El
lugar era un viejo estudio. Le pareció que estaba abandonado, aunque ¿quién
sabe? Ciertamente nada allí estaba en su lugar... ni los cachivaches rotos por
todos los rincones, ni los papeles esparcidos, ni siquiera el polvo. Los
cristales del tragaluz tenían una costra de este polvo. Sin embargo, ¿quién
puede saberlo con certeza? Quizás hubo unos intervalos imperceptibles entre la
ocupación y el abandono, alguna delgada fase de las cosas que él simplemente no
fue capaz de detectar en aquel momento. Se inclinó y recogió unas cuantas hojas
arrugadas, parecían ser dibujos. Entonces, una fina lluvia comenzó a resbalar por
los cristales del tragaluz.
Los
dibujos. Hojeó un gran fajo página tras página ante sus ojos. Eran tan
intricados, todo en ellos estaba formado por extremadamente diminutos cabellos
o finas venas, venas de insectos. Había formas: no sabría decir qué se suponía
que eran, pero algo de la forma de estas formas, el modo en que se retorcían y
brillaban, era sumamente horrible. Una fina lluvia se coló a través de unas
delgadas grietas en los cristales del tragaluz: goteaba sobre el suelo y dejaba
unas extrañas marcas en el polvoriento suelo del viejo estudio.
Se
oía a alguien subiendo las escaleras al otro lado de la puerta del estudio. Así
pues, se escondió tras la puerta y, cuando ese alguien entró, él, sin volver la
vista atrás, salió. Bajó de puntillas las escaleras y corrió por la calle bajo
la lluvia.
Ahora
andaba, y la lluvia se escurría con fuerza por las alcantarillas. Y vio que
algo más también estaba allí. Parecía la cola de un animal, pero era una cola
muy elaborada. Era arrastrada lentamente por el desagüe de la alcantarilla, y
se retorcía de manera extraña. Cuando estuvo más alejada, los detalles intricados
del objeto ―esos elaborados diseños en los que creyó divisar un rostro
sonriendo apaciblemente― ya no eran visibles, y se sintió aliviado.
Pero
la lluvia caía ahora con más fuerza, y por ello buscó un refugio en la calle.
Era sólo un pequeño cuarto con un banco de madera, abierto por un lado, y la
lluvia resbalaba por el tejado, largos cordones acuosos de lluvia oscilaban
ligeramente al viento. Había mucha humedad allí, y los bordes deshilachados de
sombras ondeaban sobre las tres paredes. Olor a humedad, mezclado con algo más,
un desagradable enigma invade el lugar, algo en sus mismos perfiles, sus
contornos. ¿Qué estaba ocurriendo allí dentro? ¿Y era eso de ahí un poco de
sangre?
El
banco en el que estaba sentado ahora brillaba húmedo bajo la luz de la luna. En
el otro extremo, casi totalmente absorbido por la oscuridad del reducido
rincón, había una figura inclinada, casi doblada por la mitad. Gimió y se movió
un poco. Finalmente, se enderezó y su intrincado cabello enmarañado se desplomó
bajo la luz de la luna. Se deslizó sobre el banco, arrastrando su cuerpo y sus
harapos lentamente hacia un lado. Él, por otro lado, no podía moverse ni un centímetro,
ni un solo músculo.
Entonces,
desde algún lugar dentro de toda esa enmarañada complejidad, se abrieron un par
de ojos, y un par de labios. Y estos le dijeron:
―Permítame
decirle cómo me llamo.
Pero
cuando la figura se inclinó hacia delante, sonriendo plácidamente, aquellos
labios deformes tuvieron que susurrar sus palabras en la fría y húmeda oreja de
un cadáver.
Título original: “The
Nameless Horror”, 1994. Traducción de Marta Lila Murillo.
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