Cinco
velas ardían en todo momento, en las cinco puntas de la estrella. Nunca se
apagaban. El hombre que estaba de pie en el centro era alto, y su frente estaba
tensa. La camisa en otro tiempo blanca había amarilleado para reflejar la luna
en el oscuro cielo sobre los árboles retorcidos al otro lado de la ventana.
Dentro sólo había una enorme habitación vacía con la solitaria estrella, las
cinco velas y el hombre.
También
estaba el libro, sobre el que el hombre se inclinó para leerlo en el centro de
la estrella. El Libro de los Malditos. Hablaba de otros mundos, y el hombre los
invocó. Tuvo visiones, visiones en el humo de las velas, bajo la luz de la luna
que brillaba sobre el mortecino suelo de la estancia. Los estampados de las
paredes giraban a la luz de las velas y de la luna.
Los
mundos se abrían en flor y se marchitaban, giraban y se detenían, florecían y
se pudrían. En el humo de las velas. Pero todos eran el mismo. Todos tenían
distintos colores, exactamente como el que él conocía, y diferentes estaciones:
cada una latía como un corazón acorralado.
―Ya
basta de sangre ―gritó, atragantándose―. Estos mundos simplemente imitan el mío
―y, de nuevo―: ¡Basta ya de sangre!
Las
velas, la luna, el estampado de la pared y el aullido que se percibía del
viento; y todos acordaron darle la bienvenida a este otro mundo, que ya era el
de ellos.
Ahora
también sería el suyo.
Las
llamas apenas se agitaron cuando se estampó contra la estrella, con el rostro
tan blanco por encima de su amarilla camisa y bajo la amarilla luna. Un hermoso
blanco sin sangre.
Qué
idiotas los que pensaron que estaba muerto: los que lo enterraron en aquella
tierra pegajosa, tan húmeda y cálida en verano. Y oscura como la sangre.
Título original: “Invocation to the Void”, 1994. Traducción de Marta
Lila Murillo.
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