I
¿Qué es la realidad
hoy? Es una ambiciosa pregunta, sin duda. Pero de qué otra forma se podría
responder a la cuestión de qué es lo fantástico sino comenzando por concretar
qué es lo real.
El concepto de
realidad en Occidente ha ido cambiando a lo largo de los años, de los siglos,
de las edades. Lo cierto es que desde que el señor Descartes tronchara en dos
la sustancia existente, dividiéndola en materia extensa y materia pensante, la
cosa se ha complicado. Al virus del solipsismo le siguió el del idealismo, y el
señor Kant, el señor Fitche, el señor Schelling y el señor Hegel, todos a una,
nos dejaron aún más solos con nosotros mismos al recluir toda la realidad
dentro de los márgenes de nuestra mente.
Ya nos advertía
Borges sobre la labor de estos señores[1].
Desde esta perspectiva todo es real. O, según se mire, todo —el libro que
sostienen entre sus manos, sus manos, la teoría de la relatividad— es ficción.
Pero no se fíen nunca
de nadie, y menos de alguien que escribe. Porque mientras en el ámbito de la
filosofía el señor Wittgenstein llevaba todo este asunto a su extremo —haciendo
corresponder el mundo con el lenguaje—, al mismo tiempo, en literatura, era
precisamente Borges quien estaba inoculando un virus de semejantes
repercusiones. Sin que podamos saber qué fue antes, el huevo o la gallina.
Donde, por razones obvias, el huevo es Borges y Wittgenstein la gallina.
Pensemos si no en el
relato del argentino «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Ese relato, que todos
ustedes recordarán, en el que una sociedad secreta de científicos y prohombres
se dedica a la elaboración de la historia, la metafísica, la teología, el álgebra,
la geometría, la lengua, la geografía, de un planeta inexistente. Y ese planeta
ficticio, TIön, acaba afectando al mundo real, o incluso siendo más real que
él.
Y es que si hoy
entendemos el mundo como el mundo físico y, además, como todo aquello que
aparece en nuestra vida —cultura, historia, sociedad—, es decir, si es todo lo que existe
para nosotros tal y como lo percibimos, entonces el mundo por supuesto también
es ficción. Y también forman parte del mundo los unicornios, las gorgonas, el
leviatán, el monstruo del Lago Ness, el golem, el vampiro, los marcianos y
demás hombrecillos verdes, la nave Enterprise, la Antorcha Humana, el Aleph, el
doctor Jekyll, los viajes en el tiempo, la presciencia y la inmortalidad.
La realidad hoy,
nuestro mundo, más que nunca, es Tlön.
II
¿No existe por lo
tanto una literatura fantástica hoy? Si nuestra realidad es tan vasta y movediza,
tan comprehensiva, que incluso lo fantástico queda englobado en la categoría de
lo real, no habrá entonces posibilidad de transgresión [2]. La realidad no podrá ser transgredida, porque todo forma parte
de la nueva y postmoderna realidad.
Pero no vayamos tan
rápido.
Somos postmodernos,
sí. Todos los somos. Pero cuando nos levantamos por la mañana ninguno de
nosotros espera encontrarse en la cama convertido en un monstruoso insecto, no
ponemos la mano en el fuego mientras calentamos la leche esperando no
quemarnos, y si viésemos en el pasillo a la Antorcha Humana seguiríamos cuando
menos sorprendiéndonos. Es decir, nuestra realidad es más amplia y movediza que
nunca, sí, pero aún cabe diferenciar planos de realidad.
Y me voy a servir de
las teorías del señor Popper, como me podría haber servido de las de algún
otro, para que podamos entendernos e ir profundizando en una definición del
género fantástico. El señor Popper, que poseía una lúcida cabeza en forma de
huevo, dividió la realidad en Mundo 1, Mundo 2, y Mundo 3. Con el Mundo 1 se
refería al mundo físico: las rocas, los árboles, la fuerza de la gravedad, el
ADN, mis manos. Con el Mundo 2 designaba el mundo psicológico, el de las
distintas mentes concretas: hablamos pues de la conciencia, de los sentimientos
individuales, de la voluntad, o del esfuerzo concreto de todos ustedes por
comprender estas palabras. Y con el Mundo 3 el señor Popper abarcaba el mundo de
los productos de la mente humana: y aquí se encontrarían la ley de la gravedad,
la teoría de la relatividad, los conocimientos de ingeniería genética, la
historia, la religión, el lenguaje, las crisis macroeconómicas, el contenido de
los libros, y todos los seres fabulosos que antes hemos mencionado [3].
Ya habrán adivinado
lo útil que nos va a ser esta clasificación para hablar de lo fantástico. El
vampiro existe, sí, sin duda, forma parte de la realidad y la afecta hasta el
punto de inundar el Mundo 1 con su iconografía y merchandising, con películas, cintas de video, discos de DVD, y
montañas de libros físicos tanto de literatura como de subliteratura. Sin
embargo, cualquiera de nosotros seguiría sintiendo cierta conmoción si presenciara
a un vampiro en sí descendiendo del
Mundo 3 para aparecerse de lleno delante de nuestras narices en el Mundo 1.
Con esto, espero,
queda por el momento aclarada la posibilidad de seguir transgrediendo hoy
nuestros planos de realidad. Algo del todo necesario para la definición del
género fantástico.
III
El señor Popper,
además de epistemólogo, fue un sugerente filósofo de la ciencia. Como asimismo
lo fue el señor Kuhn, quien por pura casualidad también tenía una cabeza en
forma de huevo. Soy consciente de que la casualidad pudiera parecer
inverosímil, pero les invito con vehemencia a que lo comprueben por ustedes
mismos.
El hecho de que ambos
sean filósofos de la ciencia y compartan un espacio en este prólogo no es tan
casual, sino que obedece a una razón concreta. Y esto nos lleva a una primera
aproximación al género que nos ocupa: lo fantástico literario necesita de la
irrupción de un fenómeno sobrenatural en el contexto de un universo real, de
forma que transgreda, perturbe y cuestione las leyes naturales. Es decir, de
forma que transgreda, perturbe y cuestione las leyes de la naturaleza en las
que creemos hoy. La literatura fantástica es, por lo tanto, un género en debate
con la ciencia de su tiempo.
La visión de la
ciencia del señor Kuhn puede servir a nuestros objetivos por ser una de las más
aceptadas en la actualidad por los especialistas, y por representar un enfoque
con el que cualquiera de nosotros, ciudadanos y lectores postmodernos, puede
identificarse. Para el señor Kuhn, el conjunto de teorías científicas de un
momento histórico —a lo que él llama paradigma— no es más que un sistema que,
durante un cierto tiempo, proporcionará a una sociedad y a su comunidad de
investigadores los modelos de los problemas científicos y sus soluciones,
incluyendo sus propios axiomas, su propia metodología, y por lo tanto su propia
forma de interpretar la realidad. Durante los periodos de ciencia normal, la
comunidad científica dominante perfeccionará sus modelos y se especializará en
los campos hacia los que la dirigen sus propias creencias [4]. Una vez que la acumulación de anomalías a las que el paradigma
no puede encontrar explicación es insostenible, la ciencia entra en crisis, y
es entonces cuando sobrevienen las revoluciones científicas y los cambios de
paradigma. Así ocurrió, por ejemplo, cuando a principios del siglo XVI el
sistema ptolemaico se vio desbordado por las anomalías astronómicas, y sólo
tras la revolución copernicana fue posible esgrimir un modelo que satisficiera
la avalancha de fenómenos extraordinarios.
El conjunto de
paradigmas científicos contemporáneos son entonces nuestro paradigma de la realidad. Como todas las teorías, por supuesto,
pertenece al Mundo 3, pero nos habla de todas las relaciones posibles entre el
Mundo 1, el Mundo 2 y el Mundo 3.
La literatura
fantástica, por supuesto, también se encuentra en el Mundo 3, y también nos
habla de las relaciones posibles entre los tres mundos, como lo hace el resto
de la literatura. Pero la literatura fantástica, a diferencia de las demás,
tiene por tema precisamente esas anomalías que nuestro paradigma de la realidad
no puede explicar.
IV
Y ya estamos en
situación de poder abordar una definición completa del género fantástico.
Como habrán podido
entrever en las líneas precedentes, uno de los rasgos esenciales de la
literatura fantástica es su interés epistemológico. El relato fantástico
muestra, sin duda, una inclinación por sondear los recovecos de la realidad, se
siente tentado por descubrir sus fallas y por comprender los mecanismos ocultos
de su funcionamiento. No pretende, sin embargo, ofrecer una explicación del mundo,
sino que más bien pone a prueba nuestro paradigma de la realidad escudriñando
sus anomalías. Es por ello que los motivos de lo fantástico están siempre en
los límites últimos del paradigma, indagando en las sombras de lo que no es
explicable.
En otras palabras: la
literatura fantástica mantiene un pulso constante con los límites de nuestra
idea de realidad.
Y todo esto, que
nadie se engañe, lo hace desde el propio paradigma. El relato fantástico imita
y refleja el paradigma, y lo cuestiona desde dentro, desde sus propios
principios. De ahí que —como todo lector del género sabe— el texto fantástico
recree pormenorizadamente un contexto real y verosímil. El relato fantástico
busca ante todo verosimilitud, construir un escenario lo más parecido posible a
nuestra habitual interpretación del mundo, porque sólo en ese universo de leyes
naturales podrá cuestionar el alcance y la validez de éstas. El autor
fantástico, de hecho, se valdrá también de todos los mecanismos narrativos a su
alcance para reforzar incluso la credibilidad de su narrador o de sus
personajes. Porque sólo en ese contexto y con esas garantías de autenticidad,
sólo ahí, podrá reproducir la sensación de inquietud y fascinación que él mismo
siente ante las fisuras de nuestra quebradiza realidad.
El escritor
fantástico es un francotirador epistemológico.
Pero tira desde
dentro. Se camufla en el sistema bajo un modelo de apariencia realista, elige
su blanco, sólo un blanco, y,
entonces, dispara.
Ahí está la clave. En
el rifle de precisión, en elegir un solo blanco. Al simular una apariencia de
normalidad, y al concentrar todo su interés en un único objetivo, en una única
anomalía de nuestro paradigma de la realidad, lo fantástico consigue
intensificar el efecto deseado: provocar la inquietud en el lector. Pero se
trata de una inquietud intelectual, de vértigo cognitivo —y no de terror, como
veremos más adelante— o, en términos del señor Kant, se trata de provocar la
perplejidad de la razón.
Si se disparase con
ametralladoras o con armas automáticas de repetición, si no se eligiese un
único objetivo y se lanzasen ráfagas a una multitud de anomalías del paradigma,
entonces no se conseguiría el mismo efecto de vértigo intelectual, y estaríamos
hablando de otros géneros emparentados con lo fantástico, como lo son el
realismo mágico o la literatura maravillosa.
Cuando se elige un
único objetivo, cuando el texto hace tema de una sola anomalía de la realidad,
se obtiene un singular y distintivo efecto de perplejidad. Por eso no importa
si son el protagonista o los personajes los que se sienten asombrados ante la
perturbación que introduce el fenómeno fantástico, como exigía Todorov, o si es
el lector el que se sorprende ante esta transgresión de la realidad, y ante la
propia pasividad de los personajes, como supo ver Susana Reisz [5]. Al escoger un único objetivo, la
inquietud y el asombro intelectual están asegurados en la mente del lector. Y
será una inquietud de naturaleza distinta a la que suscita el resto de los
géneros allegados [6].
La clave está ahí. En
el único blanco, en la mira telescópica. Por eso Borges tenía tan buen ojo para
lo fantástico, a pesar de su estrabismo.
V
La literatura
fantástica cuestiona los límites de nuestro paradigma de la realidad. Pero ella
misma, a su vez, nos plantea un problema de límites con respecto a sus géneros
literarios más cercanos. Una vez que hemos tratado de abordar su definición,
quizá la forma más segura de dejar bien perfilados sus contornos sea ensayando,
desde este mismo enfoque, las respectivas definiciones para cada uno de estos
géneros.
Comencemos por la
base. Si, como hemos dicho, lo fantástico tiene un interés epistemológico en
explorar los límites del paradigma y lo que hay más allá del paradigma,
entonces la literatura realista se
diferenciará de nuestro género por carecer de ese interés: el realismo, como
toda la literatura, pertenece al Mundo 3, y nos habla de las relaciones
posibles entre el Mundo 1, el Mundo 2 y el Mundo 3, sin preguntarse por la
validez del paradigma ni por sus anomalías epistémicas. Es más, el realismo
imita y reproduce a pies juntillas el paradigma científico vigente de la
realidad.
En otro peldaño de la
escalera, el realismo mágico o realismo maravilloso también refleja el
paradigma de la realidad —de ahí su nombre—, al igual que lo hace el género
fantástico. Si bien nuestro género construye un contexto real y cotidiano para
señalar la excepción, mientras que el realismo mágico reproduce ese universo
para luego inundarlo de anomalías. El fin último de este género de origen
hispanoamericano es distinto al de lo fantástico, porque no focaliza una
anomalía concreta, ni despierta un interés especial por ninguna de las
perturbaciones, sino que más bien al contrario las inviste de normalidad y las
naturaliza. El realismo mágico no parece buscar un conflicto con nuestra
concepción del mundo, no cuestiona —al menos no de una manera metódica y
radical— la validez de nuestro modelo. En cambio, parece tener un interés más
estético que epistemológico en las anomalías que afloran en nuestro concepto de
realidad. O, dicho de otra forma, el realismo mágico parece más cautivado por
la idea de aumentar los seres y eventos del Mundo 3, y en hablarnos de las
relaciones que puedan establecer con el resto de los mundos, que en los
conflictos teóricos que esto pueda ocasionar.
Sucede algo similar
con la literatura maravillosa, cuyos
seguidores se empecinan en confundir con lo fantástico literario, dando lugar a
lo que parece una insoluble disputa por la misma denominación. En la literatura
maravillosa el interés por aumentar y poblar el Mundo 3 cobra aún mayor
importancia, si cabe, que en el realismo mágico, y se termina por situar en un
primer plano. Y esto es así hasta el punto de que desaparece todo posible
conflicto con la realidad, por insignificante que sea. No podemos decir que lo
maravilloso haya abandonado completamente nuestro modelo de paradigma —en la
Tierra Media de Tolkien sigue habiendo gravedad, hay ciudades, ríos, día y
noche, las criaturas nacen y mueren, respiran, comen, tienen un lenguaje, y sus
relaciones y preocupaciones son de naturaleza humana—, pero lo cierto es que la
invasión de seres, objetos y leyes extramundanos es tal, que el esquema de
nuestra concepción de la realidad queda reducido a su mínima representación.
Otro género que en ocasiones
se suele relacionar y confundir con el fantástico es el de la literatura de terror. Y es que, en algunos
casos, el relato de terror utiliza elementos sobrenaturales para la consecución
de su principal propósito: causar miedo. No obstante, si nos referimos a la
forma pura del género de terror —porque, por supuesto, existen ejemplos de
hibridaciones de literatura fantástica de terror o de literatura de terror
fantástica—, esta aspiración a la congoja no guarda ninguna relación con la del
relato fantástico. En la primera el miedo que se persigue es literal, se trata
de sobrecoger, intimidar, horrorizar y angustiar. Mientras que en el texto
fantástico la inquietud de la que antes hablábamos es, como dijimos, sólo
intelectual, especulativa. Por esta razón, la literatura de terror —o la
literatura gótica como uno de sus exponentes— reparará menos en los conflictos
que supone la anomalía, y cargará en cambio sus tintas en lo amenazador,
tétrico y hasta macabro de las atmósferas.
También se acostumbra
a relacionar obstinadamente la ciencia-ficción
con lo fantástico. Y ello pese a que la ciencia-ficción no cuestiona en
absoluto el paradigma de la realidad. Es más, confía tanto en el paradigma científico
vigente que lo proyecta en un tiempo futuro, lo hiperdesarrolla, y nos viene a
hablar de todas sus extraordinarias (hoy) posibilidades. En la ciencia-ficción
no hay asombro ante la anomalía, el asombro se da en cambio ante las potencias
futuribles que posee la tecnología de nuestra ciencia.
El único de los géneros
vecinos que tiene por objeto interrogar y desestabilizar el paradigma de la
realidad es el surrealismo. De hecho,
el surrealismo es aún más radical que la literatura fantástica, y no sólo
cuestiona el paradigma, sino que lo hace desde fuera del mismo, desde los
márgenes de la razón. El surrealista anula la capacidad de la razón para dar
cuenta de la realidad, y pone en tela de juicio las bases mismas de nuestra
concepción del mundo. El surrealista no es un francotirador, es un terrorista
epistemológico[7].
Ni que decir tiene
que todos estos géneros colindantes con lo fantástico —es decir, todos aquellos
que se alejan de los principios del realismo— cuentan hoy en España con
abundantes cultivadores, brillantes escritores de calidad, algunos de ellos
amigos, que se han quedado por los pelos fuera de esta antología. La espinosa
cuestión de los límites.
VI
En nuestro país, hoy,
la literatura fantástica goza de una envidiable salud.
Y no es que en las
décadas anteriores no haya existido una producción fantástica. Al contrario, la
tradición fantástica española nació con el romanticismo y se ha extendido sin
interrupción hasta nuestros días. Así lo afirma David Roas en el prólogo de La realidad oculta. Cuentos fantásticos
españoles del siglo XX —un volumen, por cierto, que es de alguna manera el
precedente de esta antología—, para luego dar clara prueba de ello en esas
mismas páginas, reuniendo a autores como Pío Baroja, Valle-Inclán, Unamuno,
Miguel Sawa, Eduardo Zamacois, Max Aub, Francisco García Pavón, Ricardo
Doménech o Juan José Plans[8].
También constatan esta opinión otras recopilaciones, como la de Cuentos fantásticos en la España del
realismo, que recoge escritores como Vicente Blasco Ibáñez, Emilia Pardo
Bazán, Benito Pérez Galdós, Leopoldo Alas Clarín o José Fernández Bremón[9], o, ya remontándonos a los
orígenes, la selección de Cuentos
fantásticos del siglo XIX, que da cabida a las plumas de Eugenio de Ochoa,
Zorrilla, Bécquer o Pedro Antonio de Alarcón[10].
No obstante, también
es cierto que toda esta producción, a veces accidental, a veces central en la
obra de determinados autores, ha quedado durante mucho tiempo silenciada por el
alud de publicaciones realistas que copaban librerías, gacetas y suplementos.
La crítica literaria del momento ignoraba estas obras, lo que a su vez tenía
unos efectos perniciosos: al no atribuirse calidad o seriedad a los textos
fantásticos, cada vez era mayor el reparo en acometer su ejecución y sus temas,
y por lo tanto cada vez, de hecho, los conatos fantásticos se acababan
internando más y más en los arrabales de la subliteratura.
Y no ha sido hasta
nuestros días que la investigación académica posterior se ha logrado desprender
de estos prejuicios, ha situado en su justo lugar determinadas obras, y se ha
encargado de reestablecer la normalización del género.
Pero éste no es,
desde luego, el único síntoma de la buena salud de la literatura fantástica
española hoy. No, claro. El principal síntoma es otro. Y es que, en la
actualidad, podemos por fin decir —a todo aquel que nos pregunte y sin temor a
equivocarnos— que las últimas generaciones de narradores españoles se enfrentan
a lo fantástico de una forma amplia, diversa, prolífica, con un alto estándar
de calidad literaria, y sin los complejos que alguna vez se pudieran haber
albergado.
Ahora sí, éste es el
estado de nuestra literatura fantástica. Pero aún podríamos preguntarnos, ¿cuál
ha sido el detonante, el culpable de todos estos cambios?
El hecho de que
España se haya abierto al mundo, a sus literaturas, y también a toda la
influencia mediática, audiovisual, artística y filosófica de la postmodernidad
y de la post-postmodernidad, ha tenido sin duda mucho que ver en el asunto.
Cualquiera podría considerar este hecho como un sospechoso a tener muy en
cuenta.
La apertura de
nuestro país a lo que había al otro lado de sus fronteras es la presunta responsable
de al menos dos consecuencias. Por un lado, por esta razón, las últimas
generaciones de narradores españoles no sólo han leído a los perturbadores
Hoffmann, Poe, Maupassant, Lovecraft y Kafka, sino que además se han educado
con las alarmantes obras de Borges y Cortázar, de Horacio Quiroga, Leopoldo
Lugones, Adolfo Bioy Casares y Juan Rulfo. Y a uno y otro lado de lo
fantástico, han podido contemplar el surrealismo europeo y el realismo mágico
de García Márquez y de Alejo Carpentier.
Por otro lado, las
últimas generaciones de narradores españoles han sido espectadoras de primera
fila de un acontecimiento fascinante: el cambio de un paradigma de la realidad.
Aquella vieja realidad nuestra, férrea, unívoca, monolítica, inamovible, se ha
visto sustituida por una nueva concepción mucho más inestable. Y el escritor
español, hoy, es más consciente que nunca de que ahora todo —también el Mundo
3— es real. O, según se mire, de que toda la realidad es ficcional. Fluctuante.
Porosa. Y en ella, las posibles perturbaciones se filtran por innumerables
intersticios.
VII
El principal objetivo
de esta antología ha sido precisamente dejar constancia de este envidiable
estado de salud de nuestra literatura fantástica actual.
Y para ello, se ha
pretendido dibujar una panorámica global de lo que se está haciendo hoy en
nuestro país en el género, siguiendo un principio rector esencial: nuestra
mirada se ha centrado en los autores en activo —es decir, autores vivos que, al
margen de su edad, siguen en estos momentos escribiendo y publicando— que se
han dedicado a lo fantástico de una forma amplia, y no sólo ocasional o
accidental.
O dicho de otra
forma, en este volumen no sólo no hay textos por encargo, sino que incluso se
han intentado evitar los buenos relatos fantásticos que, de forma aislada, haya
podido pergeñar un autor sin una aspiración fantástica más o menos transversal
en su obra.
También en aras a
esta visión global, hemos terminado por tomar la decisión de incluir en estas
páginas a aquellos autores fantásticos que, aun habiendo nacido al otro lado
del Atlántico, llevan años conviviendo con nosotros, siendo parte de nuestra
cultura y de nuestras letras, y en definitiva una muestra singular de esa
fusión y apertura al mundo de la que antes hablábamos.
En el mismo sentido,
si bien por cuestiones de extensión nos hemos visto restringidos por el patrón
de corte del relato corto —ante la imposibilidad de confeccionar la primera
fantástica antología de novelas fantásticas—, hemos considerado interesante
incluir algunos ejemplos del cultivo de lo fantástico dentro del cada vez más
pujante territorio del microrrelato.
El orden de los
autores y sus cuentos es, como ha de ser en toda exposición panorámica,
estrictamente cronológico, según sus fechas de nacimiento. Así, podremos
distinguir una primera generación, cuyos mayores exponentes —atendiendo sólo a
lo central de lo fantástico en su obra, y a la rigurosa adscripción a la más
precisa definición del género— quizá sean José María Merino y Cristina
Fernández Cubas. Una segunda generación intermedia, que encuentra su más amplia
representación en las obras de Ángel Olgoso y Manuel Moyano. Y una última
hornada de escritores españoles, nacidos ya en los setenta y con varios libros
publicados, que se iniciaría con Félix J. Palma y que comienza a abordar los
temas fantásticos de una forma natural, sin reservas ni aspavientos. Esta
naturalidad se manifiesta en la ausencia de complejos y en la relación familiar
con los temas propios del género, sin que eso signifique —insisto— que se
intenten naturalizar los hechos extraordinarios.
Como podrá comprobar
el lector decidido a emprender la lectura de estas páginas, los temas de lo
fantástico español son tan amplios como las anomalías, lagunas e interrogantes
que deja sin responder nuestra explicación del mundo. Hay de todo. Anomalías y
perturbaciones para todos los gustos. Siempre sosteniendo un pulso con los
límites de nuestra realidad. Pasen. Pasen y lean. Lean sobre la muerte y la
vida después de la muerte, los resucitados, los espectros, la inmortalidad, el
paraíso, el limbo y el infierno. Sobre Dios y el Diablo, el origen y el fin.
Lean acerca de los mundos paralelos, los bucles temporales, la predeterminación
o los viajes en el tiempo. En torno al doble, la simetría, la identidad y las
conexiones invisibles. Lean todo sobre las interacciones entre realidad y
ficción, metaficción y metaliteratura. Sobre los sueños y las pesadillas. Sobre
las transformaciones imposibles de hombres y mujeres, de objetos y animales.
Lean acerca de la presciencia, la telepatía, la telequinesia, y todas las
alteraciones de las capacidades cognitivas, las de la memoria, las de la
personalidad, las de la percepción. Lean. Lean y disfruten del cosquilleo y el
vértigo de asomarse a los bordes del abismo.
[1] «Yo he compilado alguna
vez una antología de literatura fantástica —decía Borges—, pero delato la
culpable omisión de los insospechados y mayores maestros del género:
Parménides, Platón, Juan Escoto Erígena, Alberto Magno, Spinoza, Leibniz, Kant,
Francis Bradley. En efecto, ¿qué son los prodigios de Wells o de Edgar Allan
Poe confrontados con la invención de Dios, con la teoría laboriosa de un ser
que de algún modo es tres y que solitariamente perdura fuera del tiempo?», en
la reseña sobre el libro After
Death, de Leslie D. Weatherhead.
[2] Como de hecho afirma gran
parte de la crítica postmoderna.
[3] Karl Popper, El Universo abierto, Tecnos,
1986.
[4] Si a esto añadimos que para
el señor Kuhn este sistema de creencias o supuestos afecta también a la
naturaleza de los libros de texto y publicaciones de investigación, con los que
se formarán las futuras generaciones científicas, el parecido con la actividad
llevada a cabo por los teóricos de Tlön es estremecedor. Véase Thomas S. Kuhn, La estructura de las revoluciones
científicas, Fondo de Cultura Económica, 1975.
[5] Véanse Tzevan Todorov, Introducción a la literatura
fantástica, Tiempo Contemporáneo, 1972, y Susana Reisz, Teoría y análisis del texto
literario, Hachetre, 1989; los textos que nos ocupan están ambos recogidos
en David Roas (Ed.) Teorías de
lo fantástico, Arco, 2001.
[6] El doctor Jekyll es el
primer sorprendido por su transformación en el señor Hyde, al igual que se
sorprenden los demás personajes de la historia que van descubriendo el insólito
fenómeno; mientras que en cambio Gregorio Samsa, o sobre todo el resto de su
familia, muestra cierta naturalidad ante su respectiva transformación. Por otro
lado, ninguno de los Buendía revela asombro ante los prodigios que se van
sucediendo a su alrededor, como tampoco lo manifiestan por supuesto los elfos o
los hobbits. Y no obstante, la inquietud y la vacilación intelectual que las
dos primeras lecturas provocan en sus lectores es distinta a la sensación que
promueven las obras del realismo mágico o de la literatura maravillosa. La
perplejidad es, entonces, independiente de la conducta de los personajes,
porque radica en la concentración, en la forma de focalizar unas anomalías
concretas.
[7] Llevando más lejos nuestra
analogía con los filósofos de la ciencia, si lo fantástico siguiera el modelo
establecido por el señor Kuhn, los preceptos del surrealismo equivaldrían al
anarquismo epistemológico del señor Feyerabend, quien —y lo digo a pie de
página porque sé que no me creerán— también tenía una espléndida cabeza en
forma de huevo.
[8] David Roas (Ed.), La realidad oculta. Cuentos
fantásticos españoles del siglo XX, Menoscuarto, 2008.
[9] Juan Molina Porras (Ed.), Cuentos fantásticos en la España
del realismo, Cátedra, 2006.
[10] David Roas (Ed.), Cuentos fantásticos del siglo XIX.
Marenostrum, 2003.
En Perturbaciones. Antología del
relato fantástico español actual (Edición
y prólogo de Juan Jacinto Muñoz Rengel), Editorial Salto de página, Madrid,
2009.
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