Incluso
en la oscuridad parecían permanecer, fenómenos a medio tono desfilando diáfanos
hasta que se difuminaban en el amanecer. Con los ojos abiertos o cerrados, la
lámpara encendida o no, sentía que amenazaban con atravesar el umbral y
manifestarse al otro lado del sueño. Sus rostros comenzaban a oscurecer el
aire, y luego a disolverse. La luz en su cuarto se moldeó momentáneamente formando
fantásticas extremidades que entraban y salían del reflejo brillante de sus gafas.
Una ráfaga de aire se hizo más espesa y fétida, y rozó ligeramente su mejilla.
Por
la mañana salió pálido de su casa, otra noche que le había sido arrebatada por
amos desfigurados, un poco más de sí mismo se escapaba hacia el negro espejo de
los sueños. Al principio recuperaba parte de las pérdidas de la noche anterior,
pero cada vez recuperaba menos de la vida que poseía. La presencia de ellos
estaba ahora con él, una niebla invisible le rodeaba y distorsionaba sus
sentidos. Las calles que recorría parecían inclinarse bajo sus pies; una escena
en la distancia se retorcía perdiendo toda apariencia terrenal y sugiriendo las
remotas latitudes de la pesadilla. Unas voces le susurraban desde las profundidades
de escaleras y apartados rincones en vestíbulos. En cierta manera las nubes
deshilachadas transportaban un olor a matadero que le perseguía de regreso a la
puerta de su hogar y a su sueño.
Y
en los sueños cayó, deslizándose inútilmente por calles inclinadas,
tropezándose con huecos de escaleras, atrapado en una red de nubes que se
desmoronaba. Luego los rostros comenzaron a flotar por encima de él, y dedos
afilados hurgaban en su carne. Gritó hasta despertarse. Pero incluso en la
oscuridad tuvo la impresión de que seguían allí.
Finalmente
le sacaron de su casa y lo lanzaron a las calles, deambulando sin cesar hasta
el romper del día. Se convirtió en un buscador de multitudes, pero las
multitudes se diluían y lo abandonaban. Se convirtió en un buscador de luces,
pero las luces se hacían extrañas y lo conducían a lugares desolados.
Ahora
las luces se reflejaban en la negra y brillante superficie de las calles
mojadas. Todas las viviendas en aquel vecindario eran maltrechas vasijas
agrietadas repletas de oscuridad; todos los árboles estaban totalmente inmóviles.
No había ninguna otra alma que lo acompañara, y la luna era una demente.
Estaban
allí con él. Podía sentir su tacto costroso, aunque no podía verlos. Mientras
siguiera andando, mientras continuara despierto, lograría no verlos. Pero
alguien tiraba de una de sus mangas, un frágil hombrecillo con gafas.
Era
simplemente un anciano caballero que quería que le indicase el camino por estas
sombrías calles, intercambiar unas cuantas observaciones con este agradecido
extraño, alguien ansioso por tener compañía en aquella particular noche.
Finalmente, el anciano de suave voz inclinó el sombrero y continuó andando
lentamente por la calle. Pero tras avanzar sólo unos pasos, se giró y dijo:
―¿Le
gustan sus sueños de demonio?
Y
en el sueño cayó... y para siempre.
Título original: “The
Demon Man”, 1994. Traducción de Marta Lila Murillo.
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