Una
muy bella dama burguesa de la calle Saint-Honoré, de alrededor de veintidós
años, regordeta, rolliza, las carnes más frescas y más apetitosas, todas las
formas moldeadas aunque un poco rellenas, y que a tantos encantos sumaba su
presencia de ánimo, su vivacidad, y el gusto más vivo por todos los placeres
que le prohibían las rigurosas leyes del himeneo, se había decidido desde hacía
alrededor de un año a dar dos ayudas a su marido que, viejo y feo, no sólo le
disgustaba mucho, sino que incluso cumplía tan mal como esporádicamente los
deberes que quizás un poco mejor atendidos habrían podido calmar a la exigente
Dolmène, así se llamaba nuestra bella burguesa. Nada mejor arreglado que las
citas que les indicaba a estos dos amantes: Des-Roues, joven militar, disponía comúnmente
de las cuatro a las cinco de la tarde, y de cinco y media a siete llegaba
Dolbreuse, joven negociante con la figura más bella que pudiera verse. Era
imposible fijar otros momentos, eran los únicos en los que la señora Dolmène
estaba tranquila: por la mañana debía estar en la tienda, por la tarde también
debía ir a veces, o bien el marido volvía, y debía conversar sobre sus asuntos.
Por otra parte la señora Dolmène le había confiado a una de sus amigas que a
ella le agradaba bastante que los instantes de placer se sucedieran así, muy
cerca uno del otro: de esa manera no se apagaba el fuego de la imaginación,
aseguraba ella, nada más grato que pasar de un placer al otro, no costaba
trabajo aclimatarse; pues la señorita Dolmène era una encantadora criatura que
calculaba al máximo todas las sensaciones del amor, muy pocas mujeres las
analizaban como ella y fue a causa de sus talentos que ella había reconocido
que, luego de pensarlo bien, dos amantes eran mucho mejor que uno; en cuanto a
la reputación, daba casi lo mismo, uno cubría al otro, podían confundirse,
podía ser el mismo que iba y venía varias veces en el día, y en cuanto al
placer, ¡qué diferencia! La señora Dolmène, que temía particularmente los
embarazos, muy segura de que su marido no haría nunca con ella la locura de
arruinarle la figura, había también calculado que con dos amantes había mucho
menos riesgo de aquello que temía que con uno, pues, decía ella, una muy buena
anatomista, los dos frutos se destruían mutuamente.
Cierto
día, el orden establecido para las citas se alteró, y nuestros dos amantes, que
nunca se habían visto, se conocieron, como se verá, de un modo bastante
divertido. Des-Roues era el primero pero había llegado demasiado tarde, y como
si el diablo se hubiera mezclado en esto, Dolbreuse, que era el segundo, llegó
un poco más temprano.
El
muy inteligente lector ve enseguida que de la combinación de estas dos pequeñas
equivocaciones debía nacer desgraciadamente un encuentro infalible: así
ocurrió. Pero digamos cómo ocurrió y, si podemos, instruyamos sobre ello con
toda la decencia y todos los reparos que exige semejante materia, ya muy
licenciosa por sí misma.
Por
un efecto de capricho bastante raro –pero se ven tantos entre los hombres–
nuestro joven militar, cansado del rol de amante, quiso desempeñar por un
momento el de amada; en lugar de ser amorosamente contenido en los brazos de su
divinidad, quiso, por su parte, contenerla él: en una palabra lo que está
debajo lo puso arriba, y por este viraje de partes, inclinada sobre el altar
donde se ofrecía habitualmente el sacrificio, era la señora Dolmène quien,
desnuda como la Venus calipigia, encontrándose tendida sobre su amante, presentaba
frente a la puerta de la habitación en la que se celebraban los misterios
aquello que los griegos adoraban devotamente en la estatua de la que acabamos
de hablar, esa parte tan bella, en una palabra, que sin ir a buscar ejemplos tan
lejos tiene tantos adoradores en París. Esa era la actitud cuando Dolbreuse,
acostumbrado a penetrar sin resistencia, llega tarareando y ve en perspectiva
lo que una mujer verdaderamente honesta no debe, digamos, mostrar jamás.
Lo
que hubiera sido un gran placer para muchos hizo recular a Dolbreuse.
—¿Qué
veo —exclamó—... traidora... es eso lo que me reservas?
La
señora Dolmène, que en ese momento se encontraba en una de esas crisis en las
que una mujer actúa infinitamente mejor de lo que razona, decidió contestarle
con descaro:
—¿Qué
diablos te pasa? —le dijo al segundo Adonis sin dejar de entregarse al otro—,
no veo nada demasiado penoso para ti, no nos molestes, amigo mío, y alójate en
lo que te queda; ya lo ves, hay lugar para dos.
Dolbreuse,
que no podía contener la risa que le causaba la sangre fría de su amante, creyó
que lo más simple era seguir su consejo, no se hizo rogar, y se dice que los
tres salieron ganando.
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