I
El castillo del diablo
Voy
a hablarles de uno de los más viejos habitantes de París: se llamó en otro
tiempo el diablo Vauvert.
De
ahí surgió el proverbio: “¡Eso es en lo del diablo Vauvert! ¡Váyase al demonio
Vauvert!” Es decir: “Váyase... a pasear por los Champs-Elysées”.
Los
porteros dicen generalmente: “Está por lo del diablo verde”, para expresar un
lugar muy lejano. Esto significa que es necesario pagar muy cara la comisión
que se les encarga. Pero es por otro lado, una frase viciosa y corrompida, como
tantas otras familiares al pueblo parisino.
El
diablo Vauvert [1] es esencialmente
un habitante de París que perdura desde hace siglos, si uno cree en los
historiadores. Sauval, Félibien, Sainte-Froix y Dulaure han contado largamente
sus escapadas.[2]
Parece que en un principio habitó en el
castillo de Vauvert que estaba situado en el lugar ocupado actualmente por el
alegre baile de la cartuja, en el extremo del Luxembourg y frente a
l’Observatoire, en la rue de l’Enfer.
Este
castillo, de triste renombre, fue demolido en parte y las ruinas se
convirtieron en una dependencia del convento de los cartujos en la que murió en
1414 Jean de la Lune sobrino del antipapa Benedicto XIII. Jean de la Lune fue
sospechoso de haber tenido relaciones con cierto diablo, que podría haber sido
el espíritu familiar del viejo castillo de Vauvert, ya que, como se sabe, cada
uno de esos edificios feudales tenía su diablo.
Los
historiadores no nos han dejado nada preciso sobre esta fase interesante.
El
diablo Vauvert da que hablar nuevamente en la época de Luis XIII.
Durante
mucho tiempo se había oído, todas las noches, un gran ruido en una casa hecha
con los restos del antiguo convento, cuyos propietarios estaban ausentes desde
hacía años, cosa que asustaba mucho a los vecinos.
Avisaron
al lugarteniente de policía, que envió varios guardias.
¡Cuál
no sería la sorpresa de estos militares al escuchar el tintineo de los vasos
mezclados a risas estridentes!
Al
principio se creyó que se trataba de monederos falsos entregados a una orgía, y
calculando su número por la intensidad del ruido, decidieron buscar refuerzos.
Pero
juzgaron, aun entonces, que el escuadrón no era suficiente: ningún sargento se
animó a llevar sus hombres a esa morada, donde parecía que había el bochinche
de todo un ejército.
Un
cuerpo de tropas suficientes llegó finalmente a la mañana: penetraron en la
casa. No encontraron nada.
El
sol disipó las sombras.
Durante
todo el día se hicieron búsquedas, pues se pensó que el ruido provenía de las
catacumbas, situadas, como se sabe, bajo ese barrio. Se preparaban a penetrar
en ellas, pero, mientras la policía tomaba sus disposiciones, la noche volvió
nuevamente y el ruido recomenzó más fuerte que nunca.
Esta
vez nadie se atrevió a descender, porque era evidente que en la bodega no había
más que botellas y que, por lo tanto, era el diablo quién las hacía bailar.
Se
contentaron con ocupar los accesos de la calle y pedir al clero que orase.
El
clero hizo una cantidad de oraciones, e incluso se echó agua recién bendecida,
por medio de una jeringa, sobre la banderola de la bodega.
El
ruido persistió siempre.
II
El sargento
Durante
toda la semana la muchedumbre de parisinos no cesó de obstruir la entrada del
barrio, asustándose y pidiendo noticias.
Finalmente
un sargento de la prefectura, más audaz que los otros, se ofreció para entrar
en la bodega maldita, siempre que le concedieran una pensión que podía ser
transferida, en caso de muerte, a una costurera de nombre Margot.
Era
un hombre corajudo y más enamorado que crédulo. Adoraba a la costurera que era
una persona bien provista y muy económica, casi se podría decir un poco avara,
y que no había querido casarse con un simple sargento desprovisto de fortuna.
Pero,
ganando la pensión, el sargento se convertía en otro hombre.
Envalentonado
por esta perspectiva, él proclamó “que no creía ni en Dios ni el Diablo y que
averiguaría qué era ese ruido”.
—¿En
qué cree usted, pues? —le preguntó uno de sus compañeros.
—Creo
—contestó él— en el señor fiscal y en el prefecto de París.
Era
decir mucho en pocas palabras.
Apretó
el sable entre los dientes, tomó una pistola en cada mano y se lanzó por la
escalera.
El
espectáculo más extraordinario lo esperaba al pisar la bodega.
Todas
las botellas se entregaban a una sarabanda desenfrenada y formaban figuras muy
graciosas.
Las
de etiqueta verde representaban a los hombres, y las rojas a las mujeres.
Había
también una orquesta dispuesta sobre las estanterías de las botellas.
Las
vacías sonaban como instrumentos de viento, las botellas rotas como címbalos y
triángulos, y las botellas llenas daban algo así como la armonía penetrante de
los violines.
El
sargento, que había tomado algunos tragos antes de emprender la expedición, al
ver sólo botellas, se sintió muy tranquilizado y se puso a bailar él también,
imitándolas.
Después,
poco a poco, animado por la alegría y el encanto del espectáculo, agarró una
amable botella de cuello largo, un burdeos claro, según parecía, cuidadosamente
sellada en rojo y la apretó amorosamente contra su corazón.
Risas
frenéticas partieron de todos lados: el sargento, intrigado, dejó caer la
botella que se hizo añicos contra el suelo.
La
danza se interrumpió, gritos de terror se hicieron oír en todos los rincones de
la bodega, y el sargento sintió que el pelo se le ponía de punta al ver el vino
derramado que parecía formar un charco de sangre.
El
cuerpo de una mujer desnuda, cuyos cabellos rubios se extendieron por el suelo
y se empaparon en la humedad rojiza, estaba tendido a sus pies.
El
sargento no hubiera tenido miedo al diablo en persona, pero esta visión lo
llenó de horror; pero, pensando que de todos modos, tenía que dar cuenta de su
misión, se apoderó de una botella con sello verde que parecía juguetear ante él
y gritó:
—¡Por
lo menos tendré una!
Una
inmensa carcajada le respondió.
Entretanto
había vuelto a la escalera y, mostrando la botella a sus camaradas, gritó:
—¡Aquí
está el diablito!... ¡Ustedes son unos capones (dijo una palabra mucho más
fuerte) por no haberse atrevido a bajar!
Su
ironía era amarga. Los guardias se precipitaron en la bodega donde sólo
encontraron una botella de Burdeos, rota. El resto estaba en su lugar.
Los
guardias deploraron la suerte de la botella rota; pero corajudos como eran
todos se largaron a subir con una botella en la mano.
Se
les permitía beberlas.
El
sargento de la prefectura dijo:
—En
cuanto a mí, guardaré la mía para el día de mi casamiento.
No
se le pudo rehusar la pensión prometida y se casó con la costurera, y...
¿Creen
ustedes que tuvieron muchos niños?
No
tuvieron más que uno.
III
Lo que siguió
En
el día de la boda que tuvo lugar en la Rapee, el sargento puso la famosa
botella de etiqueta verde entre él y su esposa y sólo permitió que ellos dos
bebieran de ese vino.
La
botella era verde sepulcral, el vino era rojo como sangre.
Nueve
meses después la costurera dio a luz un pequeño monstruo totalmente verde, con dos
cuernos rojos en la frente.
¡Y
ahora, vayan muchachas..., vayan a bailar a la Cartuja..., sobre el emplazamiento
del castillo Vauvert!
De
todos modos el niño creció, si no en virtud, por lo menos en tamaño. Dos cosas
contrariaban a sus padres: su color verde y un apéndice caudal que recordaba en
principio una prolongación del coxis, pero que, si se lo observaba bien,
parecía una verdadera cola.
Se
consultaron a los sabios, quienes afirmaron que era imposible operar y
extirparla sin comprometer la vida del niño. Estuvieron de acuerdo en que era
un caso raro pero había ejemplos citados por Herodoto y por Plinio el Joven. No
se preveía aún el sistema de Fourier.
En
lo que se refiere al color, se lo atribuyó a un predominio del sistema biliar.
De todos modos se ensayaron varios cáusticos para atenuar el matiz muy
pronunciado de la epidermis y se llegó, después de una cantidad de lociones y fricciones
a conseguir un verde botella, después un verde agua, y finalmente un verde
manzana. En ningún momento la piel llegó a parecer blanca, y a la noche
recuperaba su tono.
El
sargento y la costurera no podían consolarse de la pena que les daba el pequeño
monstruo, que cada vez se volvía más terco, colérico y malicioso.
La
melancolía que experimentaban los condujo a un vicio muy común entre la gente
de su clase: se entregaron a la bebida.
Pero
el sargento no quería beber más que el vino de etiqueta roja, y su mujer sólo
el de etiqueta verde.
Cada
vez que el sargento caía como muerto de borracho, veía en sus sueños a la mujer
ensangrentada cuya aparición lo había espantado en la bodega después de romper
la botella.
La
mujer le decía:
—¿Por
qué me apretaste contra tu corazón y después me destrozaste?... A mí, que te
amaba tanto.
Cada
vez que la mujer del sargento le había dado fuerte al sello verde, veía en sus
sueños un enorme diablo, de apariencia atroz, que le decía:
—¿Por
qué te sorprendes de verme... ya que has bebido de la botella? ¿No soy acaso el
padre de tu hijo?
¡Oh,
misterio!
A
los trece años, el niño desapareció.
Sus
padres, inconsolables, siguieron bebiendo, pero ya no vieron renovarse las
terribles apariciones que habían atormentado sus sueños.
IV
Moraleja
Fue
así como el sargento pagó su impiedad... y la costurera su avaricia.
V
Qué pasó con el monstruo verde
Nunca
se supo.
[1] Vauvert: reminiscencias de Viejo Verde, de ahí, con Vers, gusanos, las alusiones de Nerval.
(N. del T.)
[2] Alusión probable al rey Enrique IV (le Vert Galant), el “Viejo Verde”. (N. del T.)
Título original: « Le monstre vert », 1849.
Traducción de Rubén Falbo.
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