Durante las
vacaciones de navidad dos amigos míos, Hugh Grainger y su esposa, habían
alquilado durante un mes la casa en la que íbamos a presenciar esas extrañas
manifestaciones, y cuando recibí la invitación para pasar con ellos quince días
les devolví una respuesta afirmativa y entusiasta. Conocía ya muy bien esa
agradable zona rural cubierta de brezales, y todavía era más íntimo mi
conocimiento de los riesgos sutiles de su atractivo campo de golf. Me habían
dado a entender que el golf nos ocuparía el día entero a Hugh y a mí, por lo
que Margaret no se vería nunca obligada a tocar los instrumentos con los que se
practicaba ese juego que tanto detestaba...
Todavía había luz
diurna cuando llegué allí, y como mis anfitriones estaban fuera di un paseo por
el lugar. La casa y el jardín se encontraban sobre una meseta que daba al sur;
abajo había un par de acres de pasto que descendían en pendiente hasta un
torrente errabundo que cruzaba una pasarela, a cuyo lado se levantaba una cabaña
de techo de paja rodeada por una parcela de huerta. Pegado al huerto corría un
camino que cruzaba los pastos desde una puerta del jardín, y te llevaba hasta
la pasarela, por lo que según lo que recordaba yo de la geografía del lugar
debía constituir un atajo hasta el campo de golf, situado a menos de un
kilómetro de allí. La cabaña estaba en las tierras de la pequeña finca, por lo
que supuse enseguida que sería la casa del jardinero. Lo que se oponía a esa
teoría tan simple y evidente era que parecía no estar habitada. Aunque la tarde
era fría, de su chimenea no salían espirales de humo, y al acercarme más pensé
que tenía ese aire de «espera» que tan a menudo comunican las casas
deshabitadas. Allí estaba, sin el menor signo de vida, aunque dispuesta, como
parecía garantizar su estado aparentemente perfecto, a que nuevos inquilinos
volvieran a introducir en ella el aliento de la vida. La misma sensación
provocaba el pequeño jardín, aunque las vallas estaban limpias y recién
pintadas; los arriates se hallaban desatendidos y cubiertos de hierbas, y en la
zona floral, junto a la puerta principal, había una fila de crisantemos que se
habían marchitado en los tallos. Pero todo aquello no era sino la impresión de
un momento, y no me detuve al pasar, sino que crucé la pasarela y subí por la
pendiente de brezo que se extendía desde ella. Mi sensación geográfica no había
fallado, pues inmediatamente vi delante de mí la sede del Club. Sin duda Hugh
estaría a punto de llegar de su ronda vespertina, así que podríamos regresar
juntos dando un paseo. Pero al llegar a la sede del Club el camarero me dijo
que no hacía ni cinco minutos que la señora Grainger había venido en coche a
buscar a su marido, por lo que tuve que regresar a pie por el camino que me
había llevado hasta allí. Di un rodeo, como haría cualquier jugador de golf,
para recorrer la calle de los hoyos diecisiete y dieciocho sólo por el placer
de reconocerlos, y miré con respeto el enorme arenal que tan inexorablemente
defiende el green, preguntándome en qué circunstancias llegaría hasta allí en
la siguiente ocasión, si con un paso complaciente y superior, sabedor de que mi
pelota reposaba con seguridad sobre el green, o el caminar pesado de aquél que
sabe que le aguardan laboriosos esfuerzos.
La luz de la tarde invernal
había menguado rápidamente, y cuando al regresar crucé la pasarela había caído
el crepúsculo. A mi derecha, poco más allá del camino, estaba la cabaña, cuyos
muros encalados desprendían un brillo blanquecino al anochecer; y cuando desde
allí desvié la vista a la estrecha plancha que cruzaba el torrente creí ver con
el rabillo del ojo una luz en una de sus ventanas, lo que desautorizaba mi
teoría de que estaba deshabitada. Pero cuando volví a mirar hacia allí
directamente comprobé que me había equivocado: debió engañarme algún reflejo de
las líneas rojizas crepusculares en el cristal, pues en el inclemente anochecer
parecía más desolada que nunca. Me entretuve sin embargo junto a la puerta de
la cerca baja, pues, aunque toda evidencia exterior afirmaba que estaba vacía,
una sensación inexplicable me aseguraba, aunque irracionalmente, que no era
así, que allí había alguien. Desde luego que no había nadie visible, pero
aquella idea absurda me sugería que podía encontrarse en la parte trasera de la
cabaña, tapado por la estructura intermedia, y aunque fuera extraño e
irrazonable cobró importancia para mí el averiguar si era o no así, tan
claramente mis percepciones me habían informado de que el lugar estaba vacío y
tan firmemente una convicción me aseguraba de que la cabaña estaba habitada.
Para ocultar mi curiosidad, en caso de que hubiera alguien, podía preguntar si
aquel camino era un atajo hasta la casa en la que me albergaba, y aunque
rebelándome contra lo que estaba haciendo, crucé el pequeño jardín y llamé a la
puerta. No hubo respuesta, y tras aguardar después de llamar por segunda vez, y
haber intentado abrir la puerta, encontrándola cerrada, rodeé la casa. No había
nadie allí, evidentemente, y me dije a mí mismo que era como un hombre que mira
bajo su cama en busca de un ladrón, pero que se quedaría realmente sorprendido
si lo encontrara.
Al llegar a la casa
estaban ya allí mis anfitriones, y pasamos dos alegres horas, antes de la cena,
en esa conversación inconexa y vehemente adecuada entre amigos que hacía tiempo
que no se habían visto. Con Hugh Grainger y su esposa es imposible tocar un
tema que no interese vivamente a uno u otro de ellos, y el golf, la política,
las necesidades de Rusia, la cocina, los fantasmas, la posible victoria sobre
el monte Everest y los impuestos se encontraron entre los temas de los que
discutimos apasionadamente. Con todas aquellas posibilidades en juego era fácil
estimular cualquiera de ellas, y en general se abordó una y otra vez el tema de
los espectros.
—Margaret ha cogido
el camino directo a la locura —comentó Hugh en una de esas ocasiones—, pues ha
empezado a utilizar el tablero. Me han dicho que si utilizas el tablero durante
seis meses los doctores más cuidadosos estarán dispuestos a certificar tu
locura. Le quedan cinco meses antes de ir a Bedlam [1].
—¿Funciona?
—pregunté.
—Sí, y te informa de
cosas interesantísimas —contestó Margaret—. Dice cosas que nunca habían pasado
por mi cabeza. Esta noche podemos probar.
—Oh, esta noche no
—intervino Hugh—. Tengamos una noche de descanso.
Margaret no le prestó
atención.
—No hay que hacer
preguntas al tablero —siguió diciendo—, porque en la mente tienes entonces
algún tipo de respuesta. Si yo pregunto si mañana hará buen tiempo, por
ejemplo, es probable que yo misma haga que el lápiz conteste afirmativamente,
aunque no esté tratando de empujarlo.
—Y entonces suele
llover —comentó Hugh.
—No siempre, pero no
interrumpas. Lo interesante es dejar que el lápiz escriba lo que él quiera. Muy
a menudo sólo da vueltas y traza curvas, aunque podrían significar algo, pero
de vez en cuando sale una palabra de cuyo significado no tengo la menor idea,
por lo que es evidente que no podría haberla sugerido. Por ejemplo, ayer por la
noche escribió «jardinero» una y otra vez. ¿Qué significará? El jardinero de
aquí es un metodista con perilla. ¿Puede referirse a él? Oh, es la hora de
vestirnos. Por favor, no llegues tarde, mi cocinera es muy sensible con
respecto a la sopa.
Nos levantamos y en
ese momento se produjo en mi mente una conexión de ideas con la palabra
«jardinero».
—A propósito, ¿de
quién es esa cabaña que hay en el campo, junto a la pasarela? ¿Es la casa del
jardinero?
—Solía serlo —contestó
Hugh—. Pero el de la perilla no vive allí: en realidad allí no vive nadie. Está
vacía. Si yo fuera el propietario de esto metería allí al de la perilla, y le
descontaría el alquiler de su salario. Hay personas que no tienen ni idea de
economía. ¿Por qué lo has preguntado?
Me di cuenta de que
Margaret me contemplaba con bastante atención.
—Curiosidad
—contesté—. Mera curiosidad.
—No creo que fuera
eso —intervino ella.
—Pues lo era
—contesté yo—. Simple curiosidad por saber si la casa estaba habitada. Cuando
pasé junto a ella al dirigirme al Club me sentía convencido de que estaba
vacía, pero al regresar tenía tanta seguridad de que había allí alguien que
llamé a la puerta, y hasta la rodeé.
Hugh nos había
precedido en las escaleras, pero ella se demoró un poco.
—¿Y no había nadie
allí? —preguntó—. Es extraño: yo tuve la misma sensación.
—Eso explica que el
tablero escribiera «jardinero» una y otra vez —contesté yo—. Tenías la cabaña
del jardinero en la mente.
—¡Qué ingenioso!
—exclamó Margaret—. Subamos rápidamente a vestirnos.
Cuando subí al
dormitorio se introducía por entre las cortinas un potente rayo de luna que me
hizo mirar al exterior. Mi habitación daba al jardín y a los campos que había
atravesado aquella tarde, y todo estaba fuertemente iluminado por la luna
llena. Veía con toda claridad la cabaña de techo de paja con sus paredes
blancas junto al torrente, y de nuevo supuse que el reflejo de la luz en el
cristal de una de sus ventanas daba la impresión de que la habitación estuviera
iluminada desde el interior. Me pareció raro que en ese mismo día hubiera
tenido dos veces la misma ilusión, pero entonces sucedió algo todavía más raro.
Mientras miraba con fijeza, la luz se apagó.
La mañana no trajo el
buen tiempo que había prometido la noche clara, pues cuando desperté el viento
gemía y chocaban contra los cristales de mi ventana capas de lluvia del
sudoeste. El golf estaba fuera de cuestión, y aunque la violencia de la
tormenta se redujo un poco por la tarde, la lluvia caía con hosquedad uniforme.
Me aburría en casa, y como mis dos amigos se negaron en redondo a poner up pie
en el exterior, cogí un impermeable y salí a respirar un poco de aire. Para
darle un objetivo al paseo tomé el camino que lleva al campo de golf en lugar
del atajo embarrado que cruza los campos, con la idea de contratar un par de
caddies para Hugh y para mí a la mañana siguiente, y me quedé un rato en la
sala de fumadores ojeando las revistas ilustradas. Debí quedarme leyendo más
tiempo del que pensé, pues repentinamente un rayo de luz crepuscular iluminó la
página, y al levantar la vista vi que había cesado la lluvia y que la noche se
aproximaba con rapidez. Por eso, en lugar de dar otra vez el largo rodeo del
camino principal, regresé a casa por el sendero que cruza los campos. Aquel
rayo crepuscular había sido el último del día, y otra vez, como veinticuatro
horas antes, crucé la pasarela al anochecer. Hasta ese momento no había pensado
conscientemente en la cabaña, pero ahora la luz que había visto allí la última
noche, y que se extinguió de repente, pasó en un destello por mi mente,
teniendo al mismo tiempo la convicción de que la cabaña estaba habitada.
Simultáneamente, con esos veloces procesos del pensamiento, miré hacia ella y
vi de pie junto a la puerta a un hombre. En la oscuridad no pude distinguir
ningún rasgo del rostro, aunque estaba vuelto hacia mí, y sólo obtuve la
impresión de que era un hombre alto y de constitución gruesa. Abrió la puerta,
por la que salió una luz débil, como de una lámpara, entró en la cabaña y cerró
tras él.
Mi convicción, por
tanto, era acertada. Aunque me habían dicho de manera terminante que la cabaña
estaba vacía: entonces, ¿quién había entrado en ella como si regresara a casa?
Una vez más, pero esta vez con cierta sensación de miedo, llamé a la puerta con
la intención de plantear alguna pregunta trivial; volví a llamar, con más
fuerza, para que no cupiera duda de que me habían oído. Seguí sin obtener
respuesta y finalmente traté de abrir la puerta yo mismo. Estaba cerrada;
entonces, dominando con dificultad un terror creciente, rodeé la cabaña mirando
el interior por las ventanas que no estaban cerradas. Dentro estaba todo
oscuro, aunque dos minutos antes había visto el resplandor de una luz que salía
por la puerta abierta.
De regreso empezó a
formarse en mi mente una cadena de conjeturas y preferí no hacer alusión a
aquella extraña aventura, pero tras la cena Margaret, entre las protestas de
Hugh, sacó el tablero, que había persistido en escribir la palabra «jardinero».
Mi suposición era desde luego absolutamente fantástica, y no quería sugerirle
nada a Margaret... Durante bastante tiempo el lápiz resbaló por el papel
trazando lazos, curvas y cumbres, como si fuera un diagrama de temperatura, y
ella había empezado a bostezar y a cansarse del experimento antes de que
apareciera ninguna palabra coherente. Después, de la manera más extraña dejó
caer la cabeza hacia delante y pareció haberse quedado dormida.
Hugh levantó la vista
del libro que estaba leyendo y me habló en susurros.
—La otra noche
también se quedó dormida encima —dijo.
Los ojos de Margaret
estaban cerrados y tenía la respiración prolongada y tranquila del sueño, hasta
que su cabeza empezó a moverse con una curiosa firmeza. Sobre la hoja grande de
papel trazó una línea de escritura y al final su mano se detuvo con una
sacudida, momento en el que despertó.
Miró el papel.
—Vaya —exclamó—. Así
que uno de vosotros está tratando de gastarme una broma.
Le aseguramos que no
había sido así, y leyó lo que había escrito.
—Jardinero,
jardinero. Soy el jardinero. Quiero entrar. No puedo encontrarla aquí.
—¡Dios mío, otra vez
el jardinero! —exclamó Hugh.
Al levantar la vista
del papel vi que Margaret tenía sus ojos fijos en los míos, y antes incluso de
que hablara supe lo que estaba pensando.
—¿Regresaste a casa
pasando por la cabaña vacía? —preguntó.
—Así es. ¿Por qué?
—¿Estaba todavía
vacía? —dijo en voz baja—. O... ¿O había algo más?
No quise contarle lo
que había visto... o al menos lo que pensé haber visto. Si iba a producirse
algo extraño, algo digno de observación, sería mucho mejor que nuestras
respectivas impresiones no se fortalecieran la una a la otra.
—Volví a llamar y no
obtuve respuesta —dije.
Se inició entonces
nuestra retirada. Fue Margaret la que empezó, y después de que ella hubiera
subido las escaleras, Hugh y yo nos dirigimos a la puerta principal para ver
qué tiempo hacía. La luna brillaba otra vez en un cielo claro y dimos un paseo
por el camino cubierto de losetas que había delante de la casa. De pronto Hugh
se dio la vuelta con rapidez y señaló un ángulo de la casa.
—¿Qué demonios es
eso? —preguntó—. ¡Mira! ¡Allí! Ha dado la vuelta a la esquina.
Tan sólo pude
vislumbrar a un hombre alto de fuerte constitución.
—¿No le viste?
—preguntó Hugh—. Voy a rodear la casa y encontrarle; no me gusta que haya nadie
merodeando por aquí de noche. Quédate aquí, y si da la vuelta por el otro lado
pregúntale qué está haciendo.
Hugh me dejó junto a
la puerta principal, que estaba abierta, y allí esperé a que diera la vuelta
completa. Apenas había desaparecido de mi vista cuando escuché con toda
claridad unos pasos rápidos pero fuertes que venían hacia mí por el camino
pavimentado desde la dirección contraria. Pero no veía absolutamente a nadie
que pudiera causar esos sonidos de pasos rápidos. Se acercaron más y más a mí
los pasos del ser invisible, y luego tuve un estremecimiento de horror al sentir
que alguien, a quien no veía, pasaba junto a mí mientras me hallaba en el
umbral. No fue un simple estremecimiento del espíritu, pues el contacto de ese
ser fue el del hielo sobre mi mano. Traté de coger al intruso impalpable, pero
se escapó, y un momento después escuché sus pasos en el parquet del suelo de la
casa. En el interior alguna puerta se abrió y se cerró y no volví a oír nada de
él. Un momento después apareció Hugh dando la vuelta, a la esquina de la casa
desde la que se habían aproximado los pasos.
—¿Dónde está?
—preguntó—. No iba ni veinte metros por delante de mí... era un tipo grande y
alto.
—No vi a nadie. Oí
sus pasos por el camino, pero no vi nada.
—¿Cómo es eso?
—preguntó Hugh.
—Quienquiera que
fuese pareció rozarme al pasar y entró en la casa —contesté.
Como estaba
absolutamente seguro de que no habían sonado pasos en las escaleras de roble,
buscamos en todas las habitaciones, una tras otra, de la planta baja. La puerta
del comedor y la del salón de fumadores estaban cerradas, la que daba a la sala
de estar se encontraba abierta, y la única otra puerta que podría haber dado la
impresión de abrirse y cerrarse era la que daba a la cocina y los alojamientos
del servicio. También allí nuestra búsqueda fue infructuosa; buscamos en el
fregadero, la despensa, el armario del calzado y la sala de los criados, pero
todo estaba vacío y tranquilo. Llegamos finalmente a la cocina, que estaba
también vacía. Pero junto a la chimenea había una mecedora que se balanceaba
como si alguien hubiera estado sentado en ella y se acabara de ir. Estaba allí,
delante de nosotros, balanceándose suavemente, y parecía transmitir la
sensación de una presencia, invisible ahora, más incluso de lo que lo habría
hecho la visión de aquél que con toda seguridad había estado sentado allí.
Recuerdo que quise sujetarla y detenerla, pero mi mano se negó a acercarse.
Lo que habíamos
visto, y especialmente lo que no habíamos visto, habría bastado para
proporcionar casi a cualquiera una noche accidentada, y seguramente yo no me
encontraba entre las excepciones de mente poderosa. Permanecí mucho tiempo
acostado con los ojos y los oídos bien abiertos, y cuando finalmente empecé a
dormitar me sacó de la tierra fronteriza del sueño el sonido, apagado pero
inequívoco, de alguien que se movía por la casa. Se me ocurrió que los pasos
podían ser los de Hugh, que llevaba a cabo una exploración solitaria, pero
mientras me lo preguntaba llamaron a la puerta que comunicaba nuestras
habitaciones, y como respuesta a lo que le pregunté me dijo que había acudido a
ver si era yo quien paseaba con inquietud. Mientras hablábamos, los pasos
cruzaron junto a mi puerta y las escaleras que conducían al piso superior
crujieron. Un momento más tarde sonaron directamente encima de nuestras
cabezas, en algún desván.
—Ahí no están los
dormitorios de los criados —me informó Hugh—. Nadie duerme allí. Debe haber
alguien, vamos a comprobarlo.
Iluminándonos con
velas subimos las escaleras cautelosamente, y cuando estábamos arriba del
tramo, Hugh, que iba un escalón delante de mí, lanzó una exclamación.
—¡Algo ha pasado a mi
lado! —dijo tratando de agarrar el aire vacío.
Mientras Hugh
hablaba, yo tuve la misma sensación, y un momento después las escaleras
volvieron a crujir más abajo, mientras el ser invisible descendía. Durante toda
la noche escuchamos por los pasillos sonidos de pasos, como si caminara alguien
por la casa, y mientras me encontraba acostado escuchando recordé el mensaje
transmitido a través de los dedos de Margaret sobre el lápiz del tablero.
«Quiero entrar. No puedo encontrarla aquí...» Evidentemente alguien había
entrado y buscaba diligentemente. Parecía que fuera el jardinero. Pero ¿qué
jardinero era ese buscador invisible, y a quién buscaba?
Al igual que cuando
cesa un dolor corporal resulta difícil recordar con una sensación viva cómo era
el dolor, a la mañana siguiente, mientras me vestía, intenté vanamente
recuperar ese horror del espíritu que había acompañado a la aventura nocturna.
Me acordé de que en mi interior algo me había repugnado cuando la noche
anterior vi los movimientos de la mecedora y cuando escuché los pasos por el
camino pavimentado del exterior, y también cuando por aquella presión invisible
supe que alguien' había entrado en la casa. Pero ahora, en la mañana tranquila
que producía sensatez, y durante todo el día, bajo el sereno sol de invierno,
no podía entender qué había sucedido. Como sucede con el dolor corporal, la
presencia tenía que estar allí para poder entenderla, y no estuvo en todo el
día. Hugh tenía la misma sensación; incluso se hallaba dispuesto a bromear
sobre el tema.
—Vaya si buscó bien,
quienquiera que fuera y a quienquiera que estuviera buscando —observó—. Y, a
propósito, ni una palabra a Margaret, por favor. No Oyó nada de esos paseos, ni
de la entrada de... lo que fuese. En cualquier caso no era un jardinero: ¿quién
ha oído hablar de un jardinero que se pase todo el tiempo caminando por la
casa? Si hubiéramos escuchado pasos por el bancal de patatas, estaría de
acuerdo contigo.
Margaret había
decidido salir aquella tarde a tomar el té con unos amigos, y en consecuencia
Hugh y yo tomamos un refresco en el Club después de la partida, y estaba
oscureciendo ya cuando por tercer día consecutivo regresé a casa pasando junto
a la cabaña encalada. Pero esa noche no tuve la sensación de que estuviera
sutilmente ocupada; tenía un aspecto desolado, como suele suceder con las casas
deshabitadas, y ninguna luz ni nada que se le pareciera brillaba a través de
sus ventanas. Hugh, a quien le había contado las impresiones extrañas que había
experimentado allí, las consideró con la poca seriedad que daba ya a los
recuerdos de la noche, y seguía bromeando sobre ellas cuando llegamos a la
puerta de nuestra casa.
—Una perturbación
psíquica, muchacho —me dijo—. Como un catarro de cabeza. Vaya, la puerta está
cerrada.
Llamó a la campana,
golpeó la puerta y desde el interior sonó el ruido de una llave al abrirse y de
los pestillos al retirarse.
—¿Por qué estaba
cerrada la puerta?— preguntó al criado que la abrió.
El criado empezó a
cambiar de posición, apoyándose primero en un pie y luego en el otro.
—La campana sonó hace
media hora, señor —dijo—. Y cuando fui a abrir había ahí fuera un hombre, y...
—¿Y bien? —preguntó
Hugh.
—No me gustó su
aspecto, señor, y le pregunté qué era lo que quería. No respondió nada, y debió
marcharse tan deprisa que ni le vi hacerlo.
—¿Y adónde pareció
irse? —preguntó Hugh mirándome a mí.
—No podría decirlo
con exactitud, señor. Es que ni siquiera pareció que se marchaba. Noté algo que
me rozó al pasar.
—Es suficiente,
gracias —le dijo Hugh bruscamente.
Margaret no había
regresado desde la visita, pero poco después, cuando escuchamos el crujido de
las ruedas del coche, Hugh reiteró su deseo de que no le dijéramos nada de la
impresión qué ahora, por lo visto, compartía con nosotros una tercera persona.
Llegó con el rubor de la excitación en el rostro.
—No vuelvas a reírte
de nuevo de mi tablero —dijo—. Me he enterado de la extraordinaria historia de
Maud Ashfield... algo horrible, pero terriblemente interesante.
—Suéltalo —le dijo
Hugh.
—Bueno, había aquí un
jardinero. Solía vivir en la cabaña que hay junto a la pasarela, pero cuando la
familia se iba a Londres su esposa y él se venían a vivir aquí como vigilantes.
Las miradas de Hugh y
la mía se encontraron; él apartó la vista.
Sabía yo, con la
misma seguridad que si estuviera dentro de su mente, que sus pensamientos eran
idénticos a los míos.
—Se había casado con
una mujer mucho más joven que él —siguió diciendo Margaret—. Y gradualmente
llegó a tener unos celos terribles de ella. Un día, en un ataque de pasión, la
estranguló con sus propias manos. Poco después llegó alguien a la cabaña y le
encontró sollozando encima de ella, tratando de devolverle la vida. Fueron a
buscar a la policía, pero antes de que llegara él se había abierto la garganta.
¿No os parece horrible? Resulta bastante curioso que el tablero dijera: «El
jardinero. Soy el jardinero. Quiero entrar. No puedo encontrarla aquí». Y yo no
sabía nada al respecto. Volveré a utilizar el tablero esta noche. Ah, querido,
el cartero viene dentro de media hora y tengo que redactar un presupuesto para
enviarlo. Pero en el futuro ten más respeto con mi tablero, Hughie.
Hablamos de la
situación cuando se fue, Hugh, convencido de mala gana, pero que no deseaba
admitir que hubiera algo más que una coincidencia tras ese «absurdo del
tablero», insistió en que no le dijéramos nada a Margaret acerca de lo que
habíamos oído y visto en la casa la noche anterior, ni del visitante extraño
que, llegamos a la conclusión, entraría también esa misma noche.
—Se asustará y
empezará a imaginar cosas —me dijo—. En cuanto al tablero, lo más probable es
que no haga otra cosa que garabatear y trazar curvas. ¿Quién es? ¡Entre!
En alguna parte de la
habitación había sonado una llamada rápida y perentoria. A mí no me pareció que
sonara en la puerta, pero Hugh, cuando no obtuvo ninguna respuesta a sus
palabras, se puso en pie de un salto y la abrió. Dio algunos pasos por el salón
exterior y regresó.
—¿No oíste nada?
—preguntó.
—Desde luego. ¿No
había nadie?
—Ni un alma.
Hugh regresó junto a
la chimenea y con bastante irritación arrojó al guardafuego un cigarrillo que
acababa de encender.
—Ha sido bastante
desagradable —comentó—. Y si me preguntas si me siento cómodo, te diré que
nunca en la vida me había sentido más incómodo. Estoy asustado, si es que
quieres saberlo; y creo que tú también lo estás.
No tenía yo la menor
intención de negar tal cosa, y siguió hablando.
—Tenemos que
controlamos. No hay nada que se contagie tanto como el miedo, y no debemos
contagiar a Margaret. Pero sabemos que hay algo más que el miedo. Algo ha
entrado en la casa y nos encontrarnos en una situación difícil. Nunca antes
creí en esas cosas. Pero analicémoslo un momento. ¿Qué puede ser?
—Si quieres saber lo
que pienso —contesté—, creo que es el espíritu del hombre que estranguló a su
esposa y luego se cortó la garganta. Lo que no veo es qué daño puede hacernos.
En realidad a lo que tememos es a nuestro propio miedo.
—Nos encontramos en
una situación difícil —dijo Hugh—. ¿Y qué podemos hacer? Dios mío, si supiera
qué podemos hacer no me preocuparía. Es el no saber... bueno, es hora de
vestirnos.
Margaret estuvo muy
animada durante la cena. Como no sabía nada de las manifestaciones de esa
presencia que habían tenido lugar en las últimas veinticuatro horas, le pareció
interesantísimo que su tablero hubiera «sospechado» (esa fue su palabra exacta)
acerca del jardinero, y de ese terna pasó a un solitario para tres igualmente
interesante que su amiga le había enseñado, prometiendo iniciarnos en él
después de la cena. Así lo hizo, y como no sabía que los dos, por encima de
todo, queríamos mantenernos lejos del tablero, quedó complacida por el éxito de
su solitario. Pero de pronto se dio cuenta de que la noche pasaba rápidamente y
apartó las cartas al terminar una mano.
—Y ahora, media hora
de tablero —anunció.
—Oh, ¿no podernos
jugar otra mano? —preguntó Hugh—. Es el juego más divertido que he conocido en
años. El tablero nos parecerá lentísimo después de esto.
—Querido, si el
jardinero vuelve a comunicarse, no te resultará tan lento —dijo ella.
—Pero eso son
tonterías —contestó Hugh.
—¡Qué grosero eres!
Pues entonces lee tu libro.
Margaret ya había
sacado su máquina y una hoja de papel cuando Hugh se levantó.
—Por favor, Margaret,
no lo hagas esta noche —dijo él.
—Pero ¿por qué? No
tienes que atender.
—Bueno, en todo caso
te pido que no lo hagas —insistió él.
Margaret le observó
atentamente.
—Hughie, estás
pensando algo —dijo ella—. Suéltalo. Me parece que estás nervioso. Piensas que
hay en eso algo extraño. ¿De qué se trata?
Me di cuenta de que
Hugh dudaba si decírselo o no y que decidió que sería mejor escoger la
posibilidad de que el tablero escribiera insensateces.
—Pues hazlo entonces
—dijo él.
Margaret vaciló.
Evidentemente no quería enfadar a Hugh, pero la insistencia de éste debió
parecerle de lo más irrazonable.
—Bueno, sólo diez
minutos. Y te prometo no pensar en jardineros.
Nada más poner la
mano en el tablero su cabeza cayó hacia adelante y la máquina empezó a moverse.
Estaba sentado junto a ella, y lo que escribía sobre el papel me resultó
inmediatamente visible. «He entrado», decía. «Pero sigo sin encontrarla. ¿La
estáis ocultando? Buscaré en la habitación en la que os encontráis.» Lo que
hubiera escrito además, y estuviera oculto todavía bajo el tablero, no lo supe,
pues en ese momento recorrió la habitación una corriente de aire helado, y en
la puerta sonó una llamada, esta vez inequívocamente, fuerte y perentoria. Hugh
se puso en pie de un salto.
—Margaret, despierta.
¡Algo está entrando!
Se abrió la puerta y
apareció la figura de un hombre. Entró, con la cabeza inclinada hacia delante,
y la giró de un lado a otro, aparentemente observando con unos ojos fijos e
infinitamente tristes todas las esquinas de la habitación.
—Margaret, Margaret
—volvió a gritar Hugh.
Pero los ojos de
Margaret también estaban abiertos; los tenía fijos en aquel temible visitante.
—Cálmate, Hughie
—dijo ella en voz baja levantándose mientras hablaba.
Ahora el fantasma la
miraba directamente a ella. En una ocasión se movieron los labios por encima de
su barba espesa y rojiza, pero no salió de ellos sonido alguno; la boca sólo se
movía y babeaba. Levantó la cabeza y vi, horrorizado, que en uno de los lados
del cuello tenía abierta una herida roja y brillante...
No tengo ni idea de
cuánto tiempo duró aquella pausa, mientras los tres permanecíamos rígidos y
paralizados, pues una inhibición mortal nos impedía movernos o hablar; imagino
que como máximo fueron diez o doce segundos. Después el espectro se dio la
vuelta y salió por donde había venido. Oímos sus pasos sobre el parquet del
suelo; escuchamos el sonido de descorrer los pestillos de la puerta principal y
un portazo que sacudió la casa.
—Todo ha terminado
—dijo Margaret—. ¡Que Dios tenga piedad de él!
El lector puede dar a
esta visita de los muertos aquella explicación que prefiera. Puede pensar que
no fue en absoluto una visita de los muertos, diciendo que en el escenario en
el que se produjo aquel asesinato y suicidio quedó alguna especie de registro
emocional que en determinadas circunstancias podía traducirse en imágenes
visibles e invisibles. Las ondas de éter, O de cualquier otra cosa, es
concebible que pudieran retener la impresión de esas escenas; por así decirlo,
se encontraban en una solución, dispuestas a precipitarse. O puede sostener que
el espíritu del hombre muerto se manifestó realmente volviendo a visitar, con
una especie de penitencia y remordimiento, el lugar en el que se cometió su
crimen. Naturalmente ningún materialista sostendría un solo instante esa
explicación, pero no hay nadie tan obstinadamente irrazonable como un
materialista. Indudablemente, sucedió allí un hecho terrible, y por eso no deja
de tener sentido la última frase de Margaret.
[1] Bedlam es un término
arcaico de la palabra manicomio, que tuvo su origen en el hospital de Santa
María de Bethlehem, de Londres.
Título original: “The Gardener”, 1923.
Traducción de Rafael Lassaletta.
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