ocho horas la prueba que apoye el bosquejo que me hizo, intensamente sugestivo y verosímil, de la vida privada de Lord Mellifont.
—Bah, Lord Mellifont no me interesa.
—Ayer sí le interesaba —dije.
—Sí, pero eso era antes de enamorarme. Usted me lo borró del pensamiento con su historia
—Va a hacer que sienta habérselo dicho. Vamos —supliqué—, si no me dice cómo se le ocurrió esa idea me imaginaré que simplemente se la inventó.
—Bueno, permítame recordarlo mientras paseamos por este desfiladero aterciopelado.
Nos hallábamos a la entrada de un encantador valle tortuoso, de cuyo suelo llano formaba parte el cauce de un arroyo tranquilo y veloz. Nos internamos en él, y el grato paseo junto al torrente claro nos llevaba hacia adelante, hasta que de repente, mientras seguíamos y yo esperaba que mi acompañante recordara, un recodo de la quebrada nos mostró a Lady Mellifont que venía hacia nosotros. Venía sola, bajo el palio de su quitasol, arrastrando por el césped la cola de su vestido de color sable [19], y de esa guisa, por aquellos tortuosos caminos, constituía una aparición bastante poco frecuente. Solía llevar un lacayo, que marchaba detrás de ella por las carreteras y cuya librea resultaba extraña a los rudos campesinos. Al vernos se sonrojó, como si, por alguna razón, debiera justificarse; se rió un poco y dijo que no había salido más que a dar un paseíto mañanero. Permanecimos juntos un rato, intercambiando trivialidades, y entonces nos dijo que había contado en cierta manera con encontrar a su marido.
—¿Está por aquí? —le pregunté.
—Supongo que sí. Salió hace una hora a dibujar.
—¿Le ha estado buscando? —le preguntó Mrs. Adney.
—Un poco; no mucho —dijo Lady Mellifont.
Cada una de las dos mujeres posó sus ojos con cierta intensidad, según me pareció, en los de la otra.
—Nosotros lo buscaremos por usted, si quiere —dijo Blanche.
—Ah, no importa. Pensaba reunirme con él.
—No hará sus dibujos si usted no le encuentra —insinuó mi acompañante.
—Tal vez lo haga si le encuentran ustedes —dijo Lady Mellifont.
—Oh, quizás aparezca —intervine.
—¡Seguramente lo hará si sabe que estamos aquí! —replicó Blanche.
—¿Quiere usted esperar mientras le buscamos? —pregunté a Lady Mellifont.
Ella repitió que no tenía importancia; ante lo cual Mrs. Adney prosiguió:
—Nos ocuparemos del asunto por nuestro propio placer.
—Les deseo una excursión agradable —dijo su señoría, y cuando se volvía quise saber si debíamos informar a su marido de que ella estaba cerca.
—¿Que le he seguido?
Dudó un momento y dijo con voz entrecortada de una manera extraña:
—Creo que será mejor que no lo haga.
Dicho eso se despidió de nosotros, y descendió por el desfiladero como si flotara con cierta rigidez. Mi acompañante y yo observamos su retirada; a continuación intercambiamos una mirada, y de los labios de la actriz se escapó un ligero atisbo de risa al susurrar:
—¡Parece que estuviera paseándose en Mellifont entre los arbustos!
Yo tenía mi opinión.
—Lo sospecha, ¿sabe?
—Y no quiere que él lo adivine. No habrá ningún dibujo.
—A no ser que lo sorprendamos —sugerí—. En ese caso lo encontraremos haciendo uno, en la actitud más airosa y establecida, y lo extraño es que será brillante.
—Dejémosle en paz... tendrá que volver sin ese dibujo.
—Él preferiría no volver. ¡Ya encontrará público!
—Tal vez lo haga para las vacas —aventuró Blanche; y cuando yo estaba a punto de reprenderla por su irreverencia, prosiguió—: Eso es precisamente lo que descubrí por casualidad.
—¿De qué está usted hablando?
—Del incidente de anteayer.
No lo dejé escapar.
—Bueno, ¡oigámoslo por fin!
—No fue más que eso... que me pasó lo mismo que a Lady Mellifont: no pude encontrarlo.
—¿Le perdió?
—Él me perdió a ... eso es lo que ocurrió al parecer. Creyó que me había ido. Y entonces...
Pero se detuvo y su mirada —es decir, su sonrisa— fue muy elocuente.
—Sin embargo usted lo encontró —dije, extrañado—, puesto que volvió con él.
—Fue él quien me encontró a . Eso es lo que va a ocurrir otra vez. Él está allí porque sabe que hay alguien más.
—Comprendo sus intermitencias —respondí tras breve reflexión—, pero no acabo de captar la ley que las rige.
—Es un matiz sutil, pero lo capté en aquel momento. Yo había emprendido el regreso. Estaba cansada y había insistido en que no volviera conmigo. Habíamos encontrado unas flores poco comunes —esas que traje conmigo—, y fue él quien las había descubierto casi todas. Le divertía mucho y yo sabía que quería coger más, pero yo estaba agotada y me fui. Él me dejó marchar —¿dónde si no habría estado su tacto?— y yo era entonces demasiado estúpida para adivinar que desde el momento en que yo no estuviera allí no se cogería... no se podría coger... ni una flor. Inicié el regreso, pero al cabo de tres minutos me di cuenta de que me había llevado su navaja —me la había prestado para podar una rama— y sabía que la necesitaría. Retrocedí unos pasos para llamarle, pero antes de hablar le busqué con la mirada. No se puede entender lo que sucedió entonces sin tener delante el escenario.
—Tiene usted que llevarme allí —dije.
—Puede que veamos aquí mismo el prodigio. El lugar sencillamente no ofrecía la menor oportunidad de esconderse: una gran ladera suave, sin obstrucciones ni cavidades ni matorrales ni árboles. Había unas rocas más abajo, detrás de las cuales yo misma había desaparecido, pero de las que, al regresar, volví a salir inmediatamente.
—Entonces él debió verla.
—Estaba demasiado distraído, demasiado agotado, tan extinguido como una vela apagada, vaya usted a saber por qué. Probablemente sería un momento de fatiga... está envejeciendo, ¿sabe?..., de modo que, con la sensación de volver a estar solo, la reacción había sido proporcionalmente mayor, la extinción proporcionalmente completa. En cualquier caso, el escenario estaba tan vacío como la mano de usted.
 —¿No podría haber estado en algún otro sitio?
—En todo aquel tiempo no podría haber estado en ninguna parte más que donde lo dejé. Sin embargo, el lugar se hallaba completamente vacío, tan vacío como este tramo de valle que se extiende ante nosotros. Se había desvanecido... había cesado de ser. Pero en cuanto se oyó mi voz —pronuncié su nombre—, surgió ante mí como el sol naciente.
—¿Y por dónde salió el sol?
—Exactamente por donde debía... exactamente donde él tendría que haber estado y donde yo debería haberle visto, si él fuera como las demás personas.
La había escuchado con el más profundo interés, pero tenía la obligación de encontrar objeciones.
—¿Cuánto tiempo transcurrió entre el momento en que notó su ausencia y el momento en que le llamó?
—Unos segundos nada más. Supongo que no fue mucho.
—¿El tiempo suficiente para estar realmente segura? —le dije.
—¿Segura de que él no estaba allí?
—Sí, y de que no se había equivocado, de que no era víctima de algún truco de su vista.
—Pude haberme equivocado... pero estoy convencida de que no. De todos modos, por eso quería que mirase usted en su habitación.
Lo pensé un momento.
—¿Cómo voy a hacerlo... si ni siquiera su mujer se atreve?
—Ella quiere hacerlo; propóngaselo. No costaría mucho convencerla. Ella sospecha algo.
Pensé otro momento.
—¿Él parecía saberlo?
—¿Que yo le había echado de menos y podía haberme extrañado enormemente? Eso se me ocurrió... pero también que probablemente pensó que había sido lo bastante rápido. Comprenderá usted que él tiene que creer eso... sobre todo darlo por supuesto.
El caso es que... me perdí... ¿quién lo diría?
—Pero ¿habló usted al menos de su desaparición?
—¡Dios me libre!... y pensez-vous? [20]
Me pareció demasiado extraño.
—Lógicamente. ¿Y qué aspecto tenía?
Intentando pensarlo bien otra vez y reconstituir su milagro, Blanche Adney miró distraída hacia el valle. De repente exclamó: «¡El mismo que tiene ahora!», y vi a Lord Mellifont de pie ante nosotros con su cuaderno de dibujo. Me di cuenta, al salir a su encuentro, de que no parecía ni suspicaz ni desconcertado: sencillamente allí era, como siempre en todas partes, la figura principal del escenario. Naturalmente, no tenía dibujo alguno que enseñarnos, pero nada podría haber rematado mejor la idea concreta que teníamos de
él que su manera de ponerse en situación mientras nos acercábamos. Había estado eligiendo su punto de vista: tomó posesión de él con un movimiento de lápiz. Estaba apoyado en una roca; su precioso estuche de acuarelas estaba depositado a su lado en una mesa natural, un saliente de la loma, lo cual demostraba cuán inveteradamente la naturaleza contribuía a su conveniencia. Pintaba mientras hablaba, y hablaba mientras pintaba; y si la pintura era tan variada como la charla, de igual manera la charla habría embellecido un álbum. Nos quedamos mientras continuaba la exhibición, y los deliberados perfiles de las cumbres nos parecieron que estaban interesados en su éxito. Se erguían tan negros como siluetas de papel, recortándose contra un cielo lívido, del que, sin embargo, no habría nada que temer hasta que el boceto de Lord Mellifont estuviese acabado. Toda la naturaleza se remitía a él y los propios elementos esperaban. Blanche Adney se comunicaba conmigo sin palabras, y yo podía leer en sus ojos: «¡Ah, si nosotros lo supiéramos hacer así de bien! Él llena la escena de tal manera que nos da ciento y raya». Tan imposible nos habría sido dejarle como irnos de un teatro antes de que acabase la función; pero a su debido tiempo nos volvimos con él y regresamos dando un paseo a la hostería, ante cuya puerta su señoría, echando de nuevo un vistazo a su dibujo, arrancó la hoja en blanco del cuaderno y se la ofreció, con unas cuantas acertadas palabras apropiadas, a nuestra amiga. A continuación entró en la casa y, un momento después, alzando los ojos desde donde estábamos, lo vimos, arriba, en la ventana de su sala de estar —tenía las mejores habitaciones—, observando los pronósticos del tiempo.
—Tendrá que descansar después de esto —dijo Blanche, bajando los ojos a su acuarela.
—¡Ya lo creo! —Alcé los míos hacia la ventana: Lord Mellifont había desaparecido—. Ya está absorto otra vez.
—¿Absorto otra vez?
Comprendí que la actriz pensaba ya en otra cosa.
—En la inmensidad de las cosas. Ha vuelto a recaer; ha empezado el entr’acte.
—Debería ser largo. —Contempló la terraza y, como en aquel momento apareciese en la puerta el maître, se volvió de repente para dirigirse a él—. ¿Ha visto usted a Mr. Vawdrey recientemente?
El hombre se acercó de inmediato.
—Salió de la casa hace cinco minutos... a dar un paseo, creo. Bajó por el desfiladero; llevaba un libro.
Yo observaba las ominosas nubes.
—Más le valdría haberse llevado un paraguas.
El camarero sonrió.
—Le recomendé que cogiera uno.
—Gracias —dijo Blanche; y el Oberkellner [21] se retiró. Acto seguido prosiguió, repentinamente—: ¿Me hace usted un favor?
—Sí, si usted me hace a otro. Déjeme ver si su dibujo está firmado.
Le echó una ojeada antes de dármelo.
—Sorprendentemente no lo está.
—Debería estarlo para tener todo su valor. ¿Me lo puedo quedar durante un rato?
—Sí, si hace lo que le pido. Coja un paraguas y siga a Mr. Vawdrey.
—¿Para traérselo a Mrs. Adney?
—Para retenerlo fuera... el mayor tiempo posible.
—Lo retendré lo que tarde en echarse a llover.
—¡No importa que llueva! —exclamó mi acompañante.
—¿Quiere usted que nos empapemos?
—No tendría remordimientos —a continuación con un extraño fulgor en los ojos, añadió—: Voy a intentarlo.
—¿A intentarlo?
—Intentar ver al auténtico. Bueno, ¡si puedo llegar a él! —exclamó con vehemencia.
—¡Inténtelo, inténtelo! —le respondí—. Retendré a nuestro amigo todo el día.
—Si puedo llegar al que lo hace —y se detuvo echando chispas por los ojos—, si puedo poner las cosas en claro con él, obtendré otro acto, ¡tendré mi papel!
—¡Retendré a Vawdrey indefinidamente!
La llamé a voces cuando entraba rápidamente en casa.
Su audacia era contagiosa, y me quedé allí rebosante de emoción. Miré la acuarela de Lord Mellifont y miré la tormenta que se estaba formando; volví los ojos de nuevo hacia las ventanas de su señoría y acto seguido los dirigí a mi reloj. Vawdrey me llevaba tan poca ventaja que tendría tiempo de alcanzarlo, tendría tiempo aunque tardase cinco minutos en subir a la sala de estar de Lord Mellifont —donde todos habíamos sido recibidos con hospitalidad—, para darle el recado de que Mrs. Adney le rogaba que otorgase a su dibujo la solemne consagración de su firma. Al examinar de nuevo aquella obra de arte, noté que había algo de lo que indudablemente carecía: ¿qué otra cosa, pues, sino un autógrafo tan noble? Era mi deber suplir la deficiencia sin pérdida de tiempo y, de acuerdo con ese parecer, volví a entrar en el hotel inmediatamente. Subí a las habitaciones de Lord Mellifont; llegué a la puerta de su salón. Ahí, no obstante, encontré una dificultad con la que mi prodigalidad no había contado. Si llamaba lo estropearía todo; sin embargo ¿estaba dispuesto a prescindir de esa ceremonia? Me hice la pregunta y me sentí incómodo; le di vueltas y más vueltas al dibujito, pero no obtuve la respuesta que quería. Yo quería que dijera: «Abre la puerta con cuidado, con mucho cuidado, sin hacer ruido, pero muy rápido, y ya verás lo que verás». Había llegado incluso a poner la mano en el pomo cuando me di cuenta (andándome con mucho ojo) de que exactamente como pensaba —con cuidado, con mucho cuidado, sin hacer ruido— se había movido otra puerta, y al otro lado del vestíbulo. En aquel mismo instante me encontré sonriendo bastante forzadamente a Lady Mellifont, quien, al verme, se había detenido en el umbral de la puerta de su habitación. Durante un momento, mientras ella seguía allí, intercambiamos unas cuantas ideas, que eran tanto más singulares cuanto que no fueron expresadas. Nos habíamos sorprendido acechándonos mutuamente, y en ese sentido nos entendíamos; pero cuando me dirigí hacia ella —de modo que la anchura del vestíbulo nos separaba de la sala de estar—, sus labios formaron una súplica casi muda: «¡No!» Vi en sus ojos preocupados todo lo que esa palabra expresaba: la confesión de su propia curiosidad y el temor de las consecuencias de la mía. «¡No!», repitió cuando me tuvo delante. Desde el momento en que mi experimento pudiera parecerle un acto de violencia estaba dispuesto a renunciar a él; no obstante creí detectar en su rostro asustado una revelación todavía más profunda: una posible decepción si yo desistía. Era como si me hubiera dicho: «Dejaré que lo haga si asume la responsabilidad. Sí, con otra persona yo le sorprendería. Pero no serviría que creyese que era yo».
—En seguida encontramos a Lord Mellifont —observé, aludiendo a nuestro encuentro con ella una hora antes—, y tuvo la amabilidad de regalarle este precioso dibujo a Mrs. Adney, quien me ha pedido que subiera y le rogase que pusiera la firma que omitió.
Lady Mellifont cogió el dibujo, y me imaginé la lucha que se libró en su interior mientras lo miraba. Esperó antes de hablar; entonces pensé que todas sus delicadezas y dignidades, todas sus antiguas timideces y piedades obstaculizaban su gran ocasión. Se apartó de mí y regresó a su habitación con el dibujo. Estuvo ausente durante un par de minutos, y cuando reapareció vi que había vencido la tentación; que incluso había vacilado ante ella con una especie de horror resurgente. Había depositado el dibujo en la habitación.
—Si tiene la amabilidad de dejarme el dibujo, me ocuparé de que sea atendida la petición de Mrs. Adney —dijo con gran cortesía y dulzura, pero de una manera que puso fin a nuestro coloquio.
Asentí, con un entusiasmo tal vez algo artificial, y a continuación, para facilitar nuestra separación, comenté que íbamos a tener un cambio de tiempo.
—En ese caso nos marcharemos... nos marcharemos inmediatamente —respondió la pobre señora. Me divirtió el ansia con que hizo esta declaración: parecía representar una ávida fuga para ponerse a salvo, una escapatoria con su secreto amenazado. Por eso me sorprendí más cuando, al volverme, me tendió la mano para tomar la mía. Tenía el pretexto de despedirse de mí, pero al estrecharle la mano en ese supuesto me pareció que lo que ese movimiento en realidad daba a entender era: «Le agradezco la ayuda que me habría prestado, pero es mejor así. Si yo me enterase, ¿quién me ayudaría entonces?» Mientras me dirigía a mi habitación a buscar el paraguas, me dije: «Está segura, pero no lo pondrá a prueba».
Un cuarto de hora después había alcanzado a Vawdrey en el paso, y poco después nos hallábamos buscando refugio. La tormenta no sólo se había acabado de formar, sino que finalmente había estallado con extraordinaria violencia. Trepamos por una ladera hasta una cabaña vacía, una tosca construcción que era poco más que un cobertizo para proteger el ganado. Sin embargo, era un refugio aceptable, y tenía fisuras a través de las cuales pudimos ver el espectáculo, contemplar la furia grandiosa de la naturaleza. El entretenimiento duró una hora... hora que se me ha quedado grabada en la memoria como llena de extrañas disparidades. Mientras los relámpagos jugaban con los truenos y la lluvia derramaba a borbotones sobre nuestros paraguas, me dije que Clare Vawdrey era decepcionante. No sé exactamente qué habría imaginado de un gran autor expuesto a la furia de los elementos, no puedo decir qué específica actitud manfrediana [22] habría esperado que asumiera mi acompañante, pero no sé por qué me pareció que no debería haber contado con que me obsequiara en semejante situación con chismes —que yo ya había oído— sobre la célebre Lady Ringrose. Su señoría constituyó el tema de conversación de Vawdrey durante aquella escena prodigiosa, aunque antes de que terminara del todo, la emprendió con Mr. Chafer, el apenas menos notorio crítico. Oír a un hombre como Vawdrey hablar de críticos me partió el corazón. La descarga eléctrica proyectaba una innegable claridad sobre la verdad, que conocía desde hacía años, y que se había confirmado de modo trascendente en los últimos uno o dos días, la irritante certeza de que para las relaciones personales aquel genio admirable consideraba lo suficientemente bueno a su segundo. Era así, sin duda, tal como estaba hecha la sociedad, pero había un desprecio en la distinción que no podía dejar de ser mortificante para un admirador. El mundo era vulgar y estúpido, y el hombre auténtico habría sido un necio al presentarse en sociedad, cuando podía chismorrear y cenar por delegación. A pesar de todo se me cayó el alma a los pies al darme cuenta de que mi compañero practicaba esa economía. No sé exactamente qué era lo que yo quería; supongo que quería que él hiciera una excepción conmigo... conmigo sólo, y de manera completamente generosa y tierna, entre aquella enorme multitud de lerdos. Casi creí que la haría, si hubiera sabido cómo veneraba yo su talento. Pero nunca había sido capaz de transmitírselo, y la aplicación que él hacía de su principio era implacable. En cualquier caso, yo estaba más seguro que nunca de que en aquellos momentos la silla de su habitación al menos no estaría vacía: allí estaba la actitud manfrediana, allí estaba el rasgo de sensibilidad. No podía sino envidiar a Mrs. Adney su presumible disfrute de todo eso.
El tiempo cambió por fin, y la lluvia aplacó lo suficiente para permitirnos salir de nuestro asilo y emprender el regreso a la hostería, donde al llegar nos encontramos con que nuestra prolongada ausencia había causado cierta inquietud. Al parecer se juzgó que la tormenta nos habría puesto en apuros. Varios de nuestros amigos estaban en la puerta, y parecieron un poco desconcertados al observar que sólo estábamos empapados. Por alguna razón, Clare Vawdrey venía más calado que yo, y se fue derecho a su habitación. Entre las personas que se habían reunido para esperarnos se encontraba Blanche Adney, pero cuando el objeto de nuestra especulación se dirigió hacia ella, lo rehuyó sin saludarle; con un movimiento que estimé un poco frío, le dio la espalda y entró rápidamente en el salón. Mojado como estaba, entré tras ella; después de lo cual se volvió de inmediato y miró hacia mí. Lo primero que vi fue que nunca había estado tan bella. Había en ella una luz que denotaba inspiración y, con el más diligente susurro, que era al mismo tiempo el grito más sonoro que jamás haya oído, exclamó:
—¡He conseguido el papel!
—¿Fue a su habitación... tenía yo razón?
—¿Razón? —repitió Blanche Adney—. ¡Ay, mi querido amigo! —murmuró.
—¿Estaba allí... le vio?
—Él me vio a . ¡Fue el gran momento de mi vida!
—Debió ser el gran momento de la de él, si estaba usted la mitad de hermosa de lo que está ahora.
—Es estupendo —prosiguió, como si no me oyera—. ¡Es él quien lo hace!
Yo escuchaba, enormemente impresionado, y ella añadió:
—Nos entendimos mutuamente.
—¿Con los relámpagos?
—¡En aquel momento no veía los relámpagos!
—¿Cuánto tiempo estuvo usted allí? —pregunté con admiración.
—Lo bastante para decirle que le adoro.
—Ah, ¡eso es lo que yo nunca he sido capaz de decirle!
Lo lamenté bastante.
—Conseguiré el papel... ¡conseguiré el papel! —continuó ella, con clamorosa indiferencia; y se puso a dar vueltas por la habitación con el júbilo de una niña, deteniéndose sólo para decir:
—Vaya a cambiarse de ropa.
—Tendrá la firma de Lord Mellifont —le dije.
—¡Oh, la maldita firma de Lord Mellifont! Es mucho más simpático que Mr. Vawdrey —prosiguió sin que viniera al caso.
—¿Lord Mellifont? —fingí preguntar.
—¡Maldito Lord Mellifont!
Y Blanche Adney, en su júbilo, me rozó al pasar, desapareciendo de repente por la puerta abierta. Nada más salir se encontró con su marido; después de lo cual con un encantador grito de «¡Estábamos hablando de ti, mi amor!», se lanzó sobre él y le besó.
Fui a mi habitación y me cambié de ropa, pero me quedé allí hasta la noche. La violencia de la tormenta se había alejado de nosotros, pero la lluvia se había convertido en llovizna. Al bajar para la cena vi que el cambio de tiempo había deshecho ya nuestro grupo. Los Mellifont habían partido en un carruaje de cuatro caballos, otros les habían seguido, y varios vehículos habían sido apalabrados para la mañana siguiente. El de Blanche Adney era uno de ellos y, con el pretexto de que tenía que hacer preparativos para el viaje, nos dejó inmediatamente después de cenar. Clare Vawdrey me preguntó qué le sucedía... de pronto parecía tenerle antipatía. No recuerdo la respuesta que le di, pero hice todo lo posible para consolarle marchándome en coche con él al día siguiente. Blanche había desaparecido cuando bajamos; pero hicieron las paces en Londres, pues él terminó la obra, que ella produjo. Debo añadir que, a pesar de todo, sigue careciendo de un gran papel. Yo tengo uno precioso en la cabeza, pero ella no viene a verme para animarme a hacerlo. Lady Mellifont deja caer una palabra amable siempre que me ve, pero eso no me consuela.


[1] En francés en el original: «la flor y nata».

[2] La figura de Vawdrey está basada en el poeta inglés Robert Browning (1812-1889), cuya presencia en la sociedad londinense presentó James como un enigma en el Prefacio a la edición de Nueva York (1909): «¿Cómo es posible que esta particular personalidad, vulgar, robusta, normal y campechana, tan segura de sí misma y tan sana, plagada de respuestas inmediatas y opiniones trilladas haya escrito “cosas inmortales”?»

[3] Término hebreo que significa «espiga de trigo» y también «corriente de agua» y que, según la Biblia [Jueces 12, 6], se utilizaba como santo y seña para cruzar el río Jordán en la lucha del juez Jefté contra Efraím. Si la pronunciaban mal [sibbolet] es que pertenecían a la tribu de Efraím y los mataban. Actualmente se usa para designar una característica o particularidad de un grupo o clase social.

[4] Este personaje, que carece por completo de vida privada en contraposición a Vawdrey, está inspirado en otro amigo de James: Frederick Leighton (1830-1896), pintor y escultor inglés, que comenzó con obras prerrafaelistas para pasar a un estilo clasicista, de temática especialmente bíblica, mitológica e histórica. En 1861 diseñó la tumba de la poetisa victoriana Elizabeth Barrett Browning, esposa de Robert Browning.

[5] Personaje de la ópera de Mozart La flauta mágica, madre de la protagonista Pamina. En su estreno en Viena, el 30 de septiembre de 1791, bajo la dirección del propio compositor, el papel lo interpretó su cuñada, la soprano Josepha Hofer.

[6] En francés en el original: «comedor».

[7] Richard Brinsley Sheridan (1751-1816), dramaturgo y político irlandés, autor de farsas como The Rivals (1775) y The School for Scandal (1777), cuyos diálogos se consideran entre los más ingeniosos y divertidos del teatro inglés.

[8] Thomas Bowdler (1754-1825), médico escocés que publicó en 1818 Family Shakespeare, edición expurgada de obscenidades y blasfemias de las obras del célebre dramaturgo inglés, que fue muy popular pero apenas se utilizó en los escenarios. Aunque preparaba una edición similar de la History de Edward Gibbon, no llegó a publicarla, pero ello no impidió que se acuñara el término «bowdlerizar» con el significado de expurgar.

[9] En francés en el original: «querido gran maestro».

[10] En francés en el original: «judías verdes».

[11] En francés en el original: «placer».

[12] Se refiere a la expresión «lovely sweet» [«amable y encantador»].

[13] En inglés, el término «lion», aparte de «león», significa también «celebridad, persona famosa» a quien todos quieren conocer o sentar a su mesa, y se aplica de modo muy especial a los escritores («literary lions»). Un «lion-hunter» es alguien que «caza» a una celebridad para dar prestigio a una reunión. Mrs. Leo Hunter, en Los papeles de Mr. Pickwick (1837) de Dickens, es una atinada sátira sobre el nombre y el personaje del «lion-hunter».

[14] En francés en el original: «elocución, habla».

[15] En francés en el original: «contratiempo».

[16] En francés en el original: «¿Adónde quiere usted ir a parar?», «¿Qué insinúa usted?»

[17] Expresión latina: «con mayor razón», «a mayor abundamiento».

[18] En francés en el original: «razón de ser».

[19] Color negro en Heráldica.

[20] En francés en el original: «¿cómo puede usted pensar eso?»

[21] En alemán en el original: «maître».

[22] De Manfred, héroe epónimo del poema dramático de igual título (181 7) de Lord Byron, que se desarrolla igualmente en los Alpes suizos. Es el prototipo de la sombría y orgullosa desesperación romántica.


Título original: “The Private Life”, 1893. Traducción de Juan Antonio Molina Foix.



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