I
Hablábamos de
Londres, cara a cara con un gran glaciar enhiesto y prístino. La hora y el
escenario constituían una de esas impresiones que compensan un poco, en Suiza,
de la moderna indignidad de viajar: las promiscuidades y vulgaridades, la
estación y el hotel, la paciencia gregaria, la lucha por una pizca de atención,
la reducción a la condición de simple número. El valle alto era rosado por la
montaña rosa, el aire frío tan puro como si el .mundo fuera joven. Había un ligero
arrebol vespertino en las nieves intactas, y el tintineo confraternizante del
ganado oculto a la vista nos llegaba con un olor de siega caldeado por el sol.
La hostería con balcones se alzaba en la garganta misma del paso más bonito del
Oberland, y durante una semana habíamos tenido compañía y buen tiempo. Eso se
consideraba una gran suerte, porque lo uno habría compensado por lo otro, si
cualquiera de las dos cosas hubiese sido mala.
El buen tiempo,
indudablemente, habría compensado de la compañía; pero no estuvo sujeto a ese
tributo, porque por feliz azar teníamos a la fleur des pois [1]: Lord
y Lady Mellifont, Clare Vawdrey [2],
la más grande (en opinión de muchos) de nuestras glorias literarias, y Blanche
Adney, la más grande (en opinión de todos) de las teatrales.
Las menciono en
primer lugar porque eran precisamente las personas a quienes en Londres en
aquella época la gente trataba de «conseguir». La gente procuraba «reservarlos»
con seis semanas de antelación, sin embargo en esta ocasión habíamos coincidido
con ellos, habíamos coincidido todos, sin el menor enchufismo. Un lance del
juego nos había reunido, a finales de agosto, y reconocimos nuestra suerte
quedándonos así, bajo la protección del barómetro. Cuando se acabaran los días
dorados —eso ocurriría muy pronto—, bajaríamos por lados opuestos del paso y
desapareceríamos tras la cumbre de las alturas circundantes. Éramos de la misma
comunión general, las marcas que nos identificaban eran signos del mismo
alfabeto. Nos veíamos, en Londres, con frecuencia irregular; más o menos,
estábamos regidos por las leyes y el lenguaje, las tradiciones y shibboleths [3] de la misma nutrida condición social. Creo que todos nosotros,
hasta las señoras, «hacíamos» algo, aunque fingiéramos que no cuando se
mencionaba. Tales cosas no se mencionan en Londres, desde luego, pero aquí nos
proporcionaba un placer inocente ser diferentes. Tenía que haber algún modo de
que se notara la diferencia, ya que teníamos la impresión de que aquellas eran
nuestras vacaciones anuales. Nos parecía, en cualquier caso, que las
condiciones eran mucho más humanas que en Londres, o al menos que lo éramos
nosotros. Con respecto a eso éramos sinceros, hablábamos de ello: era de lo que
estábamos hablando mientras mirábamos el enrojecido glaciar, cuando alguien
llamó la atención sobre la prolongada ausencia de Lord Mellifont y Mrs. Adney.
Estábamos sentados en la terraza de la hostería, donde había bancos y mesitas,
y aquellos de nosotros más empeñados en demostrar con cuánta prisa habíamos
regresado a la naturaleza, tomaban, siguiendo la extraña moda alemana, café
antes de comer.
Nadie hizo caso del
comentario sobre la ausencia de nuestros dos compañeros, ni siquiera Lady
Mellifont, ni el pequeño Adney, el indulgente compositor; porque se había dejado
caer aprovechando la más breve interrupción de la charla de Clare Vawdrey.
(Esta celebridad era «Clarence» sólo en las portadas de los libros.) Su tema
era precisamente aquella revelación de que, después de todo, éramos humanos.
Preguntó al grupo si, con franqueza, no habían sentido todos la tentación de
decir a cada uno de los demás: «no tenía ni idea de que realmente fuera usted
tan agradable». Yo, por mi parte, sí había tenido idea de que él lo era, e incluso mucho más, pero eso
era demasiado complicado para entrar en ello; además es precisamente lo que
quiero relatar. Había un acuerdo general entre nosotros de que cuando Vawdrey
hablara deberíamos permanecer callados, y no, por extraño que parezca, porque
él lo esperase en modo alguno. No lo esperaba, pues de todos los copiosos
parlanchines, él era el más cándido, el menos ávido y profesional. Era más bien
el credo del anfitrión, de la anfitriona, lo que prevalecía entre nosotros; la
idea era suya, pero siempre buscaban un círculo de oyentes cuando el gran
novelista cenaba con ellos. En la ocasión a la que aludo, probablemente no se
encontraba presente nadie con quien él no hubiera cenado en Londres, y
presentíamos la fuerza de esa costumbre. Había cenado incluso conmigo; y en la
noche de aquella cena, como en esta tarde alpina, no me había esforzado lo más
mínimo por contener mi lengua, absorto como me hallaba de modo inveterado en el
estudio del problema que siempre se alzaba ante mí, que soy tan alto, ante su
estatura mediana, bien proporcionada y fuerte.
Esa cuestión era
tanto más atormentadora cuanto que estoy seguro de que él nunca sospechó que la
impusiera, como tampoco había reparado nunca en que todos los días de su vida
todo el mundo lo escuchaba durante la cena. Solían llamarlo «subjetivo e introspectivo»
en las publicaciones semanales, pero si eso significaba que tenía avidez de ser
admirado ningún hombre distinguido en sociedad podría haberlo sido menos. Nunca
hablaba de sí mismo; y ese era un asunto sobre el que, aunque habría sido
tremendamente digno de él, por lo visto nunca reflexionaba. Tenía sus horas y
sus costumbres, su sastre y su sombrerero, su higiene y su vino particular,
pero todas esas cosas juntas nunca conformaron una actitud. Y sin embargo
constituían la única actitud que él adoptaba, y le resultaba fácil referirse a
que éramos «más agradables» en el extranjero que en nuestro país. Él no estaba sujeto a las variaciones, y
no era ni una pizca más o menos agradable en un lugar que en otro. Difería de
otras personas, pero nunca de sí mismo —salvo en el sentido extraordinario que
aclararé—, y me parecía que no tenía caprichos susceptibilidades ni
preferencias. Podría haber estado siempre en la misma compañía, hasta el punto
de que admitía cualquier influencia de edad, condición o sexo: se dirigía a las
mujeres exactamente igual que a los hombres, y cotilleaba con todos los hombres
del mismo modo, sin hablar mejor a los inteligentes que a los lerdos. Yo solía
lamentarme de que un tema le gustara —en la medida que podía saberlo— exactamente
lo mismo que otro: había algunos que yo detestaba tanto. Siempre me pareció
escandaloso, liberal y animado, y nunca le oí proferir una paradoja ni expresar
un matiz ni jugar con una idea. Ese antojo de que fuéramos «humanos» era, en su
conversación, un alarde realmente excepcional. Sus opiniones eran sólidas y
mediocres, y era demasiado desconcertante pensar en sus percepciones. Yo le
envidiaba su magnífica salud.
Vawdrey se había
internado, con paso uniforme y su perfecta buena conciencia, en el terreno
monótono de la anécdota, donde las historias se ven desde lejos como molinos de
viento y postes indicadores; pero al cabo de un rato observé que la atención de
Lady Mellifont se desviaba. Daba la casualidad de que yo estaba sentado junto a
ella. Advertí que su mirada vagaba con cierta preocupación por las laderas
bajas de las montañas. Por fin, después de mirar el reloj, me dijo:
—¿Sabe usted adónde
iban?
—¿Se refiere a Mrs.
Adney y Lord Mellifont?
—Lord Mellifont y
Mrs. Adney.
La frase de Lady
Mellifont parecía corregirme —inconscientemente desde luego—, pero no se me
ocurrió que fuese porque estuviera celosa. No le atribuía tan vulgar
sentimiento: en primer lugar porque la apreciaba, y en segundo lugar porque a
cualquiera se le ocurriría siempre con bastante rapidez poner primero a Lord
Mellifont [4], en cualquier caso,
fuera cual fuese la relación. Era el
primero... en grado sumo. No digo el más grande ni el más sabio ni el más
renombrado, sino esencialmente el primero de la lista y el que ocupaba la
cabecera de la mesa. Eso en sí mismo es una posición, y su esposa estaba
naturalmente acostumbrada a verle en ella. Mi frase había sonado como si Mrs.
Adney se lo hubiera llevado; pero no era posible que se lo llevaran... sólo él
llevaba. Nadie, lógicamente, podía saber eso mejor que Lady Mellifont. En un
principio la había temido un poco, al considerarla, con sus ceremoniosos
silencios y la extremada negrura de casi todo lo que constituía su persona,
algo dura, incluso un poco saturnina. Su palidez parecía ligeramente gris, y
metálico su lustroso pelo negro, lo mismo que los broches, brazaletes y
peinetas que inveteradamente lo adornaban. Iba de luto perpetuo, y llevaba
innumerables ornamentos de azabache y ónice, miles de tintineantes cadenas,
abalorios y cuentas. Yo había oído a Mrs. Adney llamarla Reina de la Noche [5] y el término era descriptivo, si se
entendía que la noche estaba nublada. Tenía un secreto, y si no lo descubrías
al conocerla mejor, al menos te convencías de que era amable, sencilla y
limitada, además de un poco sumisamente triste. Era como una mujer con una
enfermedad indolora. Le dije que sólo había visto a su marido y a su acompañante
bajar juntos por la cañada como una hora antes, e insinué que quizás Mr. Adney
supiera algo de sus intenciones.
Vincent Adney, que,
aunque tenía cincuenta años, parecía un niño bueno a quien se hubiese inculcado
que los niños no deben hablar delante de la gente, desempeñaba con naturalidad
y gusto admirables la posición de marido de una gran figura de la comedia. Aunque
a fin de cuentas ella se lo facilitaba, no se podía menos que admirar el
embelesado cariño con que él lo daba todo por supuesto. Es difícil para un
marido que no está en el escenario, o al menos en el teatro, llevar con
elegancia a una esposa tan conspicua en aquellos círculos, pero Adney salía más
que airoso.., la dificultad le enseñó siempre, curiosamente, a hacerle más interesante. Ponía música a su
amada, y recordarán ustedes lo auténtica que podía ser su música... las únicas
composiciones inglesas que he visto alguna vez que le gustaran a un extranjero.
Su esposa estaba siempre en ellas, de alguna forma; eran como una espléndida
traducción libre de la impresión que ella producía. Al escucharlas, ella
parecía cruzar el escenario riendo, con el pelo suelto y los andares de una
ninfa del bosque. Él no había sido más que un pobre violinista del teatro en el
que ella actuaba, siempre en su sitio durante su actuación; pero ella lo había
convertido en algo raro, esforzado e incomprendido. La superioridad de ambos se
había convertido en una especie de asociación, y su felicidad era parte de la
felicidad de sus amigos. La única preocupación de Adney era no poder escribir
una obra para su esposa, y la única manera de entrometerse en los asuntos de
ella era preguntando a gente imposible si no podrían hacerlo ellos.
Lady Mellifont,
después de mirarlo un momento, me comentó que prefería no hacerle ninguna
pregunta. Al minuto siguiente añadió:
—Prefiero que la
gente no se dé cuenta de que estoy nerviosa.
—¿Está usted nerviosa?
—Siempre me pongo así
si mi marido está lejos de mí en cualquier momento.
—¿Se imagina que le
ha sucedido algo?
—Sí, siempre. Como es
natural, estoy acostumbrada.
—¿Quiere decir que se
caiga por un precipicio... ese tipo de cosas?
—No sé exactamente qué es lo que temo; es la sensación
general de que no va a volver.
Decía tanto y se
callaba tanto que el único modo de referirse a su idiosincrasia parecía ser el
jocoso.
—¡Sin duda nunca la
abandonará! —dije, riéndome.
Ella miró al suelo un
momento.
—Oiga, en el fondo
estoy tranquila.
—Nada puede sucederle
a un hombre tan competente, tan infalible, tan protegido en todos los aspectos
—proseguí con idéntico brío.
—¡No sabe usted lo
protegido que está! —replicó ella con un temblor de voz tan extraño que sólo
pude atribuirlo al hecho de que estaba nerviosa. Esa idea me la confirmó su
inmediato movimiento de cambiar de asiento sin ningún motivo, no como para
cortar en seco nuestra conversación, sino porque estaba preocupada. Seguramente
no podía compartir sus sentimientos, sin embargo en seguida me sentí aliviado
al ver que Mrs. Adney venía hacia nosotros. Llevaba en la mano un gran ramo de
flores silvestres, pero no la acompañaba Lord Mellifont. Rápidamente vi, sin
embargo, que no tenía ningún desastre que anunciar; pero como yo sabía que a
Lady Mellifont le gustaría oír la respuesta a una pregunta que no deseaba
hacer, le expresé inmediatamente la esperanza de que su señoría no se hubiera
quedado en una grieta del glaciar.
—De ninguna manera;
me dejó hace sólo tres minutos. Ha entrado en la casa.
Blanche Adney posó
sus ojos en los míos un momento... una
forma de comunicación
a la que ningún hombre pondría nunca reparos, tratándose de él. El interés, en
esta ocasión, se vio estimulado por lo que dio la casualidad que dijeron sus
ojos en concreto. Normalmente sólo solían decir: «Si, soy encantadora, lo sé,
pero no es para tanto. Sólo quiero un nuevo papel... sí, ¡lo quiero, lo
quiero!» De momento añadieron, de manera sutil y subrepticia, y desde luego dulcemente,
pues así era como lo hacían todo: «No tiene importancia, pero ha sucedido algo.
Tal vez se lo cuente luego». Se volvió hacia Lady Mellifont, y la transición a
la simple alegría indicó su dominio de la profesión.
—Lo he traído sano y
salvo; hemos dado un paseo precioso.
—Me alegro mucho
—dijo Lady Mellifont, con su débil sonrisa; continuando distraídamente al levantarse—:
Debe haber ido a cambiarse para la cena. Falta bastante poco, ¿no es cierto?
Se alejó hacia el
hotel, con aquella manera que tenía de simplificar las despedidas, y los demás,
al oír mencionar la cena, miramos los unos los relojes de los otros, como para
quitarnos de encima la responsabilidad de semejante grosería. El maître, básicamente un hombre de mundo
como todos los maîtres, nos permitía
horas y espacios propios, de modo que por la noche, aparte y alumbrados por una
lámpara, formábamos un pequeño círculo compacto y consentido. Pero sólo los
Mellifont se «vestían», y sólo de ellos se admitía que por supuesto se vestirían: ella exactamente del mismo
modo que cualquier otra noche de su ceremoniosa existencia —no era una mujer
cuyas costumbres pudieran tener en cuenta algo tan mudable como la
conveniencia— y él, en cambio, de una forma increíblemente adecuada y oportuna.
Era casi tan hombre de mundo como el maître,
y hablaba casi tantos idiomas; pero se abstenía de solicitar comparaciones de
chaqués y chalecos blancos, resolviendo cada caso de una manera mucho más
exquisita: terciopelo negro, terciopelo azul y terciopelo marrón, por ejemplo,
y delicadas armonías en la corbata y sutiles negligencias en la camisa. Tenía
un atavío para cada función y una moraleja para cada atavío; y sus funciones,
atavíos y moralejas formaban siempre parte de la distracción de la vida —al
menos parte de su belleza y romanticismo— para un inmenso círculo de espectadores.
Para sus amigos en particular esas cosas eran, desde luego, más que una
distracción; constituían un tema, un apoyo social, y, por supuesto, además un
motivo constante de incertidumbre especulativa. Si su esposa no hubiera estado
presente antes de la cena, sería de eso, probablemente, de lo que los demás nos
habríamos puesto a hablar de común acuerdo.
Clare Vawdrey tenía
un montón de anécdotas sobre todo el asunto: había conocido a Lord Mellifont
casi desde el principio. Era una peculiaridad de este noble que no podía haber
ninguna conversación sobre él que inmediatamente no se convirtiera en anécdota,
y algo más sobresaliente todavía era que, al parecer, no podía haber una
anécdota que no fuera, en definitiva, en su honor. En cualquier momento en que
entrase en una habitación, la gente podría haber dicho francamente: «¡Claro que
estábamos contando cosas de usted!» Tal y como andan las conciencias, en
Londres, todo el mundo habría tenido buena conciencia. Además, habría sido
imposible imaginarlo aceptando tal tributo de otro modo que amablemente, pues
estaba siempre tan impertérrito como un actor que sabe entrar a tiempo. Jamás
en toda su vida había necesitado un apuntador... hasta sus momentos de desconcierto
habían sido ensayados. Por lo que a mí atañe, cuando se hablaba de él siempre
tenía la sensación de que estábamos hablando de un muerto: la conversación se
caracterizaba por esa peculiar acumulación de fruición. Su reputación era una
especie de obelisco dorado, como si estuviera enterrado debajo; el conjunto de
leyenda y recuerdo, de las que él iba a ser objeto, había cristalizado de
antemano.
Esa ambigüedad se
derivaba, supongo, del hecho de que el mero sonido de su nombre y su aspecto
personal, la expectación general que creaba, tuvieran hasta cierto punto un
tono tan romántico y anormal. La experiencia de su cortesía siempre llegaba más
tarde; entonces la prefiguración, la leyenda, palidecían ante la realidad.
Recuerdo que la noche a la que me refiero, la realidad me pareció suprema. El
hombre más apuesto de su tiempo nunca había tenido mejor aspecto, y se sentaba
entre nosotros como un director afable que controlase con un armonioso juego de
brazos una orquesta todavía un poco tosca. Dirigía la conversación con gestos
tan irresistibles como vagos; tenía uno la impresión de que sin él no habría
tenido nada que pudiera llamarse estilo. Era eso esencialmente lo que él
aportaba a cualquier ocasión... lo que aportaba sobre todo a la vida pública inglesa.
Él la impregnaba, la coloreaba, la embellecía, y sin él le habría faltado,
comparativamente hablando, un vocabulario. Seguramente no habría tenido estilo,
porque estilo es lo que tenía al tener a Lord Mellifont. Él era un estilo. Recientemente me impresionó
cuando, en la salle à manger [6] de la pequeña hostería suiza, nos
resignábamos a la inevitable ternera. Comparada con su gran clase —debo poner entre paréntesis que no la comparaban
mucho—, la conversación de Clare Vawdrey hacía pensar en el contraste entre un
reportero y un bardo. Era interesante observar el choque de personalidades del
que tanto podía esperarse cada noche. No hubo, sin embargo, colisión, todo fue
amortiguado y minimizado por el tacto de Lord Mellifont. Era primordial para él
encontrar la solución a tal problema desempeñando el papel de anfitrión, asumiendo
responsabilidades que llevaban consigo su sacrificio. La verdad es que en toda
su vida jamás había sido un invitado; era el anfitrión, el patrocinador, el
moderador en todas las juntas. Si había algún defecto en sus modales —y eso lo
insinúo en voz baja—, era que tenía un poco más de arte del que posiblemente
pudiera requerir cualquier conjunción, aun la más complicada. De cualquier
modo, uno hacía sus reflexiones al darse cuenta de cómo manejaba el caso el
consumado lord, y cómo el resuelto hombre de letras ni siquiera sospechaba que
el caso —y menos que nadie él como parte del mismo— estaba siendo manejado.
Lord Mellifont utilizaba tesoros de tacto, y Clare Vawdrey nunca se imaginó que
lo hiciera.
Vawdrey no sospechaba
de ninguna de esas precauciones, ni siquiera cuando Blanche Adney le preguntó
si no había visto todavía su tercer acto, una pregunta en la que introdujo una
sutileza de las suyas. Ella había decidido que él iba a escribirle una obra, y
que la heroína, si él cumplía con su deber, sería el papel que ella había anhelado
desde tiempos inmemoriales. Tenía cuarenta años —eso no podía constituir un
secreto para quienes la habían admirado desde el principio— y ahora tenía al alcance
de la mano su meta suprema. La edad confería un matiz de pasión trágica —siendo
como era una consumada actriz de comedia— a su deseo de no perderse la gran
ocasión. Habían pasado los años y seguía echándola de menos; nada de lo que
había hecho era lo que había soñado, de modo que ya no había más tiempo que
perder. Eso era el cancro de la rosa, el dolor oculto tras la sonrisa. La hacía
conmovedora... hacia que su tristeza fuera más traviesa que su júbilo. Había
hecho drama inglés antiguo y nuevo teatro francés, y durante algún tiempo había
cautivado a su generación; pero la obsesionaba la perspectiva de una
oportunidad mayor, de algo más en consonancia con las condiciones que la
rodeaban. Estaba harta de Sheridan [7]
y aborrecía a Bowdler [8]; pedía un
cañamazo de grano más fino. Lo peor, a mi juicio, era que nunca le sacaría su
comedia moderna al gran novelista maduro, que era tan incapaz de hacerla como
de enhebrar una aguja. Ella le mimaba, le hablaba, le hacía el amor, como ella
proclamaba sinceramente; pero eran ganas de hacerse ilusiones: tendría que
vivir y morir con Bowdler.
Es difícil pasar por
alto a esta mujer encantadora, que era bella sin belleza y completa con una
docena de deficiencias. La perspectiva del escenario la transformaba, y en
sociedad era como la modelo bajada del pedestal. Era el retrato que echa a
andar, lo que, para la cándida mentalidad de esta sociedad, era una continua
sorpresa: un milagro. La gente creía que ella les contaba los secretos de la
naturaleza pictórica, y a cambio de eso ellos le ofrecían distracción y té.
Ella no les contaba nada y se bebía el té; pero de todos modos ellos salían
ganando. A decir verdad Vawdrey estaba trabajando en una obra teatral; pero si
la había comenzado porque ella le gustaba, creo que seguía dándole largas al
asunto por la misma razón. Sentía en su fuero interno la atroz dificultad y se
hacía el remolón, para conservar la ilusión, evitando llegar al momento de los
ensayos y las tribulaciones. A pesar de lo cual, nada podía ser más agradable
que el tener pendiente dicha cuestión con Blanche Adney, y sin duda de vez en
cuando introducía en la obra algo muy bueno. Si engañaba a Mrs. Adney, era sólo
porque ella, desesperada, había decidido dejarse engañar. A su pregunta sobre
el tercer acto él replicó que antes de la cena había escrito un pasaje
magnífico.
—¿Antes de la cena?
—dije—. ¡Pero cher grand maître [9], antes de la cena nos tenía usted a
todos fascinados en la terraza!
Mis palabras eran en
broma porque creí que las suyas lo habían sido; pero por primera vez, que yo
recordara, noté en su rostro una pizca de confusión. Me miró fijamente, echando
la cabeza hacia atrás con prontitud, un poco como un caballo al que se frena en
seco.
—Pues verá usted, es
que fue antes de eso —contestó con bastante naturalidad.
—Antes de eso estuvo
usted jugando al billar conmigo —soltó Lord Mellifont.
—Entonces debió de
ser ayer —dijo Vawdrey.
Pero estaba en un
aprieto.
—Esta mañana me dijo
usted que ayer no hizo nada —objetó Blanche.
—Me parece que no sé
realmente cuándo hago las cosas.
Miró vagamente, sin
servirse, a una fuente que acababan de ofrecerle.
—Basta con que lo
sepamos nosotros —dijo sonriente Lord
Mellifont.
—No creo que haya
escrito ni una línea —dijo Blanche Adney.
—Creo que podría
repetirle la escena.
Y Vawdrey se refugió
en las haricots verts [10].
—Sí, hágalo...
¡hágalo! —exclamamos dos o tres de nosotros.
—Después de cenar, en
el salón; será un gran régal [11] —declaró Lord Mellifont.
—No estoy seguro,
pero lo intentaré —prosiguió Vawdrey.
—¡Oh, qué amable y
encantador es usted! —exclamó la actriz que estaba practicando lo que ella
consideraba americanismos [12], pues
estaba resignada a hacer incluso una comedia americana.
—Pero con esta
condición —dijo Vawdrey—: debe hacer que su marido toque.
—¿Tocar mientras usted
lee? ¡Jamás!
—Soy demasiado
vanidoso —dijo Adney.
Lord Mellifont le
distinguió con una mirada de sus hermosos ojos.
—Usted tiene que
darnos la obertura antes de que se levante el telón. Es un momento
particularmente delicioso.
—No voy a leer... sólo
voy a hablar —dijo Vawdrey.
—Mejor todavía;
permítame que vaya a por su manuscrito —sugirió Blanche.
Vawdrey replicó que
el manuscrito no importaba; pero una hora más tarde, en el salón, habríamos
deseado que lo tuviera. Estábamos expectantes, todavía bajo el hechizo del
violín de Adney. Su esposa, en primer término, sobre una otomana, era toda impaciencia
y perfil, y Lord Mellifont, en el sillón —el
sillón era siempre el de Lord Mellifont—, hacía que nuestro agradecido grupito
se sintiera como en un congreso de ciencias sociales o un reparto de premios.
De pronto, en lugar de comenzar, nuestro león [13] domado empezó a rugir desafinando: había olvidado por completo
hasta la última palabra. Lo sentía mucho, pero los diálogos no le venían a la
mente en absoluto; estaba profundamente avergonzado pero tenía la memoria en
blanco. No parecía avergonzado ni mucho menos... Vawdrey nunca en toda su vida
había parecido avergonzado; siempre mostraba una naturalidad imperturbable y
alegre. Protestó diciendo que nunca se habría imaginado que haría el ridículo
de ese modo, pero nos dimos cuenta de que eso no impediría que el incidente
pasara a formar parte de sus reminiscencias más divertidas. Éramos nosotros los que estábamos humillados,
como si nos hubiera gastado una broma premeditada. Era una ocasión, como
ninguna otra, para el tacto de Lord Mellifont, que descendió sobre nosotros
como un bálsamo: nos contó a su manera encantadora y artística, esa manera que
tenía de llenar los intervalos áridos (tenía una débit [14] —no había nada
parecido en Inglaterra— como la de los actores de la Comédie Française), su propio fracaso en una ocasión trascendental,
al tener que pronunciar un discurso ante una inmensa multitud, cuando, al
descubrir que había olvidado sus notas, se puso a rebuscar sobre la terrible
tribuna, blanco de todas las miradas, a rebuscar en vano notas indispensables
en bolsillos intachables. Pero el interés del relato era mayor que el del fácil
fiasco de nuestro otro anfitrión, pues, con unos cuantos gestos delicados, esbozó
la brillantez de una actuación que había sabido sobreponerse al apuro, se había
convertido, se nos dejó adivinar, en una tentativa reconocida sobre la marcha
como algo que no era de ningún modo un borrón sobre lo que el público tenía la bondad
de llamar su reputación.
—Ánimo... ¡ánimo!
—exclamó Blanche Adney, dando palmaditas a su marido y recordando cómo, en el
escenario, un contretemps [15] siempre se ahoga con música. Adney
se lanzó sobre su violín y yo le dije a Clare Vawdrey que su error podría
corregirse fácilmente si mandaba a alguien a buscar el manuscrito. Si me decía
dónde estaba, lo traería inmediatamente de su habitación. Vawdrey respondió a
eso:
—Mi querido amigo: me
temo que no hay ningún manuscrito.
—Entonces, ¿no ha
escrito nada?
—Lo escribiré mañana.
—¡Usted está jugando
con nosotros! —dije con mucha perplejidad.
Al oír eso pareció
pensárselo mejor.
—Si hay algo, lo encontrará encima de la
mesa.
En aquel momento le
hablaba uno de los otros, y Lady Mellifont comentó de forma audible, como para
corregir con delicadeza nuestra falta de consideración, que Mr. Adney estaba
tocando algo muy bonito. Yo ya me había fijado antes en que parecía gustarle
mucho la música, siempre la escuchaba con profundo embeleso. La atención de
Vawdrey se distrajo, pero no me pareció que las palabras que acababa de soltar
constituyeran un permiso definitivo para ir a su habitación. Además, yo quería
hablar con Blanche Adney; tenía que preguntarle una cosa. Sin embargo, tuve que
esperar mi oportunidad, mientras permanecimos en silencio algún tiempo,
escuchando a su marido, después de lo cual la conversación se generalizó. Era
nuestra costumbre acostarnos temprano, pero todavía quedaba un poco de la
velada. Antes de que decayera del todo, encontré la oportunidad de decirle a
Blanche que Vawdrey me había dado permiso para poner las manos en su
manuscrito. Me adjuró, por lo que yo consideraba más sagrado, que lo trajera
inmediatamente y se lo diera; y su insistencia no cedió a mi sugerencia de que
en aquel preciso momento sería demasiado tarde para que él empezara a leerlo:
además de que se había roto el hechizo, a los otros no les importaría. No era
demasiado tarde, me aseguró, para que empezara ella; por consiguiente, yo iba a apoderarme, sin más dilación, de
las preciosas páginas. Le dije que la obedecería al instante, pero antes quería
que satisficiera mi justa curiosidad. ¿Qué había sucedido antes de la cena,
cuando estaba en el monte con Lord Mellifont?
—¿Cómo sabe que pasó
algo?
—Lo vi en su rostro
cuando regresó.
—¡Y me llaman actriz!
—exclamó mi amiga.
—¿Y qué me llaman a mí? —pregunté.
—Usted es un
escrutador de corazones... eso tan frívolo que llaman observador.
—¡Ojalá usted
permitiera que un observador le escribiese una obra! —exclamé.
—A la gente no le
gusta lo que usted escribe: acabaría con cualquier buena racha.
—Pues veo funciones
por todas partes —proclamé—; esta noche el aire está lleno de ellas.
—¿El aire? ¡Gracias
por nada! Ya me gustaría que lo estuvieran los cajones de mi mesa.
—¿La cortejó en el
glaciar? —proseguí.
Me miró fijamente...
acto seguido se echó a reír en un arrebato progresivo.
—¿Lord Mellifont, el
pobre? ¡Qué lugar tan raro! Indudablemente sería el lugar de nuestro amor.
—¿Se cayó en una
grieta? —continué.
Blanche Adney volvió
a mirarme como lo había hecho —de un modo tan inconfundible aunque sucinto—
cuando llegó, antes de la cena, con las manos llenas de flores.
—No sé dónde se cayó.
Se lo diré mañana.
—¿Bajó entonces?
—A lo mejor subió
—dijo ella riéndose—. ¡Es realmente extraño!
—Razón de más para
que me lo diga esta noche.
—Tengo que pensármelo;
tengo que descifrarlo.
—Si lo que quiere son
adivinanzas, le daré otra de regalo —dije—. ¿Qué le pasa al Maestro?
—¿El maestro de qué?
—De todas las formas
de disimulo. Vawdrey no ha escrito ni una línea.
—Vaya a buscar sus
papeles y veremos.
—No quisiera ponerlo
en evidencia —dije.
—¿Por qué no, si yo
pongo en evidencia a Lord Mellifont?
—Yo haría cualquier
cosa por eso —admití—. Pero ¿por qué habría de afirmar Vawdrey algo falso? Es
muy curioso.
—Es muy curioso
—repitió Blanche Adney, con aire pensativo y mirando a Lord Mellifont.
A continuación,
levantándose, añadió:
—Vaya a mirar a su
habitación.
—¿La de Lord
Mellifont?
Se volvió hacia mí en
seguida.
—¡Esa sería una manera!
—¿Una manera de qué?
—De averiguar... ¡de
averiguar! —hablaba con alegría y excitación, pero de repente se detuvo—. Estamos
diciendo unas tonterías tremendas —dijo.
—Estamos confundiendo
las cosas, pero su idea me ha sorprendido. Consiga que Lady Mellifont le dé
permiso.
—¡Ella ha mirado!
—puso de manifiesto Blanche, con la más extraña expresión dramática. Después,
tras un movimiento de su bella mano levantada, como si quisiera quitarse de
encima una visión fantástica, añadió imperiosamente:
—Tráigame esa escena...
¡tráigame esa escena!
—Voy a buscarla
—contesté—, pero no me diga que no puedo escribir una obra.
Me dejó, pero mi
recado se pospuso al acercarse una señora que había sacado un libro de
aniversarios —llevaba varias noches amenazándonos con él— y me hizo el honor de
solicitarme un autógrafo. Se lo había pedido a los demás y habría sido
descortés excluirme. Normalmente podía recordar mi nombre, pero siempre me
llevaba mucho tiempo acordarme de mi fecha de nacimiento e incluso cuando lo
recordaba, nunca estaba seguro. Dudé entre dos días, comentándole a mi
peticionaria que firmaría en los dos, si eso la satisfacía. Ella opinó que sin
duda yo no había nacido más que una vez; y, por supuesto, yo respondí que el
día que la conocí había vuelto a nacer. Menciono este chiste malo sólo para
dejar ver que, con el obligado examen de los demás autógrafos, dedicamos varios
minutos a ese trámite. La señora se fue con su libro y entonces comprobé que el
grupo se había dispersado. Me encontraba solo en el saloncito que habían
asignado a nuestro uso. Mi primera impresión fue de decepción: si Vawdrey se
había acostado, no deseaba molestarlo. No obstante, mientras vacilaba, me
pareció que mi amigo todavía debía estar levantado. Había una ventana abierta y
de fuera me llegaba ruido de voces: Blanche se hallaba en la terraza con su
dramaturgo y hablaban de las estrellas. Fui a la ventana a echar un vistazo...
la noche alpina era espléndida. Mis amigos habían salido juntos; Mrs. Adney
había cogido una capa; tenía el mismo aspecto que yo ya le había visto entre
bastidores del teatro. Permanecieron un rato en silencio y oí el bramido de un
torrente cercano. Volví a entrar en la habitación, y su discreto alumbrado me
dio una idea. Nuestros compañeros se habían dispersado —era tarde para un país
pastoril— y los tres tendríamos el lugar para nosotros solos. Clare Vawdrey
había escrito su escena, que no podía ser más que espléndida, y que nos la
leyera ahí, a semejante hora, sería algo que nunca olvidaríamos. Bajaría su
manuscrito y les saldría al encuentro con él cuando entrasen.
Abandoné el salón con
ese propósito; había estado en la habitación de Vawdrey y sabía que se
encontraba en el segundo piso, la última de un largo pasillo. Un minuto después
tenía la mano en el pomo de la puerta, que naturalmente abrí de un empujón sin
llamar. Igualmente natural era que en ausencia de su ocupante la habitación se
hallara a oscuras; más aún cuanto que, no estando iluminado el final del
pasillo a aquellas horas, la oscuridad no disminuyó de inmediato cuando abrí la
puerta. Al principio sólo me di cuenta de que no me había equivocado y que, al
no estar echadas las cortinas de las ventanas, tenía ante mí un par de
aberturas, apenas iluminadas por las estrellas. Su ayuda, sin embargo, no era
suficiente para permitirme encontrar lo que había venido a buscar, y había
metido ya una mano en el bolsillo, para coger la cajita de cerillas que siempre
llevo para los cigarrillos. De pronto la retiré con sobresalto, profiriendo una
exclamación, una disculpa. Había entrado en la habitación que no era; una
mirada prolongada durante tres segundos me permitió ver una figura sentada
junto a una mesa próxima a una de las ventanas... una figura que al principio
había tomado por una manta de viaje tirada en una silla. Retrocedí, sintiéndome
un intruso; pero al hacerlo me hice cargo, en menos tiempo del que se tarda en
expresarlo, primero, de que aquella era la habitación de Vawdrey y, en segundo
lugar, de que sorprendentemente su propio ocupante estaba sentado delante de
mí. Deteniéndome en el umbral experimenté una momentánea sensación de
desconcierto, pero sin darme cuenta había exclamado:
—¡Caramba!, ¿es usted
Vawdrey?
Ni se volvió ni me
contestó, pero mi pregunta recibió una respuesta inmediata y práctica al
abrirse una puerta al otro lado del pasillo. Un criado con una vela había
salido de la habitación de enfrente, y con aquella iluminación fugaz reconocí
indudablemente al hombre a quien un momento antes había dejado abajo, según
creía recordar, conversando con Mrs. Adney. Tenía la espalda medio vuelta hacia
mí y estaba inclinado sobre la mesa en actitud de escribir, pero en cada uno de
sus poros reconocí su identidad.
—Discúlpeme... creí
que estaba usted abajo —dije; y como la persona que tenía delante no daba
señales de oírme, añadí—: Si está ocupado, no le molestaré.
Retrocedí, cerrando
la puerta... había estado en aquel lugar, supongo, menos de un minuto. Tenía
una sensación de perplejidad que, sin embargo, se intensificó infinitamente al
instante siguiente. Me quedé ahí con la mano todavía en el pomo de la puerta,
sorprendido por la impresión más extraña de mi vida. Vawdrey estaba sentado a
su mesa, y era comprensible que estuviera allí, pero ¿por qué estaba
escribiendo a oscuras y por qué no me había contestado? Esperé unos cuantos segundos
por si oía algún movimiento, para ver si volvía en sí de su ensimismamiento —un
acceso concebible en un gran escritor— y exclamaba: «Ah, ¿es usted?, querido
amigo». Pero sólo oí el silencio, sólo noté la oscuridad de la habitación
iluminada por las estrellas, con la presencia imprevista que encerraba. Me di
la vuelta, volviendo lentamente sobre mis pasos, y bajé las escaleras
conturbado. La lámpara todavía ardía en el salón, pero la habitación estaba
vacía. Me dirigí hacia la puerta del hotel y salí. Vacía estaba también la
terraza. Al parecer Blanche Adney y el caballero que iba con ella habían
entrado. Estuve pendiente unos cinco minutos; luego me acosté.
II
Dormí mal, pues estaba inquieto. Al rememorar aquellos
extraños sucesos (¡en seguida verán cuán
extraños!), quizás me imagino más afectado de lo que estaba; pues las grandes
anomalías nunca son tan grandes al principio como después de haber reflexionado
sobre ellas. Agotar las explicaciones lleva su tiempo. Estaba ligeramente
nervioso... me había llevado un fuerte sobresalto; pero no había nada que no
pudiera aclarar preguntando a Blanche Adney, en cuanto la viera por la mañana,
quién había estado con ella en la terraza. Curiosamente, sin embargo, cuando
alboreó el día —un amanecer admirable—, sentía menos deseos de cerciorarme
sobre aquel punto que de escapar, de sacudirme el presentimiento de mi
estupefacción. Vi que el día sería espléndido, y se me antojó pasarlo, como
había pasado días felices de mi juventud, vagando en solitario paseo por la
montaña. Me vestí temprano, compartí el café de rigor, me metí un panecillo en
un bolsillo y una petaquita en el otro y, con un recio bastón en la mano, me
fui hacia las alturas. Mi historia tiene muy poco que ver con las horas
deliciosas que allí pasé... horas de esas que dejan intensos recuerdos. Si la
mitad de ellas las pasé vagando por las lomas de los cerros, la otra mitad
estuve tendido sobre la hierba de las laderas, con la gorra tapándome la visión
—salvo atisbos de estupendos paisajes—, escuchando, en el radiante silencio, a
la abeja de montaña y sintiendo que la mayoría de las cosas se olvidan y se
empequeñecen. Ciare Vawdrey se me hizo más pequeño, Blanche Adney más difusa,
Lord Mellifont más viejo, y antes de acabar el día me olvidé de que había
llegado a sentirme perplejo. Cuando al atardecer volvía a la hostería, no había
nada que me apeteciera más que enterarme si la cena estaría lista pronto.
Aquella noche me vestí, en cierto modo, y cuando estuve presentable todos
estaban en la mesa.
De nuevo en su
compañía, me vivo a la memoria mi pequeño problema, de modo que sentí
curiosidad por ver si Vawdrey me miraba de manera algo rara. Pero no llegó ni a
mirarme; lo cual me dio ocasión tanto de tener paciencia como de preguntarme
por qué había de vacilar en plantearle la cuestión desde el otro lado de la
mesa. Pero vacilé y, al darme cuenta de ello, me volvió parte de la inquietud
que había dejado atrás, o abajo, durante el día. No obstante no estaba
avergonzado de mis escrúpulos: no eran más que pura discreción. Lo que
vagamente sentía era que una pregunta en público no habría sido razonable. Lord
Mellifont estaba allí., claro está, para mitigar con sus perfectos modales
todas las consecuencias, pero creo haber tenido presente que con aquellos
ingredientes concretos su señoría no se sentiría a gusto. Por consiguiente, en
el momento en que nos levantamos, me aproximé a Mrs. Adney y le pregunté si,
como hacía una noche tan buena, no saldría a dar una vuelta conmigo.
—Ha caminado usted
cien millas. ¿Por qué no se queda quieto? —me replicó.
—Caminaría cien
millas más para conseguir que usted me dijera una cosa.
Me miró un instante,
con algo de aquella rareza que yo había buscado, pero no encontrado, en los
ojos de Clare Vawdrey.
—¿Se refiere a qué
pasó con Lord Mellifont?
—¿Lord Mellifont?
Con mi nueva especulación
había perdido el hilo.
—¡Vaya memoria que
tiene, tonto! Hablamos de ello anoche.
—¡Ah, sí! —exclamé,
recordando—; tendremos mucho de que hablar.
La saqué a la terraza
y, antes de que hubiéramos dado tres pasos, le dije:
—¿Quién estaba aquí
anoche con usted?
—¿Anoche? —repitió,
tan lejos de la realidad como yo lo había estado.
—A las diez... justo
después de que se levantara la reunión. Usted salió aquí con un caballero.
Hablaron de las estrellas.
Me miró un momento,
acto seguido se echó a reír.
—¿Está celoso del
querido Vawdrey?
—¿Entonces era él?
—Por supuesto que era
él.
—¿Y cuánto tiempo se
quedó?
Volvió a reírse.
—¡Se lo ha tomado
fatal! Se quedó como un cuarto de hora... tal vez bastante más. Anduvimos un
poco. Habló de su obra. Eso fue todo. Ese es el único hechizo que he utilizado.
Pero no me bastó, de
modo que proseguí:
—¿Y qué hizo Vawdrey
después?
—No tengo la menor
idea. Le dejé y me acosté.
—¿A qué hora se
acostó?
—¿A qué hora lo hizo usted? Da la casualidad que recuerdo
haberme separado de Mr. Vawdrey a las diez y veinticinco —dijo Mrs. Adney—.
Volví a entrar en el salón para buscar un libro y miré el reloj.
—En otras palabras,
usted y Vawdrey se quedaron aquí realmente desde más o menos las diez y cinco
hasta la hora que menciona.
—No sé lo reales que
seríamos, pero nos divertimos mucho. Où voulez-vous en venir? [16] —preguntó
Blanche Adney.
—Simplemente a esto,
mi querida señora: a que a la hora en que su acompañante se hallaba ocupado de
la manera que describe, también estaba en su habitación ocupado en la composición
literaria.
Eso la hizo detenerse
en seco, y sus ojos brillaron en la oscuridad. Quería saber si yo ponía en duda
su veracidad; y yo repliqué que, por el contrario, la apoyaba... hacía el caso
más interesante. Ella contestó que sólo sería así si ella apoyaba la mía; sin
embargo, no tuve gran dificultad en convencerla de que hiciera eso después de
haberle relatado detalladamente el incidente de mi búsqueda del manuscrito...
el manuscrito que, en aquellos momentos, por una razón que ahora podía
entender, parecía habérsele ido tan completamente de la cabeza.
—Su conversación me
hizo olvidarlo... olvidé que lo envié a usted a buscarlo. Compensó su fiasco
del salón: me declamó la escena —dijo Blanche. Se había dejado caer sobre un
banco para escucharme y, ahí sentados, había vuelto a interrogarme brevemente.
Después se echó a reír de nuevo.
—¡Ah, las
excentricidades del genio!
—Ya lo creo! Parecen
aún mayores de lo que suponía.
—¡Ah, los misterios
de la grandeza!
—Usted debería
saberlo todo sobre ellos, pero a mí me cogió desprevenido.
—¿Está completamente
seguro de que era Vawdrey? —preguntó mi acompañante.
—Si no era él, ¿quién
demonios era? Que un extraño caballero, de aspecto exactamente igual al suyo y
de parecidas ocupaciones literarias, estuviera sentado en su habitación a esa
hora de la noche, escribiendo en su mesa a
oscuras —insistí—, prácticamente sería tan sorprendente como lo que yo
sostengo.
—Sí, ¿por qué a
oscuras? —reflexionó mi amiga.
—Los gatos ven en la
oscuridad —dije.
Ella me sonrió
débilmente.
—¿Parecía un gato?
—No, señora mía; pero
le diré lo que parecía: parecía el autor de las admirables obras de Vawdrey. Se
le parecía infinitamente más de lo que se le parece nuestro propio amigo
—declaré.
—¿Quiere usted decir
que era alguien a quien encarga que se las escriba?
—Sí, mientras él sale
a cenar y la decepciona a usted.
—¿Que me decepciona a
mí? —murmuró Mrs. Adney ingenuamente.
—Me decepciona a mí... decepciona a todos los que buscan
en él el genio que creó las páginas que adoran. ¿Dónde está el genio en su
conversación?
—Ah, anoche estuvo
espléndido —dijo la actriz.
—Siempre está
espléndido, al igual que lo es el baño de las mañanas, o el solomillo de vaca,
o el servicio ferroviario a Brighton. Pero nunca excepcional.
—Ya veo lo que quiere
decir.
La habría abrazado...
y tal vez lo hice.
—Por eso es un
consuelo tan grande hablar con usted. A menudo me lo he preguntado... ahora lo
sé. Son dos.
—¡Qué idea tan
deliciosa!
—Uno sale, el otro se
queda en casa. Uno es el genio, el otro el burgués, y es sólo al burgués al que
conocemos personalmente. Habla, circula, es enormemente popular: coquetea con
usted...
—¡Mientras que es con
el genio con quien usted tiene el
privilegio de coquetear! —interrumpió Mrs. Adney—. Le agradezco mucho la distinción.
Le puse la mano
encima del brazo.
—Véalo usted misma.
Inténtelo, compruébelo, vaya a su habitación.
—¿Que vaya a su
habitación? ¡No sería apropiado! —exclamó al estilo de su mejor comedia.
—Cualquier cosa es
apropiada en una pesquisa como esta. Si usted lo ve, eso resuelve el problema.
—Qué detalle...
¡resolverlo! —Reflexionó un momento y después se levantó de un salto—. ¿Quiere
decir ahora?
—Cuando usted quiera.
—Pero suponga que me
encuentro con el falso —dijo ella con un sentido exquisito.
—¿El falso? ¿A cuál
llama usted el verdadero?
—Al que sería un
error que una señora fuera a ver. Suponga que me encuentro con... el genio.
—Bueno, del otro me
ocuparé yo —contesté. Acto seguido, al ocurrírseme mirar a mi alrededor,
añadí—: Cuidado... ahí viene Lord Mellifont.
—Ojalá se ocupara usted
de él—dijo bajando la voz.
—¿Qué le pasa?
—Eso es precisamente
lo que iba a decirle.
—Dígamelo ahora. No
viene.
Blanche miró un
momento. Lord Mellifont, que parecía haber salido del hotel para reflexionar
fumándose un cigarro, se había detenido a cierta distancia de nosotros, y
estaba admirando las maravillosas vistas, discernibles pese a la oscuridad.
Paseamos lentamente en otra dirección y al cabo de un rato ella prosiguió:
—Mi idea es casi tan
jocosa como la de usted.
—Yo no llamaría jocosa
a la mía: es maravillosa.
—No hay nada tan
maravilloso como lo jocoso —contestó Mrs. Adney.
—Usted adopta una
opinión profesional. Pero soy todo oídos.
Mi curiosidad, a decir
verdad, se había reavivado.
—En ese caso, mi
querido amigo, si Clare Vawdrey es doble... y no tengo más remedio que decir
que para mí cuantos más Vawdreys haya, mejor..., su señoría padece la dolencia
opuesta: ni siquiera es uno entero.
Nos paramos una vez
más, simultáneamente.
—No comprendo.
—Yo tampoco. Pero me
da la sensación de que si hay dos Mr. Vawdrey, mirándolo bien, no hay ni
siquiera un Lord Mellifont.
Lo consideré un
momento, y después me reí.
—¡Me parece que ya
entiendo lo que usted quiere decir!
—Eso es lo que hace
que usted sea un consuelo. —Ella no
me abrazó, muy a pesar mío, sino que siguió inmediatamente—. ¿Lo ha visto solo
alguna vez?
Traté de recordar.
—Si... ha venido a
verme.
—Pero entonces no
estaba solo.
—Y yo he ido a verle... a su despacho.
—¿Sabia él que usted
estaba allí?
—Naturalmente... me
anunciaron.
Me fulminó con la
mirada como si fuera una encantadora conspiradora.
—¡No hay que dejarse anunciar!
Dicho eso siguió andando.
La alcancé, sin resuello.
—¿Quiere usted decir
que hay que presentarse cuando menos se lo espere?
—Hay que cogerlo
desprevenido. Tiene que ir a su habitación... eso es lo que debe hacer.
Aunque me alborozaba
el modo en que se desarrollaba nuestro misterio, también estaba, comprensiblemente,
un poco confuso.
—¿Cuando sepa que no
está allí?
—Cuando sepa que está.
—¿Y qué veré?
—¡No verá nada!
—exclamó ella mientras dábamos la vuelta.
Habíamos llegado al
final de la terraza, y ese desplazamiento nos dejó cara a cara con Lord
Mellifont, quien, al reanudar su paseo, ahora nos había alcanzado, con
discreción. Verlo en aquel momento fue revelador, y suscitó una serie de
asociaciones retrospectivas que enlazaban con la impresión general que uno
tenía del personaje. Mientras estaba allí sonriéndonos y agitando una mano
experimentada en aquella noche transparente —presentaba el panorama como si se
tratara de un candidato «partidario» de los mismísimos Alpes—, surgiendo ante
nosotros en medio de la delicada fragancia de su cigarro y de sus demás
delicadezas y fragancias, colmada su bella cabeza, no se sabe cómo, de más
perfecciones de las que jamás ni en ninguna parte se hubieran visto acumuladas,
me pareció tan esencialmente, tan conspicua y uniformemente el personaje
público, que en un abrir y cerrar de ojos adiviné la respuesta al acertijo de
Blanche. Era todo público y no tenía vida privada correspondiente, al igual que
Clare Vawdrey era todo privado y carecía de la correspondiente vida pública.
Sólo había oído a medias el relato de mi acompañante y, sin embargo, al
reunirnos con Lord Mellifont —nos había seguido, porque le gustaba Mrs. Adney,
pero tratándose de él siempre había que imaginar que, más que buscar compañía,
la aceptaba—, al compartir ambos durante media hora la repartida riqueza de su
conversación, sentí con imperturbable doblez que le habíamos descubierto, por
decirlo así. Me divirtió aún mucho más esa rápida subida de telón con que la
actriz acababa de obsequiarme que mi propio descubrimiento; y si no estaba más
avergonzado de compartir con ella su secreto que de haberla hecho partícipe del
mío —aunque, de los dos enigmas, el mío resultaba el más glorioso para el personaje
en cuestión—, era porque no había crueldad en mi provecho, sino por el
contrario una ternura extrema y una auténtica compasión. Ah, él estaba a salvo
conmigo, y me sentía además rico y culto, como si de repente me hubiese metido
el universo en el bolsillo. Había aprendido hasta qué punto una gran apariencia
podía depender del lugar y del momento. Sin duda sería mucho decir que yo siempre
había sospechado de la posibilidad, en el fondo del ser de su señoría, de un
caso tan hermoso; pero al menos es un hecho, por más condescendientes que estas
palabras puedan parecer, que yo siempre había sido consciente de tener cierta
reserva de indulgencia hacia él. Le había compadecido en secreto por lo
perfecto de su actuación, me había preguntado qué rostro vacío tenía que cubrir
esa máscara, qué le quedaba para las horas inexorables en las que un hombre se
sienta consigo mismo o, más serio todavía, con ese yo más intenso, su legitima
esposa. ¿Cómo era en casa y qué hacía cuando estaba solo? Había algo en Lady
Mellifont que daba sentido a aquellas averiguaciones.., algo que sugería que,
incluso para ella, él seguía siendo el personaje público, y que interrogantes
similares le acosaban a ella. Nunca los había aclarado: ese era su eterno
problema. En consecuencia, nosotros, Blanche Adney y yo, sabíamos más que ella;
pero por nada del mundo se lo íbamos a decir, ni ella probablemente nos lo
habría agradecido. Prefería la relativa grandeza de la incertidumbre. No estaba
en casa con él, así que no podía opinar, y él no estaba a solas con ella, así
que no se lo podía explicar. Actuaba para su mujer y era un héroe para sus
criados, y lo que uno quería aclarar era qué era de él realmente cuando nadie
podía verle... ni a fortiori [17] admirarle. Es de suponer que se
relajaba y descansaba; pero ¡qué vacío más absoluto no haría falta para reparar
semejante plenitud de presencia!... ¡que entr’acte
tan intenso para hacer posible más representaciones de ese tipo! Lady Mellifont
era demasiado orgullosa para fisgonear y, como nunca había mirado por el ojo de
una cerradura, permanecía digna y desconsolada.
Pudo haber sido una
imaginación mía que Blanche Adney sonsacara a nuestro acompañante, o es posible
que la ironía práctica de nuestra relación con él en un momento así me hiciera
verle con más viveza; de cualquier modo, nunca me había parecido tan diferente
de como habría sido si no le hubiéramos ofrecido un reflejo de su imagen.
Éramos sólo una concurrencia de dos, pero él nunca había sido más público. Su
perfecto talante nunca había sido más perfecto, su extraordinario tacto nunca
había sido tan extraordinario, su única raison
d’être [18] concebible, la
absoluta llaneza de su identidad, nunca más atestiguada. Tenía la sensación
tácita de que todo eso saldría en los periódicos de la mañana, con un
editorial, y también otra, secretamente estimulante, de que yo sabía algo que
no saldría, que nunca podría salir, aunque cualquier diario con iniciativa me
daría una fortuna por ello. Debo añadir, sin embargo, que a pesar de mi goce
—era casi sensual, como el de un plato consumado o de un placer sin
precedentes— estaba deseoso de quedarme de nuevo a solas con Mrs. Adney, que me
debía una anécdota. Aquella noche resultó imposible, pues algunos de los demás
salieron a ver qué era lo que encontrábamos tan absorbente; y entonces Lord
Mellifont encargó un poco de música al violinista, que sacó el violín y tocó
para nosotros divinamente, sobre nuestra tribuna de ecos, cara a cara con los
fantasmas de las montañas. Antes de que se acabara el concierto noté la
ausencia de nuestra actriz y, echando un vistazo al salón a través de la
ventana, vi que se había instalado allí con Vawdrey, que estaba leyendo un
manuscrito. Al parecer, se había llevado a cabo la gran escena, y sin duda fue
aún más interesante para Blanche dadas las nuevas revelaciones que había reunido
acerca de su autor. Consideré discreto no molestarlos, y me acosté sin volver a
verla. A la mañana siguiente la busqué temprano y, como el día prometía ser
bueno, le propuse que nos fuéramos al monte, recordándole la solemne obligación
en que había incurrido. Ella reconoció la obligación y me complació con su compañía,
pero antes de que hubiéramos subido diez yardas por el paso, exclamó con
vehemencia:
—¡Mi querido amigo,
no tiene ni idea de cómo me impacta! No puedo pensar en otra cosa.
—¿Que no sea su
teoría sobre Lord Mellifont?
—Oh, ¡caray con Lord Mellifont! Me refiero a la suya sobre Mr. Vawdrey, que
es con mucho el más interesante de los dos. Me fascina esa visión de su...
¿cómo la llama usted?
—¿Su identidad alternativa?
—Su otro yo: es más
fácil de decir.
—¿La acepta usted
pues, la aprueba?
—¿Aprobarla? ¡Me
recreo en ella! Anoche se me hizo tremendamente vivida.
—¿Mientras le leía
allí?
—Sí, mientras lo
escuchaba, le observaba. Lo simplificó todo, lo explicó todo.
Se me subió el éxito.
—Ahí está la gracia,
ya lo creo. ¿La escena es buena?
—¡Es magnífica!, y él
lee maravillosamente.
—¡Casi tan bien como
escribe el otro! —me reí.
Eso la hizo detenerse
un momento, poniéndome la mano en el brazo.
—¡Ha expresado usted
mi propia impresión! Tuve la impresión de que me estaba leyendo la obra de
otro.
—En cierto modo eso
fue hacerle un gran servicio al otro —convine yo.
—Una persona tan
completamente diferente —dijo Mrs. Adney.
Hablamos de esa
diferencia mientras seguimos caminando, y del enorme caudal, el recurso vital,
que constituía tal duplicación del individuo.
—Tiene que hacerle
vivir el doble de tiempo que a los demás —inferí.
—¿A cuál de los dos?
—Pues a los dos; ya
que al fin y al cabo son miembros de una empresa, y uno de ellos no podría
llevar adelante el negocio sin el otro. Además, la mera supervivencia sería
horrible para cualquiera de los dos.
Ella se quedó callada
un rato; luego exclamó:
—No sé... ¡ojalá sobreviviese!
—¿Puedo preguntar, a
mi vez, cuál de ellos?
—Si no lo adivina, no
seré yo quien se lo diga.
—Conozco el corazón
de las mujeres. Siempre prefieren al otro.
Volvió a detenerse,
mirando a su alrededor.
—Aquí fuera, lejos de
mi marido, puedo decírselo. ¡Estoy
enamorada de él!
—Desdichada, él no
tiene pasiones —contesté.
—Precisamente por eso
le adoro. ¿Acaso una mujer con mi historial no sabe que las pasiones de otros son
insoportables? A una actriz, pobrecita, no le puede apetecer ningún amor que no
esté todo de su parte; no se puede
permitir el lujo de ser correspondida. Mi matrimonio lo demuestra: uno
precioso, afortunado como el nuestro, es ruinoso. ¿Sabe usted qué tenía anoche
en la cabeza durante todo el tiempo que Mr. Vawdrey me estuvo leyendo esos
preciosos diálogos? Un loco deseo de ver al autor.
Y dramáticamente,
como para esconder su vergüenza, Blanche Adney dio un paso adelante:
—Ya lo arreglaremos
—respondí—. Yo mismo quiero echarle otro vistazo. Pero entre tanto haga el favor
de recordar que llevo esperando más de cuarenta y ocho horas la prueba que
apoye el bosquejo que me hizo, intensamente sugestivo y verosímil, de la vida
privada de Lord Mellifont.
—Bah, Lord Mellifont
no me interesa.
—Ayer sí le
interesaba —dije.
—Sí, pero eso era
antes de enamorarme. Usted me lo borró del pensamiento con su historia
—Va a hacer que
sienta habérselo dicho. Vamos —supliqué—, si no me dice cómo se le ocurrió esa
idea me imaginaré que simplemente se la inventó.
—Bueno, permítame
recordarlo mientras paseamos por este desfiladero aterciopelado.
Nos hallábamos a la
entrada de un encantador valle tortuoso, de cuyo suelo llano formaba parte el
cauce de un arroyo tranquilo y veloz. Nos internamos en él, y el grato paseo
junto al torrente claro nos llevaba hacia adelante, hasta que de repente,
mientras seguíamos y yo esperaba que mi acompañante recordara, un recodo de la
quebrada nos mostró a Lady Mellifont que venía hacia nosotros. Venía sola, bajo
el palio de su quitasol, arrastrando por el césped la cola de su vestido de
color sable [19], y de esa guisa,
por aquellos tortuosos caminos, constituía una aparición bastante poco
frecuente. Solía llevar un lacayo, que marchaba detrás de ella por las
carreteras y cuya librea resultaba extraña a los rudos campesinos. Al vernos se
sonrojó, como si, por alguna razón, debiera justificarse; se rió un poco y dijo
que no había salido más que a dar un paseíto mañanero. Permanecimos juntos un
rato, intercambiando trivialidades, y entonces nos dijo que había contado en
cierta manera con encontrar a su marido.
—¿Está por aquí? —le
pregunté.
—Supongo que sí.
Salió hace una hora a dibujar.
—¿Le ha estado buscando?
—le preguntó Mrs. Adney.
—Un poco; no mucho
—dijo Lady Mellifont.
Cada una de las dos
mujeres posó sus ojos con cierta intensidad, según me pareció, en los de la
otra.
—Nosotros lo
buscaremos por usted, si quiere —dijo
Blanche.
—Ah, no importa.
Pensaba reunirme con él.
—No hará sus dibujos
si usted no le encuentra —insinuó mi acompañante.
—Tal vez lo haga si
le encuentran ustedes —dijo Lady Mellifont.
—Oh, quizás aparezca
—intervine.
—¡Seguramente lo hará
si sabe que estamos aquí! —replicó Blanche.
—¿Quiere usted
esperar mientras le buscamos? —pregunté a Lady Mellifont.
Ella repitió que no
tenía importancia; ante lo cual Mrs. Adney prosiguió:
—Nos ocuparemos del
asunto por nuestro propio placer.
—Les deseo una
excursión agradable —dijo su señoría, y cuando se volvía quise saber si
debíamos informar a su marido de que ella estaba cerca.
—¿Que le he seguido?
Dudó un momento y
dijo con voz entrecortada de una manera extraña:
—Creo que será mejor
que no lo haga.
Dicho eso se despidió
de nosotros, y descendió por el desfiladero como si flotara con cierta rigidez.
Mi acompañante y yo observamos su retirada; a continuación intercambiamos una
mirada, y de los labios de la actriz se escapó un ligero atisbo de risa al
susurrar:
—¡Parece que
estuviera paseándose en Mellifont entre los arbustos!
Yo tenía mi opinión.
—Lo sospecha, ¿sabe?
—Y no quiere que él
lo adivine. No habrá ningún dibujo.
—A no ser que lo
sorprendamos —sugerí—. En ese caso lo encontraremos haciendo uno, en la actitud
más airosa y establecida, y lo extraño es que será brillante.
—Dejémosle en paz...
tendrá que volver sin ese dibujo.
—Él preferiría no volver.
¡Ya encontrará público!
—Tal vez lo haga para
las vacas —aventuró Blanche; y cuando yo estaba a punto de reprenderla por su
irreverencia, prosiguió—: Eso es precisamente lo que descubrí por casualidad.
—¿De qué está usted
hablando?
—Del incidente de
anteayer.
No lo dejé escapar.
—Bueno, ¡oigámoslo
por fin!
—No fue más que
eso... que me pasó lo mismo que a Lady Mellifont: no pude encontrarlo.
—¿Le perdió?
—Él me perdió a mí... eso es lo que ocurrió al parecer.
Creyó que me había ido. Y entonces...
Pero se detuvo y su
mirada —es decir, su sonrisa— fue muy elocuente.
—Sin embargo usted lo
encontró —dije, extrañado—, puesto que volvió con él.
—Fue él quien me
encontró a mí. Eso es lo que va a
ocurrir otra vez. Él está allí porque sabe que hay alguien más.
—Comprendo sus
intermitencias —respondí tras breve reflexión—, pero no acabo de captar la ley
que las rige.
—Es un matiz sutil,
pero lo capté en aquel momento. Yo había emprendido el regreso. Estaba cansada
y había insistido en que no volviera conmigo. Habíamos encontrado unas flores
poco comunes —esas que traje conmigo—, y fue él quien las había descubierto
casi todas. Le divertía mucho y yo sabía que quería coger más, pero yo estaba
agotada y me fui. Él me dejó marchar —¿dónde si no habría estado su tacto?— y
yo era entonces demasiado estúpida para adivinar que desde el momento en que yo
no estuviera allí no se cogería... no se podría
coger... ni una flor. Inicié el regreso, pero al cabo de tres minutos me di
cuenta de que me había llevado su navaja —me la había prestado para podar una
rama— y sabía que la necesitaría. Retrocedí unos pasos para llamarle, pero
antes de hablar le busqué con la mirada. No se puede entender lo que sucedió
entonces sin tener delante el escenario.
—Tiene usted que
llevarme allí —dije.
—Puede que veamos
aquí mismo el prodigio. El lugar sencillamente no ofrecía la menor oportunidad
de esconderse: una gran ladera suave, sin obstrucciones ni cavidades ni
matorrales ni árboles. Había unas rocas más abajo, detrás de las cuales yo
misma había desaparecido, pero de las que, al regresar, volví a salir
inmediatamente.
—Entonces él debió
verla.
—Estaba demasiado
distraído, demasiado agotado, tan extinguido como una vela apagada, vaya usted
a saber por qué. Probablemente sería un momento de fatiga... está envejeciendo,
¿sabe?..., de modo que, con la sensación de volver a estar solo, la reacción
había sido proporcionalmente mayor, la extinción proporcionalmente completa. En
cualquier caso, el escenario estaba tan vacío como la mano de usted.
—¿No podría haber estado en algún otro sitio?
—En todo aquel tiempo
no podría haber estado en ninguna parte más que donde lo dejé. Sin embargo, el
lugar se hallaba completamente vacío, tan vacío como este tramo de valle que se
extiende ante nosotros. Se había desvanecido... había cesado de ser. Pero en
cuanto se oyó mi voz —pronuncié su nombre—, surgió ante mí como el sol naciente.
—¿Y por dónde salió
el sol?
—Exactamente por
donde debía... exactamente donde él tendría que haber estado y donde yo debería
haberle visto, si él fuera como las demás personas.
La había escuchado
con el más profundo interés, pero tenía la obligación de encontrar objeciones.
—¿Cuánto tiempo
transcurrió entre el momento en que notó su ausencia y el momento en que le
llamó?
—Unos segundos nada
más. Supongo que no fue mucho.
—¿El tiempo
suficiente para estar realmente segura? —le dije.
—¿Segura de que él no
estaba allí?
—Sí, y de que no se
había equivocado, de que no era víctima de algún truco de su vista.
—Pude haberme
equivocado... pero estoy convencida de que no. De todos modos, por eso quería
que mirase usted en su habitación.
Lo pensé un momento.
—¿Cómo voy a hacerlo... si ni siquiera su mujer
se atreve?
—Ella quiere hacerlo; propóngaselo. No
costaría mucho convencerla. Ella sospecha algo.
Pensé otro momento.
—¿Él parecía saberlo?
—¿Que yo le había
echado de menos y podía haberme extrañado enormemente? Eso se me ocurrió...
pero también que probablemente pensó que había sido lo bastante rápido.
Comprenderá usted que él tiene que creer eso... sobre todo darlo por supuesto.
El caso es que... me
perdí... ¿quién lo diría?
—Pero ¿habló usted al
menos de su desaparición?
—¡Dios me libre!... y pensez-vous? [20]
Me pareció demasiado
extraño.
—Lógicamente. ¿Y qué
aspecto tenía?
Intentando pensarlo
bien otra vez y reconstituir su milagro, Blanche Adney miró distraída hacia el
valle. De repente exclamó: «¡El mismo que tiene ahora!», y vi a Lord Mellifont
de pie ante nosotros con su cuaderno de dibujo. Me di cuenta, al salir a su
encuentro, de que no parecía ni suspicaz ni desconcertado: sencillamente allí
era, como siempre en todas partes, la figura principal del escenario.
Naturalmente, no tenía dibujo alguno que enseñarnos, pero nada podría haber
rematado mejor la idea concreta que teníamos de
él que su manera de
ponerse en situación mientras nos acercábamos. Había estado eligiendo su punto
de vista: tomó posesión de él con un movimiento de lápiz. Estaba apoyado en una
roca; su precioso estuche de acuarelas estaba depositado a su lado en una mesa
natural, un saliente de la loma, lo cual demostraba cuán inveteradamente la
naturaleza contribuía a su conveniencia. Pintaba mientras hablaba, y hablaba
mientras pintaba; y si la pintura era tan variada como la charla, de igual
manera la charla habría embellecido un álbum. Nos quedamos mientras continuaba
la exhibición, y los deliberados perfiles de las cumbres nos parecieron que
estaban interesados en su éxito. Se erguían tan negros como siluetas de papel,
recortándose contra un cielo lívido, del que, sin embargo, no habría nada que
temer hasta que el boceto de Lord Mellifont estuviese acabado. Toda la
naturaleza se remitía a él y los propios elementos esperaban. Blanche Adney se
comunicaba conmigo sin palabras, y yo podía leer en sus ojos: «¡Ah, si nosotros lo supiéramos hacer así de
bien! Él llena la escena de tal manera que nos da ciento y raya». Tan imposible
nos habría sido dejarle como irnos de un teatro antes de que acabase la
función; pero a su debido tiempo nos volvimos con él y regresamos dando un
paseo a la hostería, ante cuya puerta su señoría, echando de nuevo un vistazo a
su dibujo, arrancó la hoja en blanco del cuaderno y se la ofreció, con unas cuantas
acertadas palabras apropiadas, a nuestra amiga. A continuación entró en la casa
y, un momento después, alzando los ojos desde donde estábamos, lo vimos,
arriba, en la ventana de su sala de estar —tenía las mejores habitaciones—,
observando los pronósticos del tiempo.
—Tendrá que descansar
después de esto —dijo Blanche, bajando los ojos a su acuarela.
—¡Ya lo creo! —Alcé
los míos hacia la ventana: Lord Mellifont había desaparecido—. Ya está absorto
otra vez.
—¿Absorto otra vez?
Comprendí que la actriz
pensaba ya en otra cosa.
—En la inmensidad de
las cosas. Ha vuelto a recaer; ha empezado el entr’acte.
—Debería ser largo.
—Contempló la terraza y, como en aquel momento apareciese en la puerta el maître, se volvió de repente para
dirigirse a él—. ¿Ha visto usted a Mr. Vawdrey recientemente?
El hombre se acercó
de inmediato.
—Salió de la casa
hace cinco minutos... a dar un paseo, creo. Bajó por el desfiladero; llevaba un
libro.
Yo observaba las
ominosas nubes.
—Más le valdría
haberse llevado un paraguas.
El camarero sonrió.
—Le recomendé que
cogiera uno.
—Gracias —dijo
Blanche; y el Oberkellner [21] se retiró. Acto seguido prosiguió,
repentinamente—: ¿Me hace usted un favor?
—Sí, si usted me hace
a mí otro. Déjeme ver si su dibujo
está firmado.
Le echó una ojeada
antes de dármelo.
—Sorprendentemente no
lo está.
—Debería estarlo para
tener todo su valor. ¿Me lo puedo quedar durante un rato?
—Sí, si hace lo que
le pido. Coja un paraguas y siga a Mr. Vawdrey.
—¿Para traérselo a
Mrs. Adney?
—Para retenerlo fuera...
el mayor tiempo posible.
—Lo retendré lo que
tarde en echarse a llover.
—¡No importa que llueva!
—exclamó mi acompañante.
—¿Quiere usted que
nos empapemos?
—No tendría
remordimientos —a continuación con un extraño fulgor en los ojos, añadió—: Voy
a intentarlo.
—¿A intentarlo?
—Intentar ver al
auténtico. Bueno, ¡si puedo llegar a él! —exclamó con vehemencia.
—¡Inténtelo,
inténtelo! —le respondí—. Retendré a nuestro amigo todo el día.
—Si puedo llegar al
que lo hace —y se detuvo echando chispas por los ojos—, si puedo poner las
cosas en claro con él, obtendré otro acto, ¡tendré mi papel!
—¡Retendré a Vawdrey indefinidamente!
La llamé a voces cuando
entraba rápidamente en casa.
Su audacia era
contagiosa, y me quedé allí rebosante de emoción. Miré la acuarela de Lord
Mellifont y miré la tormenta que se estaba formando; volví los ojos de nuevo
hacia las ventanas de su señoría y acto seguido los dirigí a mi reloj. Vawdrey
me llevaba tan poca ventaja que tendría tiempo de alcanzarlo, tendría tiempo
aunque tardase cinco minutos en subir a la sala de estar de Lord Mellifont
—donde todos habíamos sido recibidos con hospitalidad—, para darle el recado de
que Mrs. Adney le rogaba que otorgase a su dibujo la solemne consagración de su
firma. Al examinar de nuevo aquella obra de arte, noté que había algo de lo que
indudablemente carecía: ¿qué otra cosa, pues, sino un autógrafo tan noble? Era
mi deber suplir la deficiencia sin pérdida de tiempo y, de acuerdo con ese
parecer, volví a entrar en el hotel inmediatamente. Subí a las habitaciones de
Lord Mellifont; llegué a la puerta de su salón. Ahí, no obstante, encontré una
dificultad con la que mi prodigalidad no había contado. Si llamaba lo
estropearía todo; sin embargo ¿estaba dispuesto a prescindir de esa ceremonia?
Me hice la pregunta y me sentí incómodo; le di vueltas y más vueltas al
dibujito, pero no obtuve la respuesta que quería. Yo quería que dijera: «Abre
la puerta con cuidado, con mucho cuidado, sin hacer ruido, pero muy rápido, y
ya verás lo que verás». Había llegado incluso a poner la mano en el pomo cuando
me di cuenta (andándome con mucho ojo) de que exactamente como pensaba —con
cuidado, con mucho cuidado, sin hacer ruido— se había movido otra puerta, y al
otro lado del vestíbulo. En aquel mismo instante me encontré sonriendo bastante
forzadamente a Lady Mellifont, quien, al verme, se había detenido en el umbral
de la puerta de su habitación. Durante un momento, mientras ella seguía allí,
intercambiamos unas cuantas ideas, que eran tanto más singulares cuanto que no
fueron expresadas. Nos habíamos sorprendido acechándonos mutuamente, y en ese
sentido nos entendíamos; pero cuando me dirigí hacia ella —de modo que la
anchura del vestíbulo nos separaba de la sala de estar—, sus labios formaron
una súplica casi muda: «¡No!» Vi en sus ojos preocupados todo lo que esa
palabra expresaba: la confesión de su propia curiosidad y el temor de las
consecuencias de la mía. «¡No!», repitió cuando me tuvo delante. Desde el momento
en que mi experimento pudiera parecerle un acto de violencia estaba dispuesto a
renunciar a él; no obstante creí detectar en su rostro asustado una revelación
todavía más profunda: una posible decepción si yo desistía. Era como si me
hubiera dicho: «Dejaré que lo haga si asume la responsabilidad. Sí, con otra
persona yo le sorprendería. Pero no serviría que creyese que era yo».
—En seguida
encontramos a Lord Mellifont —observé, aludiendo a nuestro encuentro con ella
una hora antes—, y tuvo la amabilidad de regalarle este precioso dibujo a Mrs.
Adney, quien me ha pedido que subiera y le rogase que pusiera la firma que
omitió.
Lady Mellifont cogió
el dibujo, y me imaginé la lucha que se libró en su interior mientras lo
miraba. Esperó antes de hablar; entonces pensé que todas sus delicadezas y
dignidades, todas sus antiguas timideces y piedades obstaculizaban su gran
ocasión. Se apartó de mí y regresó a su habitación con el dibujo. Estuvo ausente
durante un par de minutos, y cuando reapareció vi que había vencido la
tentación; que incluso había vacilado ante ella con una especie de horror
resurgente. Había depositado el dibujo en la habitación.
—Si tiene la
amabilidad de dejarme el dibujo, me ocuparé de que sea atendida la petición de
Mrs. Adney —dijo con gran cortesía y dulzura, pero de una manera que puso fin a
nuestro coloquio.
Asentí, con un
entusiasmo tal vez algo artificial, y a continuación, para facilitar nuestra
separación, comenté que íbamos a tener un cambio de tiempo.
—En ese caso nos
marcharemos... nos marcharemos inmediatamente —respondió la pobre señora. Me
divirtió el ansia con que hizo esta declaración: parecía representar una ávida
fuga para ponerse a salvo, una escapatoria con su secreto amenazado. Por eso me
sorprendí más cuando, al volverme, me tendió la mano para tomar la mía. Tenía
el pretexto de despedirse de mí, pero al estrecharle la mano en ese supuesto me
pareció que lo que ese movimiento en realidad daba a entender era: «Le
agradezco la ayuda que me habría prestado, pero es mejor así. Si yo me
enterase, ¿quién me ayudaría entonces?» Mientras me dirigía a mi habitación a
buscar el paraguas, me dije: «Está segura, pero no lo pondrá a prueba».
Un cuarto de hora
después había alcanzado a Vawdrey en el paso, y poco después nos hallábamos
buscando refugio. La tormenta no sólo se había acabado de formar, sino que
finalmente había estallado con extraordinaria violencia. Trepamos por una
ladera hasta una cabaña vacía, una tosca construcción que era poco más que un
cobertizo para proteger el ganado. Sin embargo, era un refugio aceptable, y
tenía fisuras a través de las cuales pudimos ver el espectáculo, contemplar la
furia grandiosa de la naturaleza. El entretenimiento duró una hora... hora que
se me ha quedado grabada en la memoria como llena de extrañas disparidades.
Mientras los relámpagos jugaban con los truenos y la lluvia derramaba a borbotones
sobre nuestros paraguas, me dije que Clare Vawdrey era decepcionante. No sé
exactamente qué habría imaginado de un gran autor expuesto a la furia de los
elementos, no puedo decir qué específica actitud manfrediana [22] habría esperado que asumiera mi acompañante,
pero no sé por qué me pareció que no debería haber contado con que me
obsequiara en semejante situación con chismes —que yo ya había oído— sobre la
célebre Lady Ringrose. Su señoría constituyó el tema de conversación de Vawdrey
durante aquella escena prodigiosa, aunque antes de que terminara del todo, la
emprendió con Mr. Chafer, el apenas menos notorio crítico. Oír a un hombre como
Vawdrey hablar de críticos me partió el corazón. La descarga eléctrica proyectaba
una innegable claridad sobre la verdad, que conocía desde hacía años, y que se
había confirmado de modo trascendente en los últimos uno o dos días, la irritante
certeza de que para las relaciones personales aquel genio admirable consideraba
lo suficientemente bueno a su segundo. Era
así, sin duda, tal como estaba hecha la sociedad, pero había un desprecio en la
distinción que no podía dejar de ser mortificante para un admirador. El mundo
era vulgar y estúpido, y el hombre auténtico habría sido un necio al
presentarse en sociedad, cuando podía chismorrear y cenar por delegación. A
pesar de todo se me cayó el alma a los pies al darme cuenta de que mi compañero
practicaba esa economía. No sé exactamente qué era lo que yo quería; supongo
que quería que él hiciera una excepción conmigo...
conmigo sólo, y de manera completamente generosa y tierna, entre aquella enorme
multitud de lerdos. Casi creí que la haría, si hubiera sabido cómo veneraba yo
su talento. Pero nunca había sido capaz de transmitírselo, y la aplicación que
él hacía de su principio era implacable. En cualquier caso, yo estaba más
seguro que nunca de que en aquellos momentos la silla de su habitación al menos
no estaría vacía: allí estaba la
actitud manfrediana, allí estaba el
rasgo de sensibilidad. No podía sino envidiar a Mrs. Adney su presumible
disfrute de todo eso.
El tiempo cambió por
fin, y la lluvia aplacó lo suficiente para permitirnos salir de nuestro asilo y
emprender el regreso a la hostería, donde al llegar nos encontramos con que
nuestra prolongada ausencia había causado cierta inquietud. Al parecer se juzgó
que la tormenta nos habría puesto en apuros. Varios de nuestros amigos estaban
en la puerta, y parecieron un poco desconcertados al observar que sólo estábamos
empapados. Por alguna razón, Clare Vawdrey venía más calado que yo, y se fue
derecho a su habitación. Entre las personas que se habían reunido para
esperarnos se encontraba Blanche Adney, pero cuando el objeto de nuestra
especulación se dirigió hacia ella, lo rehuyó sin saludarle; con un movimiento
que estimé un poco frío, le dio la espalda y entró rápidamente en el salón.
Mojado como estaba, entré tras ella; después de lo cual se volvió de inmediato
y miró hacia mí. Lo primero que vi fue que nunca había estado tan bella. Había
en ella una luz que denotaba inspiración y, con el más diligente susurro, que
era al mismo tiempo el grito más sonoro que jamás haya oído, exclamó:
—¡He conseguido el papel!
—¿Fue a su
habitación... tenía yo razón?
—¿Razón? —repitió
Blanche Adney—. ¡Ay, mi querido amigo! —murmuró.
—¿Estaba allí... le
vio?
—Él me vio a mí. ¡Fue el gran momento de mi vida!
—Debió ser el gran
momento de la de él, si estaba usted la mitad de hermosa de lo que está ahora.
—Es estupendo
—prosiguió, como si no me oyera—. ¡Es
él quien lo hace!
Yo escuchaba, enormemente
impresionado, y ella añadió:
—Nos entendimos
mutuamente.
—¿Con los relámpagos?
—¡En aquel momento no
veía los relámpagos!
—¿Cuánto tiempo
estuvo usted allí? —pregunté con admiración.
—Lo bastante para
decirle que le adoro.
—Ah, ¡eso es lo que
yo nunca he sido capaz de decirle!
Lo lamenté bastante.
—Conseguiré el
papel... ¡conseguiré el papel! —continuó ella, con clamorosa indiferencia; y se
puso a dar vueltas por la habitación con el júbilo de una niña, deteniéndose
sólo para decir:
—Vaya a cambiarse de
ropa.
—Tendrá la firma de
Lord Mellifont —le dije.
—¡Oh, la maldita
firma de Lord Mellifont! Es mucho más simpático que Mr. Vawdrey —prosiguió sin
que viniera al caso.
—¿Lord Mellifont?
—fingí preguntar.
—¡Maldito Lord
Mellifont!
Y Blanche Adney, en
su júbilo, me rozó al pasar, desapareciendo de repente por la puerta abierta.
Nada más salir se encontró con su marido; después de lo cual con un encantador
grito de «¡Estábamos hablando de ti,
mi amor!», se lanzó sobre él y le besó.
Fui a mi habitación y
me cambié de ropa, pero me quedé allí hasta la noche. La violencia de la
tormenta se había alejado de nosotros, pero la lluvia se había convertido en
llovizna. Al bajar para la cena vi que el cambio de tiempo había deshecho ya
nuestro grupo. Los Mellifont habían partido en un carruaje de cuatro caballos,
otros les habían seguido, y varios vehículos habían sido apalabrados para la
mañana siguiente. El de Blanche Adney era uno de ellos y, con el pretexto de
que tenía que hacer preparativos para el viaje, nos dejó inmediatamente después
de cenar. Clare Vawdrey me preguntó qué le sucedía... de pronto parecía tenerle
antipatía. No recuerdo la respuesta que le di, pero hice todo lo posible para
consolarle marchándome en coche con él al día siguiente. Blanche había desaparecido
cuando bajamos; pero hicieron las paces en Londres, pues él terminó la obra,
que ella produjo. Debo añadir que, a pesar de todo, sigue careciendo de un gran
papel. Yo tengo uno precioso en la cabeza, pero ella no viene a verme para
animarme a hacerlo. Lady Mellifont deja caer una palabra amable siempre que me
ve, pero eso no me consuela.
[1] En francés en el
original: «la flor y nata».
[2] La figura de Vawdrey
está basada en el poeta inglés Robert Browning (1812-1889), cuya presencia en
la sociedad londinense presentó James como un enigma en el Prefacio a la
edición de Nueva York (1909): «¿Cómo es posible que esta particular
personalidad, vulgar, robusta, normal y campechana, tan segura de sí misma y
tan sana, plagada de respuestas inmediatas y opiniones trilladas haya escrito
“cosas inmortales”?»
[3] Término hebreo que
significa «espiga de trigo» y también «corriente de agua» y que, según la
Biblia [Jueces 12, 6], se utilizaba
como santo y seña para cruzar el río Jordán en la lucha del juez Jefté contra
Efraím. Si la pronunciaban mal [sibbolet] es que pertenecían a la tribu de
Efraím y los mataban. Actualmente se usa para designar una característica o
particularidad de un grupo o clase social.
[4] Este personaje, que
carece por completo de vida privada en contraposición a Vawdrey, está inspirado
en otro amigo de James: Frederick Leighton (1830-1896), pintor y escultor
inglés, que comenzó con obras prerrafaelistas para pasar a un estilo
clasicista, de temática especialmente bíblica, mitológica e histórica. En 1861
diseñó la tumba de la poetisa victoriana Elizabeth Barrett Browning, esposa de
Robert Browning.
[5] Personaje de la
ópera de Mozart La flauta mágica,
madre de la protagonista Pamina. En su estreno en Viena, el 30 de septiembre de
1791, bajo la dirección del propio compositor, el papel lo interpretó su
cuñada, la soprano Josepha Hofer.
[6] En francés en el
original: «comedor».
[7] Richard Brinsley
Sheridan (1751-1816), dramaturgo y político irlandés, autor de farsas como The Rivals (1775) y The School for Scandal (1777), cuyos diálogos se consideran entre
los más ingeniosos y divertidos del teatro inglés.
[8] Thomas Bowdler
(1754-1825), médico escocés que publicó en 1818 Family Shakespeare, edición expurgada de obscenidades y blasfemias
de las obras del célebre dramaturgo inglés, que fue muy popular pero apenas se
utilizó en los escenarios. Aunque preparaba una edición similar de la History de Edward Gibbon, no llegó a
publicarla, pero ello no impidió que se acuñara el término «bowdlerizar» con el
significado de expurgar.
[9] En francés en el
original: «querido gran maestro».
[10] En francés en el
original: «judías verdes».
[11] En francés en el
original: «placer».
[12] Se refiere a la
expresión «lovely sweet» [«amable y encantador»].
[13] En inglés, el
término «lion», aparte de «león», significa también «celebridad, persona
famosa» a quien todos quieren conocer o sentar a su mesa, y se aplica de modo
muy especial a los escritores («literary lions»). Un «lion-hunter» es alguien
que «caza» a una celebridad para dar prestigio a una reunión. Mrs. Leo Hunter,
en Los papeles de Mr. Pickwick (1837)
de Dickens, es una atinada sátira sobre el nombre y el personaje del
«lion-hunter».
[14] En francés en el
original: «elocución, habla».
[15] En francés en el
original: «contratiempo».
[16] En francés en el
original: «¿Adónde quiere usted ir a parar?», «¿Qué insinúa usted?»
[17] Expresión latina:
«con mayor razón», «a mayor abundamiento».
[18] En francés en el
original: «razón de ser».
[19] Color negro en Heráldica.
[20] En francés en el
original: «¿cómo puede usted pensar eso?»
[21] En alemán en el
original: «maître».
[22] De Manfred, héroe
epónimo del poema dramático de igual título (181 7) de Lord Byron, que se
desarrolla igualmente en los Alpes suizos. Es el prototipo de la sombría y orgullosa
desesperación romántica.
Título original: “The Private Life”, 1893. Traducción de Juan Antonio Molina
Foix.
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