A pesar de la fecha
de su nacimiento, 1843, y de la fecha de su muerte, 1916, Henry James es uno de
los máximos escritores de nuestra época. Es menos un contemporáneo de Kipling o
de Tolstoi que un contemporáneo de Kafka. Fue un insuperado maestro de la ambigüedad
y de la indecisión, tan cotidianas hoy en el arte. Antes de James, el novelista
era un ser omnisciente, que penetraba hasta en los sueños del alba, que el
hombre olvida al despertar. Partiendo, acaso sin saberlo, de la novela
epistolar del siglo XVIII, James descubre el punto de vista, el hecho de que la
fábula se narra a través de un observador, que puede y suele ser falible. Este
observador define a los otros, pero, sin darse cuenta, está definiéndose. Los
lectores de James se ven obligados a una continua y lúcida suspicacia que, a
veces, constituye su deleite y otras su desesperación. El texto puede falsear
los hechos, o no entenderlos, o sencillamente mentir. He usado la palabra
observador, que asimismo corresponde al pasivo destino de Henry James.
James nació en New
York, un 15 de abril. Su padre, hostil a todo localismo, había decidido que sus
hijos fueran cosmolitas; se educaron en París, en Londres, en Ginebra y en
Roma. Hacia 1862, ya en su patria, Henry emprendió el estudio del derecho en la
universidad de Harvard. Su primer libro fue una biografía de Hawthorne, que
firmó con el nombre Henry James, junior. Pensó que América no ofrecía temas
propicios para la novela psicológica y se fijó en Europa, donde pasó casi toda
su vida. En primer término se dedicó a observar. A observar sin excesos; oía
una anécdota cualquiera, formulaba una o dos preguntas y no perdía detalles. Ya
poseía la semilla de una larga novela o de un inolvidable relato. A semejanza
de Marcel Proust, tan parecido y a la vez tan distinto, pensó que la
observación del género humano puede no excluir las clases altas, quizá no menos
reales que la promiscuidad del tugurio. El ambiente mundano es típico de toda
su obra, pero la parte última incluye lo sobrenatural, la fatalidad y el
infierno. Su tema preferido fue el americano que se siente extranjero en la
complejidad de Europa; concluyó al fin con el del hombre que es un extranjero
en el mundo, tal vez porque él también era un extranjero entre todos los
hombres. En 1915 renunció a la ciudadanía norteamericana y se hizo inglés para
testimoniar su adhesión a los aliados.
Un año más tarde
moriría venerado, solitario, admirado y poco leído. Kipling, Wells y Shaw, sus
contemporáneos, eran arrebatados y discutidos. Tenía la obsesión de la palabra
justa; a punto de morir halagó al misterio anunciando: «y ahora esa cosa
distinguida, la muerte».
Para esta antología
hemos elegido cuatro relatos muy diversos. En La vida privada se conjugan lo fantástico y lo satírico, el tantas
veces recreado tema del doble, caro a Stevenson y a Papini, y la burla a las
espléndidas nulidades que cruzan los visibles escenarios del mundo. Owen Wingrave puede parecer, al
principio, un alegato pacifista; vemos después que la gravitación de lo antiguo
y de lo espectral no excluye lo épico. Los
amigos de los amigos encierra una profunda melancolía y es, al mismo
tiempo, una exaltación del amor elaborado en el más secreto misterio. A estos
tres relatos fantásticos hemos agregado otro que no lo es, pero que constituye
quizá la obra maestra de Henry James en el cuento. La humillación de los Northmore es la crónica de una paciente
venganza, tanto más atroz cuanto que ignoramos su última realidad.
Nos quedan dos inolvidables
fotografías de Henry James, ejecutadas en 1906 por Alice Boughton. La primera
guarda para siempre la imagen de un desdeñoso caballero doliente que trata en
vano de ocultar, bajo elegantes atributos convencionales —el sombrero de copa,
el cuello almidonado y el bastón que soportan las manos—, lo que denuncia su
mirada tristísima: que es el más desdichado de los hombres. La segunda nos
muestra a Henry James con el mismo atuendo, mirando, no sin asombrada
incredulidad, el primer retrato. Ese juego del hombre visto por los otros, del
hombre visto por sí mismo, fue sin duda sugerido por James. El rostro que
cualquiera de las fotografías rescata corresponde, estoico y ausente, a la
inexorable imagen que la obra deja traslucir.
En James, Henry: Los amigos de los amigos (Recopilación de Jorge Luis Borges),
Siruela, Madrid, 1986.
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