Hacia
mil novecientos treinta y tantos yo era auxiliar primero de una casi secreta
biblioteca en los arrabales del oeste. Me encargaron la adquisición de libros
ingleses, que sólo yo leería. Al hojearlos recobré con asombro una tarde de mi
niñez: la tarde en que leí, en otro arrabal, el Vathek de Beckford (1760-1844). Esencialmente la fábula de Vathek no es compleja. Vathek (Harún
Benalmotásim Vatiq Bilá, noveno califa abbasida) erige una torre babilónica
para descifrar los planetas. Estos le auguran una sucesión de prodigios, cuyo
instrumento será un hombre sin par, que vendrá de una tierra desconocida. Un
mercader llega a la capital del imperio: su cara es tan atroz que los guardias
que lo conducen ante el califa avanzan con los ojos cerrados. El mercader vende
una cimitarra al califa; luego desaparece. Grabados en la hoja hay misteriosos
caracteres cambiantes que burlan la curiosidad de Vathek. Un hombre (que luego
desaparece también) los descifra; un día significan: Soy la menor maravilla de una región donde todo es maravilloso y digno
del mayor príncipe de la tierra; otro: Ay
de quien temerariamente aspira a saber lo que debería ignorar. El califa se
entrega a las artes mágicas; la voz del mercader, en la oscuridad, le propone
abjurar la fe musulmana y adorar los poderes de las tinieblas. Si lo hace, le
será franqueado el Alcázar del Fuego Subterráneo. Bajo sus bóvedas podrá
contemplar los tesoros que los astros le prometieron, los talismanes que
sojuzgan el mundo, las diademas de los sultanes preadamitas y de Suleimán
Bendaúd. El ávido califa se rinde; el mercader le exige cincuenta sacrificios
humanos. Transcurren muchos años sangrientos; Vathek, negra de abominaciones el
alma, llega a una montaña desierta. La tierra se abre; con terror y con
esperanza, Vathek baja hasta el fondo del mundo. Una silenciosa y pálida
muchedumbre de personas que no se miran erra por las soberbias galerías de un
palacio infinito. No le ha mentido el mercader: el Alcázar del Fuego
Subterráneo abunda en esplendores y en talismanes, pero también es el Infierno.
(En la congénere historia del doctor Fausto, y en las muchas leyendas
medievales que la prefiguraron, el Infierno es el castigo del pecador que pacta
con los dioses del Mal; en ésta es el castigo y la tentación.)
Saintsbury
y Andrew Lang declaran o sugieren que la invención del Alcázar del Fuego
Subterráneo es la mayor gloria de Beckford. Yo afirmo que se trata del primer
Infierno realmente atroz de la literatura. Arriesgo esta paradoja: el más ilustre
de los avernos literarios, el dolente
regno de la Comedia, no es un
lugar atroz; es un lugar en el que ocurren hechos atroces. La distinción es
válida.
Stevenson
(A Chapter on Dreams) refiere que en
los sueños de la niñez lo perseguía un matiz abominable del color pardo;
Chesterton (The Man who was Thursday)
imagina que en los confines occidentales del mundo acaso existe un árbol que ya
es más, y menos, que un árbol, y en los confines orientales, algo, una torre,
cuya sola arquitectura es malvada. Poe, en el Manuscrito encontrado en una botella, habla de un mar austral donde
crece el volumen de la nave como el cuerpo viviente del marinero; Melville
dedica muchas páginas de Moby Dick a
dilucidar el horror de la blancura insoportable de la ballena... He prodigado
ejemplos; quizá hubiera bastado observar que el Infierno dantesco magnifica la
noción de una cárcel; el de Beckford, los túneles de una pesadilla. La Divina Comedia es el libro más
justificable y más firme de todas las literaturas: Vathek es una mera curiosidad, the
perfume and suppliance of a minute; creo, sin embargo, que Vathek pronostica, siquiera de un modo
rudimentario, los satánicos esplendores de Thomas de Quincey y de Poe, de
Charles Baudelaire y de Huysmans. Hay un intraducible epíteto del dialecto
escocés, el epíteto uncanny, para
denotar el horror sobrenatural; ese epiteto (unheimlich en alemán) es aplicable a ciertas páginas de Vathek; que yo recuerde, a ningún otro
libro anterior.
Chapman
indica algunos libros que influyeron en Beckford: la Bibliothéque Orientale, de Barthélemy d’Herbelot; los Quatre Facardins, de Hamilton; La Princesa de Babylone, de Voltaire;
las siempre denigradas y admirables Mille
et une Nuits, de Galland. Yo complementaría esa lista con las Carceri d’invenzione, de Piranesi;
aguafuertes alabadas por Beckford, que representan poderosos palacios, que son
también laberintos inextricables. Beckford, en el primer capítulo de Vathek, enumera cinco palacios dedicados
a los cinco sentidos; Marino, en el Adone,
ya había descrito cinco jardines análogos. Del Marino siempre recuerdo aquella
metáfora del ruiseñor: sirena dei boschi.
Sólo
tres días y dos noches del invierno de 1782 requirió William Beckford para
redactar la trágica historia del califa. Lo hizo en francés. Según un dato
registrado por mi compatriota, el crítico y poeta Enrique Luis Revol, Vathek fue el libro de cabecera de
Byron. Beckford encarnó un tipo suficientemente trivial de playboy millonario,
gran señor, viajero, bibliófilo, libertino y constructor de palacios. Levantó
una azarosa mansión en Fonthill; de la cual, quizá afortunadamente para el buen
gusto, no queda piedra sobre piedra.
Prólogo a Vathek, (Colección La Biblioteca de
Babel).
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