Al borde del
melancólico Catstean Moor, en el norte de Inglaterra, junto a media docena de
antiguos chopos rodeados por ramas viejas y ásperas, con una herida en el
centro producida un verano, treinta años antes, por un rayo, y todos ellos, por
su gran altura, haciendo que parezca más baja la morada junto a la que crecen,
se levanta una tosca casa de piedra con una chimenea gruesa, la cocina y un
dormitorio en la planta baja, y un ático dividido en dos habitaciones, al que se
accede por una escalera, bajo el tejado de guijarros.
Su propietario era un
hombre de mala fama llamado Tom Chuff. Era un hombre fuerte, de cabeza
impresionante y ancho de hombros, aunque algo bajo de estatura, con las cejas
descendentes y una mirada hosca. Se dedicaba a la caza furtiva y raramente
tenía la intención de ganarse el pan mediante cualquier trabajo honesto. Era un
borracho. Golpeaba a su esposa y cuando estaba en casa sus hijos llevaban una
vida de terror y lamentaciones. Para su pequeña y aterrorizada familia era una
bendición cuando se iba, como hacía a veces, durante una semana o más.
La noche de la que
hablo, hacia las ocho, golpeó la puerta con la porra. Era invierno y estaba muy
oscuro. Creo que los que estaban en la casa no habrían sentido mayor terror si
hubiera llamado un duende del páramo.
Con miedo, pero
presurosa, la esposa descorrió la barra que cerraba la puerta. Su hermana, que
era jorobada, permaneció de pie junto al hogar, mirando hacia el umbral; y los
acobardados hijos se protegieron tras ella.
Tom Chuff entró con
la porra en la mano, sin decir nada, y se dejó caer en una silla frente al
fuego. Había estado fuera dos o tres días, parecía ojeroso y tenía los ojos
inyectados en sangre, por lo que todos supieron que había estado bebiendo.
Inclinándose, Tom
golpeó con el palo el fuego de turba y luego aproximó los pies. Mirando hacia
el pequeño aparador, hizo una señal a su esposa por la que ésta supo que quería
una taza y se la dio en silencio. Sacó del bolsillo del abrigo una botella de
ginebra y, tras llenarla casi hasta el borde, la bebió en pocos tragos.
Solía refrescarse con
dos o tres tragos así antes de golpear a los miembros de la familia. Sus tres
hijos pequeños, acobardados en una esquina, le miraban desde debajo de una
mesa, como hacía Jack con el ogro en el famoso cuento. Su esposa Nell, de pie
tras una silla que estaba dispuesta a utilizar para defenderse del golpe de la
porra que podía caerle encima en cualquier momento, no apartaba su mirada de
él; y Mary la jorobada dejaba ver el blanco de un gran par de ojos con los que
también le vigilaba mientras estaba de pie y apoyada contra el armario de hojas
de roble, y su rostro oscuro apenas podía distinguirse desde lejos del panel
marrón que tenía a su espalda.
Tom Chuff iba ya por
el tercer trago y no había dicho una sola palabra desde su entrada, por lo que
el suspense se estaba volviendo terrible, cuando de pronto se inclinó hacia
atrás en el asiento, la porra le resbaló de la mano y se produjo en su rostro
un cambio, al cubrirse de una palidez mortal.
Por un momento, todos
se le quedaron mirando; le tenían tanto miedo que no se atrevían a hablar o
moverse por si acaso sólo se había quedado dormido para despertar y proceder
enseguida a dar rienda suelta a su temperamento con la porra.
Sin embargo, aquello
empezó enseguida a parecerles tan extraño que su esposa y Mary se atrevieron a
intercambiar miradas de duda y de sorpresa. Colgaba tanto por el lado de la
silla que de no haber sido ésta tosca y enorme la habría derribado al suelo. Un
tono plomizo le oscurecía la palidez del rostro. Empezaron a alarmarse y
finalmente su esposa se atrevió a hablar.
—¡Tom! ——dijo Nell
tímidamente, para luego repetirlo en voz más alta, y finalmente gritar su
nombre una y otra vez acompañada de los aterrorizados familiares-—. ¡Se está
muriendo... se está muriendo! —repitió mientras su voz se elevaba hasta
convertirse en un grito y darse cuenta de que aunque tiraba de él y le movía el
hombro, no conseguía sacarle de su letargo.
Ahora, sobrecogidos
por un terror nuevo, los niños añadieron sus gritos estridentes a las palabras
y gritos de la madre y la tía; y si algo hubiera podido sacar a Tom de su
letargo habría sido el coro penetrante que resonó en la tosca habitación de la
casa del cazador furtivo. Pero Tom permaneció inmóvil y sordo.
Su esposa envió a
Mary al pueblo, que apenas estaba a cuatrocientos metros, para implorar al
doctor, para cuya familia ella trabajaba como lavandera, que acudiera a ver a
su esposo, quien parecía estar muriéndose.
Así lo hizo el
médico, hombre de buen temperamento. Con el sombrero todavía puesto, miró a
Tom, le examinó y tras ver que el emético que había llevado con él, tras lo que
Mary le había contado, no actuaba, y que con su lanceta no sacaba sangre, y que
la muñeca no tenía pulso, sacudió la cabeza y pensó para sí: «¿Por qué llorará
esta mujer? ¿Acaso podía haber deseado para sí misma y para sus hijos una
bendición mayor que la que se ha producido?»
Tom parecía estar
muerto. En sus labios no podía percibirse respiración alguna. El doctor no le
pudo encontrar el pulso. Tenía fríos los pies y las manos, y la frialdad se iba
extendiendo por todo el cuerpo.
Tras una estancia de
unos veinte minutos, el médico se había abotonado el sobretodo y vuelto a poner
el sombrero, indicándole con ello a la señora Chuff que su presencia era ya
inútil, pero de pronto un pequeño hilillo de sangre empezó a golear desde el
corte que había hecho con la lanceta en la sien de Tom Chuff.
—¡Qué extraño! —dijo
el doctor—. Esperemos un poco.
Debo describir ahora
las sensaciones que había experimentado Tom Chuff.
Con los codos sobre
las rodillas y la barbilla apoyada en las manos estaba mirando las ascuas, con
la ginebra al lado, cuando de pronto tuvo un vértigo en la cabeza, dejó de ver
el fuego y un sonido parecido al tañido de una pesada campana de iglesia
conmovió su cerebro.
Escuchó entonces un
zumbido confuso y el peso de plomo de su cabeza le hizo caer hacia atrás
hundiéndose en la silla, mientras perdía totalmente la conciencia.
Al volver en sí
sintió frío y se encontró apoyado en un árbol grande y sin hojas. La noche no
tenía luna, y al mirar hacia arriba pensó que nunca había visto las estrellas
tan grandes y brillantes, ni el cielo tan negro. Además, las estrellas parecían
titilar con intervalos de oscuridad cada vez más largos, para aparecer luego
con mayor violencia y brillo, y vagamente pensó que aquello tenía el carácter
de una furia y una amenaza silenciosa.
Recordaba confusamente
haber llegado a aquel lugar, o más bien como si varios hombres le hubieran
transportado en hombros hasta allí, con una especie de movimiento de balanceo.
Pero se trataba de algo totalmente confuso, el imperfecto recuerdo de una
simple sensación. En el camino no había visto ni oído nada.
Miró a su alrededor y
en las cercanías no encontró el menor indicio de un ser vivo. Con una sensación
de temor empezó a reconocer el lugar.
El árbol en el que se
había apoyado era una de las antiguas y nobles hayas que rodeaban a intervalos
irregulares el cementerio de Shackleton, el cual extiende su verde y ondulante
pendiente sobre el borde del páramo de Catstean, en cuyo otro lado se encuentra
la tosca casa de campo en la que acababa de perder la conciencia. Había más de
diez kilómetros, a través del páramo, entre ese punto y su habitación, y la
negra extensión se presentaba ante él desapareciendo poco a poco en la
oscuridad, pues ante él cielo y tierra se unían en un vacío indistinguible y
terrible.
Había en aquel lugar
un silencio totalmente innatural. Se había apagado el murmullo distante del
riachuelo, que él conocía tan bien; las hojas no producían murmullo alguno; el
aire, la tierra, todo lo que había en ella y sobre ella estaba indescriptiblemente
silencioso; sintió entonces ese temblor del corazón que parece presagiar la
proximidad de algo horrible. Y se habría dispuesto a regresar a través del
páramo de no haber tenido el presentimiento indefinido de que había allí algo
que no se atrevía a traspasar.
Por detrás se erguían
como una sombra la torre y la antigua iglesia gris de Shackleton. Ahora que la
vista se le había acostumbrado a la oscuridad podía percibir su perfil. Pero no
producía en su mente ninguna asociación consoladora; tan sólo amenaza y recelo.
La temprana formación en su actividad ilegal estaba relacionada con ese mismo
lugar, pues en él solía reunirse su padre con otros dos cazadores furtivos,
llevando con él a su hijo, entonces sólo un muchacho.
Bajo el porche de la
iglesia, hacia el amanecer, solían repartirse la caza que había capturado y
rendían cuentas de las ventas que habían hecho el día anterior, dividiendo el
dinero y bebiéndose la ginebra. Allí había recibido sus primeras lecciones en
beber, maldecir e incumplir la ley. La tumba de su padre apenas estaba a ocho
pasos del lugar en el que ahora se encontraba. En su actual estado de terrible
desfallecimiento ningún escenario de la tierra habría ayudado tanto a aumentar
su miedo.
Había un objeto
cercano que potenciaba su tristeza. A un metro de distancia, al otro lado del
árbol, detrás de él y extendiéndose hacia su izquierda, había una tumba
abierta, con la tierra y los cascotes apilados al otro lado. A la cabeza de la
tumba se levantaba el haya; su tronco se elevaba como una enorme columna monumental.
Él conocía todas la líneas y grietas de su lisa superficie. Las iniciales de su
propio nombre, grabadas mucho tiempo atrás en la corteza, se habían ido
extendiendo y arrugando como si fueran las letras grotescas de un caprichoso
grabador, y ahora, dominando la tumba abierta, adquirían un significado
siniestro, como si respondieran a la pregunta que él se estaba haciendo
mentalmente: «¿Para quién han abierto la tumba?»
Como se encontraba
todavía algo aturdido y sentía un temblor débil en las articulaciones no se
veía con deseos de esforzarse; pero además tenía la sensación vaga de que con
independencia de la dirección que tomara encontraría peligros peores al de
permanecer donde estaba.
De pronto las
estrellas comenzaron a titilar con mayor violencia, una luz débil y extraña se
extendió durante un minuto sobre el paisaje desértico y vio que se acercaba
desde el páramo una figura que avanzaba con una especie de oscilación, dando de
vez en cuando uno o dos saltos en zigzag, como acostumbran a hacer los hombres
que cruzan esos lugares para evitar los pequeños cenagales y lodazales que se
encuentran en ellos. La figura se asemejaba a la de su padre, y como aquél
silbó con los dedos a modo de señal al acercarse; pero ahora el silbido no
sonaba fuerte y agudo, como en otros tiempos, sino inmensamente lejano, y
parecía resonar extrañamente en la cabeza de Tom. Bien por costumbre o por
miedo, Tom, como respuesta a la señal, silbó como solía hacerlo veinticinco
años antes, aunque ya estaba estremecido por un miedo sobrenatural.
Lo mismo que su
padre, la figura levantó al acercarse la bolsa que llevaba en la mano
izquierda, tal como solía hacer aquél, gritándole lo que llevaba en su
interior. Puede estar seguro el lector de que aquello no tranquilizó a Tom,
pues le llegó un grito innatural y débil, en el momento en que el fantasma
agitó la bolsa en el aire, y oyó con claridad estas palabras:
—¡El alma de Tom Chuffl
Apenas a cuarenta y
cinco metros de la cerca baja del cementerio en el que estaba Tom, había en la
tierra una abertura más amplia en la que crecían juncos y eneas, entre los
cuales, tal como solía hacer el viejo cazador furtivo ante cualquier alarma
repentina, la figura que se aproximaba se escondió.
De la misma zona de
altos juncos surgió al instante lo que Tom tomó equivocadamente al principio
como la misma figura arrastrándose a cuatro patas, pero enseguida se dio cuenta
de que era un enorme perro negro de áspero pelaje, como el de un oso, que al
principio permaneció inmóvil, olisqueando, pero luego comenzó a dirigirse hacia
el al paso, dando un bote de vez en cuando. Al acercarse mostró unos ojos
temibles que brillaban como carbones encendidos y por la abertura monstruosa de
la mandíbula emitió un gruñido aterrador.
El animal parecía a
punto de apresarle, por lo que Tom retrocedió aterrorizado, cayendo en la tumba
abierta tras él. Se agarró al borde, pero cedió y cayó hacia esperó llegar en un instante al fondo. ¡Pero
no se produjo tal cosa! ¡El abismo parecía no tener final! Empezó a caer y
caer, con una velocidad inconmensurable pero siempre creciente, a través de la
oscuridad profunda, con el pelo recto hacia arriba, sin aliento, mientras la
fuerza del aire le obligaba a elevar incluso los brazos, un segundo tras otro,
un minuto tras otro, cayendo hacia abajo por la abertura, con el sudor helado
del terror cubriéndole el cuerpo, hasta que de pronto, cuando esperaba ser
aniquilado, el descenso se detuvo instantáneamente con un golpe tremendo que,
sin embargo, no le privó de la conciencia ni por un momento.
Miró a su alrededor.
El lugar se asemejaba a una catacumba o una caverna teñida por el humo, cuyo
techo se perdía en la oscuridad salvo por algún arco nervado que era visible
aquí y allá. Desde varios toscos pasillos que se abrían desde la cámara
central, y se asemejaban a las galerías de una mina gigantesca, surgía
débilmente un brillo apagado, como de carbón encendido, la única luz que le
permitía discernir, aunque imperfectamente, los objetos que le rodeaban inmediatamente.
Lo que al principio
parecía ser una proyección de la roca en la esquina de una de aquellas lóbregas
entradas se movió de pronto y resultó ser una figura humana que le hizo señas.
Al aproximarse vio a su padre, aunque apenas pudo reconocerle porque estaba
monstruosamente alterado.
—Te he estado
buscando, Tom. Bienvenido a casa, muchacho; ocupa tu puesto.
Al escuchar estas
palabras, pronunciadas con una voz hueca y, según pensó Tom, burlona, que le
hizo temblar, el corazón se le hundió en el pecho. Pero no pudo evitar
acompañar al perverso espíritu, que le condujo hasta un lugar en el que al
pasar Tom escuchó, como si salieran del interior de la roca, temibles gritos y
súplicas de piedad.
—¿Qué es esto?
—preguntó.
—No importa.
—¿Quiénes son?
—Recién llegados, lo
mismo que tú, muchacho —respondió el padre con indiferencia—. Dejan de
alborotar con el tiempo, al descubrir que no vale de nada.
—¿Y qué voy a hacer?
—preguntó Tom agónicamente.
—Eso da lo mismo.
—¿Pero qué puedo
hacer? —-reiteró Tom mientras le temblaban todos los nervios y las
articulaciones.
—Ponerle al mal
tiempo buena cara, supongo.
—¡Por el amor de
Dios, si alguna vez te has preocupado por mí, porque soy tu propio hijo, sácame
de aquí!
—No hay salida.
—Si hay una entrada
tiene que haber una salida, y por los cielos, sácame de aquí.
Pero la temible
figura no volvió a responder, y tras estar junto a su hombro se deslizó hacia
atrás; aparecieron otras, cada una con un débil halo rojizo a su alrededor,
mirándole con ojos terribles, imágenes todas ellas de furia o irrisión eternas,
y de una variedad horrible. Pensó que se estaba volviendo loco bajo la mirada
de tantos ojos, que aumentaban en número y se acercaban más a cada momento, al
tiempo que miles y miles de voces le llamaban por su nombre, algunas lejanas,
otras cercanas, unas desde un punto y otras desde otro, algunas incluso desde
atrás, cerca de sus oídos. Esos gritos aumentaban en rapidez y multitud, y se
entremezclaban con risas, blasfemias, burlas e insultos entrecortados, se
sucedían unas a otras, borrándose, antes de que pudiera captar ni siquiera la
mitad de su significado.
Durante todo ese
tiempo, en proporción con la rapidez y la urgencia de aquellos temibles sonidos
y visiones, la epilepsia del terror fue instilándose en su cerebro, y con un
grito largo y atemorizado perdió la conciencia.
Al recuperar el
sentido se encontró en una pequeña cámara de piedra, abovedada por arriba y con
una puerta enorme. Un solo punto de luz situado en el muro, y que emitía un
brillo extraño, iluminaba esa celda.
Sentado frente a él
había un hombre venerable de larguísima barba blanca; era una imagen de una
pureza y una severidad imponentes. Iba vestido con una túnica tosca de cuyo
ceñidor colgaban tres grandes llaves. Podía ajustarse a la idea que tenemos de
un vigilante de la puerta de una antigua ciudad; diría que de esas ciudades
espirituales que le gustaba describir a John Bunyan.
Los ojos del anciano
eran brillantes y temibles, y al fijarse en él Tom Chuff se sintió indefenso en
sus manos. Finalmente habló así:
—He recibido la orden
de que te permita una prueba más. Pero si volvemos a encontrarte bebiendo con
los borrachos, y golpeando a tus semejantes, volverás a traspasar la puerta por
la que llegaste aquí y ya no podrás salir nunca más.
Tras pronunciar esas palabras,
el anciano le tomó por la muñeca y le hizo traspasarla primera puerta, y luego,
abriendo la que estaba en la caverna exterior, empujó con fuerza a Tom Chuff en
el hombro cerrando la puerta tras él con un ruido que resonó como un trueno,
repitiéndose en un eco tras otro en las proximidades y en la lejanía, a su
alrededor y por arriba, hasta que fue desapareciendo gradualmente en el
silencio. Estaba totalmente a oscuras, pero sintió una brisa de aire fresco que
le estimuló. Comprendió que se encontraba de nuevo en el mundo superior.
Pocos minutos después
comenzó a escuchar voces que conocía, apareció ante su vista un punto de luz,
débilmente primero, y gradualmente vio la llama de la vela, y después de eso
los rostros familiares de su esposa y sus hijos, y les oyó levemente cuando le
hablaron, aunque todavía no fue capaz de responderles.
Vio también al doctor
como una figura aislada en la oscuridad, y le oyó decir:
—Bueno, ya lo ha
recuperado. Creo que se pondrá bien.
Cuando pudo hablar,
viendo claramente a su alrededor y sintiendo la sangre en el cuello y la camisa,
sus primeras palabras fueron éstas:
—Esposa, perdóname.
He cambiado. Ve a buscar al señor.
Lo que significaba la
última frase era que fuera a buscar a un sacerdote.
Cuando llegó el
vicario y entró en el pequeño dormitorio donde yacía acostado el asustado
cazador furtivo, cuya alma había muerto en su interior, enfermo y débil
todavía, sobre la cama, y con el espíritu abatido por el terror, Tom Chuff hizo
una débil seña a los demás para que salieran de la habitación, y tras haberse
cerrado la puerta el buen párroco oyó la extraña confesión, y también, con
asombro, los agitados y ansiosos votos de enmienda, así como sus desvalidas súplicas
de apoyo y consejo.
Todo ello el párroco
lo recibió, evidentemente, con amabilidad; y sus visitas fueron frecuentes durante
algún tiempo.
Un día, al tomar la
mano de Tom Chuff para despedirse, el enfermo la retuvo y le dijo:
—Señor, es usted el
vicario de Shackleton, y si yo muero prométame una cosa, como yo le he
prometido muchas. Como he dicho nunca daré paliza ni golpes a mi esposa, ni a
animal ni a ningún tipo de persona, y ya no me verá más entre los bebedores. Y
Tom ya nunca apretará el gatillo ni pondrá una trampa, sino que vivirá de un
modo honesto, pero después de eso le pido un favor sin importancia, pues es vicario
de Shackleton y puede hacerlo: que no deje que me entierren a menos de veinte
metros de las hayas que rodean el cementerio de Shackleton.
—Ya veo que cuando
llegue tu momento quieres que tu tumba esté bien alejada de donde estaba la del
sueño.
—Eso es. ¡Antes
preferiría que me echaran al fondo de un pozo de marga! O que me enterraran en
cualquier otro cementerio, por miedo a ése, pero los míos son enterrados en
Shackleton, y tiene que darme su promesa y no romper la palabra.
—Por supuesto que te
lo prometo. No es probable que te sobreviva; pero si lo hiciera, y sigo siendo
vicario de Shackleton, serás enterrado en el lugar más cercano al centro del
cementerio que pueda encontrar.
—Con eso bastará.
Y así se despidieron
contentos.
El efecto de la
visión sobre Tom Chuff fue poderoso y prometía ser duradero. Haciendo un
doloroso esfuerzo, cambió su vida de aventuras irregulares y ocio relativo por
otra de trabajo regular. Dejó de beber; con su esposa y familia fue tan amable
como se lo permitió su naturaleza, originalmente hosca; acudió a la iglesia;
con el buen tiempo, cruzaban el páramo para ir a la de Shackleton; el vicario
decía que acudía allí para ver el escenario donde había tenido lugar la visión,
y fortalecer así, con el recuerdo, sus buenas resoluciones.
Pero las impresiones
provocadas sobre la imaginación son transitorias, y un mal hombre que actúa
movido por el miedo no es libre; su carácter auténtico no aparece. Cuando las
imágenes de la visión se desvanecen, y cesa la acción del miedo, se reafirman
las cualidades esenciales del hombre. Es por eso que, al cabo de algún tiempo,
Tom Chuff empezó a cansarse de su nueva vida; se fue volviendo perezoso y la
gente comenzó a decir que estaba cazando liebres y que ocultamente había vuelto
a llevar su antigua vida de contrabando.
Una noche regresó a
casa con signos de haber bebido, que delataban el lenguaje grueso y el
temperamento violento. Al día siguiente se sentía apenado, o asustado, en
cualquier caso arrepentido, y durante una semana o más volvió el viejo horror y
mantuvo otra vez su buena conducta. Pero al poco tiempo tuvo una recaída, y
otro arrepentimiento, seguido de otra nueva recaída, y así, gradualmente,
regresaron las malas costumbres y su antiguo modo de vida, con más violencia y
tenebrosidad por cuanto que el hombre se sentía alarmado y exasperado por el
recuerdo de su despreciada pero terrible advertencia.
Con el antiguo modo
de vida volvió la miseria a su casa. Dejaron de verse las sonrisas que habían
empezado a aparecer con la insólita luz del sol. Regresaron al rostro de su
pobre esposa la antigua palidez y la desolación. La casa perdió su atmósfera
pulcra y alegre, haciéndose visible de nuevo la melancolía del olvido. Algunas
noches, quien acertara a pasar junto a ella podía oír los gritos y los sollozos
que partían del nefasto alojamiento. Ahora Tom Chuff solía estar bebido, y no
frecuentaba la casa salvo que acudiera para llevarse las ganancias de su pobre
esposa.
Tom dejó de ver al
honesto y viejo párroco. Con su degradación se mezclaba la vergüenza y aún le
quedaba la gracia suficiente para que, cuando veía la figura delgada del
«señor» caminando por la carretera, apartarse de su camino para no encontrarse
con él. Cuando le mencionaban el nombre de Tom, el clérigo sacudía la cabeza y
a veces gemía. Pero reservaba su horror y lamentos más para la pobre esposa que
para el empecinado pecador, pues el caso de ella era realmente lamentable.
Llegó el hermano de
la mujer, Jack Everton, procedente de Hexley, y al enterarse de todo aquello
decidió darle una paliza a Tom por el mal trato que éste estaba dando a su
hermana a cada momento. Posiblemente fue una suerte para todos que Tom se
encontrara fuera, en una de sus prolongadas excursiones, y la pobre Nell,
aterrada, suplicó a su hermano que no se interpusiera entre ellos. Por eso Jack
regresó a su casa, aunque murmurando y sombrío.
Pero unos meses más
tarde, Nelly Chuff enfermó. Llevaba ya con dolencias mucho tiempo, como les
suele suceder a aquellos que tienen el corazón roto, pero ahora había llegado
el final.
Cuando murió hubo una
investigación del forense, ya que el médico dudaba de que un golpe no hubiera
al menos precipitado su muerte. Sin embargo, de la investigación no salió nada
en claro. Tom Chuff había abandonado el hogar más de dos días antes de la
muerte de su esposa. Y seguía ausente, dedicado a sus asuntos ilegales, cuando
el forense realizó la investigación.
Jack Everton vino
desde Hexley para asistir a las tristes honras fúnebres de su hermana. Sentía
más cólera que nunca contra el perverso marido, quien de una u otra manera
había precipitado la muerte de Nelly. La investigación se había cerrado a
primera hora de ese día y el marido no había aparecido.
Pero sí se presentó
un compañero ocasional de Chuff, quizás deberíamos decir un cómplice. Le había
dejado en los límites de Westmoreland y dijo que probablemente llegaría a casa
al día siguiente. Pero Everton fingió no creerlo. Sugirió que para Tom Chuff
podía representar una satisfacción secreta el coronar la historia de su mala
vida matrimonial con el escándalo de su ausencia en el funeral de su
despreciada y maltratada esposa.
Everton se había
encargado de dirigir los tristes preparativos. Había ordenado que se cavara una
tumba para su hermana junto a la de la madre, en el cementerio de Shackleton,
al otro lado del páramo. Con el propósito, creo yo, de señalar el cruel
desprecio del marido, decidió que el funeral se celebrara aquella noche. Le
había acompañado su hermano Dick, y ellos y la hermana, con Mary y los hijos, y
un par de vecinos, formaron el humilde cortejo.
Jack Everton dijo que
esperaría e iría después, por si Tom Chuff llegaba tiempo, para decirle lo que
había sucedido y acompañarle cruzando el páramo hasta el funeral. Pienso que su
verdadero objetivo era el de propinarle al villano la paliza que deseaba darle
desde hacia tanto tiempo. En cualquier caso había resuelto cruzar el páramo y
llegar al cementerio a tiempo para recibir al cortejo funerario, intercambiando
algunas palabras con el vicario, el sacristán y el sepulturero, todos ellos
amigos suyos, pues la parroquia de Shackleton era su lugar de nacimiento y de
allí tenía sus primeros recuerdos.
Pero Tom Chuff no se
presentó en la casa aquella noche. Se dirigía hacia ella con un estado de ánimo
furioso y sin una moneda en el bolsillo. Tal como solía suceder en esos
regresos, del bolsillo del abrigo sobresalía el cuello de su botella de
ginebra, su última inversión, ya medio vacía.
Para regresar a su
casa tenía que cruzar el páramo de Catstean, y el punto que mejor conocía para
el camino partía del cementerio de Shackleton. Saltó el muro bajo que sirve de
límite y pasó por las tumbas, cruzando sobre muchas lápidas planas y medio
enterradas, hacia el lado del cementerio que daba a Catstean Moor.
Justo a su derecha,
como si fuera una sombra negra contra el cielo, se elevaban la vieja iglesia de
Shackleton y su torre. Era una noche sin luna, pero clara. Había llegado ya al
muro del límite bajo, en el otro lado, desde donde se domina la gran extensión
de Catstean Moor. Se detuvo junto a una de las enormes y antiguas hayas y apoyó
la espalda en su tronco liso. ¿Alguna vez había visto que el cielo pareciera
tan negro, y que las estrellas brillaran y titilaran tan vívidamente? Un
silencio casi mortal dominaba el escenario, como el que precede al trueno
cuando hace un tiempo sofocante. La extensión que se abría ante él se perdía en
una profunda negrura. Un estremecimiento extraño debilitó su corazón. ¡Eran el
cielo y el escenario de su visión! El mismo horror y recelo. El mismo miedo
invencible a aventurarse alejándose de donde estaba. Habría rezado de haberse
atrevido. El desfallecimiento de su corazón le exigía alguna ayuda externa y
sacó la botella del bolsillo del abrigo. Al hacerlo se volvió hacia la izquierda
y vio la tierra apilada de una tumba abierta con la cabeza junto a la base del
gran árbol sobre el que estaba apoyado.
Quedó espantado. Su
sueño estaba regresando y envolviéndole lentamente. Todo lo que veía se
entretejía con la textura de su visión. Se apoderó de él el frío del horror.
Desde el páramo
escuchó un silbido débil y agudo, pero claro, y vio una figura que se
aproximaba con paso oscilante, en zigzag, saltando de vez en cuando, como
suelen hacer los hombres sobre una superficie en la que tienen que medir sus
pasos. La figura avanzaba entre los juncos y eneas; y con el mismo impulso
inexpresable que le había obligado en el sueño, respondió al silbido de la
figura que avanzaba.
Ante esa señal, la
figura se encaminó directamente hacia él. Se subió sobre el muro bajo y quedándose
allí de pie miró hacia el cementerio.
—¿Quién ha respondido?
—preguntó el recién llegado desde su puesto de observación.
—Yo —respondió Tom.
—¿Y quién eres tú?
—volvió a preguntar el hombre del muro.
—Tom Chuff. ¿Para
quién han cavado esta tumba? —respondió con un tono salvaje para ocultar el
estremecimiento secreto de su pánico.
—¡Ya te lo diré yo a
ti, villano! —respondió el desconocido bajando del muro—. Te he buscado por
todas partes, te he esperado mucho tiempo, pero por fin te he encontrado.
No sabiendo qué hacer
ante la figura que avanzaba hacia él, Tom Chuff retrocedió, dio un traspiés y
cayó hacia atrás sobre la tumba abierta. En la caída se cogió de los lados,
pero inútilmente.
Una hora más tarde,
cuando llegaron las luces con el ataúd, encontraron el cadáver de Tom Chuff en
el fondo de la tumba. Había caído de cabeza, rompiéndose el cuello. Su muerte
debió ser simultánea con la caída. Y así se cumplió su sueño.
Había sido su cuñado
quien cruzaba el pantano y se acercó al cementerio de Shackleton, exactamente
en la misma dirección que en la visión extraña había tomado la imagen de su
padre. Por suerte para Jack Everton, el sepulturero y el sacristán de la
iglesia de Shackleton estaban cruzando en ese momento el cementerio
dirigiéndose hacia la tumba de Nelly Chuff, sin que Jack pudiera verlos, en el
preciso instante en el que Tom, el cazador furtivo, dio el traspiés y se cayó.
De no ser por esos testigos, se habría sospechado que el exasperado hermano
había ejercido una violencia directa. Pero tal como sucedió, la catástrofe no
tuvo consecuencias legales.
El buen vicario
mantuvo su palabra y los habitantes viejos de Shackleton gustan de enseñar la
tumba de Tom Chuff, muy cerca del centro del cementerio. El cumplimiento
consciente de la súplica del hombre aterrorizado con respecto al lugar de su
sepultura puso un énfasis horrible y burlón a la extraña combinación mediante
la cual el destino había derrotado sus precauciones, fijando el lugar de su
muerte.
Durante muchos años,
y creemos que así sigue sucediendo, la historia ha sido contada junto a muchas
chimeneas de casas de campo, y aunque apela a lo que muchos llamarían
superstición, para los oídos de un público tosco y simple era como una
emocionante homilía, que es de esperar no carezca totalmente de fruto.
Título original: The Vision of Tom Chuff, 1870. Traducción de Rafael
Lassaletta Cano.
Gracias!!!
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