viernes, 31 de agosto de 2012

Prólogo (Carmilla y otras alucinaciones ). Jaime Rest.



1. El hombre y su obra

El destino de Joseph Sheridan Le Fanu ha consistido en ubicar su nombre a la zaga de otros autores considerados más famosos o representativos. De tal forma, con extremada frecuencia hallarnos la justificación de su prestigio apuntalada en presuntos vínculos de índole muy diversa. Algunos comentaristas lo recuerdan en su relación con Dickens y con las revistas que dirigió este celebrado novelista, en las que Le Fanu colaboró. Otros nos advierten que fue sobrino bisnieto de Richard Brinsley Sheridan, el eminente dramaturgo de fines del siglo XVIII. Tampoco faltan los que lo asocian con Wilkie Collins, como ilustración “adicional” de los primeros pasos en firme que daba la novela detectivesca. Por fin, hay quienes añaden una incidental alusión suya junto al nombre de Charles James Lever, el más conocido narrador irlandés de su tiempo.
De intento o por accidente, todas estas conexiones minimizan u oscurecen la originalidad de uno de los más singulares creadores de habla inglesa en la centuria pasada. Tal vez esta situación haya sido consecuencia del carácter hosco que fue revelando su temperamento con el transcurso de los años, a medida que llegaba a su ciclo literario más fecundo. Acaso también deba atribuirse, al menos en parte, a la marginalidad que le ha conferido la calificación de “angloirlandés” (como si asimismo no lo fueran, entre otros, Swift, Sterne, Wilde, Shaw, Yeats, Synge y Joyce). Por último, no tenernos que desechar la posibilidad de que su menor relevancia esté enlazada al hecho de que no fue, en sentido estricto, un autor “popular” en una época —como la era victoriana temprana— en que esta cualidad poseía considerable peso (al margen de que ello se haya debido a una excesiva minuciosidad y sutileza que lo tornaba exigente con sus lectores, en momentos en que el público prefería lo torrentoso y vital más bien que la destreza artesanal en el empleo de ciertos recursos narrativos).
Le Fanu nació en Dublín el 28 de agosto de 1814 y murió en la misma ciudad el 7 de febrero de 1873. Su padre fue una conspicua figura de la iglesia protestante irlandesa y su educación se completó en el Trinity College, de Dublín. En 1839 se incorporó al ejercicio de la jurisprudencia, pero esta profesión rápidamente fue desplazada por la actividad literaria. En 1836, el joven escritor ya había obtenido cierta notoriedad con la publicación de baladas irlandesas, pero el afianzamiento de su prestigio estuvo ligado a su labor subsiguiente en el Dublin University Magazine, revista en la que dio a conocer en 1838 el primero de sus relatos sobre asunto sobrenatural. Con el transcurso del tiempo. Le Fanu llegó a ser director de esta publicación y más tarde se convirtió en su propietario. El principal derecho a la fama que posee este autor radica en su infatigable tarea como cuentista de horror y novelista de misterio, continuador de la tradición instaurada por la novela “gótica” y, según el acreditado juicio de Montague Summers, heredero de los atributos que habían conferido a Mrs. Radcliffe la máxima autoridad en el género. Esta opinión es especialmente valedera en lo que concierne a las novelas de Le Fanu, pero en sus piezas breves es sin lugar a dudas un verdadero innovador, en la medida en que hizo posible el desenvolvimiento de la inconfundible ghost story inglesa que habrían de frecuentar R. L. Stevenson, Henry James, M. R. James y Algernon Blackwood, si sólo hemos de señalar algunos de sus cultores más conspicuos. Para llevar adelante esta empresa contó con el abundante caudal legendario que le proveía Irlanda; pero la eficacia de sus relatos excede el mero aprovechamiento del material disponible; había en el narrador una espontánea disposición a lo macabro que ha sido subrayada reiteradamente por biógrafos y críticos; por ejemplo Louis Vax, en Arte y literatura fantásticas, propone al respecto cierta afinidad con Maupassant, en virtud de que percibe en ambos una vocación por referir “historias de carácter atroz” que, a su juicio, puede estar ligada a una salud precaria y a un temperamento sombrío. Esa tendencia melancólica se agudizó en los años postreros de Le Fanu, luego de la muerte de su mujer, en los que llevó una vida de recluso, entregado por entero a las sutiles invenciones de su fecunda imaginación. Sea cual fuere la causa, el hecho cierto consiste en que la última década de existencia fue la más activa de su producción, con el resultado de no menos de diez novelas y un voluminoso caudal de cuentos, la mayoría de los cuales contribuyó a su perduración e influencia póstumas.
La obra de Le Fanu es profusa y abarca, en su variedad, la poesía, el drama y la narrativa. En el conjunto, sobresale de manera notoria el renombre de El misterioso tío Silas, novela publicada en 1864. Es la composición que ha hecho de su autor el más destacado rival de Wilkie Collins en el ejercicio del relato de misterio cultivado en la Inglaterra victoriana. Se trata de la historia de una muchachita instalada en el condado de Derby, en una vieja casona ruinosa. La protagonista sobrelleva una vida de terror en la que intervienen el siniestro tío y el hijo de éste, dispuestos a eliminar a la heroína. La trama presenta abundantes elementos ominosos, pero en definitiva excluye todo ingrediente sobrenatural y se circunscribe a exponer una maquinación delictiva. Sin embargo, en sentido estricto no desarrolla un asunto policiaco pues —tal como puntualiza A. E. Murch— el acento no recae ni en la acción de un investigador criminal ni en la indagación sistemática de la confabulación; en todo caso, es “una anécdota de horror en transición hacia la moderna aventura detectivesca”, según observa Walter Allen en The English Novel, quien agrega que presumiblemente debe ser considerada “la primera novela que incluye el habitual enigma del asesinato cometido en un cuarto cerrado”. Como quiera que sea, mucho más estricta con respecto a la trama detectivesca es Checkmate, narración que se difundió como folletín en el Cassell’s Magazine entre setiembre de 1870 y marzo de 1871. De conformidad con las convenciones de la ficción actualmente encuadrada en esta especie, se nos proporciona una minuciosa información de la pesquisa hasta desembocar en una imprevista revelación del culpable, descubrimiento en el que gravitan datos científicos que convierten el relato en un anticipo de los procedimientos característicos de la novela de intriga contemporánea. Por contraste, merece citarse The House by the Churchyard (1863), composición de Le Fanu en la que se conjugan la certera observación de las costumbres locales matizada con un humor pleno de fantasía y el episodio terrorífico que se centra en una casa embrujada donde hace su aparición una fantasmal mano blanca y regordeta. Pero no cabe duda de que las historias mejor construidas son las más breves, en las que Le Fanu pudo exhibir con mayor precisión su incomparable aptitud para el manejo de situaciones tenues y linderas con la alucinación, lo cual determinó que S. M. Ellis, M. R. James y Montague Summers, por igual, lo hayan considerado un artífice inigualado en la presentación de sucesos escalofriantes, tanto por la capacidad fascinadora de la anécdota horripilante cuanto por la persuasión con que logra insertarla en esta vida nuestra de todos los días.
Por lo general, la presencia de Le Fanu en la literatura ha sido considerada relevante pero menor. Al examinar la recepción de este autor por parte del público de su época, Amy Cruse, en The Victorians and Their Books, puntualiza que el impacto más circunscripto de libros como The House by the Churchyard o El misterioso tío Silas no es válido como fundamento para ubicarlo en una segunda fila entre los escritores que fueron sus contemporáneos; por cierto, obras como La dama de blanco tenían mayor aceptación, lo cual sólo prueba que los métodos de Wilkie Collins eran más directos, en tanto que la producción de Le Fanu se destacaba por el empleo de una técnica más elaborada y minuciosa, por una “cualidad muy extraña que podía suscitar la impresión de búsqueda con el auxilio de un desarrollo gradual, a través de una queda sugestión y de una exposición realista, hasta alcanzar efectos casi insoportables”. Este procedimiento requería, tal vez, un lector dotado de cierta complacencia estrictamente poética, dispuesto a gozar de la literatura por sí misma, del sobrentendido y el claroscuro al nivel de las palabras que van revelándolos. No es en absoluto casual que haya sido Henry James quien lo mencionó elogiosamente en una de sus ficciones; en el comienzo de The Liar, que se dio a conocer en 1888, uno de los invitados llega de visita a una mansión rural y es conducido al dormitorio que le asignaron; allí, mientras se viste para la cena, observa los detalles de la habitación y advierte que “junto a la cabecera se hallaba la habitual novela de Mr. Le Fanu, lectura ideal en una casa de campo para las horas que siguen a la medianoche; apenas pudo contenerse de iniciar la lectura mientras se abotonaba la camisa”. Al repasar muchas de las narraciones de Henry James que Leon Edel, su compilador, califica de “sobrenaturales” a menudo uno se pregunta en qué medida el interés exhibido por el personaje de esta pieza no es un indicio harto revelador de la influencia que Le Fanu presumiblemente ejerció en el más diestro artesano narrativo de la lengua inglesa. Por lo demás, Henry James no fue el único escritor que se sintió atraído por el autor de El misterioso tío Silas. En el volumen XIII de la Cambridge History of English Literature hallamos un breve y sugestivo apéndice al capítulo sobre las hermanas Brontë que proporciona indicios muy interesantes. Resulta más que probable la gravitación de algunos textos de Le Fanu en la imaginación de otros novelistas victorianos; al menos, parece excesiva coincidencia que Jane Eyre, obra que Charlotte Brontë publicó en 1847, coincida en su trama —acaso inadvertidamente— con un cuento que Le Fanu había difundido en 1839 con el título de “A Chapter in the History of a Tyrone Family”.

2. Los archivos del doctor Hesselius

Entre los especialistas en el moderno cuento de horror escrito en inglés resulta axiomática la precedencia de Edgar Poe y de J. Sheridan Le Fanu. Ambos fundaron el género y, lo que es mucho más importante, sobrevivieron a los cambios de gusto sin perder un ápice de vigor y actualidad. Por cierto, el relato de este tipo exige un equilibrio muy especial que sólo se ha ido definiendo con el paso de los años. Las composiciones con ingrediente sobrenatural que hoy día suelen considerarse apropiadas para lectores adultos remontan su origen al período romántico y tienen su punto de partida en el Kunstmärchen alemán y, muy especialmente, en el aporte que hizo Hoffmann. Sin embargo, a menudo los ejercicios tempranos de esta índole nos parecen fallidos. En algunas ocasiones, los elementos maravillosos prevalecen al punto de que la anécdota pierde contacto con el mundo cotidiano y tiende a insertarse en el ámbito de pura fantasía que nos proponen los cuentos de hadas. Otras veces, no ha sobrevivido ni siquiera este encanto y las invenciones que se consideraban espeluznantes hace algo más de un siglo acaban por resultarnos pueriles. En el prólogo a la segunda serie de Great Short Stories of Detection, Mystery and Horror que compiló Dorothv Savers, la autora de la antología señaló con exactitud el problema: “las primitivas historias de fantasmas quedan despojadas de su impacto al ingresar en los oídos de los lectores actuales a causa de cierto innecesario énfasis que ellas ponen en lo horrible; no emplean la sugerencia inquietante; dejan muy poco a la imaginación”. En definitiva, cuanto más absorbente y autónomo se muestra el ingrediente fabuloso más remotas e indiferentes nos resultan sus manifestaciones artísticas. La excesiva insistencia en la pintura de lo escalofriante, cuando no lo torna ridículo, acaba por desvincularlo de nuestra experiencia secular, y justamente lo que da fuerza a las acechanzas de lo desconocido —al menos, para el hombre moderno— es su posible irrupción en nuestra existencia habitual. El atractivo de la narración terrorífica consiste en que pueda estremecernos con la impresión de que lo improbable adquiere rasgos persuasivos y, para utilizar las palabras de Coleridge, nos precipita en una “suspensión de la incredulidad”. Tal es la presunción de Tzvetan Todorov cuando insiste, en su Introducción a la literatura fantástica, en que este tipo de narrativa sólo alcanza su pureza ideal cuando la interpretación del lector vacila en la frontera misma de la realidad inmediata y el suceso trasmundano. En consecuencia, nada se nos presenta tan estremecedor como la incertidumbre, que cuestiona nuestra convicción de formar parte de un orden sólido, regido por leyes inexorables y libre de intromisiones que insinúen la acción de una dimensión “externa” o “diferente”. Éste es el efecto que poseen los textos de Poe y de Le Fanu, circunstancia que les confiere vigencia y fascinación actuales; nos sugieren sin cesar aquella oportuna advertencia que Hamlet le formuló a su amigo Horatio: “en la tierra y en el cielo hay más cosas que en los sueños de tu filosofía”.
Que Le Fanu se encuentre entre los primeros que obtuvieron tan delicado equilibrio no es en modo alguno accidental. Lo dicen muy a las claras el título y el contenido de su más recordada colección de cuentos, In a Glass Darkly, aparecida en el año anterior a la muerte del autor. La denominación del volumen nos remite inequívocamente a un pasaje de San Pablo en el capítulo XIII de la primera Epístola a los Corintios: “Al presente nuestro conocimiento es imperfecto, y lo mismo la profecía; cuando llegue el fin desaparecerá eso que es imperfecto. Cuando yo era niño hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser hombre dejé como inútiles las cosas de niño. Ahora vernos por espejo y oscuramente, entonces veremos cara a cara. Al presente conozco sólo en parte, entonces conoceré como soy conocido”. Por consiguiente, observamos que el escritor no ha hecho una elección exenta de segundas intenciones; su deseo es advertimos desde nuestro primer contacto con su libro que se ha propuesto la manifestación de hechos descomunales que el hombre puede provisionalmente intepretar con el auxilio de sus limitados instrumentos especulativos, pero que quizá tengan un significado distinto, secreto e inaccesible para nuestra actual capacidad de conocimiento.
Esta reflexión, sugerida por el título de la obra, se proyecta asimismo en la estructura que confiere unidad a lo que, de otro modo, hubiera consistido en una asamblea de relatos dispersos. El imaginario compilador y prologuista de In a Glass Darkly nos informa que los sucesivos episodios han sido seleccionados entre los “casos clínicos” hallados en el archivo del doctor Martin Hesselius, supuesto especialista en “medicina metafísica” cuya intención era hallar explicaciones naturales para ciertos acontecimientos que parecían escapar al orden cotidiano. Hasta cierto punto, se ha creído reconocer en las doctrinas del doctor Hesselius sobre las relaciones entre mente y materia indicios del pensamiento religioso de Swedenborg, cuyos escritos parecen haber suscitado considerable interés en Le Fanu. A la vez, estas composiciones se hallan encaminadas a desentrañar en los sucesos prodigiosos un nivel psicopatológico subyacente. De tal forma, se elabora una compleja trama de relaciones en las que la intervención del doctor Hesselius surge como un vínculo entre muy diversos planos de realidad y significación. Por ello, Walter Allen apunta que las interpretaciones de este personaje ya no poseen interés para el lector de nuestros días, familiarizado con los procedimientos de la psicoterapia y con las doctrinas del psicoanálisis; sin embargo, el mismo comentarista añade que el intento de Le Fanu no deja de ser muy sugestivo pues la presencia de su investigador parece apuntar hacia una posible acción del inconsciente en los sucesos referidos, circunstancia que renueva en una dimensión inesperada la vigencia de este conjunto de anécdotas fantásticas.
Al respecto, “Té verde” es un cuento sumamente revelador pues su protagonista es el mismo doctor Hesselius, quien expone sus reflexiones acerca de un caso del que tuvo conocimiento detallado pero en el que no alcanzó a intervenir profesionalmente. La narración describe la atmósfera de creciente angustia en la que se halla aprisionado el reverendo Jennings, perseguido por un mono fantasmal que se introduce en su vida como si fuera un trasgo o demonio familiar y termina por precipitarlo en el suicidio. La hipótesis del doctor Hesselius consiste en que habitualmente nos hallamos a cubierto de intromisiones sobrenaturales porque la existencia material interpone una suerte de velo protector; pero, tal como lo expresa Swedenborg en Arcana coelestia, “cuando se abren los ojos interiores del hombre, los ojos del espíritu, aparecen cosas de la otra vida que son imposibles de percibir en la existencia física”. Esto parece conducir el relato por una vía netamente espiritualista, pero en las últimas páginas el doctor Hesselius intenta una exégesis destinada a reconciliar esa formulación con un estricto diagnóstico fisiológico. En definitiva, se nos propone una constante interacción entre lo sobrenatural y lo natural. Al margen de cualquier otra consideración, esto convierte al médico imaginado por Le Fanu en antecedente directo del padre Brown y del doctor Fell —en los cuentos de G. K. Chesterton y en las novelas de John Dickson Carr, respectivamente—, quienes suelen especular con posibles intervenciones mágicas antes de revelarnos sus explicaciones de este mundo. Por lo demás, la suposición de que ciertos indicios ultramundanos penetran en el área de nuestra percepción no parece desvinculada del residuo positivista que exhiben la teosofía y otras corrientes afines cuando pretenden dar solución racional a determinados hechos psíquicos, según quedó testimoniado en Madame Blavatsky, Annie Besant, Ouspensky y J. W. Dunne. Algo similar se observa asimismo en cuentistas de principios del siglo XX; Leopoldo Lugones proporciona un ejemplo en relatos de Las fuerzas extrañas, en tanto que Algernon Blackwood se negó explícitamente a considerar que las suyas fueran meras “narraciones terroríficas” pues las vinculaba a una “extensión de las facultades humanas”, giro que se muestra muy cercano a la “visión interior” de Swedenborg, mencionada en las apreciaciones del doctor Hesselius.
En otros relatos que incorpora In a Glass Darkly la participación directa del doctor Hesselius se halla excluida, si bien se trata asimismo de historias procedentes de su extraño archivo de casos clínicos. “El juez Harbottle” todavía proporciona algunas observaciones iniciales del especialista en “medicina metafísica”, pero “Carmilia” no es más que una historia de vampiros y en ningún momento ensaya una explicación “racional” o “científica” de los hechos registrados, salvo una brevísima consideración —en su prólogo— a algunos de “los arcanos más profundos de nuestra existencia dual y sus intermediarios”. La primera de estas dos narraciones es una de las más acabadas muestras de ghost story que concibió Le Fanu y, hasta cierto punto, podría también derivarse de Swedenborg, pese a que el visionario sueco no aparece citado; al respecto, es lícito sospechar la gravitación de una idea muy característica de este pensador, según la cual cada ser humano escoge su propio infierno, tal como lo ilustra la estremecedora aventura del magistrado. Además del interés que la anécdota posee por sí misma y del vigor creciente que transmite el discurso, esta pieza incluye algunos de los momentos más logrados en la producción de Le Fanu, los que por añadidura lo revelan como un verdadero innovador que anticipa técnicas narrativas de gran impacto en época más reciente. El manejo de los estados oníricos, en los capítulos VI y VII, prefigura la representación de tales experiencias en artistas influidos por Freud y Jung. También creernos razonable hablar de procedimientos expresionistas en los que se objetivan angustias subyacentes en la conciencia del personaje imaginario. En este sentido, es muy interesante el pasaje en que el juez ve el inmenso patíbulo y su grotesco verdugo, así como la descripción de los árboles que abrían brazos desnudos y tétricos para dar la bienvenida al acusado. No menos intensa es la atmósfera de la sala de audiencias, cuyo elemento reiterado lo constituye el brillo de pálidas y hostiles miradas en medio de la penumbra que desdibuja la figura de los presentes en la sesión del tribunal. En otro aspecto, resulta igualmente notable el episodio del capítulo VIII en que se produce el encuentro de la niña y el fantasma: nos hallamos ante un diestro alarde de ironía que examina la relación del testigo infantil con lo sobrenatural y la deficiencia e inseguridad de los adultos en circunstancias tan insólitas; aquí descubrirnos elaborada con extremada sutileza una situación que está anunciando la minuciosidad de Otra vuelta de tuerca, la más memorable de las “historias de fantasmas” que escribió Henry James. Por último, corresponde hacer una mensión del prólogo de “El juez Harbottle”, en el que se trasluce un singular sentido del humor que juega con referencias y remisiones a libros y documentos inexistentes, verdadera exhibición de pirotecnia literaria en un campo que Jorge Luis Borges ha cultivado con especial habilidad y notoria complacencia.


3. Carmilla y otros vampiros

Entre los relatos de In a Glass Darkly, “Carmilla” merece una consideración independiente no sólo por su extensión y su fama sino también porque en el ámbito del cuento de horror pertenece a una variedad con características propias: la fábula de vampiros. De acuerdo con el diccionario de Littré, clásico repertorio de la lengua francesa, el vampiro “es un individuo que, según la superstición popular, sale de la tumba para extraer la sangre a los seres vivientes”. Por lo tanto, su situación es bastante ambigua: los fantasmas bien educados que acepta la tradición pueden introducirse en nuestro mundo cotidiano, pero han perdido su condición corpórea; en cambio, los personajes de esta especie han conservado sus cuerpos más allá de la muerte con el auxilio del elemento vital que les proporcionan sus víctimas, a las que desangran e incorporan en su horripilante merodeo nocturno. Afortunadamente, se supone que su acción está circunscripta en determinadas zonas geográficas; vagamente, se presume que en el peor —o el mejor— de los casos operan en el Cercano Oriente y en algunas regiones del este de Europa que se extienden por los montes Cárpatos y la meseta de Transilvania, en las proximidades del Danubio, en el actual territorio de Austria, Checoeslovaquia, Yugoslavia, Hungría y Rumania. Por obra de la literatura, han sido invitados a trasladarse a la Europa occidental, pero al mismo tiempo se ha proporcionado amplia información sobre una extensa nómina de antídotos, que incluye el ajo, la rosa silvestre, ciertos símbolos religiosos, los cursos de agua, la luz del sol y los espejos. Por su parte, los vampiros se defienden apelando a su capacidad mimética, que les permite convertirse en murciélagos, en niebla, acaso en lobos o perros (circunstancia que los vincula al folklore de la licantropía). En inglés se los suele denominar undead, lo cual parece significar que no están vivos pero tampoco pertenecen al mundo de los muertos. En tal sentido, al margen del contagio por incisión de la yugular, resulta incierto —en virtud de la naturaleza contradictoria de los testimonios— determinar si los vampiros, en su origen, fueron muertos cuyo castigo eterno consiste en esta actividad o, por lo contrario, son cadáveres exentos de sus almas que fueron “ocupados” por demonios que procedían directamente del infierno.
Quienes historiaron la leyenda y sus ramificaciones artísticas a menudo propusieron una trayectoria multisecular que buscaba emparentar los vampiros con otros habitantes del ámbito sobrenatural. Al respecto, ya hicimos mención del licántropo; también se puede hacer referencia a lamias, íncubos y súcubos; pero acaso con mejores razones se han propuesto conexiones con los seres que se denominan ghoul, en inglés, o gouie, en francés. Lo que justifica esta última relación es el hecho de que ambos vocablos tienen origen árabe y se difundieron durante el siglo XVIII, período en que el deslumbramiento del cuento oriental —producido por la traducción que hizo Galland de las Mil y una noches— impregna la cultura europea. Como quiera que sea, la palabra vampire —procedente del magiar vampyr— es introducida en Francia hacia 1717 por Joseph Pitton de Tournefort, en su Relation d'un voyage du Levant. El asunto reaparece en las Lettres juives, del marqués d’Argens. Entre 1700 y 1730 se observó una “epidemia” de vampirismo que abarcaba Quío, Belgrado y otros lugares de la Europa oriental, lo cual estimuló en sus investigaciones a los infatigables eruditos alemanes, entre quienes merece citarse a Heinrich Zopft, autor de una Dissertatio de vampiris serviensibus (1733), en la que se ofrece una descripción considerada clásica: “Los vampiros salen por la noche de sus tumbas, atacan a las personas que reposan tranquilamente en sus lechos, les succionan toda la sangre y las aniquilan. Acometen por igual a hombres, mujeres y niños, sin respetar edad o sexo. Aquellos que sufren el influjo de su letal malignidad se quejan de sofocación y de una absoluta caída anímica, luego de lo cual expiran en breve lapso”. Pero nadie popularizó en tal grado a estos merodeadores como el docto benedictino Augustin Calmet, quien hacia 1750 dio a conocer, con ánimo crítico, su Traité sur les apparitions des esprits et sur les vampires ou revenants de Hongrie, Moravie, etc. Voltaire, en su Diccionario filosófico, consideró oportuno arremeter contra la creciente difusión de la fábula, pero ésta ya había arraigado profundamente y comenzaba a ganar adeptos en la literatura de imaginación, al punto de que antes de 1800 varios autores muy significativos la habían recogido en su producción: tal vez Gottfried August Bürger, en Leonore (1773) ; evidentemente Goethe, en La novia de Corinto (1797) ; también Williarn Beckford, en referencias incidentales de Vathek (1782), y Coleridge, en su inconclusa Christabel (escrita entre 1797 y 1800).
Sin embargo, la gran invasión de vampiros en las letras europeas habría de corresponder al siglo XIX. El factor desencadenante parece haber sido el inglés Robert Southey, quien reunió datos de Tournefort, de Calmet y de una noticia aparecida en el London Journal en marzo de 1732 y los amalgamó en el comentario para un pasaje de su extenso Thalaba the Destroyer (1801). Byron —interesado en la cuestión, según se comprueba en The Giaour, de 1813— se apropió de la información e indujo a su médico, John William Polidori, a redactar El vampiro, relato publicado en 1819 en el New Monthly Magazine. Charles Nodier utilizó el texto de Polidori para componer en Francia un melodrama, cuya adaptación inglesa ya se representaba en Londres en agosto de 1820. El éxito fue instantáneo: en la Navidad de 1821 el público de París podía escoger entre casi una decena de piezas teatrales cuyas anécdotas y títulos hacían referencia a los vampiros. A partir de esa fecha la proliferación de tan inquietantes personajes resultó incontenible en la ficción, la poesía y los escenarios; la fascinación del tema capturó a escritores de toda especie, si bien rara vez los resultados sobrepasaban la discreta mediocridad. En el continente europeo, cabe rescatar los ecos que se perciben no sólo en la Infernaliana de Nodier, editada en 1822, sino también en Hoffmann, Gautier, Merimée, Baudelaire, Lautréarnont, Maupassant. En Leipzig, durante la temporada de 1823 se estrenó la ópera El vampiro, de Marschner Wohlbrück. En los Estados Unidos, el irlandés Fitz-James O'Brien da a conocer un cuento en el Atlantic Monthly, en 1858, y mucho después se difunde un relato de F. Marion Crawford, recogido en su volumen póstumo Wandering Ghosts (1911). En Inglaterra, la “industria de los vampiros” —como la designa Christopher Frayling— alcanza uno de sus puntos culminantes en 1847, con Varney the Vampire, de Preskett Prest, que ofrecía una tupida lectura de casi novecientas páginas a dos columnas, en inconfundible estilo folletinesco. Pero las dos versiones más perdurables de la leyenda, en el mismo país insular, son sin duda “Carmilla”, de J. Sheridan Le Fanu (1872), y Drácula, de Brarn Stoker (1897). Esta última es la que ha disfrutado de mayor popularidad en su especie en virtud de que, a través de la adaptación escénica realizada en 1927 por Hamilton Deane y John Lloyd Balderstone, pasó al cinematógrafo y perpetuó sus convenciones en un flujo incesante de reediciones fílmicas, en las que jamás faltan el abominable y siniestro conde, las dos muchachitas indispensables (una de las cuales resultará víctima del vampiro para que los peligros que amenazan a la otra, heroína de la historia, ganen en patetismo) y, por fin, el infalible experto en demonología que logra desembarazarse del monstruo. Como quiera que sea, Drácula es una novela hábilmente construida, cuyo autor no desdeñó cuantos recursos útiles podían ofrecerle Varney, “Carmilla” y Polidori. Con posterioridad, pueden mencionarse algunas piezas breves dignas de tomar en cuenta: “Count Magnus”, de M. R. James (1905), y “The Room in the Tower”, de E. F. Benson (1912), sin omitir además la renovación del asunto en contribuciones a la revista Weird Tales (Clark Ashton Smith, Everil Worrell. Carl Jacobi, H. P. Lovecraft). Especial recomendación corresponde a la tensa, sugestiva y original novela de Richard Matheson, Soy leyenda (1954).
El año en que Le Fanu publica In a Glass Darkly reviste singular importancia en el ciclo literario de los vampiros. El 15 de agosto de 1872 el Royal Strand Theatre, en Londres, estrenaba The Vampire, obra burlesca del dramaturgo Robert Reece en la que se habían incorporado los materiales acumulados desde la aparición del relato de Polidori, con el manifiesto propósito de clausurar una orientación que había sido reiterada hasta su final agotamiento. El tema, gastado y adocenado, se estaba volviendo ridículo. Para su posible subsistencia se requería un enfoque totalmente original. “Carmilla” logró satisfacer esa misión. Si acaso se podía trazar un antecedente, éste debía buscarse en la Christabel de Coleridge, no en la fuente que había sido habitual por espacio de cincuenta años. El imprevisto encuentro de las dos muchachas, la estrecha intimidad que las une de inmediato y la fascinación que llega a imponerse en el ánimo de la figura principal son comunes al poema de Coleridge y al relato de Le Fanu. En general, quienes habían seguido el modelo de Polidori tendían a centrar el interés en la anécdota insólita, en la sorpresa del desenlace y en la naturaleza aborrecible del vampiro; de tal forma, se mostraban propensos a un desarrollo lineal de la historia, con abundancia de ingredientes exóticos o terroríficos pero con una privación casi absoluta de matices. Lo que hace de “Carmilla” un ejercicio narrativo de méritos relevantes es la delicadeza del tratamiento de un asunto que, anteriormente, había exhibido tal proclividad hacia lo superficial y chabacano. La verosimilitud del ámbito en que trascurren los sucesos, la destreza psicológica con que es elaborada la amistad de las jovencitas y la relación en primera persona que nos ofrece el punto de vista de la víctima comunican de manera simultánea a la composición notoria fuerza persuasiva, considerable sutileza y gran armonía formal. Pero uno de los rasgos que tal vez sorprenda en mayor grado al lector actual —acostumbrado a que le mencionen el lado rigorista, moralizante y aun mojigato de la era victoriana— es la extraordinaria audacia con que ha sido trabajado el erotismo. Por cierto, hoy día sabernos que los victorianos poseían una abundante literautra erótica destinada a satisfacer la mentalidad escindida del hombre de esa época, según quedó señalado de manera bastante rotunda en los recientes estudios de Steven Marcus, The Other Victorians (1966), y de Masao Miyoshi, The Divided Self (1969). Sin embargo, lo que resulta verdaderamente asombroso es el absoluto equilibrio que posee Le Fanu en la presentación del equívoco vínculo entre las dos muchachas, delineado a través de las reiteradas y ambiguas expresiones de Carmilla, las que sin cesar sugieren escurridizas conexiones entre amor y violencia. Por consiguiente, es lícito afirmar que una de las cualidades más memorables de la composición es el intrincado juego de atracción, odio y muerte que se establece entre las protagonistas, cuya interacción se insinúa con una fuerza y, al mismo tiempo, con una tenuidad que parecen anticipar observaciones ulteriormente desarrolladas por los surrealistas y algunos de sus continuadores.

4. Observaciones finales

Aparte de las tres piezas ya examinadas que se vinculan al “archivo del doctor Hesselius” y han sido extraídas de In a Glass Darkly, el presente volumen incorpora otros tres cuentos de Le Fanu. Además del valor intrínseco que poseen, estos relatos adicionales son ilustrativos de la persistencia que ciertas anécdotas y motivos llegaron a tener en la imaginación del autor, quien los reelaboró y combinó en diversas ocasiones, hasta lograr lo que a su juicio era una articulación poética definitiva. El “Informe sobre algunas extrañas perturbaciones en la calle Aungier”, por ejemplo, es una prefiguración de “El juez Harbottle” y apareció en 1853 en el Dublín University Magazine. Algo similar puede observarse en “El testamento de Toby Marston”, que también presenta una acción culposa y la aparición onírica de mensajeros ultramundanos, encargados de cumplir una sentencia capital con aspecto de suicidio; hay asimismo una casa encantada e integrantes de la servidumbre que tienen visiones o audiciones insólitas; por último, a semejanza de “Carmilla”, esta narración refiere episodios de metamorfosis en los que, durante el sueño, los personajes hechizados se ven acometidos en sus lechos por individuos que han tornado la forma de animales terroríficos. Cabe añadir, por otra parte, que “El testamento de Toby Marston” proporciona una cabal muestra de cuento rural inglés, con sus típicos personajes hoscos y torturados, según una concepción que más tarde cultivaría T. F. Powys, especialmente en su pequeña obra maestra, “El gong”. En cuanto a la “Narración sobre el fantasma de una mano”, forma parte de la novela The House by the Churchyard y tal vez constituya el mejor ejemplo que es posible hallar en Le Fanu de una historia sobrenatural en estado puro.
En inglés, se pueden mencionar dos ediciones confiables de Le Fanu que están entre las más recientes, si bien se remontan a más de veinticinco años: In a Glass Darkly, prologada por V. S. Pritchett para The Chiltern Library (Londres, 1948), y Uncle Silas, prologada por Elizabeth Bowen para The Cresset Library (Londres, 1947). Cabe remitir asimismo a la selección de Best Ghost Stories of J. Sheridan Le Fanu, que preparó E. F. Bleiler para Dover Publications, de Nueva York. “Camilla”, “Té verde” y algún otro cuento de In a Glass Darkly han sido vertidos al español en diversas ocasiones, por lo general con escasa fortuna y poco respeto por la integridad de los textos. La Biblioteca de Bolsillo que era publicada por la editorial Hachette, de Buenos Aires, incluyó hace treinta años una traducción de El misterioso tío Silas. Roger Caillois, en su Antología del cuento fantástico, recogió la “Narración sobre el fantasma de una mano” con el título de “El asedio de la casa roja”.
No abundan los estudios sobre la obra de Le Fanu. Los más recordados son el de S. M. Ellis, Wilkie Collins, Le Fanu and Others (Londres, 1931), y el de Nelson Browne, Sheridan Le Fanu (Londres, 1951). Información sobre Le Fanu en su condición de cuentista victoriano se obtendrá en el amplio trabajo de Wendell V. Harris, “English Short Story in the Nineteenth Century”, aparecido en 1968 en la revista Studies in Short Fiction. Breves pero eficaces son los comentarios acerca del autor de “Carmilla” que proporcionan dos obras panorámicas: Walter Allen, The English Novel (Londres, 1954), págs. 201-204; y A. E. Murch, The Development of the Detective Novel (Londres, 1958), págs. 133-136.
Sobre la literatura fantástica, la crítica francesa se ha mostrado muy activa en los últimos veinte años: Pierre-Georges Castex, Le conte fantastique en France de Nodier à Maupassant (Paris, 1951) Louis Vax, Arte y literatura fantásticas (traducción española: Buenos Aires, Eudeba, 1965) ; Roger Caillois, “Prefacio” a su Antología del cuento fantástico (traducción española: Buenos Aires, Sudamericana, 1967) y trabajo inicial incluido en su colección Imágenes, imágenes (traducción española: Buenos Aires, Sudamericana, 1970); Tzvetan Todorov, Introducción a la literatura fantástica (traducción española: Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1972). Muchos otros estudios pueden citarse: la introducción de M. R. James al libro que preparó V. H. Collins, Ghosts and Marvels (Londres. 1924); Supernatural Horror in Literature, de H. P. Lovecraft (Nueva York, 1945); The Supernatural in Fiction, de P. Pewzoldt (Londres, 1952); The Supernatural in Modern English Fiction, de D. Scarborough (Londres, 1917) ; la introducción de Montague Summers a su antología, The Supernatural Omnibus (Londres, 1931) ; el artículo de P. J. Stead, “Supernatural Story”, en la obra que dirigió S. H. Steinberg, Cassell’s Encyclopaedia of Literature (Londres, 1953), vol. I, págs. 526-530; la introducción de Adolfo Bioy Casares a la selección que preparó junto con Jorge Luis Borges y Silvina Ocampo, Antología de la literatura fantástica (Buenos Aires, Sudamericana, 1940 y reediciones). Freud se ha referido al asunto en su ensayo sobre “lo siniestro”; al respecto, también es oportuno registrar el trabajo de M. Richardson, “The Psychoanalysis of Ghost Stories”, aparecido en el número correspondiente a diciembre de 1956 de la revista inglesa Twentieth Century.
Sobre vampiros, son clásicos —pero algo viejos y decididamente tendenciosos— los libros de Montague Summers: The Vampire, his Kith and Kind (Londres, 1928) y The Vampire in Europe (Londres, 1929). Recientemente, en Inglaterra han aparecido varios estudios sobre el vampiro en el arte y la literatura; en general no incorporan mayores novedades, pero dieron oportunidad a Christopher Frayling para escribir una brillante reseña en la entrega del London Magazine correspondiente a junio y julio de 1974. Bastante difusión ha tenido el ensayo de Ornella Volta, Le vampire (París, 1962). Desde un punto de vista psicoanalítico, debe recordarse el enfoque de Ernest Jones. Por su parte, Mario Praz encara el aspecto poético en su muy informativa La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (traducción española: Caracas, Monte Ávila, 1969). Falta un estudio serio —sí acaso es posible escribirlo— sobre el vampiro en la cinematografía; esto tiene especial relevancia con respecto a Le Fanu porque en época no lejana “Carmilla” fue aprovechada para sendas películas: Et mourir de plaisir, de Roger Vadim (1960), y The Vampire Lovers, de Roy Ward Baker, con la interpretación de Peter Cushing (1970). Anteriormente, ya Carl-Theodor Dreyer se había inspirado en Le Fanu para la realización fílmica de Vampyr, también conocida como La extraña aventura de David Gray (1931).


En Le Fanu, Joseph Sheridan: Carmilla y otras alucinaciones, Ediciones Librerías Fausto, Buenos Aires, 1975.



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