(La más
importante de las ediciones extensas de la obra de Henry James es la «Edición
de Nueva York», que con el título The Novels and Tales of Henry James publicó la casa neoyorquina Scribner's, en
veinticuatro tomos, de 1907 a 1909. James escogió las novelas y relatos que
debían figurar en ella, revisó todos los textos y antepuso a cada volumen
—salvo aquellos que contenían la segunda mitad de una novela larga— un prólogo
con comentarios sobre el origen de las obras y su carácter. Póstumamente, en
1918, se añadieron a la colección dos tomos más, con las novelas inacabadas The
Ivory Tower y The Sense of the Past. De los cuatro relatos incluidos en el
presente volumen, los tres primeros se encuentran en el tomo XVII, junto con
otros que abarcan también el componente de lo «extraordinario» o lo
«sobrenatural», y el último en el tomo XVI. El fragmento siguiente está tomado
del prólogo al tomo XVII.)
De todo lo cual se
desprende una consideración oportuna para el grupito de composiciones aquí
reunidas [se refiere a Owen Wingrave,
The Friends of the Friends, Sir Edmund Orme, The Real Right Thing y The
Jolly Corner]; la consideración de que, así como para mí la cuestión
siempre ha estado en el asombrarme y, con toda la habilidad posible, mover al
asombro, así también todo el lado de cuento de hadas de la vida ha empleado,
para tirar de mi sensibilidad, una cuerda suya propia. Cuando queremos
asombrarnos, no hay para ello terreno mejor que el de lo maravilloso —siempre
anteponiendo la premisa, mediante una inducción no menos rápida, de que ese
elemento no puede dejar de ser, para encajar en los diferentes casos, cosa de
apreciación. Lo que en una serie de condiciones asombra puede perder su hechizo
por completo en otra serie; y hay que decir también que, ya que en la narrativa
el peligro de lo extraño desmedido está en lo disparatado, lo mismo que su
fuerza, cuando se salva, está en lo cautivador, el viento del interés sopla
donde quiere, la entrega de la atención persiste donde puede. El ideal en este
género de cosas, obviamente, es el cuento de hadas puro y simple, el caso que
se ha purgado en el crisol de todas sus bêtises
sin dejar de conservar toda su gracia. Puede parecer extraño que, yendo en
busca de lo entretenido, se intente esquivar el escollo de lo disparatado
arrimándose a lo «sobrenatural»; pero lo que a éste le entretiene es, aun
poniéndose en lo mejor (y esto sin duda hace mucho tiempo que lo hemos tenido
que reconocer), lo que a aquél otro le sume en la desolación; y yo confieso sin
reparo que de siempre la «historia de fantasmas», como por conveniencia la
llamamos, ha sido para mí la forma más posible del cuento de hadas. Goza de ese
honor, a mis ojos, por ser con tanta diferencia la más límpida —límpida con esa
limpidez sin la cual la representación,
y por lo tanto la belleza, decae. Claro está que uno sólo trabaja el hechizo
—decente y eficazmente— a través de lo representado, y en la gracia de lo
representado con mayor o menor fidelidad está la medida del éxito; verdad ésta
cuyo olvido general y satisfecho no puede por menos de llamar la atención. Para
empezar a asombrarme, ante un caso, tengo que empezar a creer —para empezar a
dar (es decir, a atender) tengo que empezar a ver y oír y sentir. No parece, lo
reconozco, que sea ése el requisito general —como se desprende de que tantas
personas manifiesten deleite frente a retratos de maravillas y prodigios que
por ningún baremo crítico, ni el más benévolo, son retrato; frente a recitaciones de cosas asombrosas horríficas o
beatíficas que ni son representadas ni, por lo que a uno se le alcanza, se ven
representables: debilidad que no invalida, a nuestro alrededor, los más
resonantes llamamientos a la curiosidad. La condición principal de interés —la
transmisión apreciable de unos efectos buscados— está ausente; de modo que
cuando, como sucede a menudo, se le pregunta a uno si «le gusta» tal o cual
«historia» no puede uno sino señalar; por toda respuesta, a la falta de
material para formar un juicio.
Vemos, pues, que la
aprehensión que entra en juego debe serlo de ciertas condiciones proyectadas, y
por lo tanto su primera necesidad es la de que esas apariencias se constituyan
en otra forma, y forma más coloreable, que la de que el autor responda por
ellas con su palabra más o menos de caballero. No basta con eso; deme sus elementos, tráteme su tema, hay que decir —tendré que esperar a eso para
decirle si me gustan. Podrían «chiflarme» todos si fueran dados y tratados;
pero en este orden de cosas no hay base de opinión sin base de visión, y no hay
fundamento para esto, a su vez, si no hay una proximidad comunicada a la
realidad. Hay situaciones portentosas, hay prodigios y maravillas y milagros
con respecto a los cuales esta comunicación, ya sea por necesidad o por azar, funciona
relativamente bien —funciona, según nuestro baremo, con alguna consecuencia
convincente; hay otras con respecto a las cuales el informe, el retrato, el
alegato, no responde ni de lejos a las preguntas que se nos ocurriría hacer. Puede ser quizá, entonces, que a esas
preguntas, por la propia naturaleza del caso, no haya respuesta —aunque también
sucede mucho, sin duda, que el vicio sentido no está sino en la calidad de la
provisión que se ha hecho para ellas: por todos los indicios, mi instinto, aunque
sea al servicio de grandes aventuras, reclama las mejores condiciones de las cosas; reclama un terreno que permita
multiplicar las pinceladas y los efectos, responder al mayor número de
preguntas, transmitir la máxima apariencia de verdad. Con la preferencia que he
señalado por la evocación «límpida» —la imagen, del tipo que sea, que presente
las menos vaguedades y baraturas, los menos cabos sueltos colgando y los menos
elementos omitidos, la imagen, en fin, que pueda ser más susceptible de
intensidad—, con esa predilección, digo, el terreno más seguro para el juego de
accidentes patéticos y mutaciones poderosas y encuentros extraños, o
cualesquiera asuntos inusuales, es el campo, si puedo llamarlo así, más de su
segunda que de su primera exhibición. Con lo cual, dicho sea en evitación de
oscuridades, no quiero decir nada más críptico sino que yo mismo siento que los
muestro mejor mostrando casi exclusivamente cómo se sienten, reconociendo como
su principal interés alguna impresión que producen fuertemente y que se recibe
intensamente. Es muy grande la probabilidad de que fallemos, he razonado
siempre, si intentamos el prodigio, la apelación al pasmo, en sí mismo; si se
subraya demasiado su lado «objetivo», el informe (hay un riesgo de diez contra
uno) quedará ralo a todos los efectos. Lo queremos claro, eso por descontado,
pero también lo queremos denso, y donde conseguimos la densidad es en la
consciencia humana que lo aloja y lo registra, que lo amplifica y lo
interpreta. Ésa es de hecho, cuando de lo que se trata es (repito) de lo «sobrenatural»,
la única densidad que conseguimos; aquí los prodigios, cuando llegan por la vía
directa, llegan con un efecto precario; conservan, en cambio, todo su carácter
cuando se aparecen al trasluz de otra historia —la historia indispensable de la
relación normal de alguien con algo.
Es en esos contextos donde más interesan, porque entonces lo que principalmente
nos ocupa es la dignidad que se les atribuye y se les presta. Valores
intrínsecos no tienen —como sentimos, por ejemplo, ante un asunto como el clímax
pretendidamente portentoso del Arthur
Gordon Pym de Edgar Poe, donde la historia indispensable está ausente,
donde los fenómenos evocados, los accidentes patéticos, al llegar por la vía
directa, como digo, son inmediatos y planos, y todo el empeño se orienta a lo
horrífico en sí. El resultado es que, a mi entender, el clímax falla —falla
porque acaba en seco, y acaba en seco por falta de conexiones. No hay conexiones; no sólo, quiero decir,
en el sentido de un enunciado ulterior, sino de nuestra propia relación ulterior
con los elementos, que penden en el vacío; con lo cual vemos perdido el efecto,
malgastado el esfuerzo imaginativo.
Me atrevo a decir,
para terminar, que cuantas veces, en busca, como he señalado, de lo
entretenido, he invocado lo horrífico, lo he invocado, en una atmósfera como
la de The Turn of the Screw, la de The Jolly Corner, la de The Friends of the Friends, la de Sir Edmund Orme, la de The Real Right Thing, con una seria
aversión al despilfarro y desde el convencimiento de que en el arte la economía
es siempre belleza.
Publicado con el título “Un texto de Henry
James sobre la literatura fantástica” en James, Henry: Los amigos de los amigos (Recopilación de Jorge Luis Borges),
Siruela, Madrid, 1986. Título original:
“Preface” [Fragmento] en The Novels and
Tales of Henry James Vol. XVII, 1909. Traducción de
María Luisa Balseiro.
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