viernes, 31 de agosto de 2012

La visión de Tom Chuff. Joseph Sheridan Le Fanu.


Al borde del melancólico Catstean Moor, en el norte de Inglaterra, junto a media docena de antiguos chopos rodeados por ramas viejas y ásperas, con una herida en el centro producida un verano, treinta años antes, por un rayo, y todos ellos, por su gran altura, haciendo que parezca más baja la morada junto a la que crecen, se levanta una tosca casa de piedra con una chimenea gruesa, la cocina y un dormitorio en la planta baja, y un ático dividido en dos habitaciones, al que se accede por una escalera, bajo el tejado de guijarros.
Su propietario era un hombre de mala fama llamado Tom Chuff. Era un hombre fuerte, de cabeza impresionante y ancho de hombros, aunque algo bajo de estatura, con las cejas descendentes y una mirada hosca. Se dedicaba a la caza furtiva y raramente tenía la intención de ganarse el pan mediante cualquier trabajo honesto. Era un borracho. Golpeaba a su esposa y cuando estaba en casa sus hijos llevaban una vida de terror y lamentaciones. Para su pequeña y aterrorizada familia era una bendición cuando se iba, como hacía a veces, durante una semana o más.
La noche de la que hablo, hacia las ocho, golpeó la puerta con la porra. Era invierno y estaba muy oscuro. Creo que los que estaban en la casa no habrían sentido mayor terror si hubiera llamado un duende del páramo.
Con miedo, pero presurosa, la esposa descorrió la barra que cerraba la puerta. Su hermana, que era jorobada, permaneció de pie junto al hogar, mirando hacia el umbral; y los acobardados hijos se protegieron tras ella.
Tom Chuff entró con la porra en la mano, sin decir nada, y se dejó caer en una silla frente al fuego. Había estado fuera dos o tres días, parecía ojeroso y tenía los ojos inyectados en sangre, por lo que todos supieron que había estado bebiendo.
Inclinándose, Tom golpeó con el palo el fuego de turba y luego aproximó los pies. Mirando hacia el pequeño aparador, hizo una señal a su esposa por la que ésta supo que quería una taza y se la dio en silencio. Sacó del bolsillo del abrigo una botella de ginebra y, tras llenarla casi hasta el borde, la bebió en pocos tragos.
Solía refrescarse con dos o tres tragos así antes de golpear a los miembros de la familia. Sus tres hijos pequeños, acobardados en una esquina, le miraban desde debajo de una mesa, como hacía Jack con el ogro en el famoso cuento. Su esposa Nell, de pie tras una silla que estaba dispuesta a utilizar para defenderse del golpe de la porra que podía caerle encima en cualquier momento, no apartaba su mirada de él; y Mary la jorobada dejaba ver el blanco de un gran par de ojos con los que también le vigilaba mientras estaba de pie y apoyada contra el armario de hojas de roble, y su rostro oscuro apenas podía distinguirse desde lejos del panel marrón que tenía a su espalda.
Tom Chuff iba ya por el tercer trago y no había dicho una sola palabra desde su entrada, por lo que el suspense se estaba volviendo terrible, cuando de pronto se inclinó hacia atrás en el asiento, la porra le resbaló de la mano y se produjo en su rostro un cambio, al cubrirse de una palidez mortal.
Por un momento, todos se le quedaron mirando; le tenían tanto miedo que no se atrevían a hablar o moverse por si acaso sólo se había quedado dormido para despertar y proceder enseguida a dar rienda suelta a su temperamento con la porra.
Sin embargo, aquello empezó enseguida a parecerles tan extraño que su esposa y Mary se atrevieron a intercambiar miradas de duda y de sorpresa. Colgaba tanto por el lado de la silla que de no haber sido ésta tosca y enorme la habría derribado al suelo. Un tono plomizo le oscurecía la palidez del rostro. Empezaron a alarmarse y finalmente su esposa se atrevió a hablar.
—¡Tom! ——dijo Nell tímidamente, para luego repetirlo en voz más alta, y finalmente gritar su nombre una y otra vez acompañada de los aterrorizados familiares-—. ¡Se está muriendo... se está muriendo! —repitió mientras su voz se elevaba hasta convertirse en un grito y darse cuenta de que aunque tiraba de él y le movía el hombro, no conseguía sacarle de su letargo.
Ahora, sobrecogidos por un terror nuevo, los niños añadieron sus gritos estridentes a las palabras y gritos de la madre y la tía; y si algo hubiera podido sacar a Tom de su letargo habría sido el coro penetrante que resonó en la tosca habitación de la casa del cazador furtivo. Pero Tom permaneció inmóvil y sordo.
Su esposa envió a Mary al pueblo, que apenas estaba a cuatrocientos metros, para implorar al doctor, para cuya familia ella trabajaba como lavandera, que acudiera a ver a su esposo, quien parecía estar muriéndose.
Así lo hizo el médico, hombre de buen temperamento. Con el sombrero todavía puesto, miró a Tom, le examinó y tras ver que el emético que había llevado con él, tras lo que Mary le había contado, no actuaba, y que con su lanceta no sacaba sangre, y que la muñeca no tenía pulso, sacudió la cabeza y pensó para sí: «¿Por qué llorará esta mujer? ¿Acaso podía haber deseado para sí misma y para sus hijos una bendición mayor que la que se ha producido?»
Tom parecía estar muerto. En sus labios no podía percibirse respiración alguna. El doctor no le pudo encontrar el pulso. Tenía fríos los pies y las manos, y la frialdad se iba extendiendo por todo el cuerpo.
Tras una estancia de unos veinte minutos, el médico se había abotonado el sobretodo y vuelto a poner el sombrero, indicándole con ello a la señora Chuff que su presencia era ya inútil, pero de pronto un pequeño hilillo de sangre empezó a golear desde el corte que había hecho con la lanceta en la sien de Tom Chuff.
—¡Qué extraño! —dijo el doctor—. Esperemos un poco.
Debo describir ahora las sensaciones que había experimentado Tom Chuff.
Con los codos sobre las rodillas y la barbilla apoyada en las manos estaba mirando las ascuas, con la ginebra al lado, cuando de pronto tuvo un vértigo en la cabeza, dejó de ver el fuego y un sonido parecido al tañido de una pesada campana de iglesia conmovió su cerebro.
Escuchó entonces un zumbido confuso y el peso de plomo de su cabeza le hizo caer hacia atrás hundiéndose en la silla, mientras perdía totalmente la conciencia.
Al volver en sí sintió frío y se encontró apoyado en un árbol grande y sin hojas. La noche no tenía luna, y al mirar hacia arriba pensó que nunca había visto las estrellas tan grandes y brillantes, ni el cielo tan negro. Además, las estrellas parecían titilar con intervalos de oscuridad cada vez más largos, para aparecer luego con mayor violencia y brillo, y vagamente pensó que aquello tenía el carácter de una furia y una amenaza silenciosa.
Recordaba confusamente haber llegado a aquel lugar, o más bien como si varios hombres le hubieran transportado en hombros hasta allí, con una especie de movimiento de balanceo. Pero se trataba de algo totalmente confuso, el imperfecto recuerdo de una simple sensación. En el camino no había visto ni oído nada.
Miró a su alrededor y en las cercanías no encontró el menor indicio de un ser vivo. Con una sensación de temor empezó a reconocer el lugar.
El árbol en el que se había apoyado era una de las antiguas y nobles hayas que rodeaban a intervalos irregulares el cementerio de Shackleton, el cual extiende su verde y ondulante pendiente sobre el borde del páramo de Catstean, en cuyo otro lado se encuentra la tosca casa de campo en la que acababa de perder la conciencia. Había más de diez kilómetros, a través del páramo, entre ese punto y su habitación, y la negra extensión se presentaba ante él desapareciendo poco a poco en la oscuridad, pues ante él cielo y tierra se unían en un vacío indistinguible y terrible.
Había en aquel lugar un silencio totalmente innatural. Se había apagado el murmullo distante del riachuelo, que él conocía tan bien; las hojas no producían murmullo alguno; el aire, la tierra, todo lo que había en ella y sobre ella estaba indescriptiblemente silencioso; sintió entonces ese temblor del corazón que parece presagiar la proximidad de algo horrible. Y se habría dispuesto a regresar a través del páramo de no haber tenido el presentimiento indefinido de que había allí algo que no se atrevía a traspasar.
Por detrás se erguían como una sombra la torre y la antigua iglesia gris de Shackleton. Ahora que la vista se le había acostumbrado a la oscuridad podía percibir su perfil. Pero no producía en su mente ninguna asociación consoladora; tan sólo amenaza y recelo. La temprana formación en su actividad ilegal estaba relacionada con ese mismo lugar, pues en él solía reunirse su padre con otros dos cazadores furtivos, llevando con él a su hijo, entonces sólo un muchacho.
Bajo el porche de la iglesia, hacia el amanecer, solían repartirse la caza que había capturado y rendían cuentas de las ventas que habían hecho el día anterior, dividiendo el dinero y bebiéndose la ginebra. Allí había recibido sus primeras lecciones en beber, maldecir e incumplir la ley. La tumba de su padre apenas estaba a ocho pasos del lugar en el que ahora se encontraba. En su actual estado de terrible desfallecimiento ningún escenario de la tierra habría ayudado tanto a aumentar su miedo.
Había un objeto cercano que potenciaba su tristeza. A un metro de distancia, al otro lado del árbol, detrás de él y extendiéndose hacia su izquierda, había una tumba abierta, con la tierra y los cascotes apilados al otro lado. A la cabeza de la tumba se levantaba el haya; su tronco se elevaba como una enorme columna monumental. Él conocía todas la líneas y grietas de su lisa superficie. Las iniciales de su propio nombre, grabadas mucho tiempo atrás en la corteza, se habían ido extendiendo y arrugando como si fueran las letras grotescas de un caprichoso grabador, y ahora, dominando la tumba abierta, adquirían un significado siniestro, como si respondieran a la pregunta que él se estaba haciendo mentalmente: «¿Para quién han abierto la tumba?»
Como se encontraba todavía algo aturdido y sentía un temblor débil en las articulaciones no se veía con deseos de esforzarse; pero además tenía la sensación vaga de que con independencia de la dirección que tomara encontraría peligros peores al de permanecer donde estaba.
De pronto las estrellas comenzaron a titilar con mayor violencia, una luz débil y extraña se extendió durante un minuto sobre el paisaje desértico y vio que se acercaba desde el páramo una figura que avanzaba con una especie de oscilación, dando de vez en cuando uno o dos saltos en zigzag, como acostumbran a hacer los hombres que cruzan esos lugares para evitar los pequeños cenagales y lodazales que se encuentran en ellos. La figura se asemejaba a la de su padre, y como aquél silbó con los dedos a modo de señal al acercarse; pero ahora el silbido no sonaba fuerte y agudo, como en otros tiempos, sino inmensamente lejano, y parecía resonar extrañamente en la cabeza de Tom. Bien por costumbre o por miedo, Tom, como respuesta a la señal, silbó como solía hacerlo veinticinco años antes, aunque ya estaba estremecido por un miedo sobrenatural.
Lo mismo que su padre, la figura levantó al acercarse la bolsa que llevaba en la mano izquierda, tal como solía hacer aquél, gritándole lo que llevaba en su interior. Puede estar seguro el lector de que aquello no tranquilizó a Tom, pues le llegó un grito innatural y débil, en el momento en que el fantasma agitó la bolsa en el aire, y oyó con claridad estas palabras:
—¡El alma de Tom Chuffl
Apenas a cuarenta y cinco metros de la cerca baja del cementerio en el que estaba Tom, había en la tierra una abertura más amplia en la que crecían juncos y eneas, entre los cuales, tal como solía hacer el viejo cazador furtivo ante cualquier alarma repentina, la figura que se aproximaba se escondió.
De la misma zona de altos juncos surgió al instante lo que Tom tomó equivocadamente al principio como la misma figura arrastrándose a cuatro patas, pero enseguida se dio cuenta de que era un enorme perro negro de áspero pelaje, como el de un oso, que al principio permaneció inmóvil, olisqueando, pero luego comenzó a dirigirse hacia el al paso, dando un bote de vez en cuando. Al acercarse mostró unos ojos temibles que brillaban como carbones encendidos y por la abertura monstruosa de la mandíbula emitió un gruñido aterrador.
El animal parecía a punto de apresarle, por lo que Tom retrocedió aterrorizado, cayendo en la tumba abierta tras él. Se agarró al borde, pero cedió y cayó hacia  esperó llegar en un instante al fondo. ¡Pero no se produjo tal cosa! ¡El abismo parecía no tener final! Empezó a caer y caer, con una velocidad inconmensurable pero siempre creciente, a través de la oscuridad profunda, con el pelo recto hacia arriba, sin aliento, mientras la fuerza del aire le obligaba a elevar incluso los brazos, un segundo tras otro, un minuto tras otro, cayendo hacia abajo por la abertura, con el sudor helado del terror cubriéndole el cuerpo, hasta que de pronto, cuando esperaba ser aniquilado, el descenso se detuvo instantáneamente con un golpe tremendo que, sin embargo, no le privó de la conciencia ni por un momento.
Miró a su alrededor. El lugar se asemejaba a una catacumba o una caverna teñida por el humo, cuyo techo se perdía en la oscuridad salvo por algún arco nervado que era visible aquí y allá. Desde varios toscos pasillos que se abrían desde la cámara central, y se asemejaban a las galerías de una mina gigantesca, surgía débilmente un brillo apagado, como de carbón encendido, la única luz que le permitía discernir, aunque imperfectamente, los objetos que le rodeaban inmediatamente.
Lo que al principio parecía ser una proyección de la roca en la esquina de una de aquellas lóbregas entradas se movió de pronto y resultó ser una figura humana que le hizo señas. Al aproximarse vio a su padre, aunque apenas pudo reconocerle porque estaba monstruosamente alterado.
—Te he estado buscando, Tom. Bienvenido a casa, muchacho; ocupa tu puesto.
Al escuchar estas palabras, pronunciadas con una voz hueca y, según pensó Tom, burlona, que le hizo temblar, el corazón se le hundió en el pecho. Pero no pudo evitar acompañar al perverso espíritu, que le condujo hasta un lugar en el que al pasar Tom escuchó, como si salieran del interior de la roca, temibles gritos y súplicas de piedad.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—No importa.
—¿Quiénes son?
—Recién llegados, lo mismo que tú, muchacho —respondió el padre con indiferencia—. Dejan de alborotar con el tiempo, al descubrir que no vale de nada.
—¿Y qué voy a hacer? —preguntó Tom agónicamente.
—Eso da lo mismo.
—¿Pero qué puedo hacer? —-reiteró Tom mientras le temblaban todos los nervios y las articulaciones.
—Ponerle al mal tiempo buena cara, supongo.
—¡Por el amor de Dios, si alguna vez te has preocupado por mí, porque soy tu propio hijo, sácame de aquí!
—No hay salida.
—Si hay una entrada tiene que haber una salida, y por los cielos, sácame de aquí.
Pero la temible figura no volvió a responder, y tras estar junto a su hombro se deslizó hacia atrás; aparecieron otras, cada una con un débil halo rojizo a su alrededor, mirándole con ojos terribles, imágenes todas ellas de furia o irrisión eternas, y de una variedad horrible. Pensó que se estaba volviendo loco bajo la mirada de tantos ojos, que aumentaban en número y se acercaban más a cada momento, al tiempo que miles y miles de voces le llamaban por su nombre, algunas lejanas, otras cercanas, unas desde un punto y otras desde otro, algunas incluso desde atrás, cerca de sus oídos. Esos gritos aumentaban en rapidez y multitud, y se entremezclaban con risas, blasfemias, burlas e insultos entrecortados, se sucedían unas a otras, borrándose, antes de que pudiera captar ni siquiera la mitad de su significado.
Durante todo ese tiempo, en proporción con la rapidez y la urgencia de aquellos temibles sonidos y visiones, la epilepsia del terror fue instilándose en su cerebro, y con un grito largo y atemorizado perdió la conciencia.
Al recuperar el sentido se encontró en una pequeña cámara de piedra, abovedada por arriba y con una puerta enorme. Un solo punto de luz situado en el muro, y que emitía un brillo extraño, iluminaba esa celda.
Sentado frente a él había un hombre venerable de larguísima barba blanca; era una imagen de una pureza y una severidad imponentes. Iba vestido con una túnica tosca de cuyo ceñidor colgaban tres grandes llaves. Podía ajustarse a la idea que tenemos de un vigilante de la puerta de una antigua ciudad; diría que de esas ciudades espirituales que le gustaba describir a John Bunyan.
Los ojos del anciano eran brillantes y temibles, y al fijarse en él Tom Chuff se sintió indefenso en sus manos. Finalmente habló así:
—He recibido la orden de que te permita una prueba más. Pero si volvemos a encontrarte bebiendo con los borrachos, y golpeando a tus semejantes, volverás a traspasar la puerta por la que llegaste aquí y ya no podrás salir nunca más.
Tras pronunciar esas palabras, el anciano le tomó por la muñeca y le hizo traspasarla primera puerta, y luego, abriendo la que estaba en la caverna exterior, empujó con fuerza a Tom Chuff en el hombro cerrando la puerta tras él con un ruido que resonó como un trueno, repitiéndose en un eco tras otro en las proximidades y en la lejanía, a su alrededor y por arriba, hasta que fue desapareciendo gradualmente en el silencio. Estaba totalmente a oscuras, pero sintió una brisa de aire fresco que le estimuló. Comprendió que se encontraba de nuevo en el mundo superior.
Pocos minutos después comenzó a escuchar voces que conocía, apareció ante su vista un punto de luz, débilmente primero, y gradualmente vio la llama de la vela, y después de eso los rostros familiares de su esposa y sus hijos, y les oyó levemente cuando le hablaron, aunque todavía no fue capaz de responderles.
Vio también al doctor como una figura aislada en la oscuridad, y le oyó decir:
—Bueno, ya lo ha recuperado. Creo que se pondrá bien.
Cuando pudo hablar, viendo claramente a su alrededor y sintiendo la sangre en el cuello y la camisa, sus primeras palabras fueron éstas:
—Esposa, perdóname. He cambiado. Ve a buscar al señor.
Lo que significaba la última frase era que fuera a buscar a un sacerdote.
Cuando llegó el vicario y entró en el pequeño dormitorio donde yacía acostado el asustado cazador furtivo, cuya alma había muerto en su interior, enfermo y débil todavía, sobre la cama, y con el espíritu abatido por el terror, Tom Chuff hizo una débil seña a los demás para que salieran de la habitación, y tras haberse cerrado la puerta el buen párroco oyó la extraña confesión, y también, con asombro, los agitados y ansiosos votos de enmienda, así como sus desvalidas súplicas de apoyo y consejo.
Todo ello el párroco lo recibió, evidentemente, con amabilidad; y sus visitas fueron frecuentes durante algún tiempo.
Un día, al tomar la mano de Tom Chuff para despedirse, el enfermo la retuvo y le dijo:
—Señor, es usted el vicario de Shackleton, y si yo muero prométame una cosa, como yo le he prometido muchas. Como he dicho nunca daré paliza ni golpes a mi esposa, ni a animal ni a ningún tipo de persona, y ya no me verá más entre los bebedores. Y Tom ya nunca apretará el gatillo ni pondrá una trampa, sino que vivirá de un modo honesto, pero después de eso le pido un favor sin importancia, pues es vicario de Shackleton y puede hacerlo: que no deje que me entierren a menos de veinte metros de las hayas que rodean el cementerio de Shackleton.
—Ya veo que cuando llegue tu momento quieres que tu tumba esté bien alejada de donde estaba la del sueño.
—Eso es. ¡Antes preferiría que me echaran al fondo de un pozo de marga! O que me enterraran en cualquier otro cementerio, por miedo a ése, pero los míos son enterrados en Shackleton, y tiene que darme su promesa y no romper la palabra.
—Por supuesto que te lo prometo. No es probable que te sobreviva; pero si lo hiciera, y sigo siendo vicario de Shackleton, serás enterrado en el lugar más cercano al centro del cementerio que pueda encontrar.
—Con eso bastará.
Y así se despidieron contentos.
El efecto de la visión sobre Tom Chuff fue poderoso y prometía ser duradero. Haciendo un doloroso esfuerzo, cambió su vida de aventuras irregulares y ocio relativo por otra de trabajo regular. Dejó de beber; con su esposa y familia fue tan amable como se lo permitió su naturaleza, originalmente hosca; acudió a la iglesia; con el buen tiempo, cruzaban el páramo para ir a la de Shackleton; el vicario decía que acudía allí para ver el escenario donde había tenido lugar la visión, y fortalecer así, con el recuerdo, sus buenas resoluciones.
Pero las impresiones provocadas sobre la imaginación son transitorias, y un mal hombre que actúa movido por el miedo no es libre; su carácter auténtico no aparece. Cuando las imágenes de la visión se desvanecen, y cesa la acción del miedo, se reafirman las cualidades esenciales del hombre. Es por eso que, al cabo de algún tiempo, Tom Chuff empezó a cansarse de su nueva vida; se fue volviendo perezoso y la gente comenzó a decir que estaba cazando liebres y que ocultamente había vuelto a llevar su antigua vida de contrabando.
Una noche regresó a casa con signos de haber bebido, que delataban el lenguaje grueso y el temperamento violento. Al día siguiente se sentía apenado, o asustado, en cualquier caso arrepentido, y durante una semana o más volvió el viejo horror y mantuvo otra vez su buena conducta. Pero al poco tiempo tuvo una recaída, y otro arrepentimiento, seguido de otra nueva recaída, y así, gradualmente, regresaron las malas costumbres y su antiguo modo de vida, con más violencia y tenebrosidad por cuanto que el hombre se sentía alarmado y exasperado por el recuerdo de su despreciada pero terrible advertencia.
Con el antiguo modo de vida volvió la miseria a su casa. Dejaron de verse las sonrisas que habían empezado a aparecer con la insólita luz del sol. Regresaron al rostro de su pobre esposa la antigua palidez y la desolación. La casa perdió su atmósfera pulcra y alegre, haciéndose visible de nuevo la melancolía del olvido. Algunas noches, quien acertara a pasar junto a ella podía oír los gritos y los sollozos que partían del nefasto alojamiento. Ahora Tom Chuff solía estar bebido, y no frecuentaba la casa salvo que acudiera para llevarse las ganancias de su pobre esposa.
Tom dejó de ver al honesto y viejo párroco. Con su degradación se mezclaba la vergüenza y aún le quedaba la gracia suficiente para que, cuando veía la figura delgada del «señor» caminando por la carretera, apartarse de su camino para no encontrarse con él. Cuando le mencionaban el nombre de Tom, el clérigo sacudía la cabeza y a veces gemía. Pero reservaba su horror y lamentos más para la pobre esposa que para el empecinado pecador, pues el caso de ella era realmente lamentable.
Llegó el hermano de la mujer, Jack Everton, procedente de Hexley, y al enterarse de todo aquello decidió darle una paliza a Tom por el mal trato que éste estaba dando a su hermana a cada momento. Posiblemente fue una suerte para todos que Tom se encontrara fuera, en una de sus prolongadas excursiones, y la pobre Nell, aterrada, suplicó a su hermano que no se interpusiera entre ellos. Por eso Jack regresó a su casa, aunque murmurando y sombrío.
Pero unos meses más tarde, Nelly Chuff enfermó. Llevaba ya con dolencias mucho tiempo, como les suele suceder a aquellos que tienen el corazón roto, pero ahora había llegado el final.
Cuando murió hubo una investigación del forense, ya que el médico dudaba de que un golpe no hubiera al menos precipitado su muerte. Sin embargo, de la investigación no salió nada en claro. Tom Chuff había abandonado el hogar más de dos días antes de la muerte de su esposa. Y seguía ausente, dedicado a sus asuntos ilegales, cuando el forense realizó la investigación.
Jack Everton vino desde Hexley para asistir a las tristes honras fúnebres de su hermana. Sentía más cólera que nunca contra el perverso marido, quien de una u otra manera había precipitado la muerte de Nelly. La investigación se había cerrado a primera hora de ese día y el marido no había aparecido.
Pero sí se presentó un compañero ocasional de Chuff, quizás deberíamos decir un cómplice. Le había dejado en los límites de Westmoreland y dijo que probablemente llegaría a casa al día siguiente. Pero Everton fingió no creerlo. Sugirió que para Tom Chuff podía representar una satisfacción secreta el coronar la historia de su mala vida matrimonial con el escándalo de su ausencia en el funeral de su despreciada y maltratada esposa.
Everton se había encargado de dirigir los tristes preparativos. Había ordenado que se cavara una tumba para su hermana junto a la de la madre, en el cementerio de Shackleton, al otro lado del páramo. Con el propósito, creo yo, de señalar el cruel desprecio del marido, decidió que el funeral se celebrara aquella noche. Le había acompañado su hermano Dick, y ellos y la hermana, con Mary y los hijos, y un par de vecinos, formaron el humilde cortejo.
Jack Everton dijo que esperaría e iría después, por si Tom Chuff llegaba tiempo, para decirle lo que había sucedido y acompañarle cruzando el páramo hasta el funeral. Pienso que su verdadero objetivo era el de propinarle al villano la paliza que deseaba darle desde hacia tanto tiempo. En cualquier caso había resuelto cruzar el páramo y llegar al cementerio a tiempo para recibir al cortejo funerario, intercambiando algunas palabras con el vicario, el sacristán y el sepulturero, todos ellos amigos suyos, pues la parroquia de Shackleton era su lugar de nacimiento y de allí tenía sus primeros recuerdos.
Pero Tom Chuff no se presentó en la casa aquella noche. Se dirigía hacia ella con un estado de ánimo furioso y sin una moneda en el bolsillo. Tal como solía suceder en esos regresos, del bolsillo del abrigo sobresalía el cuello de su botella de ginebra, su última inversión, ya medio vacía.
Para regresar a su casa tenía que cruzar el páramo de Catstean, y el punto que mejor conocía para el camino partía del cementerio de Shackleton. Saltó el muro bajo que sirve de límite y pasó por las tumbas, cruzando sobre muchas lápidas planas y medio enterradas, hacia el lado del cementerio que daba a Catstean Moor.
Justo a su derecha, como si fuera una sombra negra contra el cielo, se elevaban la vieja iglesia de Shackleton y su torre. Era una noche sin luna, pero clara. Había llegado ya al muro del límite bajo, en el otro lado, desde donde se domina la gran extensión de Catstean Moor. Se detuvo junto a una de las enormes y antiguas hayas y apoyó la espalda en su tronco liso. ¿Alguna vez había visto que el cielo pareciera tan negro, y que las estrellas brillaran y titilaran tan vívidamente? Un silencio casi mortal dominaba el escenario, como el que precede al trueno cuando hace un tiempo sofocante. La extensión que se abría ante él se perdía en una profunda negrura. Un estremecimiento extraño debilitó su corazón. ¡Eran el cielo y el escenario de su visión! El mismo horror y recelo. El mismo miedo invencible a aventurarse alejándose de donde estaba. Habría rezado de haberse atrevido. El desfallecimiento de su corazón le exigía alguna ayuda externa y sacó la botella del bolsillo del abrigo. Al hacerlo se volvió hacia la izquierda y vio la tierra apilada de una tumba abierta con la cabeza junto a la base del gran árbol sobre el que estaba apoyado.
Quedó espantado. Su sueño estaba regresando y envolviéndole lentamente. Todo lo que veía se entretejía con la textura de su visión. Se apoderó de él el frío del horror.
Desde el páramo escuchó un silbido débil y agudo, pero claro, y vio una figura que se aproximaba con paso oscilante, en zigzag, saltando de vez en cuando, como suelen hacer los hombres sobre una superficie en la que tienen que medir sus pasos. La figura avanzaba entre los juncos y eneas; y con el mismo impulso inexpresable que le había obligado en el sueño, respondió al silbido de la figura que avanzaba.
Ante esa señal, la figura se encaminó directamente hacia él. Se subió sobre el muro bajo y quedándose allí de pie miró hacia el cementerio.
—¿Quién ha respondido? —preguntó el recién llegado desde su puesto de observación.
—Yo —respondió Tom.
—¿Y quién eres tú? —volvió a preguntar el hombre del muro.
—Tom Chuff. ¿Para quién han cavado esta tumba? —respondió con un tono salvaje para ocultar el estremecimiento secreto de su pánico.
—¡Ya te lo diré yo a ti, villano! —respondió el desconocido bajando del muro—. Te he buscado por todas partes, te he esperado mucho tiempo, pero por fin te he encontrado.
No sabiendo qué hacer ante la figura que avanzaba hacia él, Tom Chuff retrocedió, dio un traspiés y cayó hacia atrás sobre la tumba abierta. En la caída se cogió de los lados, pero inútilmente.
Una hora más tarde, cuando llegaron las luces con el ataúd, encontraron el cadáver de Tom Chuff en el fondo de la tumba. Había caído de cabeza, rompiéndose el cuello. Su muerte debió ser simultánea con la caída. Y así se cumplió su sueño.
Había sido su cuñado quien cruzaba el pantano y se acercó al cementerio de Shackleton, exactamente en la misma dirección que en la visión extraña había tomado la imagen de su padre. Por suerte para Jack Everton, el sepulturero y el sacristán de la iglesia de Shackleton estaban cruzando en ese momento el cementerio dirigiéndose hacia la tumba de Nelly Chuff, sin que Jack pudiera verlos, en el preciso instante en el que Tom, el cazador furtivo, dio el traspiés y se cayó. De no ser por esos testigos, se habría sospechado que el exasperado hermano había ejercido una violencia directa. Pero tal como sucedió, la catástrofe no tuvo consecuencias legales.
El buen vicario mantuvo su palabra y los habitantes viejos de Shackleton gustan de enseñar la tumba de Tom Chuff, muy cerca del centro del cementerio. El cumplimiento consciente de la súplica del hombre aterrorizado con respecto al lugar de su sepultura puso un énfasis horrible y burlón a la extraña combinación mediante la cual el destino había derrotado sus precauciones, fijando el lugar de su muerte.
Durante muchos años, y creemos que así sigue sucediendo, la historia ha sido contada junto a muchas chimeneas de casas de campo, y aunque apela a lo que muchos llamarían superstición, para los oídos de un público tosco y simple era como una emocionante homilía, que es de esperar no carezca totalmente de fruto.


Título original: The Vision of Tom Chuff, 1870. Traducción de Rafael Lassaletta Cano.



1 comentario: