El milord inglés, decepcionado pero no abochornado ni
contrito, retiró sus manos de los hombros del muchacho.
―¿No? ―dijo―. No. Muy bien, de acuerdo, de
acuerdo; si es así, tendrás que perdonarme...
El muchacho, desesperado, pensando que había
ofendido al caballero inglés, se aferró al capote de tartán del milord hablando
a borbotones en romaico, sacudiendo la cabeza, al borde de las
lágrimas.
―No, no, querido mío ―dijo el milord―. Tú no
tienes para nada la culpa. He sido yo que, confundido por tus
demostraciones de afecto, me dejé llevar, e hice algo impropio. Ha sido sólo
eso, y eres tú el que debe perdonarme a mí.
Con su andar extraño, su
cojera desacompasada y vacilante, fue hasta el sofá, y se reclinó en
él. El muchacho siempre erecto, plantado allí en el centro de la cámara,
inició (pasando al italiano) una larga perorata acerca de la devoción y el
respeto que sentía por el noble señor, que le era tan caro como
la vida misma. El noble señor lo observaba con curiosidad, sonriendo.
De pronto, alzó una mano como para atajar el discurso del muchacho: ―Oh, basta,
basta. No ves que son precisamente sentimientos como éstos los que me
confundieron. De veras, te lo juro, me equivoqué y no volverá a suceder. Pero
no te quedes ahí de pie, sermoneándome, no hagas eso; ven, y por lo menos
siéntate a mi lado. Ven.
El muchacho, sabiendo que una frialdad digna era
casi siempre la actitud más apropiada cuando alguien le hacía ese
tipo de proposiciones, se acercó y se detuvo, todavía de pie, al lado de
su patrón, con las manos cruzadas a la espalda.
―Bien ―dijo el milord, adoptando a su vez un
aire más serio―. Te diré una cosa. Si no te quedas así, tieso como un palo, si
pones tu cara de todos los días... siéntate, ¿quieres?, entonces... entonces,
¿qué haré yo? Te contaré una historia.
El muchacho se ablandó instantáneamente. Se
sentó, o se acuclilló, al lado de su amo, no en el sofá, sino en el suelo,
sobre los harapos de una alfombra. ―Una historia ―dijo―. ¿Una historia
de qué, de qué?
―De qué, de qué ―dijo el inglés. Empezaba
a sentir aquí y allá, dentro, en todas partes, en ninguna, los
dolores familiares de la noche―. Si tienes la bondad de graduar la
lámpara ―dijo― y de abrir un botellón de esa ginebra Holland y servirme
una copa con un poco de limonata, y echar después un leño al
fuego... entonces veremos «de qué, de qué».
El exiguo aposento estaba ahora a
obscuras, aunque no en silencio: todavía se oían los resoplidos
y relinchos de los caballos que entraban en el patio, las voces de los soldados
suliotas y de los pedigüeños y gorrones que se congregaban alrededor de
las fogatas de la cocina, conversaciones que
podían terminar en insultos, disputas, grescas, o disolverse en
risotadas. En lo posible, el noble caballero extranjero de quien
todos dependían excluía a aquella gente de la privacidad de este recinto;
aquí tenía él su sofá, y la mesa que utilizaba para escribir: montones de
correspondencia, en hojas de papel timbrado con cantos dorados para
impresionar, o en papel común para explicar (interminables las explicaciones,
las lisonjas, las concesiones que estos griegos exigían de él); y otra pila de
papeles, grandes folios entreverados, profusamente anotados: las estrofas
de un poema; últimamente le había costado recordar que estaba
escribiéndolo. Y también encima de la mesa, entre los papeles en desorden, no
tan incongruentes ahora como le habrían parecido en otras épocas, una espada de
ceremonia dorada, un fantástico yelmo empenachado de estilo griego, y una pistola
Manton.
Bebió a sorbos la ginebra que el muchacho le
había servido, y dijo: ―Muy bien. Una historia. ―El muchacho se sentó otra vez
en cuclillas sobre la alfombra, los obscuros ojos alzados hacia su
amo, alerta como un lebrel: y el poeta vio en su rostro esa
insaciable apetencia de historias (¿en qué muchacho de su edad en
Inglaterra, en qué chico de la escuela pública o incluso en qué hijo
adolescente de carretero o campesino encontraría
esa expresión?), esa misma apetencia insaciable que debió reflejarse
en los rostros congregados alrededor de la fogata a cuya lumbre narrara
sus historias Homero. Se sentía casi avergonzado por la expresión abierta,
confiada del rostro del muchacho: le podría contar cualquier cosa, y se la
creería.
―Bueno, esto ha de haber acontecido ―dijo―,
calculo yo, en el año en que tú naciste, poco más o menos; y aconteció en un
distrito no muy distante de este lugar, allá en la Morea, una región que tus
propios antepasados, hace mucho, muchísimo tiempo, llamaban Arcadia.
―Arcadia ―dijo el muchacho en romaico.
―Sí. ¿Has estado allí?
El muchacho meneó la cabeza.
―Agreste y extraña resultaba para mí en aquel
entonces. Yo era muy joven, no mucho mayor que tú en este momento, por difícil
que te resulte imaginar que fui así alguna vez. Y
estaba viajando, estaba viajando porque... bueno, no sabía por qué; por el
gusto de viajar, en realidad, aunque eso era algo difícil de explicar
a los turcos, que no viajan por placer, sabes, sino por lucro. Sin
embargo, yo descubrí para qué viajaba: eso es parte de esta historia. Y una
parte también de la historia de cómo he venido a parar a este lugar, a esta
ciénaga nefasta donde estoy ahora contigo, contándotela.
»En Inglaterra, sabes, donde casi toda la gente
es hipócrita por naturaleza, y por lo tanto se escandaliza con
facilidad, una proposición como la que yo te hice en un momento de
ofuscación, querido mío, de haber llegado a ser de público conocimiento,
nos habría metido a los dos, pero sobre todo a mí, en un brete de todos los
demonios. Cuando yo era joven ahorcaron a un hombre por hacer
esas cosas, o más bien porque lo descubrieron haciéndolas. Nuestros vicios son
las putas y la bebida, sabes; otros vicios son severamente castigados.
»Sin embargo, no fue eso lo que me instó a viajar;
tampoco fueron las mujeres, eso vendría más adelante. No, yo creo que fue
el clima, por encima de todo. ―Se ciñó un poco más el tartán alrededor del
cuerpo.― Bueno, esta humedad invernal, esta lluvia de hoy, de todos
los días de esta semana; estas nieblas. Imagínate que no cesaran nunca:
verano e invierno, siempre igual, salvo que en invierno es... bueno, ¿cómo voy
a explicarte un invierno inglés? Ni lo intentaré.
»Tan pronto como mis pies tocaron estas playas,
supe que por fin había llegado a mi verdadero hogar. Yo no era un
ciudadano de Inglaterra en viaje por el extranjero. No: éste era mi país,
mi clima, mi aire. Escalé el Himeto y escuché a las abejas. Subí a la
Acrópolis. (Lord Elgin conspiraba a la sazón para saquear los edificios: quería
llevar las estatuas a Inglaterra, enseñar a esculpir a los ingleses;
a los ingleses que son tan capaces de esculpir como
tú de patinar) Estuve en el bosque sagrado de Apolo en Claros:
sólo que ya no existe allí ningún bosque, ahora todo es polvo. Tú, Loukas, tú y
tus padres habéis talado todos los árboles, y los habéis
quemado, no sé si por resentimiento o porque necesitabais leña, pero allí me
detuve, en medio de las nubes de polvo, a pleno sol, y pensé: He
llegado dos mil años demasiado tarde.
»Esa era la pena que empañaba mi felicidad, ¿te
das cuenta? Yo no menospreciaba a los griegos de hoy, como lo hacían muchos de
mis compatriotas, no pensaba como ellos que han degenerado, y que se merecen a
sus amos turcos. No, yo me deleitaba con su compañía, muchachas y muchachos,
albaneses, suliotas y atenienses. Estaba enamorado de Atenas, de sus calles
estrechas y escuálidas, de sus mercados. No hacía excepción alguna. Sin
embargo... Cómo deseaba no haberla perdido, y qué bien
sabía que la había perdido para siempre. La Grecia de Homero; la de Píndaro; la
de Safo. Sí, mi joven amigo: tú conoces soldados y ladrones con
esos nombres; yo hablo de otros.
»Pasé el invierno en Atenas. Cuando llegó
el verano organicé una expedición a la Morea.
Iba conmigo mi valet Flechter, a quien tú conoces,
pues todavía está aquí conmigo; y mis dos sirvientes
albaneses, muy feroces y codiciosos y leales, bebiendo cada día odres
enteros de vino Zean a ocho paras el oke. Y mi nuevo amigo griego Nikos,
que es tu predecesor, Loukas, tu prototipo podría decir,
el original de todos vosotros, los que yo he amado: la única
diferencia era que él también me amaba.
»Esas montañas a las que íbamos, sabes, pueden
verse desde aquí, desde estas ventanas, en un día claro y sin nubes
como no los hemos tenido desde hace meses; esas montañas allá en el sur
del otro lado de la bahía, que parecen tan desnudas y severas. Las cimas son desnudas,
casi todas; pero todavía quedan restos de las antiguas florestas allá abajo, en
los valles, y en los precipicios donde vierten sus aguas los ríos
subterráneos. Hay bosques y prados: sí, ovejas y también pastores en
Arcadia.
»Es, como sabes o tal vez no, la tierra de Pan;
a veces os atribuyo a vosotros, los griegos, una sabiduría que
tendría que haberos venido con la sangre, pero que no ha sido así. El país
de Pan; donde nació, donde todavía vive. Los poetas de la antigüedad decían que
su hora era el mediodía, cuando sestea en las colinas; cuando, aunque no
vieras al dios cara a cara (ay de ti si llegabas a verlo), oías su voz, o el
sonido de sus flautas; una música triste, porque en el fondo es un dios triste,
y llora por Eco, su amor perdido.
El poeta dejó de hablar un largo rato. Recordaba
esa música, escuchada en la deslumbrante plenitud del sol arcadio, una música
no diferente del canturreo del mediodía mismo, ese canturreo
rítmico, innominado, compuesto por zumbidos de insectos, exhalaciones de los
árboles, el acelerado latir de tu propia sangre en tu cabeza recalentada por el
sol. Sin embargo, también aquel zumbido era un canto, poderoso y vivificante; y
triste, infinitamente triste: pues hasta un dios podía confundir
las reverberaciones de su propia voz con la voz del amor.
Había otros dioses en aquellas montañas además
del gran Pan, o los hubo en otros tiempos; el pequeño grupo de
viajeros atravesaba bosques o pasaba cerca de estanques donde en otra
época habían erigido pequeñas estelas, hoy en día escoradas, cariadas
y mohosas o rotas y deterioradas, pero cuyas figuras podían aún
descifrarse algunas veces: rústicas ninfas, medias figuras achaparradas de
hombres barbudos con cuernos y grandes falos, rotos o intactos. Los ortodoxos
del grupo se santiguaban cuando pasaban por delante,
los musulmanes apartaban los ojos o las señalaban y se reían a carcajadas.
―Los dioses menores de las regiones boscosas
―dijo el poeta―. Los dioses de los cazadores y los pescadores. Me recordaban mi
tierra natal, Escocia, donde los hombres y las mujeres todavía creen hoy en
hadas y duendes, y les dejan comida, o amuletos para aplacarlos. Era muy, muy
parecido.
»Y no me cabe duda de que esos viejos escoceses
tienen sus razones para actuar como lo hacen, tan buenas razones como las que
tuvieron los griegos. Como las que todavía tienen... por donde viene a cuento
esta historia.
Bebió otra vez (necesitaría bastante más que esa
copa para pasar la noche) y posó una mano cautelosa en los negros
rizos de Loukas. ―Fue en uno de esos claros donde acampamos una noche.
Tanto bailaron y cantaron los albaneses alrededor del fuego, “Cuando
éramos ladrones en Targa”, y estoy seguro de que lo habían sido, y tan
simpático me había caído a mí el lugar, que al mediodía del día
siguiente todavía estábamos allí, descansando a nuestras anchas.
«Mediodía. Canto de Pan. Pero también alcanzábamos a
oír otros sonidos, ruidos humanos, un cuerno de caza, estallidos y
estampidos en la cañada más allá de nuestro campamento. Y luego figuras:
campesinos armados con rastrillos y garrotes, un viejo con una escopeta.
»Era evidente que había algo así como una batida,
aunque costaba imaginar que las presas de caza fueran en aquellas montañas
tan abundantes como para atraer a semejante multitud; costaba creer que muchos
jabalíes o ciervos pudieran subsistir en la región, pero a juzgar por el
alboroto que armaban los aldeanos se hubiera dicho que
andaban persiguiendo un tigre.
»Durante un rato nos unimos a la partida, tratando de
ver qué pasaba. Un grito se elevó desde el suelo en la parte más espesa
del bosque, y por un instante vi, sí, algo así como una bestia delante de la
jauría, huyendo enloquecida hacia los matorrales, y oí el grito de un animal...
luego nada más. A Nikos no le gustaba esa persecución en el calor de
la jornada, y la partida acabó por dispersarse fuera
del alcance de nuestra vista.
»Hacia el anochecer llegamos a la aldea misma,
en la cima de una montaña y un paso: un puñado de casas, y más arriba, en la
escarpa, un monasterio donde los monjes se mortificaban ayunando hasta la
inanición, una taberna y una iglesia. La excitación era tremenda;
los hombres se pavoneaban por la calle con sus armas. Al parecer, la caza
había sido fructífera, pero no era fácil determinar qué presa habían capturado.
Yo apenas hablaba romaico en aquel entonces; los albaneses, ni media palabra.
Nikos, que hablaba italiano y un poco de inglés, despreciaba a los habitantes
de esas montañas, y el trabajo de traductor pronto empezó a
resultarle aburrido. Pero poco a poco fui concibiendo la idea de que el
objeto de aquella persecución a través de frondas y cañadas no
había sido un animal sino un hombre, un pobre loco tal vez, un hombre
salvaje de los bosques a quien habían capturado con
el solo propósito de mortificarlo. Y a quien ahora tenían enjaulado en
los aledaños, en espera, al parecer, de que lo juzgara algún caudillejo de
la aldea.
»Yo sabía demasiado bien a qué extremos podían
llegar el fanatismo y la intolerancia de gentes como aquellos aldeanos, y de
los griegos y también de sus amos turcos, llegada la ocasión. Quienquiera que
los amedrentase, o que se granjeara su antipatía o desaprobación, tendría
grandes problemas con ellos. Ese mismo invierno en Atenas yo había
intercedido por una mujer a quien las autoridades turcas
habían condenado a muerte, pues la habían sorprendido en un amor
ilícito. No conmigo: conmigo no la habían sorprendido. No obstante, me
propuse salvarla, cosa que logré con mucha bambolla y una cierta cantidad
de plata. Pensé que acaso pudiera socorrer al pobre infeliz que esa gente había
capturado. No soporto ver enjaulado ni a un animal salvaje.
»Nadie vio con buenos ojos mi intervención. El
caudillejo de la aldea no quiso recibirme. Los aldeanos escapaban de
mis albaneses; los más fanfarrones, los primeros en
huir. Cuando por fin encontré a un sacerdote que pudiera darme
alguna explicación sensata, sólo me dijo que yo estaba
muy equivocado y que lo mejor que podía hacer era no inmiscuirme.
Estaba terriblemente excitado, y habló de violación, no una sino muchas, o
la posibilidad de que las hubiera en todo caso, pero que habían sido evitadas,
gracias a Cristo. Pero yo no podía dar crédito a lo que el sacerdote parecía
decir: que el cautivo no era en modo alguno un loco sino un hombre de
los bosques, alguien que nunca había vivido entre seres humanos. Nikos tradujo
lo que decía el cura: “Habla, sí, pero nadie entiende lo que dice”.
»Ahora yo estaba más fascinado aún. Pensé que
quizá fuera uno de esos Niños Salvajes, de los que se cuentan historias de
tanto en tanto, abandonados para que mueran y criados por lobos; cosas a las
que uno no da crédito normalmente, pero... Había algo en la atmósfera de la
aldea, en la frenética exaltación del cura, una mezcla de temor y de triunfo,
que hizo que me abstuviera de seguir preguntando. Esperaría el momento.
»Había empezado a obscurecer, y la gente de la
aldea parecía estar preparándose para una nueva brutalidad. Habían
encendido antorchas de pino a lo largo del camino de la cañada, donde
retenían al cautivo. Parecía posible que planearan quemar vivo al infeliz; yo
debía impedir que pusieran en práctica cualquier idea de ese tipo, sin pérdida
de tiempo.
»Como Maquiavelo, escogí una combinación de
fuerza y persuasión como la más adecuada para llevar a cabo mi
propósito. Pagué para los hombres de la aldea una cantidad de bebida en la taberna y aposté a
mis albaneses armados en el sendero
que conducía al pequeño valle donde se encontraba
el cautivo. Luego me acerqué en paz dispuesto a verlo todo con mis
propios ojos.
»Al fulgor de las antorchas vi la jaula,
postes verdes atados juntos. A la rastra, me acerqué a ella con
sigilo, no queriendo despertar la alarma de quienquiera que fuese el
prisionero. El corazón me latía con violencia, y yo no sabía porqué.
Cuando me hube acercado, una mano obscura salió de la jaula y aferró uno de los
barrotes. Algo en el movimiento de aquella mano, no puedo decir qué, no era
el movimiento de una mano humana, sino la de una bestia;
pero ¿qué bestia?
»Lo que a continuación me llegó fue el olor; una
fetidez invasora, penetrante, que nunca más he vuelto a sentir pero que
reconocería instantáneamente. Había un algo de sufrimiento y de miedo en ese
olor, el olor de un animal que ha sido herido y se ha ensuciado; pero era
a la vez una historia de vida, una mugre feroz que se ha sedimentado en
libertad, sin trabas... no sé, es imposible, a la lengua le
faltan palabras para describir los olores, por potentes que sean.
Ahora sabía que lo que había en la jaula no era un hombre; sólo un animal
peludo podía retener de ese modo un hedor tan terrible. Y sin embargo: Habla, había
dicho el cura, y nadie lo entiende.
»Escudriñé el interior de la jaula. Al
principio, no vi nada; oía, sin embargo, una respiración ansiosa, e intuí
una serena quietud, la tensión de una criatura que espera un
ataque. De pronto parpadeó, y entonces vi sus ojos clavados en mí.
»Tú conoces los ojos de tus antepasados, Loukas,
los ojos pintados en las ánforas y en las estatuas más antiguas; esos enormes
ojos almendrados, trazados en negro, de pupilas también negras, y que miran,
miran, desbordantes de una vida que no es de este mundo. Así eran sus ojos.
Ojos griegos que ningún griego ha tenido jamás; blancos en las alargadas comisuras,
con grandes centros de ónix.
«Parpadeó de nuevo, y se movió dentro de
la jaula: sus captores la habían hecho demasiado pequeña para que
pudiera mantenerse erguido, y debía de sufrir horriblemente encerrado en ella.
Levantó las piernas. Pugnaba por encontrar una posición más soportable, y un
pie se le deslizó entre los barrotes hacia abajo y rozó casi mi rodilla, allí
donde yo estaba en cuclillas en el polvo. Y supe entonces por qué
cuando hablaba nadie lo entendía.
Al principio pensó que había más de un
animal confinado en la pequeña jaula; su mente se resistía a
conciliar ese pie extendido entre los barrotes y esa espinilla descarnada con
el personaje de ojos grandes y respiración jadeante que había
entrevisto dentro. Hendido: el pie que los cristianos tomaron de
Pan y de los hijos de Pan para atribuirlo al Diablo. El poeta siempre había
considerado su propio pie deforme como una especie de signo de
su parentesco con los seres de aquella raza, a los que, sin
embargo, junto con el resto de la humanidad moderna, había considerado meras
fantasías. No lo eran: no ése, maloliente, jadeante, a la espera de palabras.
―Ahora sabía por qué me latía con tanta violencia el
corazón. Me parecía asombroso pero muy probable que sólo yo, entre
todos los griegos que había en el lugar, sólo yo tal vez de todos los
mortales que había en Arcadia aquella noche, conociera la lengua que debería
hablar esa criatura: porque me la habían hecho estudiar, sabes, me habían
obligado a aprenderla a fuerza de golpes y súplicas y sobornos durante muchos
y muy largos años en Harrow. ¿Era eso el destino? ¿Nuestro dios-padre me
habría llevado allí esa noche para que le hiciera a ese hijo suyo algún bien?
»Arrimé la cara a los barrotes de la jaula. Temí
por un momento haber olvidado todos aquellos miles de versos
aprendidos de memoria. El único en que pude pensar no era
demasiado apropiado. Canta, oh Musa, dije, que un
hombre de gran inventiva, que ha viajado por tierras y por mares... y los
ojos le centellearon. No me había equivocado: la criatura hablaba el griego de
Homero, no el de estos hombres de la edad de hierro.
»¿Qué iba yo a decir ahora? Él permanecía
callado e inmóvil dentro de su jaula, a no ser por la mano que asía los
barrotes, esperando más. Comprendí que debía de estar herido, parecía obvio que
a menos que estuviese herido nunca hubieran podido apresarlo. Yo sabía una sola
cosa: no consentiría que me apartaran de él. Hubiera podido permanecer allí
toda la noche, toda la vida. Busqué en la obscuridad la almendra blanca de sus
ojos y pensé: No la he perdido, no, después de todo: me esperaba
aquí para que la encontrase.
»Sin embargo, yo no tendría toda la noche. Ahora
mis albaneses descargaban sus armas, la señal que habíamos convenido, y se oían
gritos coléricos; los hombres de la aldea, a estas alturas convenientemente
exaltados, se encaminaban hacia nosotros. Saqué de mi bolsillo una cortaplumas,
todo lo que llevaba conmigo, y me puse a trabajar en la dura fibra de
las cuerdas de la jaula.
»Atrema, dije, atrema, atrema que, recordaba, era
“silencio, silencio”. La criatura no se movió ni hizo ruido alguno mientras yo
cortaba, pero cuando me apoyé en uno de los barrotes con la mano izquierda para
sostenerme, extendió una mano de largas uñas negras y me agarró la muñeca. No
con furia, pero tampoco con ternura: con fuerza, con deliberación.
Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca.
No me soltó hasta que hube cortado las cuerdas y separado los barrotes.
»Había salido la luna, y él se asomó a la luz.
No era más alto que un niño de ocho años y sin embargo con qué fuerza
atrajo la obscuridad hacia él, como si a la noche le hubiese faltado
algo hasta entonces y él la hubiese completado al salir de la jaula. Vi
que en verdad estaba herido: estrías de sangre le corrían por el pecho desnudo
donde se había lastimado al caer o rodar por un declive escarpado. Vi los cuernos curvos
alomados que le emergían de la apelmazada pelambre de la cabeza; le
vi el sexo, grande, sostenido contra el vientre por un repliegue de piel,
como el de un perro o el de un macho cabrío. Alerta, la respiración
siempre agitada, (el pecho palpitante, como si el corazón que alojaba
fuese enorme) miraba en derredor, calculando qué lado era el más favorable
para huir.
»Ahora vete, le dije. Vive. Cuida
de que no vuelvan a cercarte otra vez. Escóndete de
ellos cuando debas hacerlo; róbales cuando puedas. Apodérate de
sus mujeres y sus hijas, orina en sus huertos, arranca sus alambrados,
enloquece sus ovejas y sus cabras. Enséñales a temer. Nunca nunca más dejes que
te capturen.
»Digo que le dije todo esto, pero confieso que
no podía pensar ni la mitad de las palabras; mi griego había huido de
mí. No importa: él clavaba en mí sus grandes ojos ardientes como si
comprendiera. Lo que él me respondió no puedo decírtelo, aunque habló, sí, y
sonrió; sólo fueron unas pocas palabras, con una voz cálida, vinosa, sonora y
dulce. Eso fue una sorpresa. Tal vez era de Pan de quien recibía esa música.
Puedo decirte que más de una vez he tratado de sacar esas palabras de
donde sé que se encuentran escondidas, en lo más recóndito de mi
corazón; creo que eso es en realidad lo que hago cada vez que intento escribir
un poema. Y de vez en cuando, sí, no con frecuencia, pero algunas veces, vuelvo
a escucharlas.
»Después se dejó caer sobre las manos, casi como
lo haría un mono; dio media vuelta y echó a correr, y el mechón de pelos de la
cola le flameó una vez, como en una liebre. Cuando llegó al final de
la cañada, justo al filo de la arboleda, se volvió un instante y
me miró. Y eso fue todo.
»Yo me quedé allí, sentado en cuclillas en
el polvo, sudando en el aire de la noche. Recuerdo haber pensado que
lo extraño del suceso era que hubiese sido en verdad tan apoético. No
tenía ningún parecido con cualquier posible historia de un encuentro entre un
hombre y un dios, o un dios menor, que yo hubiese oído jamás. No me fue
concedido ningún don, no se me hizo ninguna promesa. Había sido como liberar a
una nutria de una nasa. Y eso, aunque parezca mentira, fue lo que
hizo que yo me sintiera tan feliz. La diferencia, hijo, entre
los dioses verdaderos y los imaginarios es ésta: que los dioses verdaderos
no son menos reales que tú.
Ya era medianoche profunda en la aldea; el alboroto había
cesado, y de nuevo había comenzado a llover: las gotas chispeaban contra
los techos, siseaban al caer sobre las fogatas.
No era verdad lo que le había dicho al muchacho:
que no le había sido concedido ningún don, que no se le había hecho ninguna
promesa. Porque fue después de Grecia cuando entró en posesión
de esa cualidad por la cual, además de su facilidad para
el verso, era esencialmente famoso: el don (no siempre fácil de
sobrellevar) de atraer el amor de muchas gentes, de las clases y
condiciones más diversas. Había aceptado el amor que inspiraba, y había
buscado más, y tuvo también eso. Sátiro, lo habían llamado con
frecuencia. Él suponía, cuando alguna vez pensaba en ese don, que lo había
recibido de la mano del encornado: una parte del irresistible poder
de fascinación de aquella criatura.
Bueno, si fuera así, él ya no poseía ese don: lo
había gastado, consumido, agotado. Tenía treinta y seis años y parecía y se
sentía mucho más viejo: enfermo y lisiado, la cara abotagada,
la tez gris y macilenta, el bigote cano: absurdo imaginar que pudiera
ser el objeto del amor de Loukas.
Pero sin amor, sin su fantástica posibilidad, él
no podría ya defenderse del vacío: de la ominosa certeza de que la
vida no importaba un ardite, pues no era más que un breve compendio
de locura y sufrimientos que no valía la pena soportar. Él no se resignaría a
aceptarla en esos términos; no, él la cambiaría por algo
más precioso... por Grecia. Libertad. Hubiera querido dar la vida por algo
heroico, pero incluso la muerte miserable que parecía ahora esperarlo aquí, en
esta ciénaga mefítica, incluso eso tenía algún valor: la debería, en todo caso,
a este clima que hizo de él un poeta: a la bendición que había recibido.
―Desde entonces, no he tenido noticias de que se
haya visto en estas montañas una criatura de esa especie ―dijo―. Yo creo,
sabes, que los dioses menores son los más viejos, más que los del Olimpo, más,
mucho más viejos que Jehová. No permita Pan que este haya muerto, si era el
último de su especie...
Lo despertaron los disparos de los fusiles de
los suliotas, fuera de la aldea. Penosamente, levantó la cabeza de la
almohada empapada en sudor. Extendió una mano y pensó por un
momento que Lion, su perro Terranova, yacía a los pies de la cama. Era el
muchacho Loukas, dormido.
Se incorporó, apoyándose en los codos. ¿Qué
había soñado? ¿Qué historia había contado?
Título original: “Missolonghi 1824”, 1990.
Traducción de Matilde Horne.
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