viernes, 31 de agosto de 2012

El fantasma de la señora Crowl. Joseph Sheridan Le Fanu.


Dos décadas han pasado desde la última vez que se vio la figura larga y delgada de Mrs. Jolliffe. Hoy ella tiene más de setenta años y no le debe quedar demasiado por recorrer en este viaje que la conduce a su última morada. Sus cabellos se han puesto blancos como la nieve; ella los peina con raya al medio y los luce bajo una gorra, por encima de un rostro serio pero bondadoso. Su cuerpo se conserva todavía erguido y su andar es firme y vivaz.
Los últimos veinte años los ha dedicado a cuidar adultos inválidos, tras haber dejado en manos más jóvenes el cuidado de esas criaturas pequeñas que viven en cunas y reptan con pies y manos. Quienes recuerdan entre las primeras imágenes de infancia su cara bonachona, quienes le deben unas lecciones iniciales en el arte de caminar, como también unas efusivas palabras de aliento por los más tempranos balbuceos o por los primeros dientes, han crecido hasta volverse grandes muchachos o bellas señoritas. Algunos incluso han visto surgir las primeras canas en los mismos cabellos que ella solía peinar con tanto esmero antes de exhibirlos a esas orgullosas madres que ya no se ven hoy en los parques de Golden Friars y cuyos nombres están ahora grabados en las lápidas del cementerio local. Con el paso del tiempo, unos maduran y otros se marchitan.
Ha llegado la hora de que el sol se ponga con tierna tristeza. Es de noche para la mujer que cuida a Laura Mildmay. La niña corretea en su habitación y sonríe colmada de dicha; se arroja en los brazos de su anciana gobernanta y le da dos besos.
—¡Vaya, qué suerte! —dice Mrs. Jenner—. Has llegado justo a tiempo para oír un cuento.
—¿En serio? ¡Qué bien!
—Bueno, no es un cuento. Es demasiado verídico para ser un cuento. Aunque quizás a la señorita no le agrade oír hablar de fantasmas y duendes.
—¿Fantasmas? De todos los temas posibles, es sin dudas mi favorito.
—Entonces, querida, si no estás muy asustada ven a sentarte aquí con nosotras —dijo Mrs. Jenner—. Ella estaba a punto de contarme todos los detalles de la primera vez que debió ocuparse de una mujer que iba a morir... Y del fantasma que vio allí. Vamos, Mrs. Jolliffe, prepárese primero su té y después nos cuenta.
La anciana obedeció y tras preparar una taza de este néctar tan noble y compañero, dio un ligero sorbo, frunció apenas las cejas para reordenar sus recuerdos y por fin alzó los ojos con expresión de extraordinaria solemnidad.
La eficaz Mrs. Jenner y la bonita niña, muy expectantes, no quitaban sus ojos del rostro de la anciana, que parecía atemorizada con esta evocación de sus propios recuerdos.
La vieja habitación era un escenario ideal para esta clase de relato, con sus paredes revestidas de roble, su vetusto mobiliario, las pesadas vigas que recorrían el cielo raso y aquella inmensa cama rodeada de cortinas negras, tras las cuales uno podía imaginar cualquier clase de espectros.
Mrs. Jolliffe se aclaró la garganta, revoleó los ojos y empezó el relato diciendo:

El fantasma de la señora Crowl

Soy ahora una anciana, pero tenía trece años recién cumplidos la noche que llegué a Applewale House. Mi tía era allí el ama de llaves, y una especie de coche tirado por un solo caballo bajó hasta Lexhoe para recogerme con mi equipaje y transportarme a Applewale.
Mientras esperaba en Lexhoe sentí un poco de miedo, y en cuanto vi el coche y el caballo decidí que regresaría a casa de mi madre, en Hazelden. Lloraba cuando subí en el “shay” —así era como se llamaba a este modelo de coche—, de modo que el viejo John Mulbery, el chofer, me compró unas manzanas en Golden Lion a fin de darme ánimos y me dijo que al llegar me esperaban costillas de cerdo, pastel de grosellas y té, todo para mi, bien caliente, en la habitación que mi tía ocupaba en aquella gran casa Era una hermosa noche de luna llena, así que comí mis manzanas mientras contemplaba el paisaje por la ventana del “shay”.
Es una vergüenza que la gente distinguida se divierta asustando a una pobre criatura inocente, y eso mismo era entonces yo. A veces pienso que no hacen esas cosas sino en broma. El asunto es que en la misma diligencia que me había llevado a Lexhoe habían viajado, a mis espaldas, dos hombres que empezaron a hacerme preguntas no bien salió la luna. Querían saber a dónde iba. Les respondí que iba a la casa de la señora Arabella Crowl, en Applewale House, cerca de allá.
—¡Ay! —me dijo uno de ellos—, ¡no vas a durar mucho tiempo ahí!
Lo miré y alcancé a preguntar:
—¿Por qué no?
—Porque —me dijo—, pero por nada del mundo le cuentes esto a nadie, sólo obsérvala y verás... la vieja está poseída por el Diablo y ya es un fantasma. ¿Llevas contigo un ejemplar de la Biblia?
—Sí, señor —repuse porque mi madre había puesto su pequeña Biblia entre mis cosas y yo sabía que estaba allí. Ahora que lo pienso, las letras de esa Biblia hoy serían demasiado diminutas para mis ojos cansados. Así y todo, la conservo todavía en un armario.
Como sea, mientras lo miraba para decirle “sí, señor”, me pareció advertir que él le guiñaba un ojo al otro hombre. Pero no estoy segura de ello.
—Bueno —me dijo—, no olvides poner la Biblia todas las noches bajo tu almohada, porque te protegerá de las garras de esa solterona.
Me asustó mucho oírle decir eso. Me habría gustado preguntarle más cosas acerca de la mujer, pero yo era muy tímida y los dos hombres empezaron a hablar entre ellos de otros asuntos. De modo que llegué aterrorizada a Lexhoe. Y mi corazón estuvo a punto de desfallecer poco después, mientras el “shay” avanzaba por el oscuro sendero bordeado de árboles. Los árboles eran enormes y frondosos, tan viejos como la casa; algunos tenían un tronco tan gordo que habrían sido necesarios cuatro hombres para abrazarlos.
Asomé mi cuello por la ventana a fin de obtener una primera imagen de la gran casa; de inmediato nos detuvimos ante la fachada.
Era una enorme casa en blanco y negro, con gruesas vigas oscuras que la atravesaban y unos gabletes en lo alto, blancos como la luna. Las sombras de los árboles se reflejaban con semejante claridad en la fachada, que podían contarse sus hojas. En la ventana del salón principal centelleaban muchos paneles pequeños de vidrio, con forma de diamante, y una fila de inmensas persianas de estilo antiguo impedían ver las ventanas restantes, dado que no había más de tres o cuatro sirvientes en el lugar y casi todas las habitaciones estaban cerradas.
Al ver que el viaje había llegado a su fin, sentí que mi corazón pegaba un salto. Volví a contemplar la casa. Después me aproximé a mi tía, a quien nunca antes había visto, como tampoco a la señora Crowl, a quien había venido a servir y ya le tenía miedo.
Mi tía, tras darme un beso en el vestíbulo, me condujo a mi habitación. Era una mujer esbelta, de cara pálida, ojos oscuros y unas manos largas y huesudas en las que llevaba guantes negros. Tenía más de cincuenta años y hablaba poco; pero cuanto decía era sagrado. No puedo quejarme de ella, si bien fue un tanto severa; creo que habría sido más amable y cariñosa conmigo de haber sido yo la hija de su hermana y no de su hermano. Pero eso es historia antigua y ya no tiene importancia.
El Squire, un señorito llamado Mr. Chenevix Crowl, nieto de la señora Crowl, visitaba cada tanto la casa, dos o tres veces al año, para ver si la anciana estaba bien atendida. Lo vi tan sólo en dos oportunidades durante el tiempo que pasé en Applewale House, pero puedo asegurarles que la anciana estaba muy bien atendida porque mi tía y Meg Wyvern, la doncella, cumplían su trabajo a conciencia.
Mrs. Wyvern (a quien mi tía llamaba Meg Wyvern salvo cuando, al dirigirse a mí, le decía Mrs. Wyvern) era una mujer robusta, de unos cincuenta años, bastante alta y saludable, siempre de buen humor, lenta y pesada al andar. Cobraba un sueldo excelente, pero era muy tacaña, guardaba sus ropas bajo llave y usaba todo el tiempo un vestido de algodón color marrón, con puntillas y bordados rojos y amarillos, aparte de ciertos detalles en verde. Aquel vestido le sentaba bien.
En todo el tiempo que pasé allí, nunca me pidió nada, ni siquiera que cosiera un botón; invariablemente se la veía de buen humor y tenía siempre algo para contar o una taza de té recién preparado. Si yo estaba cansada o abatida, ella me animaba con risas y anécdotas. Puesto que los jóvenes prefieren la diversión y las historias jocosas, creo que llegué a quererla más que a mi tía ruda y callada, aunque bondadosa conmigo.
Mi tía me instaló en su cuarto, así yo descansaba mientras ella preparaba el té en otra habitación. Pero primero me palmeó la espalda, me dijo que era yo una bella muchacha, muy bien desarrollada para mi edad, y me preguntó si me creía capaz de cumplir las tareas con eficacia. A la postre me miró fijamente y soltó que me parecía a mi padre, su hermano muerto, si bien esperaba que fuese mejor cristiana que él y que no repitiera sus errores.
Estas palabras fueron algo secas, pienso, por ser la primera vez que yo la visitaba.
Cuando entré en la habitación de al lado, la que ocupaba Mrs. Wyvern (una habitación confortable, con todas las paredes revestidas de roble), en el hogar ardía un maravilloso fuego hecho con carbón, turba y leña, había un taza de té sobre la mesa, una torta caliente, un plato humeante de carne, y allí estaba Mrs. Wyvern, obesa, feliz y tan parlanchina que en una hora era capaz de contar más cosas que mi tía en un año entero.
Mientras yo probaba el té, mi tía subió las escaleras a fin de echar un vistazo.
—Fue a ver si la vieja Judith Squailes está despierta —me explicó Mrs. Wyvern—. Es Judith quien se ocupa de la señora Crowl cuando la señora Shutters —este era el nombre de mi tía— y yo estamos descansando. Vaya anciana más exigente. Tendrás que prestar mucha atención, ya que es capaz de arrojarse al fuego o de saltar por la ventana cuando se pone chiflada.
—¿Qué edad tiene? —pregunté
—Cumplió noventa y tres hace ocho meses —me informó y soltó una risa—. Y no hagas ninguna pregunta sobre ella delante de tu tía. Te lo advierto. Simplemente acéptala tal como es.
—Pero, ¿cuál será mi exacta tarea con ella? —quise saber.
—¿Con la señora Crowl? Te lo explicará tu tía —me dijo—, aunque imagino que tendrás que pasar el tiempo sentada en su habitación, mientras haces tus labores, vigilando que no corneta ninguna locura y dejándola que se divierta con las cosas que tiene sobre la mesa. Le darás de comer y de beber cuanto ella te lo pida y harás sonar la campana si algo anda mal.
—¿Ella está sorda?
—En absoluto. Y tiene una vista de lince. Pero está un poco chocha, como si hubiese regresado a la infancia, y su memoria flaquea.
—¿Y a qué se debe que la muchacha que la cuidaba haya partido el viernes pasado? Mi tía le dijo a mi madre que la muchacha renunció de pronto.
—Es cierto. Se ha ido.
—¿Por qué motivo? —volví a preguntar.
—No respondía a las exigencias de tu tía, supongo... En fin, no lo sé. Mejor no hablemos más de eso. A tu tía no le gustan los chismes.
—Discúlpeme, señora —insistí—, pero... dígame, ¿la dueña de casa goza de buena salud?
—No hay nada de malo en preguntar algo así —me contestó—. La pobre anduvo con catarro hace unos días, pero esta semana mejoró bastante. Supongo que llegará a vivir cien años. ¡Shhh! ¡Silencio! Ahí viene tu tía.
Mi tía entró y se puso a conversar con Mrs. Wyvem. Como empezaba a sentirme más a gusto, recorrí la habitación, inspeccionándola sin prisa. Había unas piezas antiguas de porcelana; en las paredes colgaban unos cuadros, y por una puerta abierta del guardarropas alcancé a ver una extraña camisa de cuero con unas correas, unas hebillas y unas mangas más largas que la columna del lecho.
—¿Qué estás haciendo, niña? —dijo mi tía, con voz severa, cuando yo menos esperaba oír su voz—. ¿Qué tienes en la mano?
—¿Esto? —alcancé a pronunciar, mientras me apartaba del armario—. No sé que es esto, señora...
Tan pálida era mi tía que sus mejillas enrojecieron de inmediato. Sus ojos soltaron unas chispas de cólera. Calculé rápidamente que entre mi tía y yo no había más de media docena de pasos y que ella iba a abalanzarse sobre mí para castigarme. Se limitó, sin embargo, a acercarse lentamente, darme un golpecito en el hombro y sacarme la chaqueta de las manos, al tiempo que decía:
—Mientras vivas aquí, no meterás tus narices en las cosas ajenas.
Dicho esto, volvió a colgar la camisa en su percha, cerró la puerta del armario de forma brusca y ruidosa, y echó llave velozmente.
Mrs. Wyvern, entre tanto, no había parado de reír levantando ambas manos y sin moverse de su silla, retorciéndose como era su costumbre cada vez que algo la divertía.
Yo estaba al bode del llanto. Pero ella le guiñó un ojo a mi tía y le dijo, enjugando sus lágrimas de hilaridad:
—Vamos, déjala, ¡la muchacha no quiso hacer nada malo! Ven aquí, niña. Eso no es más que un camisón para las chicas que se portan mal. Ya basta, olvidemos el asunto. Siéntate aquí, a nuestro lado, y bebe un poco de cerveza antes de dormir.
Mi habitación quedaba en la planta superior, al lado del dormitorio de la anciana, y la cama de Mrs. Wyvern estaba situada junto a la cama de la señora Crowl. Yo tenía que estar siempre lista para cualquier llamado.
La noche previa a mi arribo, la anciana había sufrido uno de sus ataques de nervios. A menudo, durante estas crisis, no permitía que nadie la vistiese; en otras ocasiones no dejaba que le quitaran la ropa. Cuando joven, al parecer, había sido muy hermosa; aunque ya no quedaba nadie en Applewale que conservara algún recuerdo de su esplendor. Ella amaba la ropa con pasión y atesoraba unas prendas de seda espesa y de terciopelo, con grandes lazos de mil formas y colores que habrían bastado para poner por lo menos siete tiendas de ropa. Sin duda todos sus vestidos estaban pasados de moda, pero eran extravagantes y valían una fortuna.
Me fui entonces a la cama y pasé buen rato despierta, porque todo era nuevo para mí y además, pienso, el té me había puesto más nerviosa, ya que no estaba habituada a beberlo, excepto en las vacaciones o en las fiestas. A ratos llegaba a oír a Mrs. Wyvern, por más que me tapara las orejas; pero no pude oír a la señora Crowl y dudo que ella hubiera dicho algo.
Todos se esmeraban en ocuparse de la señora. El personal de Applewale sabía que, al morir la anciana, cada uno de ellos se quedaría sin nada, mientras que por el momento estaban cobrando un buen sueldo.
El médico venía dos veces por semana y examinaba a la señora. Desde luego, las órdenes que él impartía eran cumplidas al pie de la letra; su recomendación más usual era que nadie debía contradecirla, sino seguirle la corriente y darle todos los gustos.
Esa noche, la señora Crowl la pasó vestida y sin decir una palabra, lo mismo que todo el día siguiente, en el que estuve cosiendo sin salir de mi habitación, excepto cuando bajé a comer.
Yo tenía ganas de ver a la anciana o, por lo menos, de oír su voz. Pero había tanto silencio como si ella hubiera viajado a Londres.
Apenas terminé de comer, mi tía me mandó a dar un paseo de una hora. Me alegré al regresar a la casa; los árboles del parque eran tan altos, el lugar parecía tan penumbroso y solitario, más aun al estar nublado el cielo, que sentí miedo y hasta quise volver con mi madre. Por la noche, ya encendidas las velas, mientras yacía en mi cama, mí tía fue a pasar la noche junto con la señora Crowl y dejó abierta la puerta de la habitación. Fue entonces cuando, por vez primera, oí lo que sin duda era la voz de la anciana.
Al hablar emitía un sonido similar, me atrevo a decir, al de un pájaro o algún otro animal, aunque había también una especie de balido en esa voz tan débil.
Agucé mis oídos, pero no alcancé a descifrar una sola palabra. De pronto mi tía le dijo:
—El demonio puede hacerle daño a alguien, señora, sólo si Dios se lo permite.
La otra voz, desde la cama, respondió algo que tampoco pude entender. Entonces mi tía siguió hablando:
—Déjelos que se burlen, señora, y que digan lo que se les antoje. Si Dios está de nuestro lado, nadie puede estar en contra.
Yo seguía escuchando. Con una oreja apunté a la puerta y contuve el aliento, pero no volvió a llegar ningún sonido de aquella habitación. Pasados veinte minutos, estaba yo sentada observando las ilustraciones de un viejo libro con las fábulas de Esopo, cuando me pareció advertir que alguien andaba por el pasillo, de modo que alcé los ojos y en el vano de la puerta vi a mi tía.
—¡Silencio! —susurró, alzando una mano y acercándose en puntas de pie—. Se ha dormido, gracias al cielo. No hagas el menor ruido mientras desciendo. Voy a prepararme una taza de té y volveré con Mrs. Wyvern, que vendrá a dormir. Después Judith llevará tu cena a mi dormitorio.
Mi tía se fue y yo me quedé mirando el libro de las ilustraciones. A ratos volvía a aguzar los oídos, sin oír el más mínimo ruido. Tanto miedo me daba estar a solas en ese cuarto que, para darme valor, me puse a decirles cosas en voz baja a los dibujos del libro y a hablar para mí.
Al final, me incorporé y caminé por la habitación, mientras estudiaba los objetos a fin de ocupar mi mente con algo. Como ustedes ya habrán adivinado, todo esto me condujo a escudriñar el dormitorio de la señora Crowl.
Era un dormitorio espacioso, con una amplia cama rodeada de cuatro columnas y unas largas cortinas de seda cuidadosamente cerradas alrededor del lecho. Había un espejo, el más grande que jamás haya visto, y el espacio estaba inundado de luz. Conté hasta veintidós velas de cera, todas encendidas: uno de sus muchos caprichos, que nadie osaba contradecir.
Permanecí junto a la puerta, espiando. Como tuve la certeza de que nadie respiraba allí, puesto que no se producía el menor movimiento en las cortinas, me armé de valor y entré en puntas de pie. Frente al espejo, al tiempo que me observaba, se me ocurrió esta idea: “¿Por qué no espiar a la anciana mientras duerme?”
Dirán que estaba loca, pero me moría de ganas de ver a la señora Crowl y pensaba que debía aprovechar esta oportunidad; quién sabe cuánto tiempo tendría que esperar hasta que se presentara otra vez una ocasión así.
Mientras me acercaba al lecho envuelto por aquellas cortinas, poco faltó para que me desmayara. Pero al fin reuní coraje, puse un dedo en un extremo del grueso cortinado, luego la mano entera, e hice una pausa. Reinaba un silencio total. Muy despacio, poco a poco, descorrí la cortina y puder ver, ante mí, a la famosa señora Crowl de Applewale House, tendida como esa dama que han pintado en una tumba de la capilla de Lexhoe. Sí, allí estaba la anciana, elegantemente vestida con terciopelo, con seda, en escarlata y en verde, con satenes color rosa y brocados de oro. ¡Vaya espectáculo! Coronaba su cabeza una gran peluca empolvada, casi tan grande como ella; en su semblante y en su cuello había muchas arrugas, sus mejillas estaban pintadas de rojo y sus cejas, que solían ser delineadas por Mrs. Wyvern, le conferían un expresión entre orgullosa y enérgica, al igual que sus medias de seda a cuadros y sus zapatos de tacones muy altos. Pero su nariz, demasiado delgada, estaba algo torcida. Y podía verse lo blanco de sus ojos entreabiertos. Ella solía pasar horas así vestida, haciendo muecas algo exageradas ante el espejo, con un abanico en la mano y unas flores en su corpiño. Sus manos estaban llenas de pecas, y en mi vida he visto unas uñas tan largas y filosas. ¿Alguna vez habrá estado de moda usar así las uñas?
Creo que cualquiera, al ver semejante espectáculo, habría temblado de miedo. Yo era incapaz de cerrar de nuevo la cortina, de dar el menor paso o de quitarle los ojos de encima. Mi corazón se había paralizado. Y en ese preciso instante vi que ella abría los ojos, se sentaba y giraba; sus talones fueron a parar al suelo de repente, con un ruido seco; antes de que yo pudiera reaccionar, tuve a la anciana cara a cara, mirándome sin pestañear con sus ojos vidriosos, mientras una mueca torcida despegaba sus labios deformes y exhibía una hilera de dientes postizos.
Se supone que el cuerpo humano es algo natural; pero esto era atroz de ver. La anciana me apuntaba con los dedos; su espalda estaba totalmente encorvada.
—¡Diablillo! —exclamó—. ¿Por qué dices que yo he matado al niño? Voy a cortarte ya mismo las orejas.
De haber actuado con mínima cordura, tendría que haber escapado de ahí. Sin embargo, no podía reaccionar ni dejar de observarla. Alcancé, finalmente, a retroceder; ella me siguió y sus zapatos dejaron oír una suerte de ruido metálico, mientras sus dedos ahora apuntaban a mi garganta y ella hacía con la lengua un ruido que sonaba zizz-zizz-zizz.
Retrocedí cuanto pude, pero sus dedos se hallaban cada vez más cerca de mi cuello; pensé que, si me daba alcance, iba a desmayarme.
Así, en mi fuga, llegué a un rincón del cuarto y solté un grito desgarrador. Sentía que mi cuerpo y mi alma estaban en peligro, pero justo entonces mi tía me llamo desde lejos, con un grito; eso hizo titubear a la anciana y me permitió escapar de sus garras, salir corriendo y bajar las escaleras lo más rápido que lo permitían mis piernas.
Lloraba a mares, les aseguro, cuando entré en la habitación de Mrs. Wyvern. Ella se rió no bien narré lo ocurrido, aunque cambió súbitamente de actitud cuando le referí las palabras de la señora Crowl.
—Repítelas —me pidió.
Obedeciendo, pronuncié: “¡Diablillo! ¿Por qué dices que yo he matado al niño? Voy a cortarte ya mismo las orejas”.
—¿Pero tú le dijiste que ella había matado a un niño? —me preguntó.
—No, señora —respondí.
Como consecuencia de este hecho, Judith empezó a acompañarme siempre que las otras dos mujeres no estaban allí.
Aproximadamente una semana después, si mal no recuerdo, Mrs. Wyvern aprovechó cierta ocasión en que estábamos las dos a solas para contarme algo que yo ignoraba acerca de la señora Crowl.
Me dijo que, cuando la anciana era joven y hermosa, unos setenta años atrás, se había casado con el Squire Crowl, de Applewale, quien era viudo y tenía un hijo de unos nueve años de edad. Pero que, al cabo de cierta noche, no se había oído hablar más del niño.
Nadie supo jamás lo sucedido. Al parecer sus padres le daban demasiada libertad, de modo que el niño a veces salía a pasear y terminaba comiendo con el guardián del parque o en el lago, bañándose o pescando o andando en bote sin ninguna vigilancia. Aun cuando nadie era capaz de explicar lo ocurrido, tras su desaparición se había hallado su sombrero a la orilla del lago y la opinión general era que había muerto ahogado.
A raíz de esto, quien heredó todo fue el segundo hijo del Squire, fruto de su segundo matrimonio con la longeva señora Crowl. Y era el hijo de este último, o sea, el nieto de la anciana, Chevenix Crowl, el poseedor de las tierras en el momento de mi llegada a Applewale.
Desde antes de que mi tía entrara a trabajar allá, corrían diversos rumores sobre aquella desaparición. Se opinaba, por ejemplo, que la madrastra sabía más de lo que decía saber; que había dominado a su esposo, el viejo Squire, con artimañas y halagos. No obstante, como el niño no había sido vuelto a ver jamás, con el paso del tiempo su recuerdo se había esfumado. Y yo no voy a contar nada que no haya visto con mis propios ojos.
No llevaba seis meses yo en el lugar cuando la anciana se pescó su última enfermedad.
Puesto que el médico temía que la paciente sufriera un ataque de locura, como el que la había afectado hacía quince años, hubo que ponerle más de una vez una especie de camisa de fuerza, que resultó ser aquel vestido de cuero que yo había visto en el armario de la habitación de mi tía.
Sin embargo, la crisis no se produjo. La pobre fue debilitándose, consumiéndose; tosió y tosió sin parar, quieta y callada, hasta la víspera de su muerte, en que se puso a gritar y a retorcerse en la cama, como si un malhechor le estuviera clavando un cuchillo. De súbito, con gran esfuerzo, dejó la cama, se puso de pie y, dado que sus piernas no podían sostenerla, cayó al suelo cuan larga era, estirando sus manos quebradizas mientras imploraba piedad.
No se equivocan si piensan que yo no fui en esos días a su habitación, ya que me quedé en mi cama, temblando de miedo con cada grito y con cada una de sus maldiciones, que me ponían la carne de gallina.
Mi tía, Mrs. Wyvern, Judith Squailes y una mujer de Lexhoe estaban siempre a su lado. Finalmente la anciana tuvo un severo ataque de tos y esto fue lo que la mató.
El pastor ya había acudido y oraba por ella, aunque era demasiado tarde para plegarias. Desde luego, nunca está de más rezar, sin embargo nadie pensaba que eso fuera a modificar el desenlace, de modo que la anciana tardó bastante tiempo en expirar pero su muerte llegó al fin, y la señora Crowl fue envuelta en una mortaja y metida en un ataúd, y se le escribió con la noticia al Squire Chevenix. Pero el nieto estaba de viaje por Francia; tardaría bastante en regresar. El médico y el pastor convinieron, por lo tanto, que no se podía retrasar mucho más el entierro, al que acudieron tan sólo estos caballeros, mi tía y el resto de los sirvientes de Appiewale.
La anciana fue inhumada en la cripta bajo la iglesia de Lexhoe. Todos seguirnos viviendo en la casa, a la espera de que el Squire regresara, resolviese qué hacer con el lugar y despidiera, o no, a parte del personal.
Entre tanto me instalaron en otra pieza, a dos puertas del que había sido el dormitorio de la señora Crowl, y lo que quiero contarles ocurrió la noche previa a la llegada del Squire Chevenix a Appiewale.
Esta nueva habitación era enorme, cuadrada, con las paredes revestidas de paneles de roble, sin cortinas y sin muebles, a excepción de mi cama y de un silla que parecía insignificante dado el tamaño de la pieza.
El gran espejo que la anciana solía emplear para hacer muecas y admirarse de pies a cabeza (ya no quedaba nada de todo eso), el espejo había sido trasladado a esta pieza, puesto que durante su agonía varias cosas habían sido sacadas de su habitación.
Esa misma mañana había corrido la noticia de que el Squire arribaría a Applewale el día siguiente Esto no me preocupaba porque estaba segura de que iban a enviarme de vuelta a casa de mi madre; más aun, me sentía feliz pensando en mi hogar, en mi hermana Janet, en el pequeño gato, en las empanadas, en el perro Trimmer y en todo el resto, tan excitada que no pude dormir. Cuando el reloj marcó las doce, seguía despierta en aquel cuarto oscuro, dándole la espalda a la puerta y con los ojos clavados en la pared.
Fue entonces, a eso de las doce y cuarto, cuando vi una luz en la pared, como si detrás de mí algo se hubiese encendido. Las sombras de la cama, de la silla y de mi vestido colgado en un rincón empezaron a danzar, arriba y abajo, en el techo y la pared. Miré por sobre mis hombros con la certeza de que una especie de incendio se había producido.
¿Y qué vi? ¡Cielo santo! Nada menos que la imagen de la anciana, sonriendo tontamente, vestida con la misma ropa de terciopelo y satén que le habían puesto a su cadáver. Con los ojos abiertos al máximo, su cara parecía la del Diablo. Su cuerpo estaba todo envuelto en una luz roja que brotaba de los pies, como si su vestido hubiera comenzado a prenderse fuego. La anciana dio unos pasos en mi dirección y sus manos, extendidas hacia delante, me apuntaban como dispuestas a ahorcarme.
Era incapaz de moverme, pero ella se limitó a pasar a mi lado y a seguir de largo con una especie de viento helado. Vi que avanzaba rumbo a una pequeña pieza que mi tía llamaba “la alcoba”, lugar donde antaño había estado la cama de gala y al que podía accederse por una gran puerta abierta que yo no había notado anteriormente. La vi buscar determinado objeto y girar para observarme. La habitación volvió a oscurecerse de pronto y yo advertí que me encontraba al otro lado de la cama. Cómo aparecí allí, lo ignoro. Sólo sé que por fin pude hablar y que, aunque no grité ni aullé, bajé corriendo y por poco tiro abajo la puerta de Mrs. Wyvern, a la que casi maté de un susto.
Imaginarán con razón que esa noche no dormí. Y que, con las primeras luces del alba, fui lo más deprisa que pude en busca de mi tía.
Esperaba una reprimenda o un castigo de su parte, pero no hizo nada de eso; en verdad, tan sólo aferró mis manos y me miró fijamente, antes de decirme que no tuviera miedo y de preguntarme:
—¿Has visto en la mano de la señora Crowl algo semejante a una llave?
—Sí —le dije. Acababa de recordar ese detalle—. Una pequeña llave de lata.
—A ver, espera un poco —dijo, soltando mis manos y abriendo un cajón—. ¿Una llave idéntica a esta? —y puso entre mis dedos una llavecita.
—Idéntica —dije, sin titubear.
—¿Estás segura?
—Por completo.
—Muy bien, suficiente, mi niña —dijo y volvió a guardar la llave en el cajón—. Hoy vendrá el Squire, antes del mediodía, y le contarás acerca de esto. Algo me dice que me iré pronto de aquí. Mi consejo, por lo tanto, es que vuelvas a tu hogar esta misma tarde. En cuanto pueda, te consiguiré otro empleo.
Estas palabras me hicieron sentir dichosa.
Mi tía empacó mis pertenencias y me dio las tres libras que me debían, para que las llevara a casa. Horas después, el Squire Crowl llegó a Applewale. Era un hombre muy apuesto, de unos treinta años. Yo ya lo había visto una vez, pero en aquella ocasion él no me había dirigido la palabra.
Mi tía conversó con él en el cuarto de llaves. Ignoro lo que se dijeron. Yo tenía miedo de hablar con el Squire, ya que era considerado alguien importante; él rompió el silencio, con una sonrisa:
—¿Qué es lo que has visto, niña? Tuvo que ser un sueño, ya que esas cosas como los fantasmas y los espectros no existen. De todas maneras, siéntate y cuéntame todo con lujo de detalles.
Así lo hice y, apenas terminé, el Squire reflexionó un instante y le dijo a mi tía:
—Conozco bien ese lugar. El rengo Wyndel me contó que, en tiempos del viejo Sir Oliver, había una abertura en ese rincón, ahí mismo donde ella soñó que mi tía abría una puerta. El rengo tenía más de ochenta años cuando me lo contó y yo era entonces un niño. Veinte años han pasado ya. Se escondían allí las vajillas y las joyas, antes de que hubiese una cajafuerte en el salón de los tapices. El rengo también me contó que la llave era de lata, como la que usted ha encontrado. ¿No sería divertido si hallásemos allí, olvidados, unos diamantes o unas cucharas de plata? Tienes que mostrarnos, niña, el lugar exacto.
Sin muchas ganas, con el corazón en la boca, tomé a mi tía de la mano, subí las escaleras y les mostré a los dos por dónde había entrado la anciana, cuál era el recorrido exacto que ella había hecho y dónde estaba la puerta que yo le había visto abrir.
Había allí, contra la pared, un gran armario vacío. Al correr un poco este mueble, apareció la marca de una puerta clausurada. Alguien había rellenado con madera el hueco de la cerradura para que no llamase la atención; en cuanto a las juntas de la puerta, habían sido disimuladas con una especie de masilla del mismo color del roble. Salvo por unos diminutos goznes que podían verse únicamente de cerca, prestando mucha atención, era imposible detectar la presencia de una puerta.
—Vaya! —dijo el Squire—. Parece que es aquí.
En escasos minutos, con ayuda de un formón y un martillo, él retiró el tarugo de madera que había dentro del cerrojo. La llavecita cabía allí a la perfección y, tras un largo crujido, la cerradura cedió y la puerta pudo abrirse.
Había en el interior una segunda puerta, todavía más extraña que la primera, pero sin cerradura y fácil de abrir. Daba a un lugar estrecho, con paredes y bóveda de ladrillo, donde reinaba la penumbra.
Mi tía encendió al fin una vela. Se la dio al Squire y trató, en vano, de espiar por encima de sus hombros, pero ni ella ni yo veíamos nada.
—¡Ajá! —dijo el Squire—. ¿Qué es esto? Pronto, deme el atizador —le ordenó a mi tía.
Entonces, siempre a espaldas de ella, desde un rincón alejado, pude ver que había, hecho un ovillo, una criatura parecida a un simio o a una mujer muy vieja, la criatura más arrugada que jamás hubiese pisado la tierra.
—¡Vaya! —dijo mi tía, mientras le daba el atizador al Squire—. ¡Tenga cuidado, señor! ¿Qué piensa hacer? Mejor salgamos ya mismo y cerremos la puerta.
En lugar de hacerle caso, él avanzó lentamente con el atizador en punta como si fuese una espada. Bastó una débil estocada para que la cosa se desmoronase.
Eran los restos de un niño; los huesos se pulverizaron.
Hubo un momento de silencio. Después el Squire examinó una calavera que yacía en el suelo.
Por más joven que fuera yo entonces, comprendía de sobra lo que ellos dos estaban pensando.
—¡Bueno, era tan sólo un gato muerto! —dijo de pronto el Squire, antes de alejarse de allí, soplar la vela y cerrar la puerta—. Más tarde volveremos usted y yo, Mrs. Shutters, e inspeccionaremos uno por uno los estantes. Antes, hay asuntos más urgentes. Esta niña vuelve ahora mismo a su hogar, ¿no es cierto? A sus honorarios, agréguele un regalo de mi parte —concluyó, dándome una suave palmada en el hombro.
Recibí un bonito billete de una libra y partí una hora más tarde. Tomé la diligencia, feliz de regresar a casa. Tras este incidente, gracias a Dios, no volví a ver nunca más a la señora Crowl, ni en sueños ni convertida en fantasma.
Muchos años después, cuando ya era una mujer, mi tía vino a pasar una noche y un día conmigo en Littleham y me dijo que, sin lugar a dudas, lo que habíamos visto aquel día eran los restos del niño desaparecido tiempo atrás. La anciana lo había encerrado allí, hasta que muriera. Nadie había oído sus gritos, ni sus lamentos, ni los golpes que daba contra las paredes. El sombrero a orillas del lago había sido una artimaña para que todos pensaran que se había ahogado.
Con los años, las ropas del niño se habían reducido a polvo, lo mismo que sus huesos. Pero habían quedado intactos unos botones de jade, un cuchillo con un mango color verde y dos peniques que el pobre llevaba a cuestas en el preciso instante en que lo habían encerrado. Entre los documentos del Squire había un anuncio redactado por el padre tras la desaparición del niño; el hombre creía que el niño se había fugado o que había sido raptado por los gitanos; en el anuncio podía leerse que el niño llevaba consigo un cuchillo de mango verde y que vestía una chaqueta con botones de jade.
Aquí termina la historia y esto es lo que quería contarles acerca de la señora Crowl, de Applewale House.


Título original: Madam Crowl’s Ghost, 1870. Traducción de Eduardo Berti.



33 comentarios:

  1. hola soy fatima y me encanto el cuento

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  4. esta gonito pero un poco aburrido y a jini no le gusto

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  5. esta aburridoooooooooooooooooooo

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  6. quiero que me lo cuente siri

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