viernes, 31 de agosto de 2012

La literatura fantástica. Henry James.


(La más importante de las ediciones extensas de la obra de Henry James es la «Edición de Nueva York», que con el título The Novels and Tales of Henry James publicó la casa neoyorquina Scribner's, en veinticuatro tomos, de 1907 a 1909. James escogió las novelas y relatos que debían figurar en ella, revisó todos los textos y antepuso a cada volumen —salvo aquellos que contenían la segunda mitad de una novela larga— un prólogo con comentarios sobre el origen de las obras y su carácter. Póstumamente, en 1918, se añadieron a la colección dos tomos más, con las novelas inacabadas The Ivory Tower y The Sense of the Past. De los cuatro relatos incluidos en el presente volumen, los tres primeros se encuentran en el tomo XVII, junto con otros que abarcan también el componente de lo «extraordinario» o lo «sobrenatural», y el último en el tomo XVI. El fragmento siguiente está tomado del prólogo al tomo XVII.)


De todo lo cual se desprende una consideración oportuna para el grupito de composiciones aquí reunidas [se refiere a Owen Wingrave, The Friends of the Friends, Sir Edmund Orme, The Real Right Thing y The Jolly Corner]; la consideración de que, así como para mí la cuestión siempre ha estado en el asombrarme y, con toda la habilidad posible, mover al asombro, así también todo el lado de cuento de hadas de la vida ha empleado, para tirar de mi sensibilidad, una cuerda suya propia. Cuando queremos asombrarnos, no hay para ello terreno mejor que el de lo maravilloso —siempre anteponiendo la premisa, mediante una inducción no menos rápida, de que ese elemento no puede dejar de ser, para encajar en los diferentes casos, cosa de apreciación. Lo que en una serie de condiciones asombra puede perder su hechizo por completo en otra serie; y hay que decir también que, ya que en la narrativa el peligro de lo extraño desmedido está en lo disparatado, lo mismo que su fuerza, cuando se salva, está en lo cautivador, el viento del interés sopla donde quiere, la entrega de la atención persiste donde puede. El ideal en este género de cosas, obviamente, es el cuento de hadas puro y simple, el caso que se ha purgado en el crisol de todas sus bêtises sin dejar de conservar toda su gracia. Puede parecer extraño que, yendo en busca de lo entretenido, se intente esquivar el escollo de lo disparatado arrimándose a lo «sobrenatural»; pero lo que a éste le entretiene es, aun poniéndose en lo mejor (y esto sin duda hace mucho tiempo que lo hemos tenido que reconocer), lo que a aquél otro le sume en la desolación; y yo confieso sin reparo que de siempre la «historia de fantasmas», como por conveniencia la llamamos, ha sido para mí la forma más posible del cuento de hadas. Goza de ese honor, a mis ojos, por ser con tanta diferencia la más límpida —límpida con esa limpidez sin la cual la representación, y por lo tanto la belleza, decae. Claro está que uno sólo trabaja el hechizo —decente y eficazmente— a través de lo representado, y en la gracia de lo representado con mayor o menor fidelidad está la medida del éxito; verdad ésta cuyo olvido general y satisfecho no puede por menos de llamar la atención. Para empezar a asombrarme, ante un caso, tengo que empezar a creer —para empezar a dar (es decir, a atender) tengo que empezar a ver y oír y sentir. No parece, lo reconozco, que sea ése el requisito general —como se desprende de que tantas personas manifiesten deleite frente a retratos de maravillas y prodigios que por ningún baremo crítico, ni el más benévolo, son retrato; frente a recitaciones de cosas asombrosas horríficas o beatíficas que ni son representadas ni, por lo que a uno se le alcanza, se ven representables: debilidad que no invalida, a nuestro alrededor, los más resonantes llamamientos a la curiosidad. La condición principal de interés —la transmisión apreciable de unos efectos buscados— está ausente; de modo que cuando, como sucede a menudo, se le pregunta a uno si «le gusta» tal o cual «historia» no puede uno sino señalar; por toda respuesta, a la falta de material para formar un juicio.
Vemos, pues, que la aprehensión que entra en juego debe serlo de ciertas condiciones proyectadas, y por lo tanto su primera necesidad es la de que esas apariencias se constituyan en otra forma, y forma más coloreable, que la de que el autor responda por ellas con su palabra más o menos de caballero. No basta con eso; deme sus elementos, tráteme su tema, hay que decir —tendré que esperar a eso para decirle si me gustan. Podrían «chiflarme» todos si fueran dados y tratados; pero en este orden de cosas no hay base de opinión sin base de visión, y no hay fundamento para esto, a su vez, si no hay una proximidad comunicada a la realidad. Hay situaciones portentosas, hay prodigios y maravillas y milagros con respecto a los cuales esta comunicación, ya sea por necesidad o por azar, funciona relativamente bien —funciona, según nuestro baremo, con alguna consecuencia convincente; hay otras con respecto a las cuales el informe, el retrato, el alegato, no responde ni de lejos a las preguntas que se nos ocurriría hacer. Puede ser quizá, entonces, que a esas preguntas, por la propia naturaleza del caso, no haya respuesta —aunque también sucede mucho, sin duda, que el vicio sentido no está sino en la calidad de la provisión que se ha hecho para ellas: por todos los indicios, mi instinto, aunque sea al servicio de grandes aventuras, reclama las mejores condiciones de las cosas; reclama un terreno que permita multiplicar las pinceladas y los efectos, responder al mayor número de preguntas, transmitir la máxima apariencia de verdad. Con la preferencia que he señalado por la evocación «límpida» —la imagen, del tipo que sea, que presente las menos vaguedades y baraturas, los menos cabos sueltos colgando y los menos elementos omitidos, la imagen, en fin, que pueda ser más susceptible de intensidad—, con esa predilección, digo, el terreno más seguro para el juego de accidentes patéticos y mutaciones poderosas y encuentros extraños, o cualesquiera asuntos inusuales, es el campo, si puedo llamarlo así, más de su segunda que de su primera exhibición. Con lo cual, dicho sea en evitación de oscuridades, no quiero decir nada más críptico sino que yo mismo siento que los muestro mejor mostrando casi exclusivamente cómo se sienten, reconociendo como su principal interés alguna impresión que producen fuertemente y que se recibe intensamente. Es muy grande la probabilidad de que fallemos, he razonado siempre, si intentamos el prodigio, la apelación al pasmo, en sí mismo; si se subraya demasiado su lado «objetivo», el informe (hay un riesgo de diez contra uno) quedará ralo a todos los efectos. Lo queremos claro, eso por descontado, pero también lo queremos denso, y donde conseguimos la densidad es en la consciencia humana que lo aloja y lo registra, que lo amplifica y lo interpreta. Ésa es de hecho, cuando de lo que se trata es (repito) de lo «sobrenatural», la única densidad que conseguimos; aquí los prodigios, cuando llegan por la vía directa, llegan con un efecto precario; conservan, en cambio, todo su carácter cuando se aparecen al trasluz de otra historia —la historia indispensable de la relación normal de alguien con algo. Es en esos contextos donde más interesan, porque entonces lo que principalmente nos ocupa es la dignidad que se les atribuye y se les presta. Valores intrínsecos no tienen —como sentimos, por ejemplo, ante un asunto como el clímax pretendidamente portentoso del Arthur Gordon Pym de Edgar Poe, donde la historia indispensable está ausente, donde los fenómenos evocados, los accidentes patéticos, al llegar por la vía directa, como digo, son inmediatos y planos, y todo el empeño se orienta a lo horrífico en sí. El resultado es que, a mi entender, el clímax falla —falla porque acaba en seco, y acaba en seco por falta de conexiones. No hay conexiones; no sólo, quiero decir, en el sentido de un enunciado ulterior, sino de nuestra propia relación ulterior con los elementos, que penden en el vacío; con lo cual vemos perdido el efecto, malgastado el esfuerzo imaginativo.
Me atrevo a decir, para terminar, que cuantas veces, en busca, como he señalado, de lo entretenido, he invocado lo horrífico, lo he invocado, en una atmósfera como la de The Turn of the Screw, la de The Jolly Corner, la de The Friends of the Friends, la de Sir Edmund Orme, la de The Real Right Thing, con una seria aversión al despilfarro y desde el convencimiento de que en el arte la economía es siempre belleza.


Publicado con el título “Un texto de Henry James sobre la literatura fantástica” en James, Henry: Los amigos de los amigos (Recopilación de Jorge Luis Borges), Siruela, Madrid, 1986. Título original: “Preface” [Fragmento] en The Novels and Tales of Henry James Vol. XVII, 1909. Traducción de María Luisa Balseiro.



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