A
los frutos de aquel árbol vedado,
cuyo
sabor letal trajo a este mundo
la
muerte junto a todos nuestros males,
por
perder el Edén el primer hombre
que
desobedeció, mientras no vino
otro
mucho mayor a redimirnos,
recobrando
también la feliz sede,
canta
Musa celeste, que en las cimas
de
Horeb o Sinaí, tan escondidas,
inspiraste
al pastor, que fue el primero
en
enseñar al pueblo ya escogido
cómo
del Caos salieron Cielo y Tierra:
o
si el monte de Sión más te complace
y
es Siloé la fuente de tu gusto,
tan
cerca del oráculo divino,
ayuda
desde allí a mi osado canto,
pues
se pretende alzar en sumo vuelo
sobre
el monte de Aonia por contaros
lo
que nunca narróse en prosa o verso.
Y,
sobre todo, Espíritu grandioso,
que
un corazón correcto y siempre puro
prefieres
al altar y a grandes templos,
ven
a darme instrucción, puesto que sabes;
tú,
que existías ya desde el principio
y
con alas extensas de paloma,
cubriendo
aquel abismo interminable,
lo
incubaste tornándolo fecundo:
prorrumpe
con tu luz en mis tinieblas,
alza
y sostén mi enorme abatimiento,
para
que bajo el sol de esta gran trama,
defendiendo
a la Eterna Providencia,
los
caminos de Dios muestre a los hombres.
Puesto
que a tu mirar no escapa el Cielo
ni
la sima infernal, oscura y honda,
dinos,
en conclusión, ¿por qué motivo
nuestros
padres a Dios abandonaron
y,
llevando una vida afortunada,
quebrantaron
su solo mandamiento,
pese
a tener su ayuda y siendo reyes
de
las demás criaturas de la Tierra?
¿Quién
les indujo, en fin, a rebelarse?
Fue
la infernal Serpiente, corroída
por
la sed de venganza y por los celos,
quien
engañó a la madre de los hombres;
su
orgullo, tiempo atrás, la echó del Cielo,
en
unión de sus ángeles rebeldes,
con
cuya ayuda urdía situarse
por
encima de todos sus iguales.
Creyendo,
así, llegar hasta el Más Alto,
si
se enfrentaba a él, provocó al punto
una
guerra sacrílega en el Cielo,
contraria
a la divina monarquía,
con
inútil tesón y lucha altiva.
Mas
quien todo lo puede, de cabeza
a
Satán arrojó, cual llamarada,
ardiendo
con horror en su caída
desde
el etéreo Cielo a la insondable
y
oscura perdición, entre cadenas
y
al tormento del fuego castigado
por
alzar contra Dios sus armas todas.
Nueve
veces el tiempo con que miden
sus
noches y sus días los mortales,
vencido
sucumbió con su horda horrible
y
en el ardiente abismo revolcóse,
pasmado,
aunque inmortal. Pero el destino
un
encono mayor le reservaba,
pues
hubo de sufrir nuevas torturas:
la
dicha temporal y el daño eterno.
Comienza
a dirigir hacia los lados
la
mirada funesta que trasluce
su
fracaso y dolor insoportables,
mezclados
con soberbia empecinada
y
un odio sin saciar. Mas al instante
sus
angélicos ojos fueron viendo
aquel
breve cubil tan deprimente,
espantoso
y estéril, cuyas brasas
ardían
por doquier, como en un horno,
llameando
sin luz, entre tinieblas
que
no dejaban ver más que una escena
siniestra
e infeliz, tristes regiones
dolientes
de terror, ensombrecidas,
donde
no puede haber paz ni descanso,
y
donde ni siquiera la esperanza,
que
a todos lados llega, tiene acceso,
mas
sí el hondo penar eternamente,
y
un diluvio de fuego alimentado
por
un azufre ardiente incombustible.
Así
era el sitio cruel, espeluznante,
que
ya el Eterno Juez dispuesto había
para
aquellos rebeldes, de este modo
era
su cárcel gris como ninguna,
ubicada
en el punto más lejano
de
Dios y de la luz que alumbra al Cielo,
tres
veces la distancia que hay del centro
del
universo al polo más remoto.
¡Qué
distinto lugar del que cayeron!
Pronto
ha de descubrir a sus secuaces,
agobiados
por olas, torbellinos
y
un chaparrón de fuego, y a su lado,
retorciéndose,
encuentra a un compañero,
con
su mismo poder y mismo crimen,
mucho
después famoso en Palestina,
llamado
Belcebú. A él dirigióse
aquel
Archienemigo al que en los Cielos
por
Satán conocían, y, rompiendo
el
silencio total, dijo atrevido:
«¡Pero
si eres aquél! ¡Qué diferente
pareces
de aquel ángel que, en el reino
luminoso
y feliz, acompañado
de
un brillo trascendente, oscurecías
a
millares de seres deslumbrantes!
¡Si
eres aquel que, en alianza mutua,
unidos
por un plan, por ideales,
por
idéntico azar y una esperanza,
a
la gloriosa empresa te sumaste
junto
a mí aquella vez! Ahora nos une,
en
hado similar, el infortunio:
ya
ves desde qué altura y en qué sima
tan
profunda nos hemos sumergido,
así
mostró la fuerza de su rayo;
mas
¿quién hasta ese instante conocía
el
horrible poder del arma aquella?
Pero
no ha de importar; pese a los males
que
me pueda infligir quien me ha vencido,
yo
nunca he de cambiar ni arrepentirme,
aunque
ya no reluzca mi figura,
renunciando
al desdén, tesón y orgullo,
sensible
a las ofensas y a la injuria,
que
a plantar cara a Dios me condujeron,
llevando
tras de mí al atroz combate
a
un batallón de Espíritus enorme,
que
el reino celestial menospreciaron,
prefiriéndome
a él y combatiendo,
con
adverso poder el poder sumo
en
indecisa lid por las llanuras
del
Cielo, hasta mover su regio trono.
¿Qué
importa fracasar en la batalla?
No
todo se perdió si mantenemos
esta
sed de venganza y este empuje,
el
odio sin final y esta entereza
que
no se ha de rendir ni someterse.
¿Quién
puede proclamar que me ha vencido?
Nunca
me ha de impedir gozar mi gloria
su
potente furor. Perdón pedirle,
divinizar,
después, aquella fuerza
que
el terror de mi brazo ha puesto en duda,
una
bajeza vil reportaría
más
vergonzosa aún que este descenso.
Como
quiso el destino que la fuerza
y
la sustancia empírea de los dioses
no
perezcan jamás, y, valorando
la
experiencia adquirida, igual armados,
con
mayor precisión y fundamento
podemos
combatir, con fuerza o fraude,
en
una guerra eterna y sin tratados,
a
ese enemigo grande que ahora triunfa
y
con sumo placer gobierna solo
como
tirano eterno de los Cielos».
El
angélico apóstata esto dijo,
mas
con sumo dolor; muy jactancioso,
pero
sumido en gran desesperanza.
Y
pronto replicó su audaz amigo:
«Príncipe
y capitán de muchos Tronos,
que
a la guerra llevaste a Serafines,
haciendo
peligrar, en gran hazaña,
sin
terror, a tu mando, al Rey celeste,
poniendo
a prueba, así, la primacía
que
la fuerza, la suerte o el destino
le
dieran una vez. Veo y lamento
la
pérdida del Cielo con la triste
derrota
y la caída vergonzosa;
por
lo que estas legiones esforzadas,
con
atroz destrucción, cubren el suelo,
si
es que pueden morir, en cierto modo,
estos
dioses y seres celestiales:
no
se vence al espíritu y la mente,
pues
su vigor muy pronto recuperan,
por
más que, extintos ya toda la gloria
y
el estado feliz, nos sumerjamos
en
miseria tan cruel y sempiterna.
Pero
¿y si el vencedor (a quien ahora
considero
por fuerza omnipotente,
pues
nadie igual hubiese conseguido
nuestras
fuerzas romper) nos ha dejado
intactos
el vigor y el sentimiento
para,
así, percibir nuestros dolores
y
serenar sus ansias vengativas
o
servicios prestarle como esclavos,
cual
bélico derecho; por ejemplo,
del
centro del infierno fogoneros
o
haciéndole recados en las sombras?
¿De
qué puede servir el que sintamos
que
nuestro gran vigor no ha decaído
o
que somos eternos si, a la postre,
tenemos
que sufrir eternas penas?»
A
lo cual respondió el Archidiablo:
«Caído
querubín, es gran desgracia
actuar
o sufrir siendo tan débil;
hacer
el bien no fue nuestro negocio,
pues
sólo haciendo el mal somos felices,
lo
que no es de extrañar por ser lo opuesto
a
aquella voluntad que combatimos,
pues,
si ha de obtener bien su providencia
partiendo
de ese mal, es comprensible
que
sea nuestra labor procurar siempre
que
no se cumpla el fin, hallando el modo
de
que, perverso el bien, en mal acabe;
llegándole
a ofender, si no me engaño,
al
poder desviar su plan secreto
del
blanco que buscó. ¡Pero repara!
Arriba
el vencedor, junto a las puertas,
ha
vuelto a convocar a los ministros
que
promueven su acoso y su venganza:
el
granizo de azufre que, lanzado
cual
lluvia y tempestad sobre nosotros,
remansó
el ígneo mar donde bajamos
en
picado al caer desde los cielos,
y
el trueno con sus rayos de alas rojas
a
causa del furor y de sus iras,
que
ha gastado quizás ya sus venablos,
puesto
que el retumbar de sus rugidos
no
se deja sentir en el abismo.
No
puede la ocasión desestimarse,
si
el desdén o la furia amortiguada
del
tremendo rival nos la ha brindado.
¿Ves
allí en soledad esa llanura,
ese
páramo agreste y desolado,
cuya
sombras la luz de aquellos fuegos
de
reflejo tan pálido iluminan?
Vayámonos
allí y abandonemos
este
encrespado mar de ardientes olas;
podremos
descansar, si es que el reposo
tiene
cabida aún en este sitio;
y,
después de reunir a nuestras huestes,
habremos
de pensar de que manera
ofendemos
mejor al Enemigo,
reparamos
también nuestros despojos
y
vencemos al mal, examinando
qué
refuerzos nos presta la esperanza
o
qué ventaja habrá si la perdemos».
Así
dijo Satán al compañero
emergente
de en medio de las olas
con
sus ojos brillantes cual tizones
mientras
todo su cuerpo musculoso,
robusto
y colosal sobresalía
muchos
codos aún en la laguna,
idéntico
a los míticos titanes,
los
hijos monstruosos de la Tierra,
que
combatir a Júpiter quisieron,
Briareo
o Tifón, los que habitaban
en
una cueva atroz, cercana a Tarso.
También
a Leviatán se parecía,
acuático
animal, el más enorme
de
cuantos Dios creó surcando el agua;
a
ese monstruo que duerme muchas veces
en
el movido mar, junto a Noruega,
el
piloto infeliz de una barcaza,
en
plena oscuridad, por isla toma;
y
los marinos cuentan que, a menudo,
en
su espina dorsal el ancla clavan
y
atracan junto a él, a sotavento,
mientras
reina en el mar la negra noche
y
el esperado albor su luz demora.
En
su extensión total tendido, entonces
el
Archidiablo aquel, entre cadenas,
en
la laguna ardiente se encontraba
y
no se hubiera nunca levantado
si
el querer y la venia de quien rige
el
reino celestial no le consiente
perseguir
sus proyectos más oscuros.
Reincidiendo
en su error, porque buscaba
el
mal de los demás, sólo atraía
la
maldición de Dios, viendo con furia
que
su maldad servía únicamente
para
otorgar al hombre que él sedujo
regalos
y perdón, a manos llenas,
recibiendo,
a su vez, por el contrario,
tan
sólo confusión, ira y venganza.
Se
endereza de pronto. Su estatura,
cual
gigante titán, saca del lago,
poniéndose
a segar con ambas manos
la
aguda extremidad de aquellas llamas,
que
se apartan cual olas, descubriendo
un
valle aterrador en el vacío.
Abre
después las alas y alza el vuelo
por
el aire en tinieblas sostenido,
que
un peso nada usual experimenta,
hasta
que al fin desciende en tierra seca,
si
así cabe llamar a la que ardía
con
un sólido fuego, frente al agua
que
con líquidas llamas se abrasaba.
Por
su aspecto al surgir, se parecía
en
fuerza al subterráneo torbellino
que
formó el promontorio del Peloro
o
al Etna cuando brama por sus grietas,
debido
a sus entrañas combustibles,
que
conciben un fuego condensado
con
furia mineral que lanza al cielo,
y
en vendaval lo esparce generando
una
humareda densa y corrompida
que
llega a socarrar la zona entera.
Así
era el suelo aquel donde posara
los
maldecidos pies. Su compañero
seguíale;
los dos iban ufanos
de
haber salido ilesos, como dioses,
de
las aguas de Estigia por sí mismos,
sin
la ayuda de Dios omnipotente.
«¿Es
ésta la región, la tierra, el clima,
dijo
el antes Arcángel, el terreno
que
debemos cambiar por nuestro Cielo,
este
triste negror por toda aquella
radiante
claridad? ¡Muy bien, pues sea!,
ya
puede disponer el soberano,
que
ahora quiere reinar, lo que le plazca:
más
nos vale alejarnos del alcance
de
aquel que, en parangón, nos es parejo,
pero
a la fuerza en Rey se ha convertido,
por
encima de todos sus iguales.
¡Adiós,
campo feliz en donde habita
el
eterno placer! ¡Salud, horrores;
salve, mundo infernal! ¡Profundo averno,
a
tu nuevo señor presta acogida;
ni
el tiempo ni el lugar conseguir pueden
la
mente trastocar, ya que ésta lleva
en
sí su habitación y hasta podría
en
Cielo convertir el propio infierno
o
en infierno cambiar el mismo Cielo!
¡No
importa dónde esté ni lo que sea,
si
sigo siendo igual, el mismo en todo,
apenas
inferior a quien el rayo
le
hizo ser superior! En este sitio
tendremos
libertad, pues es seguro
que
nadie nos va a echar: no se ha creado
para
envidiar después a quien lo habite.
Podemos,
pues, reinar en él tranquilos;
y,
en mi opinión, reinar es siempre bueno:
reinar
en el infierno es más valioso
que
en el Cielo servir. Y a nuestros socios
que
duermen su estupor en este lago,
¿les
vamos a dejar si ya han perdido
lo
mismo que nosotros, sin llamarles
a
compartir mansión tan desdichada
o
a sumar su poder a nuestras fuerzas,
intentando
ganar allá en el Cielo
lo
que quepa obtener o del infierno
lo
que pueda perderse todavía?»
Así
dijo Satán y contestóle
a
su vez Belcebú: «Capitán fuiste
del
ejército aquel tan victorioso
al
que sólo venció el Omnipotente.
Cuando
tu voz escuchen esas tropas,
cual
promesa segura de esperanza,
en
medio del terror y del peligro,
en
momentos peores atendida,
al
filo de una lid más esforzada,
que
siempre al atacar sonaba fiera,
cuando
vuelvan a oírla esas legiones,
recobrarán
su espíritu al momento,
pese
a que giman viles y postradas
en
el lago de fuego donde ha poco
yacíamos
también estupefactos.
¡No
es de extrañar después de tal caída!»
Cuando
cesó de hablar, ya el sumo Diablo
se
acercaba a la orilla, con su escudo
colgado
de la espalda, poderoso,
de
etéreo temple y gran circunferencia
que
detrás de sus hombros parecía
el
círculo lunar que tanto observa
de
noche con sus ópticos cristales,
en
la cumbre de Fiésole o en Valdarno
el
astrónomo aquel de la Toscana,
queriendo
percibir entre sus manchas
nuevas
tierras con ríos y colinas.
Su
lanza colosal (a cuyo lado
el
pino que talaran los noruegos
de
tamaño mayor en sus montañas
para
servir de mástil a un navío
pudiera
parecer pequeña rama)
usaba
de bastón para ayudarse
en
su inseguro andar por roca ardiente.
¡Qué
distintos sus pasos en el Cielo!
El
intenso calor de aquel paraje,
debajo
de la bóveda de fuego,
lo
abruma al caminar; él lo soporta,
llegando
al litoral de aquellas aguas
que
el ardor inflamó. Llama a sus tropas,
que
dispersas yacían en montones,
como
la hoja otoñal que en Vallombrosa
recubre
en multitud los arroyuelos,
donde
levantan arcos de follaje
las
etruscas umbrías; o cual juncos
esparcidos
también sobre las aguas,
cuando
Orión, armado con sus vientos,
del
mar Rojo azotó las dos riberas
abatiendo
sus olas a Busiris
y
de Menfis a todos sus jinetes,
que
con odio mortal no daban tregua
a
aquellos que en Gesén antes moraban,
los
cuales, en la orilla, ya salvados,
observaron
cadáveres de bestias
y
ruedas de los carros arrastrados
por
el movido mar, del mismo modo,
dispersadas
y abyectas, las legiones
llegaban
a cubrir esa laguna
temblando
de terror por su cruel cambio.
Tan
alto habló Satán que retumbaron
de
la sima infernal las cavidades.
«Potestades
y príncipes, guerreros,
flor
y nata del Cielo que fue vuestro
y
que luego perdisteis, ¿es posible
que
el sufrido estupor pueda hacer daño
a
Espíritus Eternos? ¿O elegisteis,
a
causa de la lid y del cansancio,
este
horrible lugar como reposo
de
un rendido valor o como lecho
donde
dormir los ocios cual si fuese
un
valle celestial? ¿O es que jurasteis
en
postura tan vil al que os ganara
prestar
adoración, mientras observa
a
quien fue Serafín o incluso Arcángel
rodando
en ese mar entre el desorden
de
banderas y de armas, aguardando
que
atisben en las puertas de los Cielos
la
ventaja sus rápidos secuaces
y
bajen a pisar a los postrados
o
a clavarles con haces de sus rayos
al
fondo del abismo? ¡Despertaos,
poneos
ya de pie o eternamente
sumergidos
quedad en esas aguas!»
Echaron
a volar al escucharle,
humillados
igual que centinelas
que
encuentra su oficial en pleno sueño
y
se tienen que alzar semidormidos.
No
quiere esto decir que no apreciaran
su
tragedia final o no sintiesen
el
terrible dolor de su tormento.
Mas
al oír la voz de su caudillo,
la
enorme multitud comenzó a alzarse.
Como
el hijo de Amram cuando elevara
su
potente bastón junto a la orilla,
en
jornada funesta para Egipto
y
para el faraón, malo e impío,
pues
despertó a una plaga de langostas
que,
impulsadas por vientos de Levante,
la
comarca del Nilo ensombrecieron.
Los
ángeles del mal eran iguales
cuando
en gran multitud atravesaban
la
bóveda infernal en raudo vuelo,
cruzándose
con miles de pavesas,
por
encima y debajo, y por los lados,
hasta
que el gran Sultán marcó el camino,
y,
al elevar su lanza gigantesca,
posáronse,
por fin, en equilibrio
sobre
el firme de azufre que humeaba.
Por
entero llenóse la planicie.
Nunca
salió una masa tan nutrida
de
la región del norte populoso
cuando
sus hijos bárbaros partieron,
el
Danubio o el Rin atravesando,
en
dirección al sur, como un diluvio,
dejando
Gibraltar a sus espaldas,
para
ocupar los libios arenales.
Los
caudillos y jefes de las tropas
juntáronse
en el punto donde estaba
su
bravo capitán, enardecidos:
sobrehumana
altitud, divinas tallas,
potestades
y príncipes otrora
que
en tronos celestiales se sentaban;
no
queda ya el recuerdo de sus nombres
en
las actas del Cielo de los fieles,
porque
fueron tachados y raspados
por
rebeldes del libro de la vida.
Anónimos
aún para los hombres,
a
los cuales tentaron con embustes,
tolerándolo
Dios, a una gran parte
de
los seres humanos convencieron
para
que a su Creador abandonaran
y
cambiasen sus glorias invisibles
por
cuerpo de animal al que adoraron
tras
recubrir con pompas y con oro.
A
demonios también reverenciaron
como
si fuera a Dios; nombres distintos
permitieron
después a los paganos
diferenciar
los ídolos que honraron.
Dime,
Musa, sus nombres, conocidos
allá
en la antigüedad, según el orden
por
el que cada cual fue despertando
en
su lecho infernal, lleno de fuego,
del
gran emperador a la llamada.
Alzáronse
en respuesta y, de uno en uno,
de
acuerdo a su valía, iban llegando
al
litoral aquel en donde estaba
de
la gran multitud muy distanciado.
Éstos
eran los líderes que, errantes,
salieron
de la sima del infierno
para
buscar sus presas por la Tierra.
Osaron
situar, luego, su trono
junto
al trono de Dios y sus altares
al
lado de los suyos; de este modo,
lograron
ser también reverenciados
alrededor
de toda la comarca,
atreviéndose
incluso a morar luego
donde
Jehová tonante residía:
en
el templo de Sión, junto a sus ángeles,
y
hasta en su mismo altar muy a menudo
su
maldito sitial establecieron;
el
solemne ritual y sacras fiestas
con
sus obras blasfemas profanaban,
ultrajando
su luz con sus tinieblas.
Delante
iba Moloc, príncipe horrible,
con
la sangre de humanos sacrificios
y
lágrimas de padres salpicado,
aunque
el son de timbales y tambores
sofocaba
los gritos de los niños
arrojados
al fuego como ofrenda
del
ídolo execrable al que adoraron
en
Rabá y en sus húmedas llanuras,
en
Argab y en Basán, los amonitas,
hasta
el Arnón de curso tan lejano.
No
satisfecho aún con situarse
vecino
del Señor, con sus mentiras
persuadió
a Salomón a que le alzara
frente
al templo de Dios un templo nuevo
en
el otero aquel ignominioso,
y
le diera, además, cual bosque sacro,
del
Hinón la llanura más verdosa,
que
llamóse Tofet desde ese tiempo
y
(símbolo infernal) negra Gehena.
Camós
iba tras él, el más obsceno,
del
moabita terror cuando habitaba
a
Nebo desde Aroar y, más abajo,
al
salvaje Abarím y a las ciudades;
de
Joronaim y Hesbón, de Seón el reino,
pasadas
de Elealé y Sibma las viñas,
hasta
llegar al lago del Asfalto:
Péor
por otro nombre, cuando en Setim
tentó
a los israelitas junto al Nilo
y
éstos culto procaz le tributaron
que
hubieron de pagar con grandes penas.
De
allí extendió su orgiástica lascivia
hasta
el otero aquel ignominioso
y
al bosque de Moloc, el homicida,
los
odios añadiendo a la lujuria,
hasta
que el buen Josías al infierno
los
arrojó por fin. Iban con ellos
aquellos
que del Éufrates antiguo,
hasta
el curso limítrofe del río
que
divide por dos Siria y Egipto,
de
Astarót y Baalim llevan los nombres,
plurales
femenino y masculino,
pues
es dado a un Espíritu, si quiere,
asumir
los dos sexos o cambiarlo:
tan
tenue y simple es su esencia pura,
al
no apoyarse, igual que nuestra carne,
en
el óseo sostén de un esqueleto.
Sea
cual sea la forma preferida
(luminosa,
compacta, rala, oscura),
consiguen
realizar de todos modos
sus
más etéreos fines por motivos
de
hostilidad o de amor. A causa de ellos,
con
frecuencia Israel abandonaba
a
su Fuerza vital y altar correcto
para
adorar vilmente a nuevos dioses
con
forma de animal. Por esta causa
en
la lid inclinaron las cabezas,
que
fueron igualmente doblegadas
por
las lanzas de indignos enemigos.
Astoret
a esta tropa acompañaba,
aquella
a quien pusieron los fenicios
el
nombre de Astarté, reina del cielo,
con
dos cuernos lunares coronada;
las
vírgenes sidonias ofrecían
sus
cantos a su imagen deslumbrante
y,
en las noches de luna, sus promesas;
era
en Sión también muy venerada,
donde
su templo estaba en el otero
ignominioso
aquel, edificado
por
el rey complaciente en demasía
con
femenino amor; su pecho grande
adoraba
también a falsos dioses
por
idólatras bellas engañado.
Luego
llegó Tamuz, que año tras año
con
su herida en el Líbano atraía
a
las jóvenes sirias que expresaban
con
endechas de amor su triste suerte
durante
todo un día de verano,
mientras
el dulce Adonis, en su roca,
iba
poniendo el mar color granate,
a
causa de Tamuz y de la sangre
que
manaba anualmente de su herida.
A
las hijas de Sión sedujo tanto
esta
historia de amor que Ezequiel mismo
observó
bajo el pórtico sagrado
sus
pasiones lascivas en un sueño,
donde
vio que Judá, completamente,
a
negra idolatría se entregaba.
Fue
el siguiente en llegar quien lloraría
cuando
el arca cortóle testa y patas,
su
forma de animal deteriorando,
y
que al suelo cayó, dentro del templo,
llenando
de rubor, avergonzados,
a
sus adoradores: se llamaba
Dagón,
monstruo marino, que era un hombre,
por
la mitad de arriba de su cuerpo
y
pez por la inferior; mas, pese a ello,
en
Azoto contó con bello templo,
y
respetóle toda Palestina
en
Gat y en Ascalón, y en la frontera
de
Gaza y de Acarín. Detrás marchaba
Rimnón,
que residió junto a Damasco,
deliciosa
ciudad, fértil orilla
del
Ábana y Farfar, dos claros ríos.
También
osó ultrajar de Dios la sede:
a
un leproso perdió, a un rey ganando,
su
necio vencedor, Acaz por nombre,
al
que indujo a su Dios a despreciar
y
a elevarle un altar al modo sirio,
donde
quemara ofrendas detestables,
venerando
a los dioses que adoraban
los
mismos que él había conquistado.
Surgió
un tropel detrás muy abundante,
que,
con nombres antaño muy famosos
(Isis,
Osiris, Horus y su corte),
de
monstruosas formas y conjuros,
del
Egipto fanático abusaron
obligando,
a su vez, a todo el clero
a
buscar unos dioses que adoptaban
la
forma de distintos animales
en
lugar de adquirir la forma humana.
No
se libró Israel de contagiarse,
pues
con oro prestado construyeron
el
becerro de Horeb, y el rey rebelde
cometió
otras dos veces tal pecado
cuando
en Betel y en Dan representara
de
nuevo a su Creador apacentando
con
la forma de buey. Jehová, no obstante,
cuando
salió de Egipto, en una noche,
también
equiparó de un solo golpe
a
sus hijos mayores con los dioses
aquellos
que mugían. Como cierre,
terminaba
Belial aquel desfile,
el
más obsceno Espíritu caído
que
el vicio por el vicio sólo amaba.
Nadie
elevóle templos ni aun altares,
mas
siempre suele estar en los ajenos
cuando
niega a su dios el sacerdote
y
se entrega al placer, como fue el caso
de
los hijos de Elí que mancillaron
la
morada de Dios con su lujuria
unida
a la violencia. Igual sucede
en
ciudades, en cortes y en palacios,
donde
asciende a las torres elevadas
de
la orgía el clamor junto al ultraje.
Cuando
la noche, al fin, con sus tinieblas
las
calles oscurece, van rondando,
repletos
de insolencias y de vino,
los
hijos de Belial. Son sus testigos
las
calles de Sodoma y las de Gueba,
la
noche en que una puerta hospitalaria
entregó
a una mujer, así evitando
un
estupro peor. Se situaban
los
primeros en casta y en poderes.
Seguir
citando más largo sería,
si
bien famosos fueron los de Jonia,
que
el hijo de Javán tuvo por dioses,
declarando,
además, que tras la Tierra
y
el Cielo eran sus padres más loados:
Titán,
el primogénito del Cielo,
con
su prole abundante y con la herencia
que
Saturno, más joven, le quitara;
aunque
Júpiter, su hijo y el de Rea,
más
poderoso aún, igual pagóle
y
reinó, usurpador, tranquilamente.
Fueron
primero célebres en Creta
y
en el Ida, también en la nevada
cima
del monte Olimpo, haciendo luego
su
cielo más lejano de la zona
intermedia
del aire. Gobernaron
en
el rocoso Delfos, en Dodona
y
en los límites todos de la Dórica.
Hubo
alguno que huyó, surcando el Adria,
con
el viejo Saturno, por la Hesperia,
cruzando
de los celtas la comarca,
hasta
alcanzar las islas más distantes.
Llegaron
en tropel los mencionados
y
muchos más aún, llenos de llanto,
mirando
el suelo aquel, aunque un destello
en
éstos se encendió por la alegría
de
ver a su adalid esperanzado
y
comprender que el fin no se ceñía
a
su gran estupor; esto otorgaba
al
rostro de Satán un aura incierta;
mas
recobrando al punto la arrogancia
que
le era habitual, con gran orgullo
dijo
palabras dignas, no en sí mismas,
tan
sólo en apariencia. Sin embargo,
elevó
su valor, muy abatido,
serenando,
después, todos sus miedos.
Mandó
que se tocasen los clarines
y
a su bélico son enarbolaran
con
plena majestad el estandarte.
Reclamaba
este honor tan apreciado
Azazel,
querubín de alta estatura,
por
derecho y razón, quien de inmediato,
desenvolvió
del asta esplendorosa
el
pendón imperial que, con su avance,
el
viento hizo ondear brillantemente,
cual
corneta veloz, muy adornado,
exhibiendo
blasones y trofeos
dibujados
con perlas y oro fino.
Mientras
tanto los hórridos metales
un
cántico de guerra difundían
que,
escuchado por toda aquella tropa,
le
hizo un grito lanzar que hirió de lleno
la
bóveda infernal, y, retumbando,
aquel
reino del Caos y de la Noche
llegóse
a estremecer. En un momento
unas
diez mil banderas se elevaron,
para
enseñar colores deslumbrantes.
Todo
un bosque de lanzas les seguía,
de
escudos y de cascos apiñados
en
orden de batalla tan espeso
que
su profundidad se hizo insondable.
Todos
avanzan ya en falange estrecha,
con
el dórico son de muchas flautas
y
de dulces oboes, como aquellos
que
a los antiguos héroes elevaban
su
animosa moral ante la lucha
y
que, en lugar de cólera, infundían
razonable
valor, pleno y seguro,
que
a la muerte el temor no trastocaba,
ni
les dejaba huir cobardemente;
capaces
de templar con sus acordes
el
miedo y la ansiedad de la batalla,
ahuyentando,
a la vez, los sufrimientos
de
las mentes mortales e inmortales.
Alegres
por la unión que hace la fuerza,
con
un designio igual, se encaminaban
callados,
pero al son de dulces gaitas
que
aliviaban sus plantas doloridas
por
el terrible ardor del duro suelo.
Han
formado, por fin., frentes de ataque
de
terrible extensión y armas brillantes,
igual
a los guerreros de otros tiempos,
con
las lanzas en ristre y los escudos,
aguardando
el mandato que su jefe
les
fuera a confiar. Clava él sus ojos,
con
su experto mirar, en las hileras,
abarca
el batallón de parte a parte,
bien
formado por seres con sus rostros
y
sus tallas de dioses gigantescas.
¿Qué
número serán? Se le hincha el pecho
de
orgullo y de un poder que le conforta,
porque
no hubo jamás tanta energía
en
tal concentración desde los tiempos
en
que Dios nos creó. Parangonada,
cualquier
otra sería como aquella
enana
infantería que unas grullas
osaron
atacar. Aunque se uniera
la
raza de gigantes que hubo en Flegra
con
la ilustre progenie que luchara
en
Tebas y en Ilión cuando los dioses
se
unieron a ambos bandos como ayuda;
añadiendo
también lo que relata
de
aquel hijo de Uter la gran leyenda
que
congregó después a numerosos
caballeros
ingleses y bretones;
o
todos cuantos luego destacaron,
infieles
o cristianos, combatiendo
o
en Montalbán, Damasco o Aspramonte,
Marruecos,
Trebisonda, o esos otros
que
en la africana costa reclutaron
y
Bizerta envió contra el cristiano,
cuando
al rey Carlomagno con sus pares
junto
a Fuenterrabía derrotaron.
Y
aunque este batallón ganaba en mucho
a
una fuerza mortal de cualquier tipo,
a
su horrible adalid reverenciaba.
Alzábase
Satán como una torre,
superior
por su talla y su apostura,
en
soberbia actitud, muy dominante,
conservando
el fulgor que antes tenía,
un
Arcángel caído semejara,
apagado
en el cenit de su gloria,
lo
mismo que hace el sol, recién salido,
cuando
mira a través de nublos grises,
carente
de esplendor o, tras la luna,
en
un eclipse umbrío sepultado,
alumbra
a la mitad de las naciones
con
mortecina luz, fatal y aciaga
que
asusta a algún monarca temeroso
de
que algo va a cambiar. Aunque eclipsado,
el
Arcángel brillaba cual ninguno,
y,
pese a algunos surcos de su rostro,
como
una cicatriz honda del rayo,
y
de cierta inquietud que traslucían
sus
pómulos y tez palidecidas,
debajo
de sus cejas se captaba
un
valor y un orgullo comedido
que
reclamaban ya feroz venganza.
Su
mirada era cruel, pero en sus ojos
señales
de piedad, de ira sujeta
mostraban
la emoción que padecía
al
ver a sus iguales en el crimen,
más
bien sus seguidores, que hace poco
contemplara
en la gloria, condenados
su
pena a compartir eternamente,
a
millones de Espíritus salidos
del
Cielo por su culpa, y expulsados
por
su rebelde acción, siglo tras siglo,
del
celeste esplendor, mostrando empero,
una
fidelidad que les unía,
aun
con su antigua gloria ya marchita:
igual
que cuando el fuego de los cielos
prende
en robles o en pinos de los montes
quemándoles
sus copas y segando
su
augusto crecimiento y, sin embargo,
se
mantienen de pie, sin su follaje,
quemado
ya el brezal. En este instante
disponíase
a hablar y las dos filas
cercáronle
a la izquierda y la derecha,
los
jefes en redor, enmudecidos,
pues
la atención los labios les sellaba.
Tres
veces lo intentó, y, pese a las burlas,
tres
veces derramó lágrimas sólo,
como
saben llorar los querubines.
Por
fin, entrecortadas de suspiros,
comienzan
a brotar estas palabras.
«Miríadas
de seres inmortales,
Potestades
que hundís la frente sólo
en
presencia de Dios Omnipotente,
no
careció de honor la lucha aquella,
aunque
en derrota, al fin, se nos tornara,
como
el lugar y el cambio que sufrimos,
odiosos
de expresar, lo testimonian.
¿Qué
mente previsora o adivina
podría,
sin embargo, habernos dicho
que
un batallón de dioses semejante,
que
tan unido y fuerte se mostraba,
llegaría
a sufrir tal descalabro?
Y
¿quién puede creer, aun después de éste,
que
sus duras legiones, cuyo exilio
el
Cielo vació, serán barridas
al
alzarse otra vez en un intento
de
recobrar su sede originaria?
En
referencia a mí, tú eres testigo,
oh
hueste celestial, que no hubo nada,
ni
opiniones distintas ni avatares
que
hubiera que salvar, que sofocase
mi
esperanza final. Mas quien gobierna
en
el Cielo cual rey y que, seguro,
en
su trono se había mantenido
por
prestigio ancestral o por costumbre
o
mera aceptación de nuestra parte,
desplegaba
su pompa, mas callando
su
terrible poder. Por esta causa,
lo
que tentó primero a nuestro esfuerzo,
vino
a fraguar después nuestra caída.
Desde
entonces sabemos lo que él puede
y
sabemos también lo que podemos.
No
habrá que provocar nuevos combates,
mas
tampoco temer que los provoquen.
Nuestra
ventaja está, si no me engaño,
en
concebir un plan tan cuidadoso
que
permita obtener con fraude astuto
lo
que la fuerza nunca lograría.
Así
habrá de aprender él de nosotros
que
enemigo vencido por la fuerza
sólo
a medias se vence. El propio espacio
puede
hacer que aparezcan nuevos mundos;
no
otra fue la razón de que en el Cielo
se
propagara pronto la noticia
de
que era su intención crear muy pronto
cierto
linaje afín al que daría
igual
favor que a un vástago del Cielo.
Allá
hemos de acudir primeramente
aun
cuando a inspeccionar fuera tan sólo...
¡Allí
o a cualquier lugar! Este agujero
no
podrá mantener siempre cautiva
a
un Alma celestial, ni estos abismos
la
podrán conservar entre tinieblas.
Mas
para madurar este proyecto
es
preciso reunirnos en consejo.
No
hay que esperar la paz, pues ser esclavo
¿se
puede resistir? Habrá, pues, guerra;
si
franca o encubierta son opciones
que
habremos de estudiar seguidamente».
Habló,
y en su sostén varios millones
de
fuertes querubines esgrimieron
flamígeras
espadas que, al sacarlas,
causaron
tal fulgor inesperado
que
llenóse de luz todo el infierno.
Su
cólera se alzó contra el Más Alto;
chocaron,
pues, espadas con escudos,
produciendo
un estrépito guerrero,
que,
cual reto, llegó al abovedado
que
cubre todo el Cielo. No lejana
levantábase
atroz una colina,
cuya
cumbre lanzaba fuego y humo,
brillando
lo restante de su capa:
evidente
señal de que el azufre
producía
metal dentro del vientre.
De
alada rapidez una patrulla
marchó
hacia allá, cual muchos zapadores
con
picos y azadón que, en varios grupos,
dejan
atrás las tiendas de campaña
a
fin de atrincherar terreno abierto
o
un parapeto alzar. De esta patrulla
el
guía era Mammón, el ser más bajo
de
cuantos desde el Cielo descendieran,
pues
incluso en la gloria su apariencia
y
sus juicios rastreros resultaban.
Prefería
Mammón los enlosados,
que
el oro celestial cubre de gloria,
a
la visión beatífica y su goce.
Él
enseñó a los hombres el primero
a
esquilmar las entrañas del planeta,
desenterrando
allí con mano impía
lo
que la madre Tierra atesoraba.
Abrieron
en el monte una ancha herida
y
extrajeron, después, oro en su vena.
Nada
debe extrañar que en el infierno
se
atesore un filón, porque no hay sitio
que
se merezca más este veneno
que
suele codiciar todo malvado.
Aprendan
de esto, pues, los que se ufanan
de
Babel y otras obras materiales,
los
que alaban y cuentan maravillas,
asombrados
al ver los monumentos
que
el arte y el poder de aquellos reyes
de
Menfis elevaron, pues les vencen
los
réprobos Espíritus tardando
un
rato en erigir algo en que aquéllos
habrían
de emplear siglos y siglos
de
incesante labor y muchas manos.
Cerca
de aquel lugar, en la llanura,
fundía
el mineral otra patrulla
con
una habilidad maravillosa
y
llenaba también los recipientes
dispuestos
a tal fin, que recibían
vetas
de fuego líquido que el lago
producía
a su vez. Tras un examen,
la
escoria del metal eliminaban.
Un
tercer grupo hacia sobre el suelo
moldes
de otro cariz, y en un instante
los
llenaban de hirvientes materiales,
por
extraño canal allí llevados
desde
un mismo crisol; de igual manera
que
un órgano recibe en las cuantiosas
hileras
de sus tubos soplos de aire
que
de la tabla armónica les llegan.
Como
una exhalación no presentida
de
la tierra emergió un gran edificio
y
una música dulce acompañaba
a
un conjunto coral, organizado
como
si un templo fuese, con su cerco
de
pilastras y dóricas columnas
sobrepuestas
por áureos arquitrabes;
no
faltaban los frisos o cornisas
con
relieves labrados y techumbre
dorada
y a cincel. Ni Babilonia
ni
el esplendor de Alcairo se igualaban
a
aquél con su fulgor y su grandeza
para albergar a Belus o a Serapis,
o
acoger a su vez a los monarcas,
cuando
Egipto y Asiria competían
en
lujo y brillantez. Aquella mole
que
ascendía paróse, ya alcanzada
una
gran altitud. Rápidamente,
como
de par en par abrió las puertas,
sus
dos hojas broncíneas descubrieron
en
su enorme interior grandes espacios
con
igualado y liso pavimento.
Del
arco de la bóveda colgaban,
con
magia singular, múltiples filas
de
lámparas y antorchas como estrellas
que,
nutridas con nafta y con asfalto,
procuraban
la luz del firmamento.
La
ansiosa multitud entró admirada,
loando
la mansión o al arquitecto:
su
habilidad en el Cielo era famosa,
pues
más de un torreón era obra suya
para
el uso de angélicos notables,
donde
igual que los príncipes moraban;
a
tal poder el Rey les ascendía,
dejándoles
mandar, según su grado,
en
las demás criaturas luminosas.
Era
su nombre oído y venerado
en
la clásica Grecia y otras partes;
Mulciber
le llamaban en Ausonia.
Y
cuenta una leyenda que en el Cielo
a
Zeus irritó, de tal manera,
que
le lanzó volando por encima
del
muro de cristal, sobre la almena,
y
que desde el albor al mediodía
y
de aquí hasta la noche humedecida
por
rocío estival, ya bien entrada,
su
caída duró; que, finalmente,
saliendo
del cenit, ya hacia el ocaso,
como
estrella fugaz, dio con sus huesos
en
Lemnos, la isla egea. Así lo cuentan,
mas
yerran, pues cayó con sus rebeldes
en
confuso tropel mucho antes de esto;
de
nada le valió ser quien alzara
aquellas
altas torres en el Cielo;
tampoco
sus inventos le libraron,
sino
que fue arrojado de cabeza
a
edificar, al frente de su tropa,
en
el suelo infernal torres iguales.
Los
alados heraldos, mientras tanto,
por
orden del poder con mando sumo,
con
solemne ritual y mil trompetas,
entre
todas las huestes anunciaban
un
cónclave crucial en Pandemónium,
de
Satán el supremo parlamento,
donde
se iba a reunir con sus iguales.
A
quien era oficial llamaba el bando,
según
su graduación y jerarquía
de
cada regimiento y cada hueste.
Llegaron
al azar, a toda prisa,
agrupados
por cientos y hasta miles.
Los
accesos y pórticos tan amplios
quedaron
inundados, sobre todo
el
enorme salón. De igual manera
que
en los campos cubiertos donde bravos
paladines
con lanza y a caballo
retaban
al mejor guerrero moro
para
luchar a muerte en un torneo
delante
del Sultán, bajo su trono,
en
gran concentración, por tierra y aire,
que
silbaba al pasar con su aleteo,
los
millones de seres voladores
acudieron
allí en espeso enjambre.
Como
abejas que muestran a sus crías
al
llegar la radiante primavera,
cuando
cabalga el sol unido a Tauro,
en
torno a la colmena y entre el fresco
rocío
de la flor, revolotean
acá
y allá, o retozan felizmente
sobre
la tabla que hace de explanada
en
torno a su pajiza ciudadela
perfumada
con bálsamo reciente,
y
sus temas de estado se consultan;
así
también la aérea muchedumbre
bullía
en su estrechez y se apiñaba.
Mas,
dada la señal, ¡oh maravilla!,
aquellos
que hasta entonces parecían
de
un tamaño mayor al de los hijos
gigantes
de la Tierra, se volvieron
más
pequeños que enanos diminutos,
y
en un espacio estrecho se agruparon,
igual
que aquella estirpe de pigmeos
que
vive tras los montes de la India,
o
que esos duendes mágicos que bailan
a
la vera de un bosque o de una fuente,
y
que ve o que cree ver a medianoche
algún
pobre patán que se demora.
La
luna a presidir suele asomarse,
aproximando
más hacia la tierra
su
blanco caminar. Encandilado
por
sus risas y danzas, sus oídos
repletos
de placer, siente en su pecho
latir
el corazón, porque está lleno
de
alegría y terror. De igual manera,
sin
forma corporal, aquellas almas,
reduciendo
sus tallas de gigantes
a
su forma menor, se acomodaron,
aunque
en número incierto todavía,
en
la sala mayor de aquella corte.
En
secreto total y más adentro
se
encontraban los altos Querubines
y
Seráficos Jefes que exhibían
su
propia dimensión, formando un grupo,
para
iniciar el cónclave importante.
En
número de mil los semidioses,
sentado
cada cual en trono de oro,
sumaban
el total de la asamblea.
Leyóse,
tras pasar un breve rato,
los
bandos que a los líderes citaban,
y
dieron al gran cónclave comienzo.
Título original: Paradise Lost [Book I], 1667. Traducción
de Enrique López Castellón.
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