sábado, 5 de abril de 2014

Hay lugar para dos. Marqués de Sade.


Una muy bella dama burguesa de la calle Saint-Honoré, de alrededor de veintidós años, regordeta, rolliza, las carnes más frescas y más apetitosas, todas las formas moldeadas aunque un poco rellenas, y que a tantos encantos sumaba su presencia de ánimo, su vivacidad, y el gusto más vivo por todos los placeres que le prohibían las rigurosas leyes del himeneo, se había decidido desde hacía alrededor de un año a dar dos ayudas a su marido que, viejo y feo, no sólo le disgustaba mucho, sino que incluso cumplía tan mal como esporádicamente los deberes que quizás un poco mejor atendidos habrían podido calmar a la exigente Dolmène, así se llamaba nuestra bella burguesa. Nada mejor arreglado que las citas que les indicaba a estos dos amantes: Des-Roues, joven militar, disponía comúnmente de las cuatro a las cinco de la tarde, y de cinco y media a siete llegaba Dolbreuse, joven negociante con la figura más bella que pudiera verse. Era imposible fijar otros momentos, eran los únicos en los que la señora Dolmène estaba tranquila: por la mañana debía estar en la tienda, por la tarde también debía ir a veces, o bien el marido volvía, y debía conversar sobre sus asuntos. Por otra parte la señora Dolmène le había confiado a una de sus amigas que a ella le agradaba bastante que los instantes de placer se sucedieran así, muy cerca uno del otro: de esa manera no se apagaba el fuego de la imaginación, aseguraba ella, nada más grato que pasar de un placer al otro, no costaba trabajo aclimatarse; pues la señorita Dolmène era una encantadora criatura que calculaba al máximo todas las sensaciones del amor, muy pocas mujeres las analizaban como ella y fue a causa de sus talentos que ella había reconocido que, luego de pensarlo bien, dos amantes eran mucho mejor que uno; en cuanto a la reputación, daba casi lo mismo, uno cubría al otro, podían confundirse, podía ser el mismo que iba y venía varias veces en el día, y en cuanto al placer, ¡qué diferencia! La señora Dolmène, que temía particularmente los embarazos, muy segura de que su marido no haría nunca con ella la locura de arruinarle la figura, había también calculado que con dos amantes había mucho menos riesgo de aquello que temía que con uno, pues, decía ella, una muy buena anatomista, los dos frutos se destruían mutuamente.
Cierto día, el orden establecido para las citas se alteró, y nuestros dos amantes, que nunca se habían visto, se conocieron, como se verá, de un modo bastante divertido. Des-Roues era el primero pero había llegado demasiado tarde, y como si el diablo se hubiera mezclado en esto, Dolbreuse, que era el segundo, llegó un poco más temprano.
El muy inteligente lector ve enseguida que de la combinación de estas dos pequeñas equivocaciones debía nacer desgraciadamente un encuentro infalible: así ocurrió. Pero digamos cómo ocurrió y, si podemos, instruyamos sobre ello con toda la decencia y todos los reparos que exige semejante materia, ya muy licenciosa por sí misma.
Por un efecto de capricho bastante raro –pero se ven tantos entre los hombres– nuestro joven militar, cansado del rol de amante, quiso desempeñar por un momento el de amada; en lugar de ser amorosamente contenido en los brazos de su divinidad, quiso, por su parte, contenerla él: en una palabra lo que está debajo lo puso arriba, y por este viraje de partes, inclinada sobre el altar donde se ofrecía habitualmente el sacrificio, era la señora Dolmène quien, desnuda como la Venus calipigia, encontrándose tendida sobre su amante, presentaba frente a la puerta de la habitación en la que se celebraban los misterios aquello que los griegos adoraban devotamente en la estatua de la que acabamos de hablar, esa parte tan bella, en una palabra, que sin ir a buscar ejemplos tan lejos tiene tantos adoradores en París. Esa era la actitud cuando Dolbreuse, acostumbrado a penetrar sin resistencia, llega tarareando y ve en perspectiva lo que una mujer verdaderamente honesta no debe, digamos, mostrar jamás.
Lo que hubiera sido un gran placer para muchos hizo recular a Dolbreuse.
—¿Qué veo —exclamó—... traidora... es eso lo que me reservas?
La señora Dolmène, que en ese momento se encontraba en una de esas crisis en las que una mujer actúa infinitamente mejor de lo que razona, decidió contestarle con descaro:
—¿Qué diablos te pasa? —le dijo al segundo Adonis sin dejar de entregarse al otro—, no veo nada demasiado penoso para ti, no nos molestes, amigo mío, y alójate en lo que te queda; ya lo ves, hay lugar para dos.
Dolbreuse, que no podía contener la risa que le causaba la sangre fría de su amante, creyó que lo más simple era seguir su consejo, no se hizo rogar, y se dice que los tres salieron ganando.



Título original: « Il y a de la place pour deux », 1788. Traducción de Ignacio Rodríguez.




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