I
El
autor del Diablo enamorado pertenece
a esa clase de escritores que por influencia alemana e inglesa llamamos
humorísticos, y cuyo escaso acopio en nuestra literatura sólo se produjo bajo
un barniz de imitación extranjera. La mente clara y sensata del lector francés
difícilmente se presta a los caprichos de una imaginación soñadora, a menos que
esta última no actúe dentro de los límites tradicionales y convenidos de los
cuentos de hadas y de las pantomimas de óperas. La alegría nos complace, la
fábula nos divierte; nuestras bibliotecas están llenas de esas ingeniosidades
destinadas en principio a los niños, luego a las mujeres, y nunca despreciadas
por los hombres cuando se hallan ociosos.
Los
del siglo dieciocho solían vivir bastante ociosos, y jamás ficciones ni fábulas
obtuvieron tanto éxito como entonces. Los grandes escritores, Montesquieu,
Diderot, Voltaire, usaban de cuentos deliciosos para acunar y adormecer aquella
sociedad que con sus principios se disponían a destruir de cabo a rabo. El
autor de El espíritu de las leyes
escribía El Templo de Gnido; el
fundador de la Enciclopedia hechizaba las callejuelas con El pájaro blanco y Las joyas
indiscretas; el autor del Diccionario
filosófico bordaba La princesa de
Babilonia y Zadig con
maravillosas fantasías orientales. Obras todas ellas que se reducían a la
invención, al ingenio, y a nada más, pero con la mayor finura y el mayor
encanto.
Sin
embargo, poetas convencidos de sus fábulas, narradores convencidos de sus
leyendas, inventores que se tomaran en serio el sueño nacido en su pensamiento,
mal podían suponerse en pleno siglo dieciocho, en una época en que los abates
poetas se inspiraban en la mitología y ciertos poetas laicos recurrían a los
misterios cristianos para sus fabulaciones.
Mucho
se hubiera asombrado el público de aquellos tiempos al enterarse de que existía
en Francia un cuentista espiritual y a la vez ingenuo que continuaba Las Mil y una noches, esa gran obra no
terminada en cuya traducción se había extenuado Galland, y eso como si los
propios cuentistas árabes se la hubiesen dictado; que no era un simple remedo
hábil sino una obra original y seria escrita por un hombre penetrado de lleno
por el espíritu y las creencias orientales. Bien es verdad que Cazotte imaginó
la mayoría de esos relatos al pie de palmeras, junto a las grandes colinas de
Saint-Pierre; lejos de Asia sin duda, aunque bajo un sol deslumbrante. Así, la
mayor parte de las obras de este singular escritor prosperó sin aportar nada a
su fama, y sólo El diablo enamorado y
algunos poemas y canciones le dieron esa celebridad con que aún enriqueció los
infortunios de su vejez. El final de su vida desveló sobre todo el secreto de
las misteriosas ideas que rigieron en la invención de casi todas sus obras, y
que les añaden un valor singular que procuraremos apreciar.
Impera
cierto vacío en los primeros años de Jacques Cazotte. Nacido en Dijon en 1720,
había estudiado en los jesuitas, como la mayoría de mentes ilustres de esa
época. Uno de sus hermanos, gran vicario del señor de Choiseul, obispo de Châlons,
le mandó venir a París y le colocó en la administración de la marina, donde
obtuvo hacia 1747 el grado de comisario. Ya entonces, se ocupaba un poco de
literatura, de poesía sobre todo. El salón de Raucourt, compatriota suyo,
reunía a literatos y artistas, y se dio a conocer leyendo algunas fábulas y
algunas canciones, esbozos iniciales de un talento que luego debería honrar más
a la prosa que a la poesía.
A
continuación, parte de su vida tuvo que transcurrir en la Martinica, donde le
reclamaba un cargo de interventor de las islas de Sotavento. Allí vivió varios
años, oscuro pero considerado y querido por todos, y casó con Elisabeth
Roignan, hija del primer juez de la Martinica. Unas vacaciones le permitieron
regresar durante un tiempo a París, donde aún publicó algunas poesías.
Corresponden a esa época dos canciones, que no tardaron en hacerse célebres,
resultado al parecer de la difundida afición a rejuvenecer la antigua romanza o
balada francesa, a imitación del señor de la Monnoye. Fue una de las primeras
tentativas de ese color romántico o novelesco del que más tarde usaría y
abusaría nuestra literatura, y vale la pena ver cómo ya se perfila, a través de
más de una incorrección, el osado talento de Cazotte.
La
primera se titula la Veillée de la bonne
femme [Vigilia de la buena mujer] y empieza así:
Tout au beau milieu des Ardennes
Est un château sur le haut d’un rocher
Où fantômes sont par centaines.
Les voyageurs n’osent en approcher :
Dessus ses tours
Sont nichés les vautours,
Ces oiseaux de malheur.
Hélas! ma bonne, hélas! que j’ai grand’ peur !
En
el centro justo de las Ardenas
Hay
un castillo encaramado a un peñasco
Donde
cientos de fantasmas moran.
No
osan acercarse los viajeros:
En
sus torres
Se
cobijan los buitres,
Pájaros
de mal agüero.
¡Ay,
amiga, ay! ¡Tengo mucho miedo!
Se
manifiesta con toda evidencia el género de la balada, tal como la concebían los
poetas del Norte, y sobre todo se nota que lo fantástico impera ahí con suma
seriedad; qué lejos estamos de la poesía afectada de Bernis y de Dorat. La
simplicidad del estilo no excluye cierto tono de poesía firme y colorista que
aparece en algunos versos.
Tout á l'entour de ses murailles
On croit ouïr les loups-garous hurler,
On entend traîner des ferrailles,
On voit des feux, on voit du sang couler,
Tout à la fois,
De très-sinistres voix
Qui vous glacent le cœur.
Hélas! ma bonne, hélas! que j’ai grand’ peur !
Alrededor
de sus murallas
Parece
oírse el aullido del hombre lobo,
Se
oyen hierros que se arrastran,
Se
ven fuegos, se ven chorros de sangre,
A
la vez,
Voces
muy siniestras
Hielan
el corazón.
¡Ay
amiga, ay! ¡Tengo mucho miedo!
Sire
Enguerrand, valiente caballero que regresa de España, quiere alojarse de paso
en ese terrible castillo. Le hablan profusamente de los espíritus que moran ahí
dentro. El, sin embargo, se ríe, manda que le saquen las botas, que le sirvan
la cena y que pongan sábanas en una cama. A medianoche comienza el alboroto
previsto por las gentes del lugar. Ruidos terribles estremecen las murallas,
una nube infernal arde sobre el artesonado; al mismo tiempo, sopla una
ventolera y se abren los batientes de las puertas con rumor.
Un
condenado, presa de los demonios, cruza la sala lanzando gritos de
desesperación.
Sa bouche était tout écumeuse,
Le plomb fondu lui d’écoulait des yeux...
Une ombre tout échevelée
Va lui plongeant un poignard dans le cœur;
Avec une épaisse fumée
Le sang en sort si noir qu’il fait horreur.
Hélas! ma bonne, hélas! que j’ai grand’ peur !
Espumarajos
le llenaban la boca,
De
los ojos le manaba plomo fundido...
Una
sombra desmelenada
Clavándole
va un puñal en el corazón;
Con
densa humareda
Le
sale la sangre tan negra que espanta.
¡Ay,
amiga, ay! Tengo mucho miedo!
Enguerrand
pregunta a esos tristes personajes el motivo de sus tormentos.
—Señor
—contesta la mujer armada de un puñal—, nací en este castillo, era la hija del
conde Anselme. Este monstruo que veis, y que el cielo me obliga a torturar, era
capellán de mi padre y se enamoró de mí para mi desgracia. Olvidó los deberes
de su estado y, como no podía seducirme, invocó al demonio y se entregó a él
para obtener un favor.
Yo,
cada mañana, iba al bosque a tomar el fresco y a bañarme en el agua pura de un
arroyo.
Là, tout auprès de la fontaine,
Certaine rose aux yeux faisait plaisir ;
Fraîche, brillante, éclose à peine.
Tout paraissait induire à la cueillir :
Il vous semblait
Las! qu’elle répandait
La plus aimable odeur.
Hélas ! etc
J’en veux orner ma chevelure
Pour ajouter plus d’éclat mon teint ;
Je ne sais quoi contre nature
Me repoussait quand j’y portais la main.
Mon cœur battait
Et en battant disait :
Le diable est sous la fleur!...
Hélas ! etc.
Allí,
junto al manantial,
Cierta
rosa a la vista causaba placer;
Fresca,
brillante, recién florecida
Todo
parecía inducir a cogerla:
Parecía,
¡Ay!
que despedía
Olor
de lo más agradable.
¡Ay!
etc...
Quiero
adornar mi cabellera
Para
añadir más fulgor a mi tez;
No
sé qué contra natura
Me
repugnaba al alargar la mano.
Mi
corazón latía
Y
al latir decía:
¡El
demonio está bajo la flor...!
¡Ay!
Etc...
Esa
rosa, encantada por el demonio, entrega a la beldad a los malos deseos del
capellán. No tarda sin embargo, recobrando el tino, en amenazarle con
denunciarle a su padre, y el infeliz la hace callar de una puñalada.
Mientras,
se oye de lejos la voz del conde que busca a su hija. El demonio entonces se
acerca al culpable en forma de macho cabrío y le dice: Sube, amigo; no temas
nada, servidor fiel.
Il monte, et, sans qu’il s’en étonne,
Il sent sous lui le diable détaler;
Sur son chemin l’air s’empoisonne,
Et le terrain sous lui semble brûler.
En un instant
Il le plonge vivant
Au sejour de douleur!
Hélas! ma bonne, hélas! que j’ai grand’ peur !
Sube,
y, sin que le extrañe,
Nota
que debajo el demonio arranca;
Por
el camino se envenena el aire,
Y
parece que arda la tierra a sus pies.
¡En
un instante
Le
arroja vivo
A
la morada del dolor!
¡Ay,
amiga, ay! ¡Tengo mucho miedo!
El
desenlace de la aventura es que sire Enguerrand, testigo de esta escena
infernal, se santigua por casualidad y eso disipa la aparición. En cuanto a la
moraleja, se limita a recomendar que las mujeres desconfíen de su vanidad y que
los hombres desconfíen del demonio.
Esta
imitación de las viejas leyendas católicas, que hoy en día nadie respeta, lograba
un efecto bastante nuevo en literatura; nuestros escritores se habían pasado
mucho tiempo obedeciendo a ese principio de Boileau, que dice que la de los
cristianos no debe prestar ornamentos a la poesía; y, en efecto, toda religión
que caiga en poder de los poetas pronto se corrompe y pierde su ascendencia sobre
las almas. Pero a Cazotte, más supersticioso que creyente, le tenía muy sin
cuidado la ortodoxia. Además, el poemita que acabamos de comentar no tenía
ninguna pretensión y sólo puede servirnos para señalar las primeras tendencias
del autor del Diablo enamorado hacia
una especie de poesía fantástica, que después de Cazotte caería en la
vulgaridad.
Se
afirma que Cazotte compuso esta romanza para madame Poissonnier, su amiga de
infancia, nodriza del duque de Borgoña, y que le había pedido canciones que
pudiera cantar para adormecer al vástago del rey. Sin duda, su autor hubiera
podido elegir algún tema menos triste y menos cargado de visiones fúnebres;
pero ya veremos que este escritor tenía el triste destino de presentir todas
las desgracias.
Otra
romanza de la misma época, titulada «Las inimitables proezas de Ollivier,
marqués d’Édesse», obtuvo también gran resonancia. Es una imitación de los
antiguos fabliaux caballerescos,
tratada aún dentro del estilo popular.
La fille du comte de Tours,
Hélas! des maux d’enfant l’ont pris;
Le comte, qui sait ses amours,
Sa fureur ne peut retenir:
Qu’on cherche mon page Ollivier,
Qu’on le mette en quatre quartiers...
—Commère, il faut chauffer le lit;
N’entends-tu pas sonner minuit ?
La
hija del conde de Tours
¡Ay!
Sufre dolores de parto;
El
conde, que sabe de sus amores,
No
puede contener el furor:
Que
busquen a mi paje Ollivier,
Que
me lo descuarticen...
—Comadre,
hay que calentar la cama;
¿No
oyes que dan las doce?
Más
de treinta coplas se dedican luego a los aciertos del paje Ollivier, quien,
perseguido por el conde por tierra y por mar, le salva la vida varias veces,
diciéndole a cada encuentro:
—¡Vuestro
paje soy yo! ¿Y aún queréis descuartizarme?
—¡Quítate
de mi vista! —no cesa de contestarle el anciano obstinado, inflexible ante
todo; y al fin Ollivier decide exilarse de Francia para ir a guerrear a Tierra
Santa.
Un
día, cuando ya ha perdido toda esperanza, quiere poner fin a sus cuitas; un
ermitaño del Líbano le acoge en su casa, le consuela y le muestra en un vaso de
agua, a guisa de espejo mágico, todo lo que ocurre en el castillo de Tours;
cómo languidece su amante en una mazmorra, «entre el cieno y las sabandijas»; cómo
se ha perdido su hijo en el bosque, donde una corza le amamanta, y encima cómo
Ricardo, el duque de los bretones, ha declarado la guerra al conde de Tours y
le asedia en su castillo. Ollivier regresa generosamente a Europa para ir en
auxilio del padre de su amante, y llega justo cuando la plaza se dispone a
capitular.
Voyez quels coups ils vont donnant,
Par la fureur trop animés,
Les assiégés aux assiégeants,
Les assiégeants aux assiégés ;
Las! la famine est au château,
Il le faudra rendre bientôt.
—Commère, il faut chauffer le lit ;
N’entends-tu pas sonner minuit ?
Tout à coup, comme un tourbillon,
Voici venir mon Ollivier ;
De sa lance il fait deux tronçons
Pour pouvoir à deux mains frapper.
A ces coups-ci, mes chers Bretons,
Vous faut marcher à reculons!...
—Commère, il faut chauffer le lit ;
N’entends-tu pas sonner minuit ?
Fijaos
que golpes van dando,
Por
el furor estimulados,
Los
sitiados a los sitiadores,
Los
sitiadores a los sitiados;
¡Ay!
El hambre ocupa el castillo,
Pronto
habrá que rendirlo.
—Comadre,
hay que calentar la cama;
¿No
oyes que dan las doce?
De
golpe, como un torbellino,
Ahí
viene mi Ollivier;
Parte
su lanza en dos pedazos
Para
poder herir a dos manos.
¡Con
tales golpes, amigos bretones,
Tendréis
que volveros atrás!
—Comadre,
hay que calentar la cama;
¿No
oyes que dan las doce?
Es
evidente que esta poesía sencilla no carece de cierta brillantez; pero lo que
por entonces impresionó más a los entendidos, fue el fondo novelesco del
argumento, en donde Moncrif, el célebre historiador de los Chats, creyó ver la trama de un poema.
Cazotte
no pasaba de ser aún el modesto autor de unas cuantas fábulas y canciones; el
sufragio del académico Moncrif avivó su imaginación y, al volver a la
Martinica, trató el tema de Ollivier bajo la forma de poema en prosa, mezclando
sus relatos caballerescos de situaciones cómicas y de aventuras fantasiosas a
la manera de los italianos. Esa obra no tiene gran valor literario pero su lectura
resulta divertida y el estilo se sostiene con fuerza.
Podemos
citar al mismo tiempo la composición del Lord
impromptu, cuento inglés escrito dentro de un género intimista y que
presenta detalles llenos de interés.
Por
lo demás, no hay que creer que el autor de tales fantasías no se tomara en
serio su posición administrativa; tenemos a la vista un trabajo manuscrito que
dirigió al señor de Choiseul durante su ministerio, y en el que traza
noblemente los deberes del comisario de marina y propone ciertas mejoras en el
servicio con una solicitud que sin duda fue apreciada. Cabe añadir que cuando
los ingleses atacaron la colonia, en 1749, Cazotte desplegó una gran actividad
y hasta conocimientos estratégicos en el armamento de la fortaleza de
Saint-Pierre. El ataque fue rechazado, a pesar del desembarco que realizaron
los ingleses.
Entretanto,
la muerte del hermano de Cazotte le llevó a Francia por segunda vez como
heredero de todos sus bienes, y no tardó en solicitar el retiro: se le concedió
en los términos más honrosos, y con el título de comisario general de la
marina.
II
Se
vino a Francia con su mujer y comenzó estableciéndose en la casa de su hermano
en Pierry, cerca de Épernay. Decididos a no volver más a la Martinica, Cazotte
y su mujer habían vendido todos sus bienes al P. Lavalette, superior de la casa
de los jesuitas, persona instruida con quien había mantenido, durante su
estancia en las colonias, agradables relaciones. Este les había reembolsado con
pagarés de la Compañía de Jesús de París.
Alcanzaban
la suma de cincuenta mil escudos; los presenta y la Compañía los protesta. Los
superiores pretendieron que el P. Lavalette se había dedicado a peligrosas
especulaciones que ellos se negaban a reconocer. Cazotte, que había
comprometido en la operación lo más claro de su haber, se vio reducido a
litigar contra sus ex-profesores, y ese proceso, que afectó a sus sentimientos
religiosos y monárquicos, inició la serie de todos los que luego se abatieron
sobre la Sociedad de Jesús hasta llevarla a la ruina.
Así
empezaron las fatalidades de esa existencia singular. No hay duda de que desde
entonces sus convicciones religiosas cedieron en determinados aspectos. Como el
éxito del poema de Ollivier le incitaba a seguir escribiendo, publicó El diablo enamorado.
Esta
obra es célebre a diversos niveles. Brilla entre las de Cazotte por el encanto
y la perfección de detalles, pero supera a todas por la originalidad de
planteamiento. En Francia, y sobre todo en el extranjero, dicho libro creó
escuela e inspiró cantidad de producciones análogas.
El
fenómeno de una obra literaria de tal envergadura no se disocia del medio social
donde se produce; El asno de oro de
Apuleyo, libro que denota la misma impronta de misticismo y poesía, nos ofrece
en la antigüedad el modelo de ese tipo de creaciones. Apuleyo, el iniciado del
culto a Isis, el iluminado pagano, mitad escéptico y mitad crédulo, perseguidor
de los rastros de supersticiones anteriores o persistentes bajo los escombros
de mitologías que se desmoronan, dado a explicar la fábula mediante el símbolo,
y el prodigio mediante una vaga definición de las fuerzas ocultas de la naturaleza,
para al cabo de un instante burlarse de su propia credulidad, o permitirse
inesperadamente algún rasgo irónico que desconcierta al lector dispuesto a tomárselo
en serio, es con toda evidencia el jefe de esa familia de escritores que entre
nosotros aún puede incluir gloriosamente al autor de Smarra, ese sueño de la antigüedad, esa poética realización de los
fenómenos más impresionantes de la pesadilla.
Muchas
personas no han visto en El Diablo
enamorado más que una especie de cuento verde, similar a tantos otros de la
misma época y digno de figurar en el Gabinete
de las hadas. Como máximo, tales personas lo hubiesen situado en la clase
de cuentos alegóricos de Voltaire; precisamente es como si se comparara la obra
mística de Apuleyo con los chascarrillos mitológicos de Luciano. Durante mucho
tiempo, El asno de oro sirvió de tema
a las teorías simbólicas de los filósofos alejandrinos; los propios cristianos
respetaban ese libro, y San Agustín lo cita con deferencia como expresión
poetizada de un símbolo religioso; El
Diablo enamorado tendría cierto derecho a parecidos elogios, y marca un
singular progreso en el talento y la manera del autor.
Así
pues, ese hombre, que primero fue un donoso poeta de la escuela de Marot y de
la Fontaine, y luego un narrador naïf,
prendado a ratos del colorido de los viejos fabliaux
franceses o de la viva seducción de la fábula oriental puesta de moda por el
éxito de las Mil y una noches;
preocupado, a fin de cuentas, más por los gustos de su siglo que por su propia
fantasía, resulta que se abandona al mayor peligro de la vida literaria, el de
tomarse en serio sus propias invenciones. Bien es verdad que esa fue la
desgracia y la gloria de los grandes escritores de aquel tiempo; escribían con
su sangre, con sus lágrimas; traicionaban sin piedad, en provecho de un público
vulgar, los misterios de su mente y de su corazón, representaban su papel en
serio, igual que aquellos cómicos antiguos que manchaban el escenario con
sangre de verdad por complacer al público soberano. Pero quien hubiera
esperado, en ese siglo de incredulidad donde el mismo clero tan mal defendió
sus esperanzas, encontrar a un poeta cuyo amor por lo maravilloso puramente
alegórico le va arrastrando poco a poco al misticismo más sincero y más
ardiente.
Los
libros que trataban de la cábala y de ciencias ocultas inundaban por entonces
las bibliotecas; las más curiosas especulaciones de la edad media resucitaban
bajo una forma espiritual y ligera, apta para conciliar esas rejuvenecidas
ideas con el favor de un público frívolo, mitad impío, mitad crédulo, como el
de los últimos tiempos de Grecia y Roma. El abate de Villars, Dom Pernetty, el
marqués de Argens, popularizaban los misterios del Œdipus Ægyptiacus y los sabios ensueños de los neoplatónicos de
Florencia. Renacían Pico de la Mirandola y Marsilio Ficino impregnados de la
música amanerada del siglo dieciocho, en El
conde de Gabalis, Las cartas
cabalísticas y otras producciones de filosofía trascendente al alcance de
los salones. De tal modo que ya sólo se hablaba de espíritus elementales,
simpatías ocultas, encantos, posesiones, migración de las almas, alquimia y
sobre todo magnetismo. La heroína del Diablo
enamorado no es más que uno de esos curiosos duendecillos que aparecen
descritos en el artículo Incubo o Súcubo
del Mundo encantado de Békker.
El
papel algo negro que en definitiva el autor obliga a desempeñar a la encantadora
Biondetta bastaría para indicar que, por esa época, aún no se hallaba iniciado
a los misterios de los cabalistas o de los iluminados, los cuales siempre
distinguieron cuidadosamente los espíritus elementales, silfos, gnomos, ondinas
o salamandras, de los negros secuaces de Belcebú. Sin embargo, se cuenta que
poco después de la publicación del Diablo
Enamorado, Cazotte recibió la visita de un misterioso personaje de porte
circunspecto, rasgos enflaquecidos por el estudio y envuelta su imponente
estatura en una capa marrón.
Pidió
hablarle en privado, y cuando quedaron solos, el extraño abordó a Cazotte con
unos cuantos signos estrambóticos, similares a los que utilizan los iniciados
para identificarse entre sí.
Cazotte,
asombrado, le preguntó si era mudo y le rogó que explicara mejor lo que tuviera
que decir. Pero el otro se limitó a cambiar la dirección de sus signos y se
entregó a demostraciones aún más enigmáticas.
Cazotte
no pudo disimular su impaciencia:
—Perdón,
señor —le dijo el extranjero—, pero le creía de los nuestros y en el mayor
grado.
—No
sé qué quiere decir —contestó Cazotte.
—Pues
de no ser así, ¿de dónde hubiera sacado los pensamientos que imperan en su Diablo enamorado?
—De
mi cabeza, si no le molesta.
—¡Qué!
Esas evocaciones en las ruinas, esos misterios de la cábala, ese poder oculto
de un hombre sobre los espíritus del aire, esas teorías tan impresionantes
sobre el poder de los números, sobre la voluntad, sobre las fatalidades de la
existencia, ¿habrá imaginado usted todas esas cosas?
—He
leído mucho, aunque sin doctrina, sin un método particular.
—¿Y
ni siquiera es francmasón?
—Ni
siquiera eso.
—Pues
bien, señor, sea por penetración, sea por azar, ha penetrado en secretos que
sólo son accesibles a los iniciados de primer orden, y de ahora en adelante tal
vez sería prudente que se abstuviera de revelaciones semejantes.
—¡Cómo!
¿A eso habré llegado? —exclamó Cazotte asustado— ¡Yo que sólo quería divertir
al público y demostrar únicamente que había que cuidarse del diablo!
—¿Y
quién le dice que nuestra ciencia tenga algo que ver con ese espíritu de las
tinieblas? Tal es sin embargo la conclusión de su peligrosa obra. Le tomé por
un hermano infiel que traicionaba nuestros secretos por un motivo que me
intrigaba... Y, en vista de que no es más que un profano ignorante de nuestro
sublime objetivo, voy a instruirle, voy a encargarme de que penetre más a fondo
en los misterios de este mundo de los espíritus que nos apremia por todas
partes, y que tan sólo, por intuición se le ha revelado a usted.
Largo
rato se prolongó esta conversación; los biógrafos varían acerca de sus
términos, pero todos coinciden en señalar la súbita revolución que se operó
desde entonces en las ideas de Cazotte, adepto sin saberlo de una doctrina
cuyos representantes ignoraba que existieran. Confesó que se había mostrado
severo, en su Diablo enamorado, con
los cabalistas, de quienes sólo tenía vagas ideas, y que sus prácticas quizás
no fueran tan condenables como había supuesto. Hasta se acusó de haber calumniado
un poco a esos inocentes espíritus que pueblan y animan la región media del
aire, al asimilarles la dudosa personalidad de un duendecillo hembra que responde
al nombre de Belcebú.
—Piense
—le dijo el iniciado— que el Padre Kircher, el abate Villars y otros muchos
casuistas han demostrado desde hace tiempo su perfecta inocencia dentro de una
perspectiva cristiana. Los Capitulares de Carlomagno ya los mencionaban como
seres pertenecientes a la jerarquía celeste; Platón y Sócrates, los más sabios
de los griegos, Orígenes, Porfirio y San Agustín, las antorchas de la Iglesia,
coincidían en distinguir el poder de esos espíritus elementales del de los
hijos del abismo...
No
hacía falta tanto para convencer a Cazotte, quien, como ya se verá, aplicaría
más tarde esas ideas, no ya a sus libros, sino a su vida, y demostraría una
convicción absoluta hasta en sus momentos postreros.
Mayor
aún debió de ser el afán de Cazotte en reparar la falta que le había sido
señalada, pues por entonces no era ninguna nimiedad incurrir en el odio de los
iluminados, abundantes, poderosos y divididos en una multitud de sectas,
sociedades y logias masónicas, que se correspondían de una a otra punta del
reino. Cazotte acusado de haber revelado a los profanos los misterios de la
iniciación, se exponía a la misma suerte que había corrido el abate de Villars,
quien, en El conde de Gabalis, se había
permitido divulgar a la curiosidad pública, bajo una forma relativamente seria,
toda la doctrina de los rosa-cruz sobre
el mundo de los espíritus. Ese eclesiástico apareció un día asesinado en la
carretera de Lyon, y sólo se pudo acusar a los silfos o a los gnomos de
semejante expedición. Además, Cazotte opuso menos resistencia a los consejos
del iniciado por cuanto ya se sentía inclinado a esa clase de ideas. El oleaje
provocado en su mente por unos estudios realizados sin método alguno, le
fatigaba en su propio esfuerzo y necesitaba aferrarse a una doctrina completa.
La de los martinistas, en cuyo ámbito ingresó, había sido introducida en
Francia por Martínez Pasqualis y se limitaba a renovar la institución de los
ritos cabalísticos del siglo once, último eco de la fórmula de los agnósticos,
en donde parte de la metafísica judía se mezcla con las oscuras teorías de los
filósofos alejandrinos.
La
escuela de Lyon, a la que desde entonces perteneció Cazotte, profesaba, según
Martínez, que la inteligencia y la voluntad son las únicas fuerzas activas de
la naturaleza, de donde se deduce que, para modificar sus fenómenos, bastan una
firme autoridad y un deseo. Añadía que, mediante la contemplación de sus
propias ideas y la abstracción de todo lo que depende del mundo exterior y del
cuerpo, el hombre podía elevarse a la noción perfecta de la esencia universal y
a ese dominio de los espíritus cuyo
secreto se hallaba contenido en la Triple
sujeción del Infierno, conjuro omnipotente al uso de los cabalistas de la
edad media.
Martínez,
que había llenado Francia de logias masónicas, terminó sus días en Santo
Domingo; la doctrina no pudo conservar su pureza y no tardó en modificarse al
admitir las ideas de Swedenborg y de Jacob Boehm, cuya unión en un mismo
símbolo supuso ciertas dificultades. El célebre Saint-Martin, uno de los
neófitos más jóvenes y más ardientes, se adhirió particularmente a los principios
de éste último. Por entonces, la escuela de Lyon se había fundido ya en la
sociedad de los filaletos, en donde Saint-Martin se negó a entrar, diciendo que
se ocupaban más de la ciencia de las almas
según Swedenborg, que de la de los espíritus según Martínez.
Más
tarde, al referirse a su estancia entre los iluminados de Lyon, aquel ilustre
teósofo decía: «En la escuela por donde pasé hace veinticinco años, eran frecuentes
las comunicaciones de todo género; me
tocó mi parte como a tantos otros. Las manifestaciones del signo del Reparador eran visibles: me habían ido
preparando con iniciaciones. Pero, añade, el peligro de tales iniciaciones
consiste en entregar al hombre a espíritus
violentos; y no puedo asegurar que las formas que se me comunicaban no
fuesen formas prestadas.»
El
peligro que temía Saint-Martin fue precisamente el mismo que envolvió a Cazotte,
causándole tal vez las mayores desgracias de su vida. Durante largo tiempo, sus
creencias aún fueron dulces y tolerantes, sus visiones claras y risueñas;
fueron esos años los que le vieron componer otra vez nuevos cuentos árabes que,
largo tiempo confundidos con las Mil y una noches, a modo de continuación, no
le valieron a su autor toda la fama que se merecía.
Los
principales son La dama desconocida, El caballero, El ingrato castigado, El
poder del Destino, Simustafá, El califa ladrón, que proporcionó el
tema del Califa de Bagdad, El amante de las estrellas y El mago o Maugraby, obra llena de encanto descriptivo y de interés.
Predomina
en dichas composiciones la gracia y el espíritu de los detalles; en cuanto a la
riqueza inventiva, no cede a los mismos cuentos orientales, circunstancia en
parte explicable por el hecho de que varios argumentos originales habían sido
comunicados al autor por un monje árabe llamado Dom Chavis.
La
teoría de los espíritus elementales, tan del gusto de cualquier imaginación
mística, se aplica igualmente, como ya sabemos, a las creencias de Oriente, y
los pálidos fantasmas percibidos en las brumas del norte a costa de alucinaciones
y vértigo, parecen teñirse allí de los fuegos y colores de una atmósfera
espléndida y de una naturaleza embrujada. En su cuento del Caballero, que es un auténtico poema, Cazotte consigue sobre todo
la mezcla de invención novelesca y de distinción entre espíritus buenos y
malos, sabiamente renovada por los cabalistas orientales. Los genios luminosos,
sometidos a Salomón, entablan frecuentes combates con los del séquito de Éblis; talismanes, conjuros, anillos
constelados, espejos mágicos, toda esa maravillosa trama de los fatalistas
árabes se anuda y se desanuda con orden y nitidez. El héroe presenta algunos
rasgos del Iniciado egipcio de la novela de Séthos,
que entonces obtenía un éxito prodigioso. El párrafo en que cruza, a través de
mil peligros, la montaña de Caf, eterno palacio de Salomón, rey de los genios,
es la versión asiática de las pruebas de Isis; así, la preocupación por las
mismas ideas aparece aún bajo las más diversas formas.
No
hace falta decir que un buen número de las obras de Cazotte no pertenece a la
literatura ordinaria. Alcanzó cierta reputación como fabulista, y en la
dedicatoria que hizo de su volumen de fábulas a la Academia de Dijon, cuidó de
aludir al recuerdo de uno de sus antepasados, que, en tiempos de Marot y de
Ronsard, había contribuido al progreso de la poesía francesa. Cuando Voltaire
publicó su poema titulado la Guerra de
Ginebra, Cazotte tuvo la divertida ocurrencia de añadir a los primeros cantos
del poema inacabado un séptimo canto escrito en el mismo estilo, y que la gente
creyó del mismo Voltaire.
No
hemos hablado de sus canciones, que reflejan la huella de una mente muy
particular. Rememoremos la más conocida, titulada: Oh mayo, lindo mes de mayo:
Pour le premier jour de mai,
Soyez bien réveillée!
Je vous apporte un bouquet,
Tout de giroflée.
Un bouquet cueilli tout frais,
Tout plein de rosée.
¡Para
el día primero de mayo,
Procura
estar bien despierta!
Que
aquí te traigo un manojo,
Un
manojo de alhelíes.
Manojo
recién cogido,
Salpicado
de rocío.
Todo
continúa en ese tono. Deliciosa pintura de abanico, que se despliega con las
gracias ingenuas y a la vez amaneradas de otras épocas memorables.
Y
por qué no citar además el encantador rondel «Toujours vous aimer»,
y sobre todo la villanesca tan alegre, de la que extraemos algunas coplas:
Que de maux soufferts,
Vivant dans vos fers, Thérèse!
Que de maux soufferts,
Vivant dans vos fers!
Si vers les genoux
Mes bas ont des trous, Thérèse,
A vos pieds je les fis tous,
Ainsi qu’on se prenne à vous!
Que de maux, etc...
Et mes cinq cents francs
Que j’avais comptant, Thérèse?
Il n’en reste pas six blancs;
Et qui me rendra mon temps?
Que de maux, etc...
Vous avez vingt ans,
Et mille agréments, Thérèse;
Mais aucun de vos amants
Ne vous dira dans vingt ans:
Que de maux, etc...
¡Cuánto
daño padecido.
Al
vivir en tus grilletes, Thérèse!
¡Cuánto
daño padecido,
Al
vivir en tus grilletes!
Si
hacia las rodillas
Llevo
en la media agujeros, Thérèse,
Todos
me los hice a tus pies,
¡Bien
va enamorarse de ti!
¡Cuánto
daño, etc...
¿Y
mis quinientos francos
Que
llevaba en el bolsillo, Thérèse?
No
me queda ni una perra;
¿Y
quién me devolverá mi tiempo?
¡Cuánto
daño, etc...
Tienes
ya veinte años,
y
mil encantos, Thérèse;
Pero
ninguno de tus amantes
Te
dirá dentro de veinte años:
¡Cuánto
daño, etc...
Hemos
dicho que la Ópera Cómica le debía a Cazotte el tema del Califa de Bagdad; su Diablo
enamorado también se representó dentro del mismo género con el título de La infanta de Zamora. Sin duda, por tal
motivo uno de sus cuñados, que fue a pasar unos días en su retiro campestre de
Pierry, le reprochaba que no cultivara el teatro, y le alababa las óperas bufas
como obras de gran dificultad:
—Dame
una palabra —dijo Cazotte—, y mañana por la mañana habré hecho una obra de ese
género con todas las características.
El
cuñado ve entrar a un labriego con zuecos.
—Pues
bien, ¡zuecos! —exclamó—. Haz una
obra sobre esa palabra.
Cazotte
pidió que le dejaran solo; no obstante, un personaje singular que justamente
asistía a la reunión aquella noche, se ofreció para poner la música a medida
que Cazotte escribiera la ópera. Era Rameau, el sobrino del insigne músico,
cuya vida caprichosa relató Diderot en ese diálogo que es una obra maestra, y
la única sátira moderna que pueda oponerse a la de Petronio.
Pasaron
la noche componiendo la ópera, la mandaron a París y no tardaron en verla
representada por la Comedia Italiana, tras unos retoques a cargo de Marsollier
y Duni, que se dignaron incluir su nombre. Cazotte sólo recibió unas entradas
como derechos de autor y el sobrino de Rameau, ese genio incomprendido, siguió
tan ignorado como antes. Con toda evidencia, era el músico que necesitaba
Cazotte, que sin duda le debió a ese original compañero un sinfín de extrañas
ideas.
El
retrato que le dedica en su prólogo de la segunda Rameida, poema heroico-cómico compuesto en honor de su amigo,
merece ser conservado, tanto como ejemplo estilístico que como nota útil que
completa el mordaz análisis moral y literario de Diderot.
«Es
el hombre más gracioso, por naturaleza, que yo haya conocido; se llamaba
Rameau, era sobrino del célebre músico, habíamos ido juntos al colegio, y
sentía por mí una amistad que jamás se desmintió, ni por su parte ni por la
mía. Ese personaje, el hombre más extraordinario de nuestro tiempo, había
nacido con un talento natural en más de un género, que su falta de juicio nunca
le permitió cultivar. Sólo puedo comparar su tipo de bromas con las que
despliega el doctor Sterne en su Viaje
sentimental. Los chistes de Rameau eran chistes instintivos de un género
muy particular, que hace falta pintar para poder repetirlos. No eran juegos de
palabras, eran golpes de ingenio que parecían salir del conocimiento más profundo
del corazón humano. Su fisonomía, que realmente era burlesca, añadía una
mordacidad extraordinaria a esas ocurrencias, máxime por surgir cuando nadie se
las esperaba, dado que solía hablar sin ton ni son. Ese personaje, nacido
músico, tanto y acaso más que su tío, nunca logró sumergirse en las
profundidades del arte; no obstante, había nacido lleno de canto y poseía la
rara facilidad de crearlo, de improviso, agradable y expresivo, a partir de las
pocas palabras que quisieran sugerirle; sólo se requería que un artista
verdadero adaptara y corrigiera sus frases, y compusiera sus partituras. Su
aspecto era de una fealdad tan horrible como jocosa, aburrido con frecuencia
pues rara vez andaba inspirado; pero si la imaginación le secundaba, su
auditorio acababa llorando de risa. Vivió pobre, incapaz de seguir profesión
alguna. En mi opinión, su pobreza absoluta le honraba. No carecía totalmente de
fortuna, pero a condición de despojar a su padre de los bienes de su madre, y
rechazó la idea de reducir a la miseria al autor de sus días, que se había
vuelto a casar y tenía hijos. En otras varias ocasiones dio pruebas de la
bondad de su corazón. Ese hombre singular vivió apasionado por la fama, que no
podía adquirir en ningún género... Murió en una casa religiosa, donde le había
metido su familia, después de cuatro años de retiro que aceptó de buen grado, y
tras haberse ganado la amistad de todos aquéllos que en un principio no eran
más que sus carceleros.»
Las
cartas de Cazotte sobre la música, respuestas muchas de ellas a la carta de
J.J. Rousseau sobre la Ópera, se relacionan con esa breve incursión en el
género lírico. La mayor parte de esos escritos son anónimos, y han sido
recogidos después como piezas diplomáticas de la guerra de la Ópera. Algunas
son ciertas, otras dudosas Nos extrañaría mucho que alguien pretendiera incluir
entre estas últimas el «Pequeño profeta de Boehmischbroda», fantasía de aliento
muy particular, que de ser necesario completaría la patente analogía de Cazotte
y de Hoffmann.
Corrían
todavía buenos tiempos para Cazotte; veamos el retrato que trazó Charles Nodier
de ese hombre a quien conoció durante su juventud:
«A
una benevolencia extrema, que traslucía en su fisonomía hermosa y placentera, a
una tierna dulzura expresada del modo más seductor por sus ojos azules aún bastante
animados, Cazotte unía el precioso talento de contar mejor que nadie historias
extrañas e ingenuas a la vez, que respondían a la realidad más común por la
exactitud de sus circunstancias y a la fantasía por su clima maravilloso. Había
recibido de la naturaleza el don particular de ver las cosas bajo su aspecto
fantástico, y es notorio que yo me sentía organizado de manera a gozar con
delicias de esa clase de ilusión. Por eso, cuando se oía un andar circunspecto
a intervalos, regulares por las baldosas de la habitación contigua; cuando su
puerta se abría con una lentitud metódica, dejando que se filtrara la luz de un
fanal llevado por un anciano criado menos ligero que el señor, y a quien
Cazotte llamaba alegremente su país;
cuando aparecía el mismo Cazotte con su sombrero triangular, su larga levita de
lanilla verde orlada de un galoncillo, sus zapatos de punta cuadrada sujetos
muy avanzado el pie por una fuerte hebilla de plata, y su alto bastón con pomo
de oro, no podía reprimirme y corría hacia él demostrándole un júbilo loco, que
aún se veía aumentado por sus caricias.»
Charles
Nodier pone luego en sus labios uno de aquellos misteriosos relatos que se
complacía en contar a la gente, y que naturalmente la gente escuchaba. Se trata
de la longevidad de Marion Delorme, a la que pretendía haber visto pocos días
antes de su muerte, que llegó a vivir casi un siglo y medio, según parecen
confirmar su fe de bautismo y su acta de defunción conservadas en Besançon.
Admitiendo esta cuestión tan discutida de la edad de Marion Delorme, Cazotte
podía haberla visto cuando tenía veintiún años. Eso le permitía asegurar que
podía transmitir detalles inéditos sobre la muerte de Enrique IV, que Marion Delorme
había podido presenciar.
Pero
por entonces el mundo estaba lleno de conversadores amigos de lo maravilloso;
el conde de Saint-Germain y Cagliostro
sorbían los sesos de la gente, mientras que Cazotte tal vez sólo disponía de su
genio literario y de la reserva de una sinceridad honesta. No obstante, si debemos
fiarnos de la célebre profecía referida en las Memorias de La Harpe, Cazotte se
limitaría a desempeñar el papel fatal de Casandra y acertaría, como le
reprochaban, en su continuo trato con la
musa.
III
Es,
dice La Harpe, como si fuera ayer y sin embargo sucedió a principios de 1788.
Comíamos en casa de uno de nuestros colegas de la Academia, gran señor y hombre
de ingenio; la compañía era abundante y de toda clase, gente de toga, gente de
corte, gente de letras, académicos, etc... Habíamos comido bien como de
costumbre. A los postres, los vinos de Malvasía y de Constanza añadían al gozo
de la buena compañía esa especie de libertad que no siempre mantenía el tono:
la gente había llegado entonces a un punto en que todo es pretexto de risa.
Champfort
nos había leído algunos de sus cuentos impíos y libertinos, y las grandes
señoras habían escuchado sin ni siquiera recurrir al abanico. Se pasó a un
diluvio de bromas sobre la religión: y venga aplausos. Uno de los invitados se
alza, y sosteniendo la copa llena: «Sí, señores —exclama—, tan seguro estoy de que no hay Dios, como de que Homero
es burro.» En efecto, tan seguro estaba de lo uno como de lo otro; y se había
hablado de Homero y de Dios, y había invitados que habían opinado bien de uno
y otro.
La
conversación se volvió más seria; corrió la admiración por la revolución que había hecho Voltaire, y
la gente coincide en que ese era el primer título de su gloria: «Ha dado el
tono a su siglo, y ha logrado que le lean por igual en la antecámara como en el
salón.»
Uno
de los invitados nos contó, escapándosele la risa, que su barbero le había
dicho, mientras le empolvaba: «Mire,
señor, aunque yo no sea más que un pobre infeliz, tengo la misma religión que
otro cualquiera.»
Se
llegó a la conclusión de que no tardaría en consumarse la revolución; que es
absolutamente necesario que la superstición
y el fanatismo dejen sitio a la filosofía, y se ponen a calcular la
probabilidad de la época, y qué gente de la sociedad será la que vea el reinado de la razón. Los más viejos
se quejan de no poder congratularse; los jóvenes se regocijan al sentir
esperanzas muy verosímiles; y se felicitaba sobre todo a la Academia por haber
preparado la gran obra y por haber sido la capital, el centro, el móvil de la libertad de pensar.
Sólo
uno de los invitados no había participado del alborozo de esa conversación, y
hasta había intercalado con suavidad algunas bromas sobre nuestro gran
entusiasmo: era Cazotte, hombre
amable y original, aunque desgraciadamente engreído por los sueños de los iluminados. Más tarde, su heroísmo le
haría ilustre para siempre.
Toma
la palabra, y en tono muy serio:
—Señores
—dice—, pueden sentirse satisfechos; todos verán esa gran y sublime revolución que tanto desean. Ya saben que soy un
poco profeta, se lo repito, la verán.
Le
contestan con la conocida frase: «No hay
que ser ningún brujo para eso.»
—De
acuerdo, pero quizás haya que serlo un poco para lo que me queda por decirles.
¿Saben lo que ocurrirá con esa revolución,
lo que les ocurrirá a todos en tanto que asistentes a esta mesa, y cuál será el
resultado inmediato, el efecto insoslayable, la consecuencia indiscutible?
—¡Ah!
A ver —dice Condorcet con su expresión cazurra y boba—. A un filósofo no le
molesta toparse con un profeta.
—Usted, señor de Condorcet, expirará tendido
sobre el suelo de un calabozo, morirá del veneno que habrá ingerido para
rehuir al verdugo; del veneno que la felicidad de esos tiempos venideros le obligará
a llevar siempre consigo.
De
entrada, todos atónitos; pero la gente recuerda que el bueno de Cazotte es persona
propensa a soñar despierta, y estallan las carcajadas.
—Señor
Cazotte, nos está contando un cuento que no es tan divertido como el de su Diablo enamorado; ¿pero qué diablo le ha
metido en la cabeza ese calabozo, ese
veneno y esos verdugos? ¿Qué afinidad
hay entre eso y la filosofía y el reinado
de la razón?
—Pues
precisamente se lo estoy diciendo: van a acabar ustedes de esa manera en nombre
de la filosofía, de la humanidad y de la libertad, y eso ocurrirá bajo el reinado
de la razón, y desde luego será el reinado de la razón pues la razón tendrá templos, e incluso en
toda Francia, por esas fechas, lo único que habrá serán templos de la Razón.
—A
fe mía —dice Champfort con una risa sarcástica—que no será usted uno de los
sacerdotes de esos templos.
—Eso
espero; en cambio usted, señor de
Champfort, que sí que lo será, y muy digno de serlo, se cortará las venas de veintidós navajazos, y sin embargo aún
tardará unos meses en morir.
El
auditorio se observa entre sí y se echa a reír otra vez.
—Usted, señor Vicq-d’Azir, no se abrirá
usted mismo las venas; pero, después de habérselas hecho abrir seis veces
durante el día, después de un ataque de gota para estar más seguro de su
acción, morirá de noche. Usted señor de
Nicolaï, morirá en el patíbulo; usted,
señor Bailly, en el patíbulo...
—¡Ay!
¡Bendito sea Dios! —dice Roucher—. Parece que este señor sólo la tiene tomada
con la Academia; acaba de hacer una ejecución terrible; y yo, gracias al
cielo...
—¡Usted!
Usted también morirá en el patíbulo.
—¡Oh!
Es una apuesta —exclaman por todas partes—. Ha jurado exterminarlo todo.
—No,
no soy yo quien lo ha jurado.
—¡Pues
vaya! ¿Acaso nos subyugarán los turcos y los tártaros? ¡Y aún...!
—En
absoluto, ya se lo he dicho: sólo la filosofía,
sólo la razón les gobernarán entonces
a ustedes. Quienes así les traten serán todos filósofos, a cada instante saldrán de sus bocas las mismas frases
que están ustedes soltando desde hace una hora, repetirán todos sus máximas,
citarán igual que ustedes los versos de Diderot y de la Doncella...
La
gente se murmuraba al oído: «Ya ven que está
loco (pues Cazotte se mantenía en la mayor seriedad). ¿No se dan cuenta que
bromea? Y ya saben que siempre introduce la fantasía en sus bromas.
—Sí
—replicó Champfort—, pero su fantasía no tiene ninguna gracia; es demasiado
patibularia. ¿Y cuándo sucederá todo eso?
—No pasarán seis años sin que todo lo que les
digo no se haya realizado.
—Ya
ven qué milagros (y esta vez era yo quien hablaba); ¿y a mí no me atribuye
usted nada?
—Sobre
usted se hará un milagro al menos igual de extraordinario: por esa época será
usted cristiano
Grandes
exclamaciones.
—¡Ah!
—prosiguió Champfort—. Menos mal, si nos toca perecer cuando La Harpe sea
cristiano, entonces somos inmortales.
—En
esas cosas —dijo la duquesa de Grammont— tenemos mucha suerte, nosotras las
mujeres, al no figurar para nada en las revoluciones.
Cuando digo para nada, no es que no nos mezclemos siempre un poco; pero ya se
sabe que no se meten con nosotras, y nuestro sexo...
—Su sexo, señoras, no las defenderá esta vez;
y aunque no se metan en nada, recibirán el mismo trato que los hombres, sin
ninguna diferencia.
—¿Pero
qué nos está diciendo, señor Cazotte? Predica usted el fin del mundo.
—No
lo sé, pero lo que sí sé es que a usted, señora duquesa, la llevarán al patíbulo, a usted y a otras muchas señoras juntas,
en la carreta del verdugo, y con las manos atadas a la espalda.
—¡Ah!
En tal caso, espero disponer al menos de una carroza forrada de negro.
—No,
señora, damas de mayor alcurnia irán en carreta como usted, y también con las
manos atadas.
—¡Damas
de mayor alcurnia! ¡Vaya! ¿Las princesas
de sangre?
—Damas de mayor alcurnia todavía...
Muy
sensible fue entonces la agitación entre los concurrentes, y la faz del señor
de la casa se oscureció. Cundió el parecer de que la broma se propasaba.
La
señora de Grammont, para disipar el disturbio, no insistió en esa última
respuesta, y se limitó a decir, con gran ligereza:
—¡Ya verán cómo ni siquiera va a dejarme un
confesor!
—No, señora, no tendrá confesor, ni nadie. El
único ajusticiado que pueda tener uno por gracia, será...
Se
detuvo un momento.
—Bueno,
a ver, ¿quién será el afortunado mortal que gozará de esa prerrogativa?
—La
única que le quedará: y será el Rey de
Francia.
Se
alzó bruscamente el señor de la casa, y con él todo el mundo. Fue hacia Cazotte
y le dijo con voz afectada:
—Querido
señor Cazotte, ya es mucho permitir que dure esta lúgubre chanza; se
extralimita usted, y comprometiendo incluso a la sociedad en que está, y a
usted mismo.
Cazotte
no contestó, y ya se disponía a retirarse cuando la señora de Grammont, siempre
empeñada en evitar disgustos y en recobrar la alegría, avanzó hacia él:
—Señor
profeta, nos dice a todos la buenaventura pero nada dice de la suya.
Permaneció
un rato en silencio y con la vista baja:
—Señora,
¿ha leído usted el sitio de Jerusalén, en Josefo?
—¡Oh!
Pues claro; ¿quién no ha leído eso? Pero haga como si no lo hubiera leído.
—Pues
bien señora, durante ese sitio, un hombre se pasó siete días seguidos dando
vuelta en torno a las murallas, a la vista de sitiadores y sitiados, sin dejar
de gritar con voz atronadora y siniestra: ¡Ay
de Jerusalén! ¡Ay de mí mismo! Y en aquel preciso instante, una piedra
enorme, lanzada por las máquinas enemigas, le alcanzó y lo hizo pedazos.
Y
tras esta respuesta, Cazotte se inclinó y salió.
No
dejando de conceder a este documento más que una confianza relativa, y remitiéndonos
a la juiciosa opinión de Charles Nodier, que dice que en la época en que
ocurrió esta escena, tal vez no fuera difícil prever que la revolución
inminente eligiese sus víctimas en la sociedad más encumbrada de entonces, y
devorase luego a los mismos que la habían creado, vamos a referir un párrafo
singular que se encuentra en el poema de Ollivier, publicado justamente treinta
años antes del 93, y en donde cabe observar una preocupación por las cabezas
cortadas que muy bien puede pasar, aunque más vagamente, por una alucinación
profética.
«Hará
unos cuatro años, nos sentimos atraídos uno y otro por unos sortilegios en el
palacio del hada Bagazo. Esa peligrosa hechicera, al ver afligida el progreso
de las armas cristianas en Asia, quiso detenerlas tendiendo trampas a los
caballeros defensores de la fe. Construyó no lejos de aquí un soberbio palacio.
Desgraciadamente penetramos por sus veredas: entonces, arrastrados por un
sortilegio, cuando creíamos andar impulsados sólo por la belleza del lugar,
llegamos hasta un peristilo que se hallaba en la entrada del palacio; pero
apenas habíamos dado unos pasos, cuando el mármol que pisábamos, sólido en
apariencia, se corre y se sustrae a nuestros pasos: una caída imprevista nos
precipita bajo el movimiento de una rueda armada con hierros cortantes, que en
un santiamén separan unos de otros todos los miembros de nuestros cuerpos; y lo
más asombroso, es que de tan extraña disolución no se derivara la muerte.
Arrastrados
por su propio peso, las partes de nuestros cuerpos cayeron en una hoya profunda
y se confundieron en una multitud de miembros ya acumulados. Nuestras cabezas
rodaron como bolas. Esa extraordinaria conmoción acabó de aturdir la ya
menguada razón que me quedaba después de tan sobrenatural aventura y, cuando al
cabo de un tiempo abrí otra vez los ojos, vi que mi cabeza se hallaba alineada
sobre unas gradas junto a otras ochocientas cabezas de ambos sexos, de edad
diversa y de color vario. Habían conservado la acción de los ojos y de la
lengua, y sobre todo un movimiento en las mandíbulas que las incitaba a
bostezar casi de continuo. A mis oídos sólo llegaban las siguientes palabras,
mal articuladas:
—¡Ah!
¡Qué aburrimiento! Es desesperante.
No
pude resistirme a la impresión que sobre mí operaba la condición general, y me
puse a bostezar como los demás.
—Otra
que también bosteza —dijo una gran cabeza de mujer, situada a continuación de
la mía—. No hay quien lo aguante, me voy a morir de esta.
Y
reanudó sus bostezos con ímpetu.
—Al
menos esta boca tiene frescura —dijo otra cabeza—, y fíjese en sus dientes de
esmalte.
Luego,
dirigiéndome la palabra.
—Señora,
¿se puede saber el nombre de la amable compañera de infortunio que nos ha dado
el hada Bagazo?
Observé
la cabeza que me dirigía la palabra. Carecía de rasgos pero tenía una expresión
vivaz y confiada, y cierta afectación al pronunciar. Quise responder:
—Señor,
tengo un hermano... —no tuve tiempo de decir más.
—¡Ay,
cielos! —exclamó la cabeza hembra que había sido la primera en apostrofarme—.
Otra que se nos pondrá a contar su historia; como si ya no estuviéramos hartos
de cuentos. Bostece, señora, y deje en paz a su hermano. ¿Quién hay que no
tenga hermanos? Sin los míos, yo estaría reinando tranquilamente y no me vería
en esta situación.
—Señor
—dijo la gran cabeza apostrofada—, pronto se da a conocer por lo que es, por la
peor cabeza.
—¡Ah!
—interrumpió el otro— si sólo tuviera mis miembros...
Y
yo —dijo el adversario—, si sólo tuviera mis manos... Y además —me dijo—, ya se
dará usted cuenta de que lo que dice no pasa de ser mera palabrería.
—Pero
—dije—, estas querellas van demasiado lejos...
—¡Quiá!
Deje que sigamos; ¿acaso no es mejor reñir que bostezar? En qué pueden
distraerse gentes que sólo tienen ojos y oídos, que llevan un siglo viviendo
juntas cara a cara, que carecen de toda relación y tampoco pueden inventarla de
forma agradable, gentes que hasta tienen prohibida la maledicencia, a falta de
saber de qué hablar para que les escuchen, gentes que...
Hubiera
dicho más; pero de golpe nos cogen a todos unas ganas tremendas de estornudar;
poco después, una voz ronca, que nadie sabe de dónde sale, nos ordena que
busquemos nuestros miembros dispersos; al mismo tiempo, nuestras cabezas salen
rodando hacia el lugar en donde se acumulan los miembros.»
¡No
es singular acaso encontrar en un poema heroico-cómico de la juventud del
autor, ese sangriento sueño de cabezas cortadas, de miembros separados del
cuerpo, extraña asociación de ideas que reúne a cortesanos guerreros, mujeres,
pisaverdes, disertando y bromeando sobre detalles de suplicio, al igual que más
tarde lo harán en la Conciergerie aquellos señores, aquellas mujeres, aquellos
poetas, contemporáneos de Cazotte, a cuyo círculo también él acudirá para
llevar su cabeza a su vez, intentando sonreír y bromear como los demás acerca
de las fantasías de esa hada sanguinaria, que no tenía prevista la necesidad de
llamarse un día la Revolución!
IV
Acabamos
de anticiparnos a los acontecimientos: llegados apenas a los dos tercios de la
vida de nuestro escritor, hemos dejado entrever una escena de sus últimos días;
a ejemplo del propio iluminado, hemos unido de un trazo el porvenir y el
pasado.
Por
lo demás, teníamos planeado ir apreciando paso a paso a Cazzotte como literato
y como filósofo místico; pero aunque la mayoría de sus libros reflejen la
huella de sus preocupaciones relativas a la ciencia de los cabalistas, conviene
decir que suelen carecer de una intención dogmática. No parece que Cazotte
participara en las tareas colectivas de los iluminados martinistas, sino que se
limitó, de acuerdo con sus ideas, a una regla de conducta particular y
personal. Asimismo, sería un error confundir esa secta con las instituciones
masónicas de la época, aunque existieran entre ellas ciertas relaciones de
cariz externo; los martinistas admitían la caída de los ángeles, el pecado
original y el Verbo reparador, y no se distanciaban en ningún punto esencial de
los dogmas de la Iglesia.
Saint-Martin,
el más ilustre de todos ellos, es un espiritualista cristiano a la manera de
Malebranche. Más arriba ya hemos dicho que deploró la intervención de espíritus violentos en el seno de la
secta de Lyon. Sea cual sea el modo oportuno de entender esa expresión, es
evidente que la sociedad adquirió desde entonces una tendencia política que
alejó de sí a varios de sus miembros. Tal vez se haya exagerado la influencia
de los iluminados tanto en Alemania como en Francia, pero no se puede negar que
no influyeran grandemente sobre la revolución francesa y en el sentido de su
movimiento. Las simpatías monárquicas de Cazotte le apartaron de esa dirección
y le impidieron sostener con su talento una doctrina que tomaba visos distintos
a los que él había imaginado.
Es
triste ver cómo ese hombre, tan dotado a nivel de escritor y de filósofa, pasa
los últimos años de su vida sumido en un asco por la vida literaria y en el
presentimiento de tormentas políticas que se veía incapaz de conjurar. Se
marchitan las flores de su imaginación; esa mente de vuelos tan nítidos y tan
franceses, que lograba una forma feliz en sus más singulares invenciones, ya
sólo aparece raras veces en la correspondencia política que fue causa de su
proceso y de su muerte. Si es cierto que a algunas almas les fue dado el prever
los siniestros acontecimientos, habrá que atribuirlo a una facultad aciaga
antes que a un don celeste, puesto que, similares a la Casandra de la
antigüedad, no pudieron ni persuadir a los demás ni preservarse a sí mismos.
Los
últimos años de Cazotte en su tierra de Pierry, en Champaña, aún ofrecen sin
embargo algunos cuadros de dicha y tranquilidad en la vida familiar. Retirado
del mundo literario, que ya sólo frecuentaba durante breves viajes a París,
huido del torbellino más animado que nunca de las sectas filosóficas y místicas
de toda índole, padre de una muchacha encantadora y de dos chicos tan llenos de
generosidad y entusiasmo como él, el bueno de Cazotte parece haber reunido a su
alrededor todas las condiciones para un porvenir tranquilo; pero las referencias
de personas que le conocieron por esa época lo presentan siempre entristecido
ante nubarrones que le atosigan más allá de un horizonte sereno.
Un
gentilhombre, llamado de Plas, le había pedido la mano de su hija Élisabeth;
los dos jóvenes se querían desde hacía tiempo, pero Cazotte difería su
respuesta definitiva y sólo les permitía la espera. Un autor amable y lleno de
encanto, Anna-Marie, ha contado algunos detalles de una visita hecha a Pierry
por la señora de Argèle, amiga de la familia. Describe el elegante salón de la
planta baja, perfumado por los aromas de una planta de las colonias traída por
la señora Cazotte, y que adquiría con la presencia de esa excelente persona un
particular cariz de elegancia y de rareza. Una mujer de color que trabajaba a
su lado, pájaros de América y curiosidades ordenadas sobre los muebles
atestiguaban, al igual que su atuendo y su peinado, un tierno recuerdo de su primera
patria. «Había sido muy bonita y lo era todavía, aunque entonces ya tuviera
hijos crecidos. Había en ella esa gracia descuidada y algo indolente de las
criollas, con un leve acento que infería a su lenguaje un tono a la vez de
infancia y de caricia que la hacía muy atractiva. Un perrito faldero se hallaba
tendido a su lado; le llamaban Biondetta,
como el pequeño perdiguero del Diablo enamorado.
Una
mujer de edad, alta y majestuosa, la marquesa de la Croix, viuda de un gran
señor español, formaba parte de la familia y ejercía una influencia debida a la
relación de sus ideas y convicciones con las de Cazotte. Hacía ya muchos años
que era adepta de Saint-Martín, y el iluminismo también la unía a Cazotte
mediante esos lazos tan intelectuales considerados por la doctrina como una
especie de anticipación de la vida futura. Ese segundo matrimonio místico, en
donde la edad de los personajes descartaba toda idea de inconveniencia, suponía
para la señora Cazotte un motivo no tanto de pesadumbre como de inquietud concebida
desde el punto de vista de una razón muy humana imbuida de la agitación de esos
nobles espíritus. Por el contrario, los tres hijos compartían sinceramente las
ideas de su padre y de su vieja amiga.
Ya
nos hemos pronunciado sobre esa cuestión; pero, no obstante, ¿deberíamos
aceptar siempre las lecciones de esa sensatez del vulgo que cruza por la vida
sin angustiarse por los oscuros misterios del porvenir y de la muerte? ¿Depende
acaso el destino más feliz de esa imprevisión que le deja atónito e inerme ante
el funesto acontecimiento, y que sólo sabe oponer llantos y gritos a los
tardíos golpes del infortunio? La señora Cazotte es entre todas esas personas
la que más debía de sufrir; para los demás, la vida no podía ser más que un
combate, cuyas posibilidades aun siendo dudosas no dejaban de asegurar la
recompensa.
No
está de más, a fin de completar el análisis de teorías que luego aparecerán en
algunos fragmentos de la correspondencia base del proceso de Cazotte, recoger
aún unas cuantas opiniones de este último del relato de Anna-Marie:
«Vivimos
todos, decía, entre los espíritus de nuestros padres; el mundo invisible nos
apremia por todos lados... no cesan de surgir amigos de nuestro pensamiento que
se nos acercan con toda familiaridad. Mi hija dispone de sus ángeles de la
guarda; todos disponemos de los nuestros. Cada una de nuestras ideas, buenas o
malas, pone en movimiento algún espíritu que les corresponde, al igual que cada
uno de los movimientos de nuestro cuerpo altera la columna de aire que soportamos.
Todo abunda, todo vive en este mundo, donde, desde que se produjo el pecado,
unos velos oscurecen la materia... Y yo, por una iniciación que no he buscado
en absoluto y que a menudo deploro, los he alzado similar al viento que alza
nieblas espesas. Veo el bien, el mal, los buenos y los malos; a veces los seres
alcanzan tal confusión al mirarlos, que no siempre acierto a distinguir de
entrada quienes son los que viven en su carne y quienes son los que se han
desprendido de sus groseras apariencias...
«Sí,
añadía, hay almas que han seguido siendo tan materiales, su forma les ha valido
tanto aprecio, tanta adherencia, que se han llevado al otro mundo una especie
de opacidad. Esas almas se asemejan durante mucho tiempo a los vivos.»
«En
fin, ¿qué puedo deciros? Trátese de achaques de mi vista o de similitud real,
hay momentos en que me equivoco del todo. Esta mañana, mientras rezábamos todos
juntos bajo las miradas del Todopoderoso, la habitación estaba tan llena de
gente viva y muerta de toda época que me sentía incapaz de distinguir entre la
vida y la muerte; ¡Extraña confusión y sin embargo magnífico espectáculo!»
La
señora de Argèle presenció la despedida del joven, Scévole Cazotte que se
marchaba a servir en los guardias del rey; se acercaban ya los tiempos
difíciles y su padre no ignoraba que lo exponía a un peligro.
La
marquesa de la Croix se unió a Cazotte para darle lo que llamaban sus poderes místicos y ya veremos
después cómo les informó de esa misión. Aquella mujer entusiasta trazó sobre la
frente del joven, sobre sus labios y su corazón, tres signos misteriosos
acompañados de una invocación secreta, y consagró así el porvenir de aquél a
quien llamaba el hijo de su inteligencia.
Scévole
Cazotte, no menos exaltado en sus convicciones monárquicas que en su
misticismo, formó parte del grupo que, de regreso de Varennes, logró proteger
al menos la vida de la familia real contra el furor de los republicanos. Hubo
un momento en que, en mitad de la muchedumbre, el Delfín fue arrancado a sus
padres y Scévole consiguió recuperarlo y devolverlo a la Reina, que se lo
agradeció llorando. La siguiente carta, escrita a su padre, es posterior al
acontecimiento:
«Querido
papá, pasó el 14 de julio, el Rey ha vuelto a casa sano y salvo. He cumplido de
la mejor manera la misión que me encomendó usted. Tal vez se entere de si
obtuvo todo el efecto que esperaba. El viernes, me acerqué a la santa misa; y,
al salir de la iglesia, me dirigí al altar de la patria donde ejecuté, hacia
los cuatro lados, los preceptos necesarios para poner el Champ de Mars entero
bajo la protección de los ángeles del Señor.
Alcancé
el vehículo, apoyándome en él cuando volvió a subir el Rey; aun entonces la
señora Élisabeth me lanzó una ojeada que trasladó todos mis pensamientos al cielo;
bajo la protección de uno de mis compañeros, escolté el vehículo hasta el
interior de la línea; y el rey me llamó y me dijo: Cazotte, ¿érais vos el que
vi en Épernay y con quien hablé? Y le contesté: Sí, Alteza, allí estaba cuando
atacaron el coche... y me retiré al verlos ya en sus aposentos.
El
Champ de Mars estaba plagado de hombres. Si mis preceptos y plegarias fueran
dignos de ser escuchados, cuántos malvados estarían ahora entre rejas. De
vuelta, todos gritaban ¡Viva el Rey! a su paso. Los guardias nacionales lo
proclamaban de todo corazón y el camino era un triunfo. Ha sido un buen día, y
el comendador ha dicho que, por ser el último día que Dios soltaba al diablo,
lo había soltado de color de rosa. Adiós, unid vuestros rezos para dar eficacia
a los míos. No nos conviene ceder. Besos para mamá Zabeth (Élisabeth). Mis
respetos a la señora marquesa (la marquesa de la Croix).»
Sea
cual sea nuestra opinión, debe conmovernos la abnegación de esa familia, aunque
nos hagan sonreír los pobres medios sobre los que descansaban convicciones tan
ardientes. Las ilusiones de almas generosas merecen todo el respeto, sin que
importe bajo qué forma se presentan; ¿pero quién se atrevería a declarar que
haya pura ilusión en ese pensamiento según el cual el mundo estaría gobernado
por influencias superiores y misteriosas sobre las que puede obrar la fe del
hombre? La filosofía tiene el derecho de despreciar esa hipótesis; pero toda
religión se ve obligada a admitirla, y las sectas políticas la han convertido
en arma de todos los partidos. Eso explica que Cazotte se aislara de sus
antiguos hermanos los iluminados. Ya sabemos a cuánto misticismo recurrió el
espíritu republicano en la revolución de Inglaterra; la tendencia de los martinistas
era similar; aunque, metidos en el movimiento operado por los filósofos,
disimularon con cuidado el aspecto religioso de su doctrina, que, en esa época,
no tenía ninguna garantía de popularidad.
Nadie
ignora la importancia que adquirieron los iluminados en los movimientos
revolucionarios. Sus sectas, organizadas bajo la ley del secreto y enlazando
con Francia, Alemania e Italia, influían particularmente en grandes personajes
más o menos enterados de sus verdaderos objetivos. José II y Federico Guillermo
actuaron muchas veces bajo su inspiración. Se sabe que este último, que se
había puesto a la cabeza de la coalición de soberanos, había penetrado en
Francia y ya sólo estaba a treinta leguas de París cuando los iluminados, en
una de sus sesiones secretas, evocaron al espíritu del gran Federico su tío,
que le prohibió seguir adelante. Así ocurrió, según dicen, que a raíz de esa
aparición (que luego se explicó de diversas maneras) ese monarca se retiró
súbitamente del territorio francés y concluyó más tarde un tratado de paz con
la República, la cual, en todo caso, pudo salvarse gracias a la decisión de los
iluminados franceses y alemanes.
V
La
correspondencia de Cazotte nos va mostrando sucesivamente sus lamentos por el
camino que habían seguido sus antiguos hermanos, y el cuadro de sus tentativas
aisladas contra una era política en la que creía ver el reinado fatal del Anticristo, mientras los iluminados
saludaban la llegada del Reparador
invisible. Los demonios de uno eran para los otros espíritus divinos y
vengadores. Si nos damos cuenta de esa situación, comprenderemos mejor ciertos
párrafos de las cartas de Cazotte, y la singular circunstancia de que fuera
precisamente un iluminado martinista quien más tarde pronunciara su sentencia.
La
correspondencia que, a través de breves fragmentos, vamos a citar iba dirigida,
en 1791, a su amigo Ponteau, secretario del registro civil:
«Como
Dios no suscite a un hombre que termine con todo esto maravillosamente, estamos
expuestos a las mayores desgracias. Ya conoce usted mi sistema: “El bien y el mal en la tierra siempre fueron
obra de los hombres, a quienes este globo fue abandonado por las leyes eternas.”
De tal modo que sólo podremos imputarnos a nosotros mismos todo el daño que se
haga. El sol no cesa de lanzar sus rayos más o menos oblicuos sobre la tierra,
esa es la imagen de la Providencia para con nosotros; de vez en cuando acusamos
a ese astro por falta de calor, cuando nuestra posición, las acumulaciones de
vapor o el efecto de los vientos nos sitúan en el caso de no experimentar la
continua influencia de sus rayos. Conque ya ve todo lo que nos es lícito
esperar si algún taumaturgo no acude en nuestro auxilio.
Deseo
que pueda oír mi comentario sobre el grimorio de Cagliostro. Por lo demás,
puede pedirme aclaraciones; se las mandaré lo menos oscuras que me sea
posible.»
La
doctrina de los teósofos aparece en este párrafo mencionado; citaremos otro
ahora que alude a sus antiguas relaciones con los iluminados.
«Recibo
dos cartas de amistades íntimas que tenía entre mis colegas martinistas; son
demagogos como Bret; gente de renombre, buena gente hasta hoy; el demonio se ha
enseñoreado de ellos. Con respecto a Bret en su obsesión por el magnetismo, yo
le provoqué la enfermedad; los jansenistas afiliados a los convulsionarios por
estado se hallan en el mismo caso; bien merecen que se les aplique a todos la
frase: Fuera de la Iglesia no hay salvación
alguna, ni siquiera sensatez.
Ya
le avisé que en total éramos ocho en Francia, absolutamente desconocidos los
unos de los otros, los que alzábamos, aunque sin cesar, como Moisés, los ojos,
la voz, los brazos hacia el cielo, implorando la decisión de un combate en
donde los propios elementos entran en juego. Creemos presenciar la llegada de
un acontecimiento ya figurado en el Apocalipsis e introductor de una gran época.
Tranquilícese, no es el fin del mundo: esto lo retarda en más de mil años. Aún
no ha llegado el momento de decirles a las montañas: ¡Caed sobre nosotros! pero, en la espera de lo mejor posible, ese
va a ser el grito de los jacobinos; pues hay culpables de más de una camisa.»
Su
sistema sobre la necesidad de la acción humana para establecer la comunicación
entre el cielo y la tierra queda aquí claramente establecido. Por eso, en su
correspondencia, suele referirse al valor del Rey Luis XVI, quien le da la
impresión de descansar demasiado sobre la Providencia. Con respecto a ese tema,
sus recomendaciones denotan a menudo un cierto sectarismo más de protestante
que de católico puro:
«Es
necesario que el Rey acuda en auxilio de la guardia nacional, que se deje ver,
que diga: quiero, ordeno, y con voz firme. No cabe duda de que le obedecerán y
de que no le tomarán por el gallina que describen los demócratas hasta causarme
dolor en todas las partes de mi cuerpo.
Que
se dirija rápidamente con veinticinco guardias, a caballo como él, al lugar de
la fermentación: todos tendrán que ceder y prosternarse ante él. El trabajo más
duro ya está hecho, amigo; el rey se ha resignado y se ha puesto en manos de su
Creador; juzgue usted a qué grado de poder le lleva esa decisión, puesto que
Acab, podrido de vicios, por haberse humillado ante Dios, mediante un acto
único y momentáneo, obtuvo la victoria sobre sus enemigos. Acab era hombre de
corazón falso y alma depravada; y mi Rey tiene el alma más franca que jamás
haya salido de las manos de Dios; y la augusta, la celeste Élizabeth luce en su
frente la égida que cuelga del brazo de la verdadera sabiduría... No tema nada
de Lafayette: está tan amarrado como sus cómplices. Se halla, al igual que su
cábala, entregado a los espíritus del terror y de la confusión; será incapaz de
tomar cualquier determinación acertada, y lo
que más le conviene es que aquéllos en quienes cree poder depositar su
confianza le entreguen a manos de sus enemigos. No dejemos, sin embargo, de
alzar los brazos al cielo; recordemos la actitud del profeta mientras Israel
peleaba.
El
hombre tiene que actuar aquí, puesto que aquí es su lugar de acción; él es el
único que puede cometer el bien y el mal. Dado que casi todas las iglesias
están cerradas, o por prohibición o por profanación, hagamos que todas nuestras
casas se conviertan en oratorios. Es un momento decisivo para nosotros: o
Satanás sigue reinando en la tierra como hasta ahora, hasta que surjan hombres
para desafiarle como David a Goliat; o el reinado de Jesucristo, tan ventajoso
para nosotros, y tan predicho por los profetas, se establecerá. Ya ve en qué
crisis estamos, amigo mío, crisis que debo de haber explicado de forma confusa.
A falta de fe, de amor y de celo, podemos dejar escapar la ocasión, pero la
tenemos. Por lo demás, Dios no hace nada sin nosotros, que somos los reyes de
la tierra; a nosotros toca provocar el momento que sus decretos prescriben. No
nos duela que nuestro enemigo, incapaz de todo si le faltamos, continúe
actuando, y a través nuestro.»
En
general, Cazotte no se hace muchas ilusiones sobre el triunfo de su causa; sus
cartas abundan en consejos que tal vez hubiera convenido seguir, pero el
desánimo acaba venciéndole en presencia de tanta debilidad, y llega a dudar de
sí mismo y de su ciencia:
«Me
alegra que mi última carta haya podido procurarle algún placer. ¡No está usted iniciado! Regocíjese pues. Acuérdese de
esta frase: Et scientia eorum perdet eos.
Si no dejo de correr peligro, yo que por la gracia divina me he librado del cepo,
juzgue el riesgo de los que quedan... el conocimiento de las cosas ocultas es
un mar proceloso sin orillas que se divisen.»
¿Cabe
decir que abandonó entonces las prácticas que le parecían aptas para
enfrentarse a los espíritus funestos? Lo único que hemos visto es que esperaba
vencerlos con sus propias armas. En un párrafo de su correspondencia alude a
una profetisa Broussole, quien, al igual que la célebre Catherine Théot,
obtenía las comunicaciones de las potencias rebeldes en favor de los jacobinos;
Cazotte supone haber actuado contra ella con cierto éxito. Dentro de la lista
de esas sacerdotisas de la propaganda, incluye además a la marquesa de Urfé,
«la decana de las Medeas francesas, cuyo salón rebosaba de empíricos y de gente
que galopaba en pos de las ciencias ocultas...» Le reprocha particularmente el
haber educado y predispuesto al mal al ministro Duchâtelet.
Resulta
inadmisible creer que esas cartas, descubiertas en las Tullerías durante la
sangrienta jornada del 10 de agosto, bastasen para condenar a un anciano presa
de inocentes ensoñaciones místicas, a menos que determinados párrafos de la
correspondencia no hubiesen levantado sospechas sobre conjuras de índole más
material. Fouquier-Tinville, en su acta de acusación, señaló ciertas expresiones
de las cartas como indicios de una cooperación en el complot llamado de los caballeros de la daga, desarticulado
durante los días 10 y 12 de agosto; una carta aún más explícita indicaba los
medios de favorecer la evasión del Rey, preso desde el regreso de Varennes, y
trazaba el itinerario de su huida; Cazotte ofrecía su propia casa como asilo
momentáneo:
«El
Rey llegará hasta la llanura de Ay; allí se hallará a veintiocho leguas de
Givet y a cuarenta leguas de Metz. Puede alojarse en Ay, donde hay treinta
casas para sus guardias y servidumbre. Me gustaría que prefiriera Pierry, donde
también encontrará de veinticinco a treinta casas, en una de las cuales hay
veinte camas y espacio, sólo en mi casa, para instalar una guardia de
doscientos hombres, establos para de treinta a cuarenta caballos y una zona
donde levantar un pequeño campamento dentro del recinto. No obstante, conviene
que alguien más hábil y más desinteresado que yo calcule la ventaja de esas dos
posiciones.»
¿Por
qué tuvo que ocurrir que una mentalidad partidista se negara a apreciar, en ese
párrafo, la conmovedora solicitud de un hombre casi octogenario que se juzga poco desinteresado al ofrecer al Rey
proscrito la sangre de su familia, su casa como asilo y su jardín como campo de
batalla? ¿No hubiese valido más incluir semejantes complots entre las restantes
ilusiones de una mente ya debilitada por la edad? La carta que le escribió a su
suegro, el Sr. Roignan, escribano del consejo de la Martinica, para incitarle a
organizar una resistencia contra seis mil republicanos mandados con el fin de
apoderarse de la colonia, es como una rememoración del gran entusiasmo que
había desplegado durante su juventud en la defensa de la isla contra los
ingleses: indica qué medidas hay que adoptar, qué puntos conviene fortificar,
qué recursos le inspiraba su vieja experiencia marítima. No es de extrañar a
fin de cuentas que semejante escrito fuera considerado por el gobierno revolucionario
como prueba grande de culpabilidad; sin embargo, debemos lamentar que no se lo
relacionara con el siguiente texto, fechado en la misma época, que habría
evidenciado si valía la pena dar mayor importancia a los ensueños que a los sueños
del infortunado anciano.
MI SUEÑO DE LA NOCHE
DEL SABADO AL DOMINGO
VÍSPERAS DE SAN JUAN
1791
Llevaba
mucho rato en un caos sin darme cuenta, aunque un perrillo que vi correr por un
tejado, y saltar desde una viga cubierta de tejas a otra, hubiese debido hacérmelo
sospechar.
Entro
en un aposento; descubro a una joven señorita sola; se me antoja interiormente
que es pariente del conde de Dampierre; parece que me reconoce y me saluda. No
tardo en advertir que padece vértigos; da la impresión de estar conversando
amablemente con un objeto cercano; comprendo que sufre la visión de un
espíritu, y de repente, haciendo la señal de la cruz en la frente de la
señorita, le ordeno al espíritu que se revele.
Veo
una figura de catorce a quince años, nada fea, con expresión y actitud de
pilluelo; lo amarro, y protesta por lo que hago. Aparece otra mujer igualmente
obsesa; hago lo mismo con ella. Los dos espíritus, se despojan de sus efectos,
se me enfrentan y demostraban insolencia, cuando, de una puerta que se abre,
sale un hombre gordo y rechoncho, con ropa y perfil de carcelero: se saca del
bolsillo dos pequeñas esposas que parecen sujetar por sí solas las manos de los
dos cautivos que apresé. Los coloco bajo la potencia de Jesucristo. No sé qué
razón me induce a pasar por un momento de esa habitación a otra, pero regreso
en seguida para reclamar mis prisioneros; están sentados en un banco, en una
especie de alcoba; se levantan al verme venir, y seis personajes vestidos como
alguaciles de los pobres se los llevan. Salgo a continuación; una especie de
capellán caminaba a mi lado. Voy, decía, a casa del señor marqués fulano de
tal; es buen hombre; dedico mis horas libres a visitarlo. Creo que me decidía a
seguirle, cuando observo que mis dos zapatos van dentro de chancletas;
intentaba detenerme y apoyar los pies en algún sitio para quitarme ese calzado,
cuando me ataca un hombre gordo en medio de un gran patio atestado de gente; le
puse la mano en la frente y lo amarré en nombre de la Santísima Trinidad y en
el de Jesús, bajo cuya protección lo puse.
¡De
Jesucristo! gritó la muchedumbre que me rodeaba. Sí, dije, y os pongo a todos
igual después de haberos amarrado. No cesaban los murmullos sobre estas frases.
Llega
un carruaje similar a una galera; de la portezuela me llama un hombre por mi
nombre: Pero, señor Cazotte, habla usted de Jesucristo; ¿podemos caer bajo el poder
de Jesucristo? Entonces, tomé la palabra otra vez, y hablé extensamente de
Jesucristo y de su misericordia por los pecadores. ¡Qué suerte tenéis! añadí:
vais a cambiar de grilletes. ¡Grilletes! exclamó un hombre encerrado en el
carruaje, a cuyo pescante me había encaramado; ¿acaso no podían darnos un
momento de descanso?
Vamos,
dijo alguien, qué suerte tenéis, vais a cambiar de dueño, ¡y qué dueño! El
primer hombre que me había hablado decía: ya me parecía a mí.
Di
la espalda al carruaje y anduve por aquel patio de prodigiosa extensión; sólo
nos alumbraban las estrellas. Contemplé el cielo, tenía un azul pálido muy hermoso
y muy estrellado; mientras lo comparaba en mi memoria con otros cielos que
había visto en el caos, se vio turbado por una horrible tormenta; un trueno
espantoso le prendió fuego; el rombo cayó a unos cien metros de mí y se me
acercó rodando; de su interior salió un espíritu bajo la forma de un pájaro del
tamaño de un gallo blanco, y la forma del cuerpo más alargada, más bajo de patas,
no tan afilado el pico. Corrí hacia el ave haciendo señales de la cruz; y,
sintiéndome henchido de un vigor superior a lo común, vino a caer a mis pies.
Quise ponerle en la cabeza... Un hombre de la estatura del barón de Loi, tanto
y más apuesto por ser joven, vestido de gris y plata, me plantó cara, y dice
que no le pise. Se saca del bolsillo unas tijeras guardadas en un estuche
adornado con diamantes, dándome a entender que debía utilizarlas para cortarle
el cuello al animal. Cogí las tijeras cuando me despertó el cantar a coro de la
multitud que andaba por el caos: era un cántico lleno, sin concordancia, cuya
letra no rimada decía: Cantemos nuestra liberación afortunada.
Una
vez despierto, me eché a rezar; no obstante, desconfiado de ese sueño, como de
tantos otros que me inducen a sospechar que Satanás pretende llenarme de orgullo,
proseguí con mis oraciones a Dios por intercesión de la santísima Virgen, y sin
tregua alguna, a fin de que me revelara cuál era su voluntad sobre mí, y aun
así amarraré en la tierra lo que me parezca oportuno amarrar para la mayor
gloria de Dios y la necesidad de sus criaturas.
Sea
cual sea la opinión que puedan emitir las gentes de criterio sobre esa pintura
en exceso fiel de las alucinaciones del sueño, por incoherentes que sean
necesariamente las impresiones de semejante relato, hay en esa serie de
extrañas visiones algo terrible y misterioso. Asimismo, tampoco debemos
considerar ese afán por recoger un sueño en parte desprovisto de sentido, como
meras preocupaciones de un místico, que une a la acción del mundo exterior los
fenómenos del sueño. Nada en la masa de escritos que se conservan de esa época
de la vida de Cazotte indica un desfallecimiento cualquiera de sus facultades
intelectuales. Sus revelaciones, siempre marcadas por sus opiniones
monárquicas, tienden a presentar en todo lo que entonces pasa unas relaciones
con los vagos presagios del Apocalipsis. Es lo que la escuela de Swedenborg
llama la ciencia de las correspondencias. Vale la pena citar algunas frases de
la introducción:
«Me
proponía, al ofrecer ese cuadro fiel, dar una gran lección a esos miles de
individuos cuya pusilanimidad siempre duda, pues tendrían que hacer un esfuerzo
para creer. Se limitan a registrar en el círculo de la vida unos cuantos
instantes más o menos rápidos, parecidos a la esfera del reloj que ignora qué
resorte la lleva a indicar el espacio de las horas o el sistema planetario.
¿Qué
hombre, en medio de una dolorosa ansiedad, harto de interrogar a todos los
seres que viven o vegetan a su alrededor, sin poder encontrar uno solo que le
conteste de manera a proporcionarle, si no la felicidad, al menos el descanso,
no habrá alzado hacia la bóveda celeste sus ojos húmedos de lágrimas?
Parece
que entonces, la dulce esperanza surja para colmarle el inmenso espacio que
separa ese globo sublunar de la morada donde reposa sobre su base
inquebrantable el trono del Eterno. Ya no es sólo su vista la que distingue el
fulgor de esas luces que salpican el velo de azul, ese velo que abarca el
horizonte de uno a otro polo: ahora los fulgores celestes penetran en su alma;
el don del pensamiento pasa a ser el del genio. Llega a conversar con el propio
Eterno: parece que la naturaleza se calle para no turbar ese sublime coloquio.
Dios
revelando al hombre los secretos de suprema sabiduría y los misterios que
impone a la criatura con demasiada frecuencia ingrata, para obligarla a volver
a su seno paterno, ¡qué idea más majestuosa, más confortadora sobre todo! Pues
para el hombre verdaderamente sensible, un tierno afecto vale más que el mismo
impulso del genio; para él, los goces de la fama, los mismos del orgullo,
terminan siempre donde empiezan los dolores de lo que ama.»
La
jornada del 10 de agosto vino a poner fin a las ilusiones de los amigos de la
monarquía. El pueblo invadió las Tullerías, después de haber matado a los
guardias suizos y a gran cantidad de abnegados gentilhombres leales al Rey; uno
de los hijos de Cazotte luchaba entre estos últimos, el otro servía en los
ejércitos de la emigración. La gente escudriñaba los rincones en busca de
pruebas de la conspiración realista llamada de los caballeros de la daga; al apoderarse de los papeles de Laporte,
intendente del registro civil, descubrieron toda la correspondencia entre
Cazotte y su amigo Ponteau; al instante levantaron acusación en contra suya y
le detuvieron en su casa de Pierry.
«—¿Reconoce
usted estas cartas? le dijo el comisario de la Asamblea legislativa.
—Son
mías, en efecto.
—Y
yo las escribí al dictado de mi padre —gritó Élisabeth, su hija, celosa de
compartir sus riesgos y su prisión.
La
detuvieron junto a su padre, y ambos, conducidos a París en el coche de
Cazotte, quedaron encarcelados en la Abbaye desde los últimos días de agosto.
Por su parte, la señora Cazotte imploró en vano el favor de acompañar a su
marido y a su hija.
Reunidos
los infelices en esa cárcel aún gozaban de cierta libertad interior. Tenían
permiso para verse a determinadas horas, y en múltiples ocasiones la antigua capilla
donde se juntaban los presos reproducía el marco de aquellas brillantes
reuniones mundanas. Esas ilusiones reavivadas acarrearon imprudencias; unos
hacían discursos, otros cantaban, otras más se asomaban a las ventanas, y
algunos chismes populares acusaron a los presos del 10 de agosto de regocijarse
por los progresos del ejército del duque de Brunswick y de esperar su
liberación. La gente comenzó a quejarse de la lentitud del tribunal
extraordinario, creado a regañadientes por la Asamblea legislativa bajo
amenazas de la comuna; corría el rumor de un complot formado en las cárceles
para derribar las puertas cuando se acercaran extranjeros, esparcirse por la
ciudad y perpetrar una nueva noche de San Bartolomé de los republicanos.
La
noticia de la toma de Longwy y el eco prematuro de la de Verdún acabaron de exasperar
a las masas. Se proclamó la patria en peligro, y las secciones se reunieron en
el Champ de Mars. Sin embargo, bandas furiosas acudían a las cárceles y se
instalaban junto a los rastrillos de salida estableciendo una especie de
tribunal de sangre destinado a suplir al otro.
En
la Abbaye, estaban los presos reunidos en la capilla, entregados como de
costumbre a sus conversaciones, cuando el grito de los carceleros: «¡Que se
retiren las mujeres!» resonó inopinadamente. Tres cañonazos y un redoble de tambor
incrementaron el pánico, y cuando los hombres quedaron solos, dos sacerdotes,
de entre los presos, aparecieron en una tribuna de la capilla y anunciaron a
todos la suerte que les estaba reservada.
Un
fúnebre silencio reinó en aquella triste asamblea; diez hombres del pueblo,
precedidos por los carceleros, entraron en la capilla, alinearon a los presos
pegados a la pared, y los contaron hasta la suma de cincuenta y tres.
A
partir de ese momento, se les fue llamando por el nombre, de cuarto de hora en
cuarto de hora: ese período bastaba más o menos para los juicios del tribunal
improvisado junto a la entrada de la cárcel.
Algunos
se libraron, entre ellos el venerable abate Sicard; la mayoría caían heridos al
salir del rastrillo a manos de fanáticos asesinos que habían aceptado esa
triste tarea. Alrededor de la medianoche, pronunciaron el nombre de Jacques
Cazotte.
El
anciano se presentó con firmeza ante el sanguinario tribunal, compuesto en una
salita contigua al rastrillo y presidido por el terrible Maillard. En ese
instante, algunos iracundos pidieron que también comparecieran las mujeres, y
en efecto se mandó que bajaran a la capilla una tras otra; sin embargo los
miembros del tribunal rechazaron ese horrible designio y Maillard, tras ordenar
al carcelero Lavaquerie que las devolviera arriba, hojeó el registro de la
cárcel y llamó a Cazotte en voz alta. Al oírlo, la hija del preso, que subía
con las demás mujeres, se precipitó escaleras abajo y cruzó la muchedumbre en
el momento en que Maillard dictaba la terrible sentencia: ¡A la Fuerza! que
quería decir: ¡A muerte!
Se
abría la puerta exterior, el patio circundado por largos claustros, donde se
seguía degollando, estaba lleno de gente y resonaba aún el grito de los
moribundos; la valerosa Élisabeth se arrojó contra los dos asesinos que ya sujetaban
a su padre, y que se llamaban, al parecer, Michel y Sauvage, y les pidió, a
ellos y al pueblo, el indulto de su padre.
Su
inesperada aparición, sus conmovedoras palabras, la edad del condenado, casi octogenario,
y cuyo crimen político no era fácil de definir ni de comprobar, el efecto
sublime de esas dos nobles figuras, imagen conmovedora del heroísmo filial,
emocionaron los generosos instintos de una parte de la multitud. Surgieron
muchos gritos pidiendo gracia. Maillard seguía dudando. Michel llenó un vaso de
vino y le dijo a Élisabeth:
—¡Escucha,
ciudadana, para demostrarle al ciudadano Maillard que no eres una aristócrata,
bébete esto a la salud de la nación y por el triunfo de la república!
La
valerosa joven bebió sin vacilar; los marselleses le abrieron paso y la
muchedumbre entre aplausos se apartó para que pasaran el padre y la hija;
fueron escoltados hasta su casa.
Hay
quien ha buscado en el sueño de Cazotte anteriormente citado y en la afortunada
liberación cantada por la multitud ante el desenlace de la escena, algunas
vagas relaciones de lugares y detalles con la escena que acabamos de describir;
señalarlas resultaría pueril; un presentimiento más evidente le revelaba que la
hermosa abnegación de su hija no podía sustraerlo a su destino.
Al
día siguiente de su vuelta a casa llevado en triunfo por el pueblo, varios de
sus amigos acudieron a felicitarle. Uno de ellos, el señor de Saint-Charles, le
dijo al abordarle:
—¡Te
has salvado!
—No
por mucho tiempo —contestó Cazotte sonriendo con tristeza—... Un momento antes
de que llegaras, he tenido una visión. Me pareció ver a un guardia que venía a
buscarme de parte de Pétion; no me quedaba más remedio que seguirle; comparecía
delante del alcalde de París, que mandaba que me llevaran a la Conciergerie y
de ahí al tribunal revolucionario. Ha sonado mi hora.
El
señor de Saint-Charles se despidió, convencido de que la razón de Cazotte se
resentía de las terribles pruebas que había padecido. Un abogado, llamado
Julien, le ofreció a Cazotte su casa como asilo y los medios de escapar a las
pesquisas; pero el anciano había resuelto negarse a combatir el destino. El 11
de septiembre, vio entrar en su casa al hombre de su visión, un gendarme con
una orden firmada por Pétion, Paris y Sergent; le condujeron al ayuntamiento y
de allí a la Conciergerie, donde no pudieron verle sus amigos. Élisabeth, a
fuerza de ruegos, obtuvo el permiso de servir a su padre y se quedó en la
cárcel hasta el último día. Sin embargo, sus esfuerzos por influir en los
jueces no alcanzaron el mismo éxito que con el pueblo, y Cazotte, de acuerdo
con las conclusiones del fiscal Fouquier-Tinville, fue condenado a muerte tras
veintisiete horas de interrogatorio.
Antes
de dictar sentencia, se mandó encerrar a su hija pues se temían sus últimos
esfuerzos y su influencia en el auditorio; la defensa a cargo del ciudadano
Julienne hizo sentir en vano todo lo que de sagrado tenía esa víctima escapada
a la justicia del pueblo; el tribunal parecía obedecer a una convicción
inquebrantable.
La
circunstancia más extraña del proceso fue el discurso del presidente Lavau,
ex-miembro, al igual que Cazotte, de la sociedad de Iluminados:
—¡Endeble
juguete de la vejez! —dijo— ¡Tú, que no tuviste corazón lo bastante grande para
sentir el precio de una libertad santa, pero que has demostrado, por tu
seguridad en los debates, que sabías sacrificar hasta tu existencia en aras de
tu opinión, escucha las últimas palabras de tus jueces! ¡Ojalá derramen en tu
alma el precioso bálsamo de las consolaciones! ¡Ojalá, determinándote a
lamentar la suerte de quienes te acaban de condenar, te inspiren ese estoicismo
que debe presidir tus últimos instantes y te penetre del respeto que la ley nos
impone a nosotros mismos...! Tus pares te han escuchado, tus pares te han
condenado; pero al menos, su juicio fue puro como su conciencia; al menos,
ningún interés personal enturbió su decisión. Anda, recobra tu valor, reúne tus
fuerzas; enfréntate sin temor a la muerte; piensa que no tiene derecho a asombrarte:
no es instante que deba asustar a un hombre como tú. Pero, antes de separarte
de la vida, contempla la actitud arrogante de Francia, en cuyo seno no temías
llamar al enemigo a grandes voces; observa cómo tu antigua patria se opone a
los ataques de sus detractores viles con un valor proporcional a la cobardía
que tú le imputabas. Si la ley hubiese podido prever que se vería obligada a
dictar sentencia contra un culpable de tu especie, por consideración a tu edad
vetusta, no te hubiera impuesto una pena distinta; pero tranquilízate: si es
severa cuando persigue, cuando dicta sentencia, no tarda la espada en caer de
sus manos; la ley gime por la misma pérdida de quienes pretendían desgarrarla.
Mira cómo derrama sus lágrimas sobre esos blancos cabellos que creyó en la
necesidad de respetar hasta el momento de tu condena; ¡ojalá ese espectáculo te
suscite el arrepentimiento; ojalá te impulse, anciano infeliz, a aprovechar el
momento que aún te separa de la muerte, para borrar hasta el menor rastro de
tus complots, mediante un justo sentimiento de pesar! Quiero decir algo más:
fuiste hombre, cristiano, filósofo, iniciado,
aprende a morir como hombre, aprende a morir como cristiano; es todo lo que tu
país aún puede esperar de ti.
Este
discurso, cuyo fondo inusitado y misterioso, llenó de estupor a la asamblea, no
causó ninguna impresión en Cazotte, quien, durante el párrafo en que el
presidente intentó recurrir a la persuasión, alzó los ojos al cielo e hizo un
signo de fe inquebrantable en sus convicciones. Luego dijo a los que le
rodeaban que sabía que merecía la muerte; que la ley era severa, pero que la
encontraba justa. Cuando le cortaron el pelo, recomendó que se lo dejaran lo
más corto posible, y encargó a su confesor que lo entregara a su hija, recluida
aún en una de las celdas de la cárcel.
Antes
de marchar al suplicio, escribió unas palabras a su mujer y a sus hijos; luego,
subido ya al patíbulo, exclamó con voz muy alta: «Muero como he vivido, fiel a
Dios y a mi Rey.» La ejecución tuvo lugar el 25 de septiembre, a las siete de
la tarde, en la place du Carrousel.
Élisabeth
Cazotte, autorizada por su padre desde hacía tiempo a mantener relaciones con
el caballero de Plas, oficial del regimiento de Poitou, se casó, ocho años después,
con este joven, que había seguido el partido de la emigración. El destino de
esta heroína no sería más afortunado que antes: pereció de una cesárea al dar a
luz a un niño y gritando que la cortaran en pedazos si hacía falta para
salvarlo. El niño sólo vivió unos instantes. Aún quedan sin embargo varias
personas de la familia de Cazotte. Su hijo Scévole, escapado como por milagro
de las matanzas del 10 de agosto, vive en París y conserva piadosamente la
tradición de las creencias y de las virtudes paternas.
Título original: « Jacques
Cazotte », 1845. Traducción de Josep Elías.
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