viernes, 31 de agosto de 2012

Dickon el diablo. Joseph Sheridan Le Fanu.


Hace unos treinta años dos solteronas ricas y viejas me eligieron para que visitara una propiedad en esa parte de Lancashire que está cerca del famoso bosque de Pendle, con el que tan agradablemente nos hemos familiarizado gracias a la obra del señor Ainsworth, Las brujas de Lancashire. Tenía yo que hacer la partición de una pequeña propiedad, formada por una casa con la tierra solariega, que mucho tiempo antes habían recibido como coherederas.
Los últimos sesenta kilómetros del viaje me vi obligado a realizarlos en posta, principalmente por atajos poco conocidos, y todavía menos frecuentados, que presentaban paisajes extremadamente interesantes y hermosos. La estación en la que viajaba, principios de septiembre, mejoraba el pintoresquismo del paisaje.
Nunca había estado en esa parte del mundo; me han dicho que ahora es mucho menos salvaje, y en consecuencia menos hermosa.
En la posada en la que me detuve para cambiar los caballos y cenar algo, pues pasaban ya de las cinco, encontré que el hospedero, un tipo robusto que tenía, según me dijo, sesenta y cinco años, era de una benevolencia fácil y charlatana, que deseaba distraer a sus huéspedes con cualquier charla y para el que la menor excusa bastaba para que se pusiera a fluir su conversación sobre cualquier tema que a uno le complaciera.
Tenía yo curiosidad por saber algo sobre Barwyke, nombre de la casa y las tierras a las que me dirigía. Como no había ninguna posada a algunos kilómetros de ella, había escrito al administrador para que me alojara allí, lo mejor que pudiera, por una noche.
El hospedero de «Three Nuns», que tal era el cartel bajo el que entretenía a los viajeros, no tenía mucho que contar. Hacía ya veinte años o más desde que había muerto el viejo Squire Bowes, y nadie había vivido allí desde entonces salvo el jardinero y su esposa.
–Tom Wyndsour debe tener la misma edad que yo; pero es un poco más alto, y no ha de tener tantas carnes –comentó el grueso posadero.
–Pero ¿no decían que había historias en la casa que impedían a los arrendatarios entrar en ella? –pregunté.
–Relatos de viejas, de hace muchos años, eso será, señor; los olvidé; me olvidé de todos. Claro que los habrá siempre cuando una casa queda así abandonada; a los tontos del pueblo siempre les gusta hablar; pero no he oído una palabra de esto desde hace veinte años.
En vano traté de sondearle. El viejo dueño del «Three Nuns», por alguna razón, prefirió no contar nada de Barwyke Hall, si es que realmente lo recordaba, tal como yo sospechaba.
Pagué la cuenta y reanudé el viaje, complacido por el solaz que había encontrado en la antigua posada, aunque algo decepcionado.
Llevábamos ya más de una hora de viaje cuando empezamos a cruzar unos pastos comunes; sabía que a partir de ellos faltaba un cuarto de hora para llegar ante la puerta de Barwyke Hall.
Muy pronto quedaron atrás la turba y el tojo; de nuevo nos encontrábamos en ese paisaje arbolado que tanto me gustaba, y al que apenas molestaba ningún tipo de tráfico. Estaba mirando por la ventanilla de la silla de posta y enseguida detecté el objeto que desde hacía algún tiempo estaban buscando mis ojos. Barwyke Hall era una casa grande y singular del tipo de labor enrejada conocida con el nombre de «blanco y negro», en el que las barras y ángulos de una estructura de roble contrastan, negras como el ébano, con la cal blanca que se extiende sobre la albañilería construida en los intersticios. La casa isabelina de inclinados tejados se levantaba en medio de unos terrenos no muy extensos, semejantes a un parque, pero resultaba imponente por la noble altura de los viejos árboles que ahora, con el sol poniente, lanzaban sus sombras alargadas hacia el este.
El muro del parque se había vuelto gris con el tiempo, y muchos lugares estaban recubiertos de yedra. En una hondonada suave y en una sombra gris y profunda, que contrastaba con los fuegos oscuros del atardecer reflejados en el follaje superior, se extendía un lago que parecía frío y negro; y que, por así decirlo, daba la impresión de ocultarse a la observación con un conocimiento culpable.
Me había olvidado de que en Barwyke había un lago; pero en el momento en el que lo captaron mis ojos, con la apariencia del frío pulido de una serpiente en la sombra, mi instinto pareció reconocer algo peligroso y supe que el lago estaba relacionado, aunque no podía recordar de qué manera, con las historias que sobre este lugar había oído de joven.
Tomé una avenida cubierta de hierba bajo las ramas de aquellos nobles árboles cuyo follaje, teñido por el amarillo y el rojo otoñales, devolvía con magnificencia los haces del sol occidental.
Llegamos a la puerta. Salí del coche y pude ver bien la fachada de la casa; era una mansión grande y melancólica con señales de haber sido olvidada desde hacía tiempo; las grandes y anticuadas persianas de madera estaban cerradas con barras por el exterior; la hierba, incluso las ortigas, crecía profusamente en el patio, y una delgada capa de musgo veteaba las vigas de madera; el yeso estaba descolorido por el tiempo y la intemperie, y había en él grandes manchas rojizas y amarillas. El gran número de árboles viejos que se arremolinaban alrededor de la casa aumentaba la oscuridad.
Subí los escalones y miré a mi alrededor; ahora el oscuro lago quedaba cerca de mí, un poco a la izquierda. No era grande; debía cubrir unas cuatro o cinco hectáreas, pero aumentaba la melancolía del paisaje. Cerca del centro había una pequeña isla en la que crecían dos viejos fresnos que se inclinaban cada uno hacia el otro y cuya imagen melancólica se reflejaba en las quietas aguas. La única influencia alegre en aquel escenario de antigüedad, soledad y olvido era el calor que proyectaban los rojizos haces solares occidentales sobre la casa y el paisaje. La llamada resonó en mi oído hueca y poco reconfortante; y la campana devolvió desde la distancia un tañido grave y ronco, como si se quejara de que la hubieran despertado de un sueño de una docena de años.
Con una prontitud que indicaba que aguardaban hospitalariamente mi llegada, abrió la puerta un hombre viejo de miembros ligeros y aspecto alegre, vestido con calzones y chaqueta de barragán, sonrisa de bienvenida y una nariz muy afilada y rojiza que parecía prometer buenos ratos en su compañía.
En el recibidor sólo había una luz pequeña cuyos rayos se perdían en la oscuridad del fondo. Era muy espacioso y elevado, con una galería que lo rodeaba y que resultó visible en dos o tres puntos cuando se abrió la puerta. Casi en la oscuridad, mi reciente amigo me condujo a través de ese amplio recibidor hasta la sala destinada a mi recepción. Era espaciosa y estaba entablada hasta el techo. Los muebles de ese amplio salón eran anticuados y rústicos.
Las ventanas seguían teniendo cortinas y había una alfombra turca en el suelo; las ventanas eran dos, y desde ellas, por entre los troncos de los árboles cercanos a la casa, podía atisbarse el lago. Para animar aquella melancólica sala necesité de todo el fuego y todas las agradables asociaciones que provocaba en mi mente la nariz rojiza de aquel hombre. Una puerta situada en el extremo más lejano daba paso a la habitación que me habían dispuesto como dormitorio. También estaba entablada, como la otra. Contenía una cama de cuatro postes con gruesas cortinas tapizadas, y en otros aspectos estaba amueblada con el mismo estilo anticuado y pesado que la otra. Su ventana daba también al lago.
Aquellas habitaciones, aunque sombrías y tristes, se hallaban escrupulosamente limpias. No había nada de lo que pudiera quejarme, pero el efecto resultaba bastante decepcionante. Tras dar algunas indicaciones sobre la cena, un incidente agradable que cabía esperar, y asearme rápidamente, llamé a mi amigo el de la nariz roja y los calzones (Tom Wyndsour), cuya ocupación era la de «mayordomo», o ayudante del administrador, de la propiedad, para que me acompañara a dar un paseo por la zona, pues todavía faltaba una hora para la puesta de sol.
Era una agradable tarde otoñal y mi guía, hombre resistente, caminaba a un paso que me costaba mantener.
Entre los grupos de árboles situados en la parte septentrional vimos por casualidad la pequeña y antigua iglesia parroquial. La observé desde un promontorio, con el muro del parque por en medio; pero un poco más abajo había un portillo que daba acceso al camino y por él nos acercamos a la puerta de hierro del campo de la iglesia. Vi que la puerta de la iglesia estaba abierta; el enterrador estaba dejando el pico, la pala y el azadón, con los que acababa de cavar una tumba, en un pequeño receptáculo situado bajo la escalera de piedra de la torre. Era un jorobado cortés y de ingenio vivo que se mostró encantado de enseñarme la iglesia. Entre los monumentos había uno que me interesó; había sido levantado en conmemoración del mismo Squire Bowes, del que las dos solteronas habían heredado la casa y la finca de Barwyke. El monumento hablaba de él en términos de elogiosa grandilocuencia e informaba al lector cristiano que había muerto, en el seno de la Iglesia de Inglaterra, a la edad de setenta y un años.
Pude leer la inscripción con los últimos rayos del sol poniente, que desapareció tras el horizonte en el momento en que pasábamos bajo el porche.
–Ya hace veinte años desde que murió Squire –comenté en tono reflexivo, quedándome todavía en el camposanto.
–Ay, señor; en septiembre cumplirán esos años.
–¿Y era un buen caballero?
–Un caballero muy amable y de trato fácil, señor; creo que en toda su vida no debió hacer daño ni a una mosca –asintió Tom Wyndsour–. No siempre es fácil saber lo que van a hacer tales caballeros, y qué giro tomarán después; y creo que algunos de ellos se vuelven locos.
–¿Y no cree que había perdido el control de su mente? –pregunté.
–¿Él? ¡Qué va! No; él no, señor. Quizás fuera un poco perezoso, como los otros de su familia, pero sabía endiabladamente bien lo que estaba haciendo.
El relato de Tom Wyndsour me pareció un poco enigmático; pero igual que le pasaba al viejo Squire Bowes, aquella noche me sentía «un poco perezoso» y no hice más preguntas sobre él.
Pasamos por el portillo que daba a la estrecha carretera que rodeaba el camposanto. La bordeaban olmos de más de cien años de edad, y en el crepúsculo, que prevalecía ahora, se estaba poniendo muy oscura. Uno al lado del otro recorrimos aquel camino cercado por dos muros que parecían de piedra, cuando algo que corría hacia nosotros en zigzag nos pasó a gran velocidad emitiendo un sonido como el de un estremecimiento o risa atemorizada, y vi, en el momento en que nos pasaba, que se trataba de una figura humana. He de confesar ahora que al principio quedé un poco sorprendido. Aquella persona iba vestida en parte de blanco: y sé que al principio la confundí con un caballo blanco que viniera camino abajo al galope. Tom Wyndsour se apartó y se quedó mirando a la figura mientras se alejaba.
–Se dedicará a sus viajes esta noche –dijo en tono bajo–. Cualquier cosa le sirve de cama a este muchacho; dos metros de turba o brezo secos, o un rincón en una zanja seca. En los últimos veinte años ese muchacho no ha dormido ni una sola vez en una casa, y no lo hará mientras siga creciendo la yerba.
–¿Está loco? –pregunté.
–Algo parecido, señor; es un idiota, un perdido; le damos el nombre de «Dickon el Diablo», porque diablo es casi la única palabra que sale de su boca.
Tuve la impresión de que, de alguna manera, aquel idiota estaba relacionado con la historia de Squire Bowes.
–¿Me equivoco al pensar que se cuentan historias extrañas sobre él? –sugerí.
–Más o menos, señor; más o menos. Algunas historias extrañas.
–¿Y hace veinte años que no duerme en una casa? Es más o menos el tiempo que hace que murió Squire –le dije.
–Así es, señor; no mucho después.
–Tienes que hablarme de eso, Tom, esta misma noche, cuando pueda oírlo cómodamente, después de la cena.
A Tom no pareció gustarle mi invitación, y mirando hacia delante mientras seguíamos caminando, añadió:
–Ya ve, señor, que la casa ha estado tranquila y no ha habido gente que alborotara ni dentro ni fuera de sus paredes, ni en los bosques de Barwyke, desde hace diez años o más; y mi mujer afirma claramente que no se debe hablar de esas cosas, y, lo mismo que yo, cree que es mejor dejar que los perros duerman.
Hacia el final de la frase bajó el tono de su voz e hizo un significativo gesto de asentimiento.
Llegamos enseguida a un lugar en el que abrió un portillo en la cerca del parque y por él entramos de nuevo a los terrenos de Barwyke.
La luz crepuscular que iba oscureciendo el paisaje, los árboles enormes y solemnes y el perfil distante de la casa encantada ejercieron sobre mí una influencia sombría, que unida a la fatiga de un día de viaje, y a la caminata que nos habíamos dado, me llevaba a no desear interrumpir el silencio en el que se había encerrado ahora mi compañero.
A nuestra llegada, una cierta atmósfera de comodidad disipó en gran medida la tristeza que me estaba embargando. Aunque no hacía en absoluto una noche fría, me sentí muy contento al ver unos leños encendidos en la parrilla; un par de velas se sumaban a la iluminación, lo que hacía que la habitación pareciera alegre. Una mesa pequeña, con un mantel muy blanco y los preparativos para la cena, era también un objeto muy agradable.
Bajo estas influencias, me habría gustado mucho escuchar la historia de Tom Wyndsour; pero tras la cena me sentí demasiado somnoliento como para intentar introducir el tema; y tras bostezar un rato, comprendiendo que de nada servía luchar contra mi somnolencia, me fui al dormitorio y a las diez estaba profundamente dormido.
Más tarde me referiré a la interrupción que experimenté aquella noche, pues aunque fue muy extraña no resultó demasiado importante.
A la noche siguiente había completado mi trabajo en Barwyke. Desde primeras horas de la mañana había estado incesantemente ocupado y había realizado un duro trabajo, por lo que no tuve tiempo para pensar en lo que acabo de referir. Al final me encontré sentado de nuevo ante mi pequeña mesa tras terminar una confortable cena. Había sido un día sofocante y abrí todo lo que pude una de las ventanas grandes. Estaba sentado al lado, con el brandy y el agua a mi lado, mirando hacia la oscuridad. No había luna y los árboles que se agrupaban alrededor de la casa hacían que la oscuridad circundante resultara extrañamente profunda.
–Tom –le dije en cuanto noté que la jarra de ponche caliente que le había pasado empezaba a ejercer su influencia cordial y comunicativa–; debes decirme quién, además de tu esposa, de ti y de mí mismo, durmió en la casa la noche anterior.
Tom, que estaba sentado junto a la puerta, dejó el recipiente y me miró de reojo, sin decir una palabra, mientras se podría haber contado hasta siete.
–¿Que quién más durmió en la casa? –repitió deliberadamente–. Ni un ser vivo, señor –añadió mirándome fijamente, y era evidente que esperando todavía algo más.
–Pues es muy extraño –contesté devolviéndole la mirada y sintiendo realmente que sucedía algo singular–. ¿Estás seguro de que no entraste en mi habitación la noche pasada?
–No hasta que fui a llamarle, señor, y eso ya por la mañana; podría jurarlo.
–Pues bien –repliqué yo–, hubo alguien más allí, también yo podría jurarlo. Estaba tan fatigado que no conseguí levantarme; pero me despertó un sonido que me hizo pensar que habían caído violentamente al suelo las dos latas de estaño en las que guardo mis papeles. Oí unos pasos lentos en el suelo, y había luz en la habitación, aunque recordaba haber apagado la vela. Pensé que debías ser tú, que habías entrado por mi ropa, y por accidente habías tirado las cajas. Pero fuese quien fuese, se marchó, llevándose con él la luz. De nuevo me disponía a reposar cuando, como la cortina estaba un poco abierta al pie de la cama, vi una luz en la pared opuesta; como la que arrojaría una vela desde el exterior si estuvieran abriendo cautelosamente la puerta. Me erguí en la cama, abrí la cortina lateral y vi que la puerta se estaba abriendo, y entraba luz desde el exterior. Ya sabes que está cerca del cabezal de la cama. Una mano sostenía el borde de la puerta mientras la abría; pero no una como la tuya; una mano muy especial.
Enséñame la tuya.
Extendió una mano para que pudiera inspeccionarla.
–Oh, no; a tu mano no le pasa nada. Aquella tenía una forma muy distinta; más gruesa; y el dedo corazón era más pequeño que los demás, como si alguna vez se hubiera roto y la uña se hubiera encorvado como una garra. «¿Quién anda ahí?», pregunté, y con ello la luz y la mano se retiraron y nada volví a oír ni a ver de mi visitante.
–¡Tan seguro como que está usted vivo, que era él! –exclamó Tom Wyndsour, mientras su nariz se ponía pálida y los ojos casi se le salían de las órbitas.
–¿Quién? –pregunté.
–El viejo Squire Bowes; lo que vio fue su mano; ¡el Señor tenga piedad de nosotros! –respondió Tom–. El dedo roto y la uña curvada como un arco. Tuvo suerte, señor, de que no regresara cuando lo llamó. Usted vino aquí por los asuntos de las señoritas Dymock, y él nunca quiso que ellas pusieran un pie en Barwyke; estaba haciendo un testamento muy diferente cuando la muerte se lo llevó. Nunca fue descortés con nadie, pero a ellas no podía soportarlas. Mi mente se llenó de recelos cuando me enteré de que venía usted por los asuntos de ellas; y ya ve lo que ha pasado: ¡él ha vuelto a las andadas!
Con un poco de presión, y algo más de ponche, logré convencer a Tom Wyndsour para que explicara sus misteriosas alusiones y contara las cosas que habían sucedido a la muerte del viejo Squire.
–Como usted sabe –dijo Tom–, Squire Bowes de Barwyke murió sin hacer testamento. Todas las gentes de los alrededores se apenaron; es decir, señor, se apenaron como lo hacen las gentes por un anciano que ha vivido muchos años y no tiene derecho a quejarse porque la muerte haya llamado a su puerta a una hora demasiado temprana. Squire era muy querido; nunca tuvo una pasión ni dijo una palabra más alta que otra; y no haría daño ni a una mosca; por eso resulta más sorprendente lo que sucedió tras su fallecimiento.
»Lo primero que hicieron esas damas cuando tuvieron la propiedad fue comprar ganado para el parque.
»En cualquier caso, no fue prudente dejar que el ganado pastara por su cuenta. Pero no sabían a lo que tenían que enfrentarse.
»No pasó mucho tiempo antes de que el ganado empezara a dar problemas; primero una cabeza, y luego otra, enfermaban y morían, y así hasta que las pérdidas empezaron a ser muy fuertes. Fue entonces cuando, poco a poco, empezaron a contarse extrañas historias. Primero uno, y luego otro, dijeron haber visto a Squire Bowes hacia el anochecer, caminando tal como solía hacerlo cuando estaba vivo entre los viejos árboles, apoyándose en su bastón; y a veces, cuando se encontraba con el ganado se detenía y pasaba una mano afablemente sobre el lomo de uno de los animales; y con seguridad ese animal enfermaba al día siguiente y moría poco después.
»Nadie se encontró con él en el parque o en el bosque, ni lo vio salvo a buena distancia. Pero todos conocían bien su manera de andar y su figura, y la ropa que solía llevar; y todos conocían el animal sobre el que había puesto la mano por su color: blanco, castaño oscuro o negro; y con seguridad ese animal enfermaba y moría. Los vecinos fueron teniendo cada vez más miedo de coger el camino del parque; y a ninguno le gustaba pasear por el bosque o entrar en los límites de Barwyke. Y el ganado seguía enfermando y muriendo como antes.
»En aquel tiempo vivía un tal Thomas Pyke; había sido mozo de cuadra del viejo Squire y estaba a cargo del lugar, siendo el único que solía dormir en la casa.
»Tom se enfadaba al escuchar esas historias, de las que no creía ni la mitad; y sobre todo cuando ya no pudo ser capaz de conseguir ningún hombre o muchacho que pastoreara el ganado, pues todos tenían miedo. Por eso escribió a Matlock, Derbyshire, pidiendo que viniera su hermano, Richard Pyke, un muchacho listo y que no sabía nada de las historias sobre el viejo Squire.
»Llegó su hermano Dick y el ganado empezó a mejorar; la gente decía que a veces podía ver todavía al viejo Squire, paseando como antes por los claros del bosque, con el bastón en la mano; pero ya no se acercaba al ganado, por la razón que fuese, desde la llegada de Dickon Pyke; y solía quedarse mucho tiempo en pie, mirando los animales, sin moverse más que el tronco de un árbol grande, a veces durante una hora, hasta que su forma desaparecía poco a poco, como el humo de un fuego que se ha apagado.
»Tom Pyke y su hermano Dickon eran los únicos seres vivos que vivían en la casa y dormían en la cama grande de la habitación de los criados, pues la casa había sido cerrada y enrejada una noche de noviembre.
»Tom dormía al lado de la pared, y me contó que en ese momento estaba tan despierto como si fuera mediodía. Su hermano Dickon dormía en el lado de fuera y se encontraba profundamente dormido.
»Pues bien, mientras Tom estaba allí pensando, con los ojos vueltos hacia la puerta, esta se abrió lentamente y el que entró por ella fue el viejo Squire Bowes, con el rostro tan cadavérico como lo tenía dentro del ataúd.
»Tom se quedó sin respiración; no podía apartar los ojos de él y sintió que se le erizaba el cabello de la cabeza.
»El Squire llegó al lado de la cama, puso sus brazos por debajo de Dickon y levantó al muchacho, que estuvo todo el tiempo profundamente dormido, llevándoselo fuera, hacia la puerta.
»Así es como Tom Pyke vio la aparición, y estaba dispuesto a jurárselo a cualquiera.
»Cuando sucedió aquello, la luz, que no se sabía de dónde procedía, se apagó de pronto, y Tom ya no pudo ver ni su propia mano delante de él.
»Más muerto que vivo, se quedó tumbado hasta el amanecer.
»Con toda seguridad su hermano Dickon había desaparecido. No pudo encontrar ningún signo de él en toda la casa; y con algunos problemas, consiguió que un par de vecinos le ayudaran a buscarlo en el bosque y por toda la finca. Pero tampoco encontraron signo alguno de su presencia.
»Al final, uno de ellos se acordó de la isla del lago; el pequeño bote estaba amarrado al poste clavado en la orilla del agua. Subieron en él, aunque con pocas esperanzas de encontrarle allí. Sin embargo allí le encontraron, sentado debajo del gran fresno, y con la cabeza perdida. A todas sus preguntas, sólo respondía con un grito: «¡Bowes el Diablo! ¡Miradle, miradle, Bowes el Diablo!» Le encontraron como un idiota; y así seguirá hasta que Dios arregle todas las cosas. Nadie ha podido conseguir que vuelva a dormir de nuevo bajo techo. Va de casa en casa mientras hay luz del día; y nadie se ha preocupado por encerrar a ese ser inofensivo en el asilo. Pero la gente prefiere no encontrárselo tras la caída de la noche, pues se piensa que donde él está debe haber cerca cosas peores.
Tras la historia de Tom se produjo un silencio. Él y yo estábamos solos en la habitación grande; yo me encontraba cerca de la ventana abierta, mirando la atmósfera oscura de la noche. Me pareció ver que algo se movía en el exterior y oí un sonido parecido a una conversación susurrada que de pronto se convirtiera en un grito discordante: «¡Huuu! ¡Bowes el Diablo! Encima de tu hombro. ¡Huuu! ¡Ha! ¡Ha! ¡Ha!» Me levanté y vi, a la luz de la vela con la que Tom llegó corriendo hasta la ventana, los ojos salvajes y el rostro cubierto de tizón de un idiota, y luego, con un repentino cambio del estado de ánimo, se marchó, susurrando y riendo entre dientes para sí mismo, extendiendo el dedo corazón de las dos manos y mirando las puntas como si para él fueran un amuleto.
Tom bajó la ventana. La historia y su epílogo habían terminado. Confieso que me sentí contento cuando unos minutos después escuché en el patio los cascos de los caballos; y todavía más contento cuando, tras despedirme amablemente de Tom, dejé varios kilómetros atrás la olvidada casa de Barwyke.
  

Título original: Dickon the Devil, 1872. Traducción de Rafael Lassaletta Cano.



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