lunes, 24 de junio de 2013

Satán. Jean Delumeau.

1. Ascenso del satanismo

La emergencia de la modernidad en nuestra Europa Occidental tuvo lugar acompañada de un increíble miedo al diablo. El Renacimiento heredaba seguramente conceptos e imágenes demoníacas que se habían precisado y multiplicado en el curso de la Edad Media. Pero les dio una coherencia, un relieve y una difusión antes nunca alcanzados.
Satán apenas aparecía en el arte cristiano primitivo y los frescos de las catacumbas lo habían ignorado. Una de sus representaciones más antiguas, en los muros de la iglesia de Baouit en Egipto (siglo VI), lo representa bajo los rasgos de un ángel, caído sin duda y con las uñas ganchudas, pero sin fealdad y con una sonrisa algo irónica. Tentador que seduce en las páginas iluminadas de la Biblia de san Gregorio Nacianceno (Biblioteca Nacional de París, entre los siglos VI y IX), héroe abatido en las decoraciones de ciertas iglesias orientales de la misma época, Lucifer, antiguamente la criatura preferida por Dios, no es todavía un monstruo repulsivo.
En cambio, los siglos XI y XII ven producirse, al menos en Occidente, la primera gran «explosión diabólica» (J. Le Goff) que nos ilustran el Satán de ojos rojos, de cabellos y alas de fuego del Apocalypse de Saint-Sever, el diablo devorador de hombres de Saint-Pierre-de-Chauvigny, los inmensos demonios de Autun, las criaturas infernales que, en Vézelay, en Moissac o en Saint-Benoît-sur-Loire, tientan, poseen o torturan a los humanos. Asimilado por el código feudal al vasallo felón, Satán hace entonces su gran entrada en nuestra civilización. Abstracto y teológico con anterioridad, helo ahí que se concreta y reviste en los muros y capiteles de las iglesias toda clase de formas humanas y animales. Se ha establecido una relación entre las esculturas de Vézelay y el Elucidarium, especie de catecismo que redactó a principios del siglo XII un alemán mal conocido, durante mucho tiempo llamado Honorius de Autun. Ahora bien, esta obra contiene una sistematización y vulgarización de los elementos demonológicos diseminados en los escritos cristianos desde los primeros tiempos de la Iglesia y, por otra parte, es el primero que reúne de forma coherente las penas del infierno. A la vez seductor y perseguidor, el Satán de los siglos XI y XII asusta seguramente. Sin embargo, él y sus acólitos son a veces tan ridículos o divertidos como terribles; gracias a lo cual se van volviendo progresivamente familiares. La hora del gran miedo al diablo no ha llegado todavía. En el siglo XIII, los nobles «Juicios Finales» de las catedrales góticas vuelven a poner en el sitio que les corresponde el infierno, sus suplicios y sus demonios. Lo esencial de los grandes tímpanos esculpidos se reserva entonces al Cristo en Majestad, a la corte paradisíaca y a la alegría serena de los elegidos. «En el arte exclusivamente teológico del siglo XIII ―escribía E. Mâle― [no se encuentra ninguna] representación detallada del infierno», incluso a pesar de que santo Tomás de Aquino declare que no hay que entender de forma solamente simbólica lo que se cuenta de los suplicios de ultratumba.
Pero a partir del siglo XIV las cosas cambian, la atmósfera se vuelve en Europa más agobiante y esta contracción del diablo que había triunfado en la edad clásica de las catedrales deja sitio a una progresiva invasión demoníaca. La Divina Comedia (cuyo autor murió en 1321) señala simbólicamente el paso de una época a otra y el momento a partir del cual la conciencia religiosa de la élite occidental cesa de resistir, durante un largo período a la pleamar del satanismo. No retrocederá hasta el siglo XVII. Esta obsesión toma dos formas esenciales, ambas reflejadas por la iconografía: una alucinante imaginería infernal y la obsesión de las innumerables trampas y tentaciones que el gran seductor no cesa de inventar para perder a los humanos. Mucho antes de Dante habían circulado por Europa algunos relatos fantásticos relativos a los tormentos del infierno. Unos procedían de Oriente, como la Visión de san Pablo, que se remonta por lo menos al siglo IV. Arrebatado fuera de la tierra, el apóstol de los gentiles llega a las puertas del imperio de Satán. Luego, en el curso de su horroroso periplo, ve árboles de fuego en cuyas ramas están colgados los pecadores, hornos, un río donde los culpables están más o menos sumergidos profundamente según la naturaleza de sus vicios; finalmente, el pozo del abismo, del que sale una espesa humareda y un olor intolerable. Elementos de la Visión de san Pablo se encuentran en las leyendas irlandesas, en particular en la Visión de Tungdal, cuyos horrores no tienen nada que envidiar a los que pudieron leerse luego en la Divina Comedia. Entre los espectáculos enloquecedores que ofrece este infierno nórdico tenemos, sobre todo, un lago de fuego y un lago de hielo, animales formidables que se alimentan con las almas de los avaros y con las de los religiosos infieles a sus votos y unos pantanos humeantes llenos de sapos, serpientes y otras bestias horribles.
Los teólogos del siglo XIII habían rechazado toda complacencia en estas imágenes de pesadilla. Durante la época siguiente, por el contrario, estas imágenes fuerzan las barreras. El cartujo Denys, célebre teólogo del siglo XV († 1471), al redactar un tratado de los cuatro fines del hombre (Quattuor novissima), introdujo en ellos una descripción que reproduce los relatos irlandeses, y más en particular la Visión de Tungdal. En los años inmediatamente posteriores a la Peste Negra, los suplicios del infierno aparecen, con toda suerte de alucinantes precisiones, sobre los muros del Campo Santo de Pisa y en la capilla Strozzi de Santa María Novella de Florencia. Aquí el artista (A. Orcagna o uno de sus discípulos) ha seguido de cerca el texto de la Divina Comedia. Un testimonio cautivador sobre esta «nueva angustia» (G. Duby) viene proporcionado por un ciclo de frescos poco conocido, porque decora la iglesia de una pequeña ciudad, San Gimignano. Se trata del infierno (1396) de Taddeo di Bartolo, en cuyo centro reina un Lucifer bastante semejante al del Campo Santo de Pisa por sus dimensiones gigantescas, su cabeza de ogro, sus cuernos y sus manos poderosas que machacan a unos condenados ridículamente pequeños. En los diferentes compartimentos del horrible reino los demonios extraen los intestinos de los envidiosos, hacen vomitar a los avaros, impiden a los glotones comer los platos de una mesa abundantemente servida, azotan a los adúlteros y hunden estacas en llamas en el sexo de las mujeres que fueron ligeras.
A principios del siglo XV, en Francia, las Muy ricas horas del duque de Berry muestran también el interior del infierno, con un detalle tomado de la Visión de Tungdal: Lucifer, gigante coronado que sólo se alimenta de las almas de los condenados, aspirándolas y expeliéndolas alternativamente, mientras exhala llamas y humo de su horrible boca. En nuestro país es a mediados del siglo XV cuando los suplicios del infierno entran en el arte monumental. E. Mâle ha demostrado con ejemplos precisos (cuya lista no es, desde luego, exhaustiva) que algunos elementos procedentes de la Visión de san Pablo y de las leyendas irlandesas decoran los arcos de bóveda y las pinturas de Saint-Maclou de Ruan, de la catedral de Nantes y de las iglesias de Normandía, de Borgoña y del Poitou. De este doble origen deriva cierto número de detalles espantosos: los diablos herreros que alzan pesados martillos sobre un yunque hecho a base de cuerpos de hombres y mujeres superpuestos, la rueda a la que están clavados los pecadores, los condenados tumbados sobre una parrilla y rociados con plomo fundido, el árbol seco con sus ahorcados vivos, etcétera.
No obstante, es en el universo enloquecido de Jerónimo Bosco donde las pesadillas infernales alcanzan su mayor violencia. En los juicios finales de Viena y de Brujas y en el tríptico del Prado, cuyas hojas representan, respectivamente, el paraíso terrestre, el jardín de las delicias y el infierno, la locura y la maldad diabólicas se desencadenan con el sadismo más monstruoso.
En el infierno de Viena, un demonio, cuya cabeza es la de un pájaro de largo pico, se lleva un réprobo a su choza. Otro lleva sobre un hombro un bastón del que cuelga de pies y manos un condenado atravesado por una flecha. Otro condenado deberá dar vueltas eternamente al torniquete de una zanfonía desmesurada y otro está crucificado en un arpa gigante. Satán, cubierto con un turbante, tiene ojos de fuego, fauces de bestia feroz, cola y patas de rata. En el lugar del vientre aparecen las parrillas de un horno. Recibe a sus huéspedes en una puerta cuyo contorno subraya una hilera de sapos. Los infiernos sucesivos del Bosco, por extraños que sean, se integran, a pesar de todo, en una larga serie de obras poderosas que la pintura flamenca, desde los hermanos Van Eyck hasta Henri Bles, consagró al tema del Juicio Final y, por tanto ―asociación que se había vuelto obligatoria en la época―, a la descripción detallada del infierno; y esta producción artística se sitúa, a su vez, en un conjunto más vasto de la pintura de un siglo que reúne el grandioso fresco de Miguel Ángel al fondo de la Sixtina, y una composición anónima portuguesa (principios del siglo XVI) en que se ve a los demonios presidiendo una vez más el castigo de los condenados. J. Baltrusaitis ha demostrado, mediante comparaciones concluyentes, que la iconografía demoníaca europea de los siglos XIV-XVI se había incrementado con elementos procedentes de Oriente que habían reforzado sus aspectos terroríficos. Así, China había enviado a Occidente hordas de diablos con alas de murciélago o senos de mujer. Exportó dragones de alas membranosas, gigantes de grandes orejas con un cuerno único en la frente. En cuanto a las «Tentaciones de san Antonio», mediante las cuales podemos abordar el segundo aspecto de la imaginería satánica anunciada anteriormente, presentan interesantes analogías con él asalto dado por el espíritu del mal y las fuerzas del infierno a Buda mientras meditaba al pie de un árbol. Como el ermitaño cristiano, Zakyamuni se halla sometido a una doble serie de pruebas, unas que tienden a asustarle, otras a seducirlo. Debe, así pues, resistir a gigantes disformes, a lanzamientos de proyectiles, a la noche, al ruido y al diluvio, pero también a muchachas de senos desnudos que tratan de turbarle mediante los treinta y dos trucos de la magia femenina. Esta escena, frecuentemente representada en la escultura y la pintura de Asia Oriental, llegó a Occidente gracias al relato de origen copto referido a san Antonio y vulgarizado entre nosotros por la Leyenda áurea. De este modo se enriquece el repertorio de las «Tentaciones» que el Bosco, Mandyn, Huys, Bles, Patinir, Brueghel, etcétera, se han complacido en evocar con una sorprendente exuberancia de detalles lascivos y monstruosos. En el gran tríptico de Lisboa, el Bosco muestra al anacoreta asaltado por toda clase de sortilegios demoníacos, mientras ve surgir ante él mil formas alucinantes: tinajas provistas de patas, una mujer vieja vestida con la corteza de un árbol muerto y cuyo cuerpo termina en forma de apio, un viejo que alecciona a un mono y a un gnomo, un mensajero que utiliza patines de hielo para correr sobre la arena. Y aquí tenemos también a una bruja derramando un elixir sobre un sapo tendido sobre una flor, a una joven desnuda detrás del tronco muerto de un árbol cuyas ramas sostienen una gran tela púrpura y una mesa ricamente aderezada para un festín al que muchachos y muchachas invitan a san Antonio. El prestidigitador diabólico despliega de este modo, ante el eremita impasible, todos los recursos de sus artes mágicas: trata de aterrorizarlo, de hacer que se vuelva loco, de desviarle hacia las alegrías fáciles de la tierra. Trabajo perdido. San Antonio representa para el Bosco el alma cristiana que conserva su serenidad en medio de un mundo en el que Satán recurre constantemente a nuevas trampas.
Las «Tentaciones de san Antonio» se denominarán también «Los tormentos de san Antonio». Porque el enemigo tienta y al mismo tiempo atormenta a los humanos. Los aterroriza mediante sueños, los espanta mediante visiones ―así se expresan los autores del Martillo de brujas: «Sueños mientras duermes y visiones durante la vigilia»―. Además, no sólo puede atacar los bienes terrestres y el cuerpo mismo, sino que puede poseer a un ser humano no consintiendo que actúe por sí mismo a partir de entonces. El Martillo de brujas refiere del siguiente modo la confesión de un cura poseso:

Estoy privado del uso de la razón únicamente cuando quiero consagrarme a la oración o visitar los lugares sagrados... [Entonces el demonio] dispone de todos mis miembros y órganos ―mi cuello, mi lengua, mis pulmones― para hablar y gritar cuando a él le place. Sin duda, yo oigo las palabras que él pronuncia por mí a través de mis órganos, pero no puedo resistirme a él en modo alguno; y cuando más ardientemente quisiera entregarme a la oración, él me asalta con más violencia, haciendo saltar con más fuerza mi lengua.

Pero las tentaciones son, en definitiva, más peligrosas que los tormentos. De ahí la necesidad de poner en guardia a los humanos excesivamente crédulos contra las artimañas de Satán. Una obra muy difundida en la Alemania del siglo XV se titulaba precisamente Las redes del diablo y ponía en escena a un ermitaño que discute con Satán. Éste expone los medios ―numerosísimos― de que dispone para corromper a la humanidad. Es la misma preocupación moralizadora que inspira El jardín de las delicias de Jerónimo Bosco (en el tríptico del Prado). En ese falso paraíso terrenal, la fuente de la juventud en la que retozan hermosas mujeres blancas y negras, los frutos deliciosos, las flores, de colores tan delicados y luminosos que permiten pensar en una miniatura persa, crean una atmósfera de encantamiento. Pero la intrusión de lo lascivo, incluso de lo obsceno, sugiere que se trata de un espejismo demoníaco. A través de un tubo de cristal, un rostro extraño mira una rana bajo la esfera de cristal donde dos enamorados se acarician. A la izquierda de la esfera vigila una lechuza, el pájaro de Satán; a la derecha, un hombre desnudo se hunde en el abismo. Además, la hoja central del tríptico está enmarcada, por un lado, por el auténtico paraíso terrenal ―el de Adán y Eva―, irremediablemente perdido, y, por otro, por el infierno donde son castigados los extraviados por las alegrías sensuales.
El «jardín de las delicias» no es más que un nombre distinto del «país de Jauja», y en ambos se busca una felicidad tan ilusoria como la que se pide una vez al año en las fiestas del carnaval. Detrás de todos estos mundos invertidos ―universos de locura― está Satán. En el capítulo CVIII de La nave de los locos (1494) Brant embarca locos sin mapa ni brújula a la búsqueda de las comarcas bienaventuradas de Jauja. Se sabe de antemano que irán de peligro en peligro para terminar zozobrando en plena tempestad. Todo mundo al revés es una mentira. No obstante, en La nave de los locos este motivo es todavía relativamente esporádico y limitado. En cambio, domina el Exorcismo de los locos, que el predicador Thomas Murner redacta entre 1509 y 1512. Más de un tercio de la obra está consagrado a este motivo. Para Murner, no habría que ceder a la tentación de encontrar el paraíso terrenal. Pero los hombres pecadores no cesan de perseguir esta quimera. Por eso el mundo entregado a la locura está, todo él, al revés y, por tanto, es esencialmente malo. De ahí, tanto en la obra de Murner como en la de Brant, la denuncia en bloque de las diversiones carnavalescas, demoníacas por definición. El loco es una presa de Satán. El carnaval es subversión y disonancia.

2. Satanismo, fin del mundo y «mass media» del Renacimiento

El miedo desmesurado al demonio, presente en todas partes, autor de la locura y ordenador de los paraísos artificiales, se ha asociado, en la mentalidad común, con la espera del fin del mundo estudiada en el capítulo anterior. El vínculo entre ambos se subraya en el texto inicial del Martillo de brujas. «En medio de las calamidades de un siglo que se desmorona», mientras «el mundo desciende en el atardecer hacia su declive y la malicia de los hombres crece», el Enemigo «sabe en su furia que ya sólo queda poco tiempo» ante él. Por eso «hay que hacer crecer en el campo del Señor una perversión herética sorprendente», la de las brujas. Por su parte, Brant reúne en una misma síntesis locura, navegación sin brújula ni mapa, mundo al revés y proximidad del Anticristo. También para él la virulencia de Satán sólo se explica por la inminencia de la catástrofe final. En el capítulo CIII exclama: «¡Ha de venir el tiempo! ¡Ha de venir el tiempo! El Anticristo, y tengo miedo por ello, no está lejos». «Nos acercamos muy deprisa al Juicio final». Tal es, también, la concepción de Murner, para quien el mundo al revés sólo se enderezará el día ya cercano de la parusía. No es, por tanto, una casualidad que, por su parte, Lutero se viese dominado a un mismo tiempo por el miedo al diablo y por la certidumbre de que el cataclismo final estaba ya en el horizonte. De seguirle, ¿cómo la Alemania protestante del siglo XVI y principios del XVII no había de estremecerse ante estos dos terrores conjuntos?
El Dr. Martín, cada vez que tenía que vérselas con un obstáculo o combatía a un adversario o a una institución tenía la certidumbre de encontrarse con el diablo. Al hojear su obra nos damos cuenta de que Satán ha inventado el comercio del dinero, «imaginado la perversa frailería» y dado al culto divino «formas abominables» ―entiéndase por ello las ceremonias de la Iglesia romana―. Fue él quien inspiró a Jean Eck (el principal adversario de Lutero en Alemania) un «deseo irresistible de gloria». Es él quien «miente por la voz y la pluma» del papa. También es él quien reina en Mulhausen ―la ciudad de Müntzer―, «donde no causa más que bandidajes, matanzas y derramamientos de sangre. Además, la lucha contra los campesinos sublevados no es sólo un combate «contra la carne y la sangre, sino contra los malos espíritus que están en los aires». En este «asunto diabólico» (la revuelta de los campesinos), el demonio «tenía como designio devastar por entero Alemania, porque no poseía ningún otro medio para obstaculizar la difusión del Evangelio». Igual que Lutero, Melanchton sentía un terror enorme ante el demonio y en todo momento temía verlo aparecer delante de él.
La polémica confesional desencadenada por Lutero y sus discípulos sobre estas bases no pudo sino incrementar el miedo al diablo en la Alemania protestante, en la que teólogos y predicadores se convencieron de que, al acercarse el fin del mundo, Satán lanzaba contra los evangélicos su última ofensiva. Bajo el papismo, escribía en 1595 el superintendente Andrés Célichius, los duendes y los trasgos habían molestado a los hombres. «Pero ahora feroces verdugos salen todos los días del abismo, de suerte que los hombres están dominados por el espanto y el dolor». Y añadía respecto a los casos de posesión:

Casi por doquier, tanto a nuestro lado como lejos de nosotros, el número de los posesos es tan considerable que uno queda sorprendido y afligido, y tal vez sea ésa la verdadera llaga por la que nuestro Egipto y todo el mundo caduco que lo habita están condenados a perecer.

Los tormentos de san Antonio se habían extendido de esta forma a toda Alemania. En este país, donde se desarrolla entonces la leyenda de Fausto, los habitantes están convencidos de que Lucifer es rey. Indudablemente, no habrían experimentado tanto ese sentimiento si el teatro y, sobre todo, la imprenta no hubieran difundido ampliamente el miedo y, al mismo tiempo, la delectación morbosa del satanismo. Una pieza representada en 1539 nos hace ver en escena al papa Pammachius y a su consejero Porfirio mientras evocan a Satán, a quien los espectadores ven aparecer:

Tiene grandes cuernos, sus cabellos están completamente erizados, su rostro es horrible, sus ojos son redondos y llameantes, su nariz larga, retorcida y ganchuda, su boca, desmesuradamente grande, inspira el horror y el espanto, su cuerpo es completamente negro.

En un Juicio de Salomón el diablo se burla del agua bendita, de la sal consagrada y de la bendición que el papa da a los fieles. Una comedia titulada El último día del último Juicio muestra a unos demonios saliendo del abismo y lanzando grandes gritos. Arrastran a los papistas al infierno, luego vuelven a escena y se sientan a la mesa. En otra «comedia» representada en Tubinga en 1580 unos demonios arrojan al infierno, a petición de Jesús, no solamente al papa, sino también a Zwinglio, Karlstadt y Schwenckfeld: por supuesto, se trata de una obra luterana. Desde luego, el teatro medieval había sacado frecuentemente a escena al diablo y a sus acólitos. Pero nunca lo demoníaco había invadido hasta tal punto la escena, desbordando incluso ampliamente los dramas de polémica confesional. El satanismo, con aspectos de gran guiñol, se había convertido en el componente indispensable de la mayor parte de las representaciones teatrales alemanas a finales del siglo XVI. Un contemporáneo observaba en 1561:

Cuando un autor dramático quiere agradar al público, es necesario de toda necesidad que le muestre muchos diablos; es necesario que esos diablos sean horrorosos, que griten, aúllen, lancen clamores divertidos, sepan insultar y jurar y terminen por llevarse su presa al infierno en medio de rugidos salvajes; es preciso que la barahúnda sea horrible. Eso es lo que más atrae al público, eso es lo que más le place.

Espíritu crítico y humor, raros en aquella época, de un observador aislado, contrapesados, por desgracia, por numerosos procesos de brujería.
Lo que antes dijimos de la difusión, gracias a la imprenta, de las angustias apocalípticas vale, lógicamente, también para el ascenso del satanismo en el siglo XVI. No habría tenido esa amplitud, sobre todo en Alemania, sin el poderoso multiplicador que fueron el libro y la hoja volandera enriquecidos a veces con dibujos. El éxito mismo de las obras de Lutero tuvo que ver con ello. El Dr. Martín comunicó su miedo al diablo a centenares y centenares de miles de lectores.
De forma bastante sorprendente ―pero reveladora del pesimismo de la época―, S. Brant, en la versión alemana de su Nave de los locos, había condenado sin equívoco la prensa de imprimir. El prólogo de la obra declara, en sustancia, que el nuevo invento ha difundido la Biblia, pero que ninguna mejora moral había resultado de ello. El capítulo primero representa en escena al falso erudito rodeado de libros inútiles y a estudiantes fracasados y arruinados que encuentran refugio en esta industria. Por otra parte, se dice que la imprenta, apenas inventada, cae en decadencia como las demás profesiones artesanales. Es puesta una vez más en cuestión en el capítulo consagrado al Anticristo: ha sido él quien ha sugerido la puesta a punto de esa diabólica máquina que difunde profusamente la mentira y la herejía. Si se les da la vuelta a las palabras de Brant, no es exagerado decir que la imprenta fue una «máquina diabólica», en la medida en que hizo conocer mejor el rostro y los dones increíblemente diversos del Enemigo de los hombres. De creer a los catálogos de incunables, entre los libros ilustrados editados más veces en Francia y Alemania con anterioridad a 1500, figura la historia de Satán (el Belial) de Jacques de Teramo. Después, en la Alemania protestante, la literatura demoníaca sustituyó a las vidas de santos; como prueba tenemos este testimonio melancólico de un letrado en 1615:

La vida de los santos que antiguamente nos hablaba del amor y de la misericordia divina, de los deberes de la caridad cristiana, que nos exhortaba a practicarlos, ya no está hoy de moda, y tampoco cuenta con el favor, como en el pasado, de los cristianos buenos y piadosos. En cambio, todo el mundo compra libros de magia, imágenes o rimas sobre las ciencias ocultas y diabólicas.

La imprenta difundió el miedo a Satán y a sus secuaces mediante gruesos volúmenes, a la vez que mediante publicaciones populares. Entre los primeros figura, naturalmente, en lugar de honor el demasiado célebre Malleus, del que A. Danet ha fichado por lo menos 34 ediciones entre 1486 y 1699: lo cual significa que de 30 a 50.000 ejemplares de la obra fueron puestos en circulación en Europa por los editores de Fráncfort y de las ciudades renanas (catorce ediciones), de Lyon (once ediciones), de Núremberg (cuatro ediciones), de Venecia (tres ediciones) y de París (dos ediciones). Pueden identificarse dos grandes oleadas de difusión (1486-1520 y 1574-1621), correspondientes a dos grandes campañas de detección y de represión de la brujería, separadas por la Reforma protestante y la conflagración de las guerras de Religión. Entre las grandes obras alemanas consagradas al satanismo encontramos también el Teatro de los diablos, sin nombre de autor, que en veintiocho años conoció tres ediciones (1569, 1575 y 1587), y las Instrucciones sobre la tiranía y el poder del diablo, de Andrés Musculus, cuyo éxito fue todavía mayor. El Teatro de los diablos era una colección al principio de veinte (1569), luego de veinticuatro (1575) y, por último, de treinta y tres libros (1587) consagrados a la demonología. Se ha calculado que entre las primeras ediciones y las reimpresiones se lanzaron al mercado alemán un mínimo de 231.600 ejemplares de obras que se refieren al mundo demoníaco, en la segunda mitad del siglo XVI: 100.000 de ellas, aproximadamente, en el decenio de 1560, y 63.000 en el decenio de 1580. La historia de Fausto suscitó, además, veinticuatro ediciones en los doce últimos años del siglo. En cuanto a las gacetas, panfletos y hojas volanderas, fueron numerosísimos. Distribuidas por vendedores ambulantes, magos y exorcistas, explicaban los sueños, relataban crímenes y relatos atroces, enseñaban a conocer el futuro y a ponerse a resguardo de las trampas diabólicas. Estaban llenas de historias de posesión, de hombres-lobo y de apariciones de Satán. Éste era, en el siglo XVI y a principios del XVII, el pan cotidiano de Alemania. Andrés Musculus escribía en 1561: «En ningún país del mundo ejerce el diablo un poder más tiránico que en Alemania». Es probable, en efecto, que el temor unido al fin del mundo y a las empresas demoníacas estuviera mucho más difundido entonces en este país que en cualquier otro de Europa. Sin embargo, el fenómeno fue, evidentemente, más general y es seguro, por ejemplo, que afectó también a Francia. También aquí la imprenta tuvo su parte de responsabilidad en la difusión del miedo a los demonios y del atractivo morboso hacia el satanismo. Volvamos, por un instante, hacia atrás. En 1492 aparece una obra que combina todos los relatos anteriores sobre suplicios infernales y ofrece de ellos una tipología casi definitiva. Se trata del Tratado de las penas del infierno que Vérard añade a su Arte de bien vivir y de bien morir, ya publicado anteriormente. Sin excesos de imaginación, pero con método y claridad, el dibujante de Vérard hace una selección en el lote de delirantes representaciones procedentes de fuentes orientales e irlandesas y adjudica a cada pecado capital el castigo más apropiado: los orgullosos están atados a una rueda; los envidiosos se bañan en un río helado; serpientes y sapos devoran el sexo de los lujuriosos, etcétera. Pues bien, el libro de Vérard fue pronto imitado. Porque Guyot-Marchant, para dar más interés a su Calendario de los pastores (1ra ed., 1491), le añade un capítulo consagrado a los suplicios del infierno, que resume el tratado de Vérard y reproduce sin empacho alguno las ilustraciones. El Calendario de los pastores se lee pronto en toda Francia y su éxito será duradero. E. Mâle ha demostrado que inspiró directamente a los artistas que, a finales del siglo XV, representaron los tormentos infernales en el gran Juicio Final de Albi y en las marqueterías de las sillas de coro de Gaillon (a principios del siglo XVI).
Así, contrariamente a lo que creyera Stendhal y muchos otros tras él, fue al principio de los tiempos modernos y no en la Edad Media cuando el infierno, sus habitantes y sus secuaces acapararon más la imaginación de los hombres de Occidente. Testimonio para Francia: la lista de libelos, tratados anónimos y obras firmadas de los siglos XVI-XVII referentes a la brujería y al universo demoníaco que Robert Mandrou ha incluido al principio de su libro Magistrats et sorciers en France au XVII siècle [Magistrados y brujos en Francia en el siglo XVII]. El autor de este notable trabajo no ha consultado menos de 340, lo que permite suponer una difusión de, por lo menos, 340.000 ejemplares. No todos estos escritos se redactaron en Francia, pero todos circularon por ella. ¿Hemos de subrayar todavía que sólo constituyen la parte emergida de un iceberg mucho más vasto, cuya medida exacta ningún historiador podrá sin duda dar nunca?
En el momento en que culminó en Europa el miedo a Satán, es decir, en la segunda mitad del siglo XVI y a principios del XVII, aparecieron en los diferentes países obras de importancia que aportaron, con un lujo de detalles y de explicaciones jamás antes alcanzado, todas las precisiones que una opinión ávida deseaba tener sobre la personalidad, los poderes y los rostros del Enemigo del género humano. Literatura verdaderamente internacional cuyas cronología y geografía pueden adivinarse por el breve muestreo que viene a continuación, muy incompleto, desde luego, pero significativo, sin que convengan olvidar además que un Juan Wier, que defendió la indulgencia para con las brujas, creía, sin embargo, con todas sus fuerzas en el poder de Lucifer y de sus agentes:

FECHAS
AUTORES
TÍTULOS DE LAS OBRAS
1569
Johann Wier (alemán)
De praestigiis daemonum
1574
Lambert Daneau (francés)
De vene fias [...] dialogus
1579
Ídem
Dos nuevos tratados muy útiles para este tiempo. El primero sobre los brujos...
1580
Jean Bondino (francés)
La Demonomanía de los brujos
1589
Peter Binsfeld (alemán)
Tractatus de confessionibus maleficorum et sagarum...
1590
Pierre Crespet (francés)
Dos libros del odio de Satán...
1591
Henri Boguet (francés)
Discurso execrable de brujos
1595
Nicolas Remy (lorenés)
Demonolatriae libri tres
1599
Pierre de Berulle (francés)
Tratado de los energúmenos
1603
Juan Maldonado (español, vivió sobre todo en Francia)
Tratado de los ángeles y de los demonios
1608
William Perkins (inglés)
A Discourse of the Damned Art of Witchcraft
1609
F.-Maria Guazzo (italiano)
Compendium maleficorum
1612
Pierre de Lancre (francés)
Cuadro de la inconstancia de los ángeles malos y de los demonios
1622
Ídem
La incredulidad y el descreimiento del sortilegio plenamente convencido
1635
Benedict Carpzov (alemán)
Practica rerum criminalium
1647
Matthew Hopkins (inglés)
The Discovery of Witches

Por lo demás, el Fausto de Marlowe es de 1581, Macbeth de 1606 y las Novelas ejemplares de 1613. Las brujas y el universo demoníaco ocupan el proscenio tanto en la pieza de Shakespeare como en la novela de Cervantes titulada «Cipión y Berganza». Todas estas obras son, por distintos motivos, productos de la cultura docta de la época. Lo cual significa que el miedo al diablo ―con su cima entre 1575 y 1625― estuvo presente, sobre todo, en los medios dirigentes, de donde salieron teólogos, juristas, escritores y soberanos. De este miedo dan cuenta de nuevo las cifras de las ediciones. La obra de Juan Bodino conoció, en veinte años, veinte ediciones en cuatro lenguas. La de Del Río, aparecida en Lovaina en 1599, fue publicada a su vez catorce veces entre esa fecha y 1679 (y de nuevo en Venecia en 1747). A partir de 1611 se tradujo al francés bajo el título Controversias e investigaciones mágicas.

3. El «príncipe de este mundo»

En resumen, podemos decir que en esa época ―y durante mucho más tiempo todavía― coexistieron dos representaciones diferentes de Satán: una popular y otra elitista, siendo ésta la más trágica. Se adivina la primera a través de las declaraciones en los procesos y de la las anécdotas contadas por humanistas y hombres de Iglesia. Algunas se han mencionado anteriormente. En Lorena y en el Jura los documentos judiciales revelan que, frecuentemente, el diablo popular no lleva un nombre bíblico, sino que se llama Robin, Pierasset, Greppin, etc. En el distrito de Ajoie (obispado de Basilea), y a lo largo de los años 1594-1617, permiten conocer casi ochenta nombres de demonios. Y no es raro constatar que no se les adjudica el color negro (característico de Satán). En efecto, a veces son verdes, azules o amarillos, lo que parece vincularlos a las divinidades primitivas de la selva jurasiana. Volvemos a situarnos entonces en un universo politeísta donde el diablo es una divinidad más, susceptible de ser ablandado y que puede resultar bienhechor. Se le presentan ofrendas, sin menoscabo de excusarse luego por este gesto ante la Iglesia oficial. Así hacen aún en nuestros días los mineros de Potosí que rinden culto a Lucifer, dios del subsuelo, pero se arrepienten luego periódicamente durante suntuosas procesiones en honor de la Virgen. El diablo popular puede ser también un personaje familiar, humano, mucho menos temible de lo que asegura la Iglesia, y esto es tan cierto que fácilmente se consigue engañarle. Así aparece en numerosos cuentos de las zonas rurales; así, también, en los recuerdos de infancia del bretón P. J. Hélias:

El otro cornudo es el nombre que damos al diablo. Un diablo bastante particular. No es el diablo común representado en las figuras santas que el padre Bernabé cuelga de una cuerda a través del coro, durante los retiros para explicar el Juicio Final. ¡Lo sabéis de sobra! Una especie de animal rojo de larga cola, encarnizado en picar el cuero de los réprobos que aúllan. ¡No! Es un diablo muy humano, con el porte de un buen bretón de la baja Bretaña que se hubiera comido su hacienda, de un judío errante que arrastrara sus zapatos por el país, dedicado a tareas nobles: concluir matrimonios, sembrar el regocijo en las comidas de bodas y en las veladas, salar el cerdo...
En el catecismo, el señor cura nos lo pinta como nuestro enemigo jurado, que quiere nuestra perdición y logra inexorablemente sus fines si bajamos un momento nuestra guardia. «¿Quién está en el espejo y no se le ve jamás?», interroga el sacerdote. Y respondemos a coro: «¡El diablo!». Pues bien, el diablo en cuestión, en las viejas historias, nunca consigue nada.

La cultura popular se defiende así, no sin éxito, de la teología aterrorizadora de los intelectuales. En cambio, durante largos siglos de historia occidental las gentes instruidas juzgaron deber suyo dar a conocer a los ignorantes la identidad auténtica del Maligno por medio de sermones, catecismos, obras de demonología y procesos. Ya san Agustín se había esforzado por demostrar a los paganos de su tiempo que no existen demonios buenos (La ciudad de Dios, lib. IX). Desenmascarar a Satán fue una de las grandes empresas de la cultura docta europea en el inicio de los tiempos modernos. Sobre la base de algunas obras esenciales que van del Martillo de las brujas a las Controversias e investigaciones mágicas, de Del Río, y al Tratado de los ángeles y de los demonios, de Maldonado, pasando por los escritos de Lutero, de A. Paré y de Berulle, puede hacerse, en lo físico y en lo moral, el retrato del diablo del Renacimiento y de sus acólitos y dar la medida de su inmenso poder.
Todos los autores afirman con certeza que «incluso los diablos se arrodillan ante Dios» y que sólo tientan y martirizan a los hombres con el permiso del Todopoderoso: el libro de Job sirve, a este respecto, de prueba y de constante referencia. Además, no lo pueden todo. Del Río ―el autor que consultaremos más asiduamente para establecer la larga ficha de identidad de los demonios― precisa que les es imposible transformar un hombre en mujer (o a la inversa), hacer aparecer «las almas de los muertos» o «predecir verdaderamente lo que libremente va a ocurrir». Pero, eliminado así el maniqueísmo en el plano teórico, reaparece en la práctica: tan grande es la importancia que el discurso religioso de la época otorga al enemigo de Dios y de sus ángeles, tan larga es la lista de posibilidades que ha conservado a pesar de su caída. Contabilización significativa: en el catecismo de Canisius el nombre de Satán es citado 67 veces, el de Jesús 63 veces. En El martillo de las brujas, asimismo, al diablo se le cita con más frecuencia que a Dios.
Satán y los demonios, ¿son corporales o espirituales? En una larga serie de teólogos, sólo el gran tomista Cayetano ―con quien Lutero se encontró en Augsburgo en 1518― sostiene su corporeidad, yendo, de este modo, contra la doctrina de santo Tomás y del IV concilio de Letrán. Pero en el pensamiento de Cayetano se trata de cuerpos simples e incorruptibles, aptos para moverse sin verse detenidos por obstáculos materiales. Los demás autores se manifiestan unánimemente, en cambio, a favor de que los demonios, ángeles caídos, son seres espirituales. Pero la diferencia entre estas dos opiniones ¿es tan importante? Porque santo Tomás, Suárez († 1617) y muchos otros especialistas están de acuerdo con san Agustín en decir que, si los demonios han sido condenados al infierno, cierto número de ellos salen de él para probar a los hombres. Viven, pues, en el aire «tenebroso», en nuestra cercanía inmediata. También Calvino habla de los «poderes del aire que son los diablos».
Seres espirituales: pero no por ello dejan de ser menos horrorosos. A las imágenes de Lucifer en los «Juicios Finales» de las iglesias responde la descripción que Maldonado hace de él, plagiando el capítulo XL del libro de Job, donde se evoca a Behemoth y Leviatán:

Un animal muy terrible, tanto por el tamaño desmesurado de su cuerpo como por su crueldad [...] su fuerza está en sus riñones y su virtud en el ombligo de su vientre; pone rígida su cola como un cedro, los nervios de sus genitales están retorcidos y sus huesos como tubos y sus cartílagos como hojas de hierro [...] Alrededor de sus dientes está el miedo: su cuerpo es como escudos de hierro colado, está lleno de escamas apretadas una contra otra; va armado por todas partes y no se le puede agarrar por ningún lugar.

Después del pecado original, este monstruo devorador se ha convertido en dueño de la tierra, que ha arrancado al hombre caído. Bérulle explica:

[Victorioso en el] campo cerrado [del paraíso terrenal, Satán despojó a Adán] de su dominio y se atribuyó el poder y el imperio del mundo que había correspondido al hombre desde su nacimiento, y cuyo título lleva desde su usurpación. Y sin cesar le persigue mediante la tentación, no dejando su alma tranquila mientras se halla en los límites del imperio que ha conquistado y usurpado sobre nosotros.
A veces invade incluso su propio cuerpo, de suerte que, como antes del pecado se incorporó a la serpiente, ahora se incorpora dentro del hombre.

De ahí la posesión diabólica. Esta doctrina invita, por tanto, a tomar al pie de la letra fórmulas tales como «príncipe de este mundo», «príncipe de este aire», que llenan las obras de los hombres de Iglesia cuando tratan del demonio. Lutero asegura: «Somos prisioneros del diablo como de nuestro príncipe y dios». Y también:

Somos cuerpos y bienes sometidos al diablo y unos extraños, unos huéspedes, en un mundo del que el diablo es el príncipe y el dios. El pan que comemos, la bebida que bebemos, las ropas de las que nos servimos, mucho más el aire que respiramos y todo lo que pertenece a nuestra vida en la carne, es, por tanto, su dominio.

Tres cuartos de siglo más tarde, Maldonado asegura, por su parte, que no hay poder sobre la tierra que pueda compararse con el suyo. Si esto es así, «¿quién puede resistir al diablo y a la carne? No es siquiera posible que resistamos al pecado más insignificante». Lutero, que plantea esta cuestión, repite a su vez el texto de Job (caps. XL y XLI): el demonio, dice, «mira el hierro como paja y no teme a ninguna fuerza sobre la tierra». Semejante evaluación del poder de Satán convenía, evidentemente, a la teología de la justificación por la fe, que postula un hombre exangüe enfrentado al poder perverso del Maligno. Por eso Calvino enseña que es locura para el hombre acudir solo «al combate contra el diablo tan fuerte y gran batallador»:

Ciertamente aquellos que, confiando en ellos mismos, se preparan para batallar contra él, no comprenden bien con qué enemigo tienen que vérselas, ni cuán fuerte y taimado es en la guerra, ni cuán bien armado está de todas las piezas. Ahora pedimos ser librados de su poder como de las fauces de un león furioso y hambriento, estando a punto de ser desmembrados y engullidos inmediatamente por sus uñas y sus dientes.

Entre el hombre y Satán hay, por tanto, «guerra perpetua y desde la cuna del mundo». Doctores católicos y protestantes se muestran unánimes en pensar que el Enemigo se esfuerza sin descanso con objeto de perjudicar a su desventurada víctima de la tierra. Según Maldonado, hay tres clases de cosas sobre las que el diablo puede ejercer su poder: los bienes del espíritu, los del cuerpo y los externos. Lo cual equivale a decir que nada ni nadie puede, en nuestro universo, escapar a la acción del dueño del infierno y de sus ángeles malditos. ¿Y cómo es esto? Del Río explica que hemos de saber que los demonios pueden operar de tres formas: bien «inmediatamente, por movimiento local»; bien mediatamente, «aplicando por verdadera alteración las cosas activas a las pasivas, que es la doctrina común de los teólogos», bien «deslumbrando los sentidos con sus ilusiones».
En cuanto al movimiento local, es cierto que los demonios son incapaces de perturbar el orden del universo, de «mover un elemento entero de su lugar ni cambiar o impedir el curso de los cielos». Pero, como contrapartida, los cuerpos inferiores, es decir, los del mundo sublunar, obedecen a los ángeles y, por tanto, también a los demonios. Y en el interior de este espacio «no hay cuerpo tan grande ni tan vasto que los demonios no puedan, mediante alguna sacudida, mover de su lugar». Ése es el movimiento local, gracias al cual pueden «tan diestramente sustraer una cosa a los ojos [y] tan súbitamente sustituir otra en su lugar».
He aquí ahora en qué consiste la aplicación de las cosas activas a las pasivas, según Del Río: «por alteración o mutación de las cosas, los demonios hacen frecuentemente maravillas cuyas causas son naturales pero desconocidas para nosotros. Porque ven las sustancias de todas las cosas naturales, conocen sus propiedades particulares y las estaciones más cómodas para aplicarlas y no ignoran, finalmente, ninguna suerte de artificio o de industria. Por lo cual no hay que asombrarse de que frecuentemente se hagan muchas cosas que la sola operación de la Naturaleza no hubiera hecho nunca si una artificial aplicación de los demonios no la hubiese ayudado, sirviéndose de los agentes naturales como de instrumentos útiles [...] Tales obras, no obstante, nunca salen de los límites y mojones de la naturaleza».
Una vez establecidas estas bases teóricas, la lista de poderes de los demonios no puede dejar de ser larga e inquietante. Continuemos, a este respecto, leyendo la obra de Del Río, porque reagrupa en un conjunto coherente elementos de una ciencia demonológica que se había desarrollado en el curso de las edades y que alcanzó hacia 1600 su mayor amplitud. Su texto habla indiferentemente de brujos o de diablos, ya que estos últimos delegan su poder en aquellos que han concluido un pacto con Satán.
Por tanto, los magos pueden hacer morir el ganado o enfermarlo mediante polvos, grasas, guiños de ojo, palabras, tocamientos de mano o de vara. Suscitan demonios en forma de lobos, que entran en los rebaños y apriscos, «para allí dañar y devorar a los animales».
Pueden «despoblar un campo de cosechas y de frutos para hacerlos ir a otro» y, por medio de encantos apropiados, destruir toda clase de cosechas o volver los campos estériles. Lanzando al aire ciertos polvos que «el demonio les regala», pueden hacer nacer orugas, langostas, saltamontes, limacos, ratas y otros parásitos que minan y roen las hierbas y los frutos, a menos que estas pestes de los campos y de los jardines no «sean procreadas de corrupción y putrefacción por el demonio mismo».
Pueden quemar casas, sacar cautivos de prisión, «hacer levantar los asedios delante de las ciudades, hacerlas tomar al asalto y causar victorias en batallas ordenadas», o también «elevar a los hombres a honores y dignidad».
El diablo es capaz de «batir y forjar piezas de oro y plata a voluntad o incluso [...] producir la materia de éstas». Conoce todos los tesoros del subsuelo, todas las riquezas «sumergidas en el mar», todas las minas de oro y plata, todos los escondites de perlas y de piedras preciosas, y «puede de todo esto tomar lo que le plazca sin que nadie se atreva o pueda resistir: como también, mucho más fina y secretamente que cualquier hombre, puede sacar el dinero de las bolsas y agotar los saquitos llenos de dinero».
Existen demonios íncubos y súcubos, y del acoplamiento de un íncubo con una mujer puede resultar un ser humano. No obstante, como el Malleus, Del Río asegura que en este caso el verdadero padre no es el demonio, sino el hombre cuya «semilla ha puesto aquél»: hermoso ejemplo de realización del movimiento local.
Asimismo, como los autores del Malleus, y la mayoría de los demonólogos de su tiempo, Del Río cree que las brujas pueden ser auténticamente transportadas a los sabbats, a los que no asisten solamente «por ilusión y fantasía de espíritu». Hacen entonces el viaje «tanto sobre un chivo como sobre otro animal, unas veces sobre un bastón o mango de escoba, otras sobre una especie de hombre forjado del aire por el demonio».
Una cuestión muy discutida entonces era la de la licantropía: ¿los poderes infernales pueden metamorfosear verdaderamente a los hombres en bestias, sobre todo en lobos? El Malleus y Del Río responden negativamente. Puede haber, en cambio, dos posibilidades. O bien el demonio, «por una mezcla y perturbación desigual de los [...] humores, y por una excitación de los vapores propios y convenientes a su empresa», hará de tal forma que el «hombre forje en su espíritu las imaginaciones que aquél quiera enviarle». O bien nos encontraremos en presencia de verdaderos lobos, pero poseídos por el demonio, y en este caso no esperemos herir o capturar tales bestias. A estas opiniones moderadas se opone la absolutamente categórica de Juan Bodino, que, apoyándose en los procesos de varios licántropos, afirma:

Y, si confesamos que los hombres tienen perfectamente poder para hacer que crezcan rosas en un cerezo, manzanas en una col y cambiar el hierro en acero, y la forma de plata en oro, y hacer mil clases de piedras artificiales que combaten a las piedras naturales, ¿debe parecer extraño que Satán cambie la figura de un cuerpo en otro, visto el gran poder que Dios le da en este mundo elemental?

Esta mezcla, sorprendente para nosotros, de lo verdadero y de lo falso, esta lógica fundada en bases absurdas conducen en este caso a otorgar al Maligno un aumento de poder.
En materia de demonología, Del Río es un espíritu más ecuánime que Bodino. No obstante, no ha terminado todavía la enumeración de las posibilidades satánicas. Porque, con el permiso de Dios, el demonio puede hacer volver a los viejos a su primera juventud ―aquí tenemos acreditada la historia de Fausto―; puede «ayudar a la memoria» o, por el contrario, «debilitarla y enflaquecerla mucho, incluso hacer que se pierda por completo».

Este maestro doctor puede [también] hacer el intelecto más sutil y mejor, en cuanto a las funciones del espíritu y del juicio, mediante disposiciones más cómodas del órgano: a saber, desecando los más espesos humores por movimiento local, o bien depurando y multiplicando los espíritus sensitivos.

Pero la mayoría de las veces se produce lo contrario: porque el demonio se divierte más bien en «oscurecer el entendimiento humano y mediante un espesor de espíritus imbéciles impedir que vea claro en lo que le afecta». También puede producir en el hombre éxtasis o encantamientos «atando o desatando los sentidos exteriores».
Tratándose del futuro, Del Río tiene cuidado de precisar, ya lo hemos visto, que el demonio no puede predecir de antemano las acciones libres de los hombres. No obstante, el enemigo posee un amplio conocimiento del futuro, porque ha conseguido una «experiencia soberana» mediante «observaciones diarias». Conoce las «facultades de las cosas naturales», sus fuerzas y sus virtudes. También puede, por «conjeturas», predecir lo que debe ocurrir necesariamente: eclipses, conjunciones astrales, etcétera. Además, puede «inclinar la voluntad de los hombres por medio del apetito sensitivo»: conoce «todos sus temperamentos y sus afectos [...], y lo que se sigue ordinariamente de los unos y de los otros». Y, por tanto, aunque sea el Mentiroso por definición, puede predecir con verdad (pero ésa es una de sus maneras de engañar)

lo que harán los hombres y cuándo; o también que Dios castigará a tal pueblo, qué ejército será destruido por la espada, por el hambre y por la pestilencia, quién será asesinado por tal otro, qué príncipe será expulsado de su trono; porque puede colegir esto de la diligencia y de la fidelidad de los conjurados, y de las negligencias a la hora de guardarse, o de descubrir tal empresa.

De hecho, Satán conoce, de una forma o de otra, tres cuartas partes del futuro.
He aquí ahora lo que se refiere al espantoso juego del diablo y de la muerte. Porque el Maligno suele «algunas veces revestirse» del cuerpo de los difuntos y «aparecerse en ellos». Su poder es particularmente grande sobre los cadáveres enterrados en tierra no consagrada. Pero, más generalmente, su acción sobre los difuntos se explica por el poder que le ha sido dado sobre el conjunto de las «cosas corporales». Actuará, por tanto, de forma que, llegado el caso, los cadáveres no se pudran, que corazones y cuerpos enteros resistan al fuego durante algún tiempo, que los pelos y uñas de los difuntos continúen creciendo.
Los demonios disponen, pues, de cierta autoridad sobre los cadáveres. Pero ―cuestión gravísima― ¿pueden «separar realmente el alma del cuerpo, a saber, para la muerte»?; en otros términos, ¿tienen el poder de matar? Del Río responde afirmativamente: ¿no estranguló Asmodeo a los siete maridos de Sara? ¿No hizo morir Satán a todos los hijos de Jacob? Y ¿«no mata todos los días a mucha gente mediante maleficios y sortilegios»? Argumentación idéntica en Maldonado. A la cuestión de saber si los demonios pueden matar a los hombres «respondo que pueden», y cita de nuevo el destino de los hijos de Job y de los siete primeros maridos de Sara. Sesenta años antes había enseñado Lutero en el Gran Catecismo:

El diablo, puesto que no es solamente un mentiroso, sino también un asesino (cf. Jn. VIII, 4), atenta sin cesar contra nuestra vida y descarga su cólera causándonos accidentes y daños corporales. De ahí viene que, a más de uno, le rompa el cuello o le haga perder la razón; a otros, los ahoga en el agua, y son numerosos aquellos a los que empuja al suicidio, y a muchas otras desgracias atroces. Por eso, en la tierra no tenemos otra cosa que hacer que implorar sin cesar contra este principal enemigo. Porque, si Dios no nos salvaguardara, no estaríamos siquiera una hora al abrigo de sus golpes.

El registro de las acciones diabólicas es, por tanto, desmesuradamente amplio y no terminaríamos nunca de hacer la lista completa. En los textos citados anteriormente se repiten como una letanía, respecto a demonios o brujos, las palabras «ellos pueden... ellos pueden...» ¿Qué no pueden? El anudamiento de los cordones, el desencadenamiento brusco de las tempestades, el avance destructor de los hielos en los altos valles alpinos: todo ello es de la competencia de Satán.

4. Las «decepciones» diabólicas

«Adversario» sobrehumano, «seductor», «taimado» y «engañador» ―así lo define la Biblia―, el diablo es un extraordinario ilusionista, un prestidigitador temible. La literatura teológica de la época es inagotable sobre este tema y explica gracias a trucos de mano demoníacos todos los asombrosos triunfos que no puede explicarse de otra forma. El Malleus diserta largamente sobre las «ilusiones» con que el dueño, en segunda instancia, del universo y sus agentes se burlan de la debilidad humana:

En efecto, los demonios [...], que por su fuerza pueden desplazar los cuerpos, pueden, por ese movimiento, alcanzar las ideas y los humores, y, por tanto, también la función natural; me refiero a la manera en que ciertas cosas son vistas por los sentidos y la imaginación.

Sea, por ejemplo, un hombre que se encuentra de pronto sin verga. No hay ninguna duda, efectivamente, de que los demonios tienen el poder ―con el permiso de Dios― de privar realmente del miembro viril a cualquiera de sus víctimas. Pero también puede tratarse de un maleficio realizado por una bruja, y en este caso estamos en presencia de una «decepción»,

ya que el diablo hace ascender a la fantasía e imaginación las formas y las ideas de un cuerpo llano, sin miembro viril, de forma que los sentidos creen que es así en la realidad de las cosas.

Entonces «la decepción no procede de lo real, puesto que la verga está en su sitio, sino de los órganos de los sentidos». El Malleus no encuentra ningún problema en explicar, mediante «ilusiones» de este género, hechos por otro lado sorprendentes: un hombre aparece repentinamente transformado en animal, una cosa clara se vuelve oscura, una mujer anciana se convierte de golpe en muchacha, «así como después de las lágrimas la luz parece diferente de lo que era antes». Desde ese momento parecen relativamente ociosas las discusiones entre demonólogos sobre los hombres-lobo y los transportes a los sabbats, porque lo que Satán no realiza, en efecto, se las arregla para hacer creer que realmente lo hace. Lo importante es entonces armarse de la oración para exorcizar y disipar las «ilusiones» del gran seductor. Porque creer en esas «ilusiones», ir con la imaginación, gracias al diablo, al sabbat es pecar tan gravemente como ir a él en realidad.
Los cuadros de J. Bosco son la ilustración pictórica de la creencia general de la época en los «juegos engañosos» del diablo. La multiplicidad y la inagotable comicidad de los seres y de los objetos ―seductores u horribles― que Satán hace surgir en el universo del pintor flamenco dan la medida de una angustia colectiva: según se creía, el hombre choca sin cesar con las trampas del infierno, y éstas, incluso «ilusorias», no por ello son menos peligrosas. Porque desarman la debilidad humana, extravían a los espíritus más avisados. A las composiciones delirantes de J. Bosco responde un texto significativo de Lutero:

Por la mediación de sus encantadoras [las brujas] Satán puede hacer daño a los niños, por la angustia del corazón cegándolos, ocultándolos, haciendo desaparecer enteramente a un niño y ocupando el lugar del niño desaparecido en la cuna...
El encantamiento no es [...] más que una maquinación y un juego engañoso del diablo, sea que eche a perder un miembro, sea que ponga la mano sobre el cuerpo [entero] o que se lo lleve. Puede también hacer esto a los ancianos. No es, pues, sorprendente que embruje así a los niños. En verdad, todo esto no es, sin embargo, más que un juego. Porque, lo que ha perturbado mediante sus maleficios, puede curarlo según se dice. Pero no cura, en general, más que fingiendo restaurar el ojo o el miembro herido. Porque no había allí herida, sino que se burlaba de los sentidos de los que embrujaba o de los que se consideraban víctimas suyas, hasta el punto de que no pensaban en una ilusión.
¡Tan grande es la astucia de Satán y el poder que tiene para burlarse de nosotros! ¿Qué hay de sorprendente en todo ello?: ¿no cambia un vidrio [coloreado] nuestras sensaciones y nuestros colores? Se burla, pues, muy fácilmente del hombre mediante sus encantamientos: este último piensa ver entonces algo que sin embargo no ve, oír una vez, el trueno, una flauta o una trompeta que sin embargo no oye.

La convicción de que el demonio abusa continuamente de los hombres mediante sus encantamientos ha recorrido toda la literatura teológica, incluso científica, del Renacimiento. Calvino enseña que Satán «maquina ilusiones con maravillosas astucias para apartar del cielo los entendimientos y hacerles fijarse en la tierra». A. Paré titula el capítulo XXIX de su libro XIX «Cómo los demonios pueden engañarnos», y el siguiente «Las ilusiones diabólicas». Del Río confirma, a finales del siglo XVI, que el demonio, «padre de la mentira», puede recurrir «a las ilusiones y a los prestigios» para hacer creer que realiza prodigios por encima de sus propias fuerzas. Finalmente, ¿cómo el hombre, a la vez juguete y espectador de las acciones demoníacas, no estaría en incertidumbre respecto a él? ¿Cómo distinguir lo real de la ilusión? Lo visible es importante. Ahora bien, «todo lo que se hace en el mundo de manera visible puede ser obra de los diablos». Así habían hablado conjuntamente san Agustín y santo Tomás: discurso mil veces repetido al principio de los tiempos modernos.
Satán, los diablos: el discurso demonológico emplea indiferentemente el singular o el plural. La ubicuidad de la acción diabólica conduce, en efecto, a postular no solamente el extraordinario poder de Lucifer, sino también la existencia de un ejército de ángeles del mal que obedecen dócilmente a su jefe como los ángeles ejecutan las órdenes de Dios. Incluso si, como creen ciertos teólogos, Satán mismo reside en el infierno, sus agentes habitan en nuestro universo (¡ay de nosotros!) o al menos circulan ―y circularán hasta el Juicio Final― entre la tierra y el infierno. De ahí una multiplicación de la obra diabólica y una especialización de las competencias criminales. Hombres de Iglesia, protestantes y católicos, enseñan a los alemanes del siglo XVI que existen demonios adscritos respectivamente a las calzas, a los juramentos, al matrimonio, a la caza, a la embriaguez, a la usura, a las finanzas, a la danza, a la brujería, a la moda, a la adulación, a las mentiras, a los tribunales, etcétera. En 1616, un secretario del duque de Baviera, en una obra de amplia difusión de título significativo, El Imperio de Lucifer, da a conocer la geografía de ese imperio. Una primera categoría de demonios vive en el infierno; una segunda, en el aire inferior ―el nuestro―; una tercera, en la tierra, y más particularmente en los bosques; una cuarta, en las aguas del mar, de los ríos y de los lagos; una quinta, en el subsuelo, y, finalmente, una sexta ―los lucifugi―, en las tinieblas, que sólo se mueven en la oscuridad. De este modo se proponen a los lectores, con imperturbable seguridad, los sistemas de clasificación de los ángeles malos. Pero ¿cuántos son? Alberto el Grande había afirmado que su número sólo es conocido por Dios. Guillaume de Auvergne había declarado, no obstante, que, puesto que están en todas partes, han de ser por fuerza numerosísimos. Esta opinión se reforzará luego. En La Jerusalén libertada, Tasso, el gran poeta de la Reforma católica, evoca el ejército furioso de los demonios que intenta impedir a los cruzados la toma de la ciudad santa. Pero, además, en el siglo XVI, se aportan precisiones numéricas de las que hasta entonces se habían abstenido prudentemente los tratadistas. Juan Wier, en su De praestigiis daemonum (1564), calcula que son 7.409.127, bajo las órdenes de 79 príncipes, sometidos a Lucifer. Una obra anónima publicada en 1581, El gabinete del rey de Francia, llega a cifras del mismo orden: 7.405.920 demonios, repartidos entre 72 príncipes, todos los cuales obedecen, naturalmente, a Satán. Pero, para otros autores, son todavía más numerosos, y Suárez, en su tratado De angelis, emite la opinión de que probablemente cada hombre va acompañado, desde el momento de su animación, por un demonio especialmente encargado de tentarle durante toda su vida. De ahí la necesidad correlativa de un ángel guardián personal.
Un documento de mediados del siglo XV sintetiza de forma ilustrativa el inmenso miedo que la cultura clerical tuvo entonces a Satán y a sus mensajeros. Se trata del manual de exorcista ―el Libro de Egidio, deán de Tournai― ya utilizado en el capítulo anterior a propósito de los fantasmas. Las cuestiones que hay que plantear al demonio que perturba una comunidad humana son sorprendentemente precisas e ingenuas. El exorcista, y detrás de él toda la Iglesia, tratan de penetrar, gracias a este interrogatorio, en los misterios del más allá, de conocer los medios de acción de los habitantes del infierno y los límites de sus poderes. El hombre de Dios se dirige a su adversario con una especie de humildad: ¡hay tanto que aprender de él! Le pide incluso consejos. Tal juego es, evidentemente, peligroso. Por eso el exorcista debe, antes de entrar allí, haber obtenido autorización del Ordinario, haber rezado devotamente «con el corazón contrito» y haberse «armado del signo de la cruz»:

Cuestiones que plantear al demonio...
1. ¿Cuál es tu nombre?
2. ¿Qué deseas y por qué turbas este lugar en vez de otros?
3. ¿Por qué tomas diferentes apariencias?
4. ¿Y por qué unas más que otras?
5. ¿Haces esto para aterrorizar a las gentes de aquí y a los habitantes de la ciudad? ¿O con vistas a su destrucción? ¿O para su instrucción?
6. ¿Sientes más hostilidad hacia las gentes de esta ciudad que hacia las de otras, o menos, o la misma?
7. ¿Atormentas a los habitantes de esta ciudad más que a los de otras ciudades? Y [si es así] ¿en razón de cuál o cuáles pecados?
8. ¿Atormentas más a los eclesiásticos que a los laicos, y en razón de qué pecados?
9. ¿Es que los eclesiásticos y los laicos de uno y otro sexo de esta ciudad consienten más en tus sugestiones y en las de tus semejantes que los de otras ciudades, y en qué pecados?
10. ¿Cuál es el pecado del que tú y tus compañeros os alegráis más? ¿De qué buena obra os sentís más tristes?
11. ¿Por qué virtud escapan mejor y más fácilmente los hombres a vuestra tiranía?
12. Cuando tentáis a los hombres en la agonía, ¿hacia qué pecado les solicitáis más particularmente?
13. Cuando alguien muere, ¿estáis presentes tú u otro espíritu maligno, incluso si el moribundo es un santo?
14. ¿Le asisten un ángel bueno y los santos, para defender a este justo en su partida contra vuestros perversos esfuerzos?
15. ¿Es que esas mistificaciones que ocurren de tiempo en tiempo por la acción de esas mujeres que se denominan «fatales» [las brujas] o de otra forma y que abusan de la ignorancia del vulgo son producidas por un espíritu maligno? O si no, ¿cómo? ¿Y existen tales mujeres, hombres o animales [diabólicos]? ¿O es que un espíritu no puede transformarse nunca de esa forma?
16. ¿Podemos obtener de Nuestro Señor Jesús que te aleje de este lugar a fin de que no puedas perjudicar a nadie y que te obligue a huir allí donde no hay seres humanos?
17. ¿Qué debemos hacer para que sea así?
18. ¿Cómo sabremos nosotros que Nuestro Señor te ha alejado de este lugar y de los demás habitáculos de los hombres?

Paradójica realmente esta magnificación desmesurada de los poderes del Maligno: un exorcista se dirige modestamente a él para informarse de los métodos de Dios.

Jesús había denominado a Satán «el príncipe de este mundo»; había dicho: «Yo no soy de este mundo... El mundo me odia», y advirtió del mismo modo a sus discípulos: «Vosotros no sois de este mundo... El mundo os odia». San Pablo había ido más lejos aún denominando a Satán «el dios de este mundo». Pero, a lo largo de las edades, los teólogos tendieron a dar a la palabra «mundo» una amplitud de sentido que no tiene en la Escritura, Jesús y san Pablo no querían designar la tierra donde viven los hombres ni la humanidad entera, sino el reino del mal, el mundo de las tinieblas que lucha contra la verdad y la vida. Sólo de ese mundo es rey Satán. Además, el Evangelio de Juan habla del Verbo que ilumina «a todo hombre que viene a este mundo» y designa a Jesús como «Aquel que debía venir a este mundo». Pero los hombres de Iglesia fusionaron los dos sentidos de la palabra «mundo» y extendieron, por tanto, a la totalidad de la creación el imperio del Maligno. Esta confusión semántica, tan preñada de consecuencias, jamás se realizó con tan poco espíritu crítico como al principio de los tiempos modernos. La imprenta la difundió; el temor al fin del mundo aumentó su credibilidad.
Por eso hay que corregir lo que escribió Burckhardt sobre el Renacimiento. Éste sólo fue liberación del hombre para algunos: Leonardo, Erasmo, Rabelais, Copérnico...; pero para la mayoría de los miembros de la élite europea fue un sentimiento de debilidad. La nueva conciencia de sí fue también una conciencia más aguda de fragilidad, que expresaron conjuntamente la doctrina de la justificación por la fe, las danzas macabras y las más hermosas poesías de Ronsard: fragilidad ante la tentación del pecado, fragilidad ante las fuerzas de la muerte. Esta doble inseguridad, sentida más cruelmente que en otro tiempo, la expresó el hombre del Renacimiento y la justificó poniendo frente a él la imagen gigantesca de un Satán todopoderoso e identificando con él la multitud de las trampas y de las malas pasadas que él y sus secuaces son capaces de inventar. Las violencias que ensangrentaron la Europa de los primeros siglos de la modernidad fueron a la medida del temor que entonces se tuvo al diablo, a sus agentes y a sus estratagemas.


Título original: « Satan ». Traducción de Mauro Armiño (Revisada por Francisco Gutiérrez).



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